Num103 016

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De Mérida al
Grec: festivales
para un verano
TEATRO
MAURO
ARMIÑO
ue
los
festivales
culturales tienen que
cambiar es un hecho que
ya
apreciaba
el
prestigioso George Steiner en su
discurso inaugural del Festival de
Edimburgo del año pasado. El
crítico literario inglés iba más allá
y razonaba la necesidad de su
supresión
analizando
los
resultados: en muchos casos, la
utopía que los dio a luz —
convertirse en punto de encuentro
y concordia de culturas en una
Europa devastada por la guerra—
había terminado en fenómeno
turístico. Y si los de Edimburgo y
Aviñón, por ejemplo, lo son en
parte, y en parte son escaparates
de la cultura europea, los más
conocidos que se celebran en
España tienen más de lo primero
—aunque un turismo restringido
y nada internacional— y menos
de lo segundo.
Q
El tiempo ha ido mellando las
buenas intenciones con que
fueron creados, mientras la
mengua de los presupuestos
públicos destinados a esos fines
reducía la incorporación de
compañías y espectáculos que han
incrementado de forma muy
cuantiosa sus cachés en los
últimos quince años. Además, la
voluntad política que los mueve
tiene que conciliar demasiados
intereses de todo tipo en un país
donde la profesionalidad de las
gentes de teatro no posee baremos
claros y se rige por valores muy
distintos a los que rigen el
nombramiento de otros directores
de Festivales europeos.
La decadencia
de Almagro
No resulta significativo desde el
punto de vista cultural el
porcentaje de ocupación del
festival que arropa al Corral de
comedias de Almagro, que el
próximo año, con la apertura del
remodelado de Alcalá de Henares,
perderá su título de “más antiguo”
de España. Debe medirse por la
calidad de sus estrenos y la
participación
internacional,
restringida en esta ocasión a la
aportación italiana de La hija del
aire. Dos estrenos absolutos de
calidad no dan un rango excesivo
al
festival
manchego:
La
venganza de Tamar, de Tirso,
trabajo de la Compañía Nacional
de Teatro Clásico, dirigido por
José Carlos Plaza, y Las gracias
mohosas, pieza que por su
novedad y el rescate de una
dramaturga sevillana del XVII,
Feliciana Enríquez de Guzmán,
debe figurar, con independencia
del resultado actual, entre los
mejores logros de esta edición.
Además de una reposición de
Lope, (El anzuelo de Fenisa), han
participado elencos autonómicos,
universitarios o escolares del arte
de Talía con obras tópicas y
varias veces vistas, como La
dama boba, de Lope; El gran
teatro del mundo, de Calderón, y
El examen de maridos, de Ruiz de
Alarcón, título éste que sí resulta
novedoso.
Y
los
clásicos
extranjeros,
los
inevitables
Shakespeare y Molière, requieren
para un montaje que dé la
dimensión de su genialidad,
planteamientos más rigurosos y
unos intérpretes que puedan
compararse con los actores
ingleses que, en el pasado, nos
han
frecuentado
con
sus
“shakespeares”.
Mérida
y sus grecolatinos
Sobre la escena emeritense del
Teatro Romano, esta edición ha
cumplido con una peculiaridad
que debe ser inherente a cualquier
festival que se precie: el carácter
de estreno de las piezas
presentadas. Pero en el fondo se
ha burlado aquello que convierte
a Mérida en un acontecimiento
teatral peculiar: sólo uno de los
estrenos ha representado este año
en puridad al teatro griego: Los
bacantes, de Eurípides, que, por
desgracia, ha incorporado textos,
ritos y ceremonias de otras
culturas al mito dionisiaco. El
resto de las piezas estaba en el
entorno del mundo clásico: desde
la Salomé de Oscar Wilde —el
pasaje de la cabeza del Bautista
cortada por Herodes obsesionó al
siglo XIX: desde Flaubert a
Mallarmée, de quien recibe Wilde
la idea— a la Electra, de
Giraudoux, una pieza, no de las
mejores, de ese dramaturgo
francés
que
practicó
el
maurivaudage intelectual con los
mitos
griegos.
Les
han
acompañado una versión burlesca
de Quo Vadis, con Javier Jaime
Chávarri en la dirección, y
Calígula, la pieza más vista de
Camus en España.
número
de
empresas
e
instituciones que se suman al
proyecto
y
aumentan
sus
aportaciones de servicios y de
producción económica, mientras
Álvarez del Manzano se refugia
en la escasez del presupuesto y la
falta de proyecto cultural, que
contrarresta con declaraciones
grandilocuentes, según las cuales
“Madrid es una gran capital
cultural” y “Hemos superado a
Verano
en dos ciudades
Barcelona y Madrid tienen dos
festivales veraniegos opuestos
totalmente
en
concepción,
proyecto y resultado: mientras el
de la primera sube y mejora cada
año, el de Madrid va agotándose
hasta rayar en la inexistencia.
Pascual Maragall ha conseguido
reunir fuerzas e incrementar el
Parías y Londres, y ahora vamos a
por Berlín”.
Tales
frases
resultan
esperpénticas si atendemos a la
programación de los “Veranos de
la villa”, basada en La venganza
de don Mendo, una obra muy
menor, dirigida por un mediocre
Pérez Puig que regenta el Teatro
Español; en una Carlota, de
Miguel Mihura, al aire libre, en
cuyo programa de mano no
aparece siquiera el nombre del
director escénico, y donde lo más
elogiado ha sido el fresco del aire
madrileño y las tortillas y demás
viandas que se consumen; y en la
zarzuela, mucha zarzuela de
diario, interpretada por esas
compañías familiares que son las
únicas que mantienen ese género
musical vivo, aunque en estado
agónico. El resto se rellena con la
programación de las salas
alternativas, costumbre a la que
han recurrido los “Veranos de la
villa” en los últimos años y que
supone la política contraria a la
que Gustavo Villapalos busca
para la Comunidad.
En la presentación del Festival de
Otoño, Villapalos ha roto con la
decadencia de los últimos años de
ese evento y, para bien o para
mal, ha tratado de hacer una
reflexión sobre lo que es y debe
ser un festival, y lo que el
Consejero de Cultura de la
Comunidad
quiere.
Cree
Villapalos que los grandes
festivales de carácter general
están llamados a desaparecer y
que el futuro está en las citas
temáticas. Por eso, para otoño ha
reforzado
la
presencia
internacional, frente al cultivo de
“lo nuestro” de la política
municipal, y ha rechazado la
TEATRO
incorporación de los autores
jóvenes, que no le parece misión
de un festival. Con poco dinero
—poco más de 400 millones de
pesetas, de los que 320 pone la
Fundación Caja de Madrid— ha
preparado un festival apañadito
que cumple una función mínima
de estos eventos: tres o cuatro
piezas —dos de ellas de
Shakespeare— montadas por
compañías extranjeras.
La idea que Villapalos aplica al
próximo Festival de Otoño se
acerca más a la de Pascual
Maragall que a la de Álvarez del
Manzano, aunque todavía haya
notorias diferencias: el alcalde
barcelonés, gracias a esa política
de coparticipación, ha conseguido
hacer el mejor festival veraniego
de los últimos años, con 177
espectáculos en 43 escenarios
distintos. Hay de todo, desde
zarzuelas de “marca” hasta
vanguardia, desde flamenco hasta
el último grito juvenil de las salas
alternativas, con homenajes,
acciones parateatrales, recitales
poéticos, conciertos que van de la
música mudéjar de los siglos XVI
y XVII a la bizantina o griega, el
lied catalán o Monteverdi.
En teatro, además de La
tempestad, dirigida por Calixto
Bieito —que ha pasado por Almagro y que pasará por el Festival
de Otoño de Madrid—, se han
programado un homenaje a Josep
Pla (un oratorio escrito por Narcís
Comadira, “El día dels morts”),
varias obras de Benet y Jornet que
permitirán la presencia de Pierre
Chabert y Sergi Belbel en la
dirección, una obra de Bernhardt,
un ciclo de teatro joven (Luisa
Cunillé, Paloma Pedrero), etc. Sin
verano de las grandes ciudades
poseen contenidos distintos de lo
que puede predicarse de Aviñón o
Edimburgo; pe- ro, a falta de
calados más hondos, produce
obras y mantiene en jaque a la población con una oferta escénica
de dos meses impensable en
latitudes como la madrileña.
olvidar obras de teatro comercial;
desde Jean Anouilh hasta
Caníbales de Nicky Silver o El
florido pensil, de Andrés Sopeña.
La mezcla de juventud y
vanguardia, de comercialidad y
teatro infantil, de teatro de cultura
y teatro de consumo, logra hacer
que el Festival de verano barcelonés abra un abanico para
distintos públicos y diferentes
grados de integración cultural. No
es esa, desde luego, la misión de
los festivales, aunque en su
descargo debe decirse que los de
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