Num011 014

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Máximo Etchecopar
A propósito de la tercera visita de
Ortega a Buenos Aires
En otra ocasión, hace de esto guiñee años, me creí en el deber —subrayo
esta última palabra porque en ,1a vida de cada cual contadas son las veces
en que nos vemos constreñidos a asumirlo—, me creí en el deber, digo, de
referir llana, buenamente lo que había sido mi amistad porteña con Ortega
durante la tercera visita del filósofo a la Argentina *.
Tal relación de hechos, anécdotas y nombres de personas, que manuscribí entonces, lo era una apenas nada personal, apenas nada íntima y mía.
Es que a sólo diez o doce años de la muerte del gran hombre, no me
sentía yo aún con suficiente presencia de ánimo como para ir a fondo en
aquello tan peculiar e infrecuente que había sido mi amistad hacia él; nuestra
común, intensa, recíproca amistad.
En efecto, las circunstancias que entretejieron nuestro asiduo trato y
amistosa relación en aquellos años porteños —¡ya tan lejanos!— de 1939 a
1942 son todas ellas insólitas, desacostumbradas. De aquí que pretender
referirías al correr de la pluma me parecía entonces —allá por
1967—-tarea por demás ardua y aun desproporcionada a mis solas y magras
fuerzas. Hube así de circunscribirme, en tal oportunidad, a la mera crónica,
al mero relato somero de esa nuestra mutua frecuentación.
Porque, hágase cargo el lector de los términos crudos de la situación
aludida: ocurrió que a la tercera archinotoria visita de Ortega a la Argentina
(que, como correspondía, estuvo rodeada de la más grande publicidad y
resonancia) había de vincularse estrechamente un jovenzuelo, yo, desprovisto (como, en su caso, correspondía) de toda visibilidad pública y ciudadana, y sin título ninguno para aspirar siquiera a tener trato frecuente
con el insigne español.
Vista a la distancia —una distancia de cuarenta años-—, la peripecia
señalada resulta aún más inverosímil, resulta, incluso, más desproporcio1 Máximo Etchecopar, Ortega, nuestro amigo, segunda parte de Historia de una afición a
leer, Buenos Aires, Eudeba, 1968.
nada y estrafalaria que al tiempo en que hubo de acontecer. Que Ortega,
nada menos que Ortega y Gasset, prácticamente acabase en Buenos Aires
por no tener trato asiduo —esa amistosa frecuencia de trato fue cotidiana—, en su larga y última permanencia porteña de dos años y medio, con
otro argentino que no fuese un mozuelo ignoto (quien por mucho que se
empeñara en atender y ser útil a Ortega, nada, absolutamente nada, en
puridad, podía aportar al grande hombre contristado de esos entonces), que
todo ello aconteciera como digo es cosa, convendrá conmigo el lector, por
demás insólita, por demás, me atrevo, sin temor a exagerar, a decirlo, anómala. (Con la salvedad y precisión a hacer que esa anomalía de la situación
que señalo atañe mucho menos al aspecto personal de la misma que a su
trasfondo social: la situación creada —que fue, por lo demás, afectuosísima y, en lo a mí referente, deslumbradora— entre mi ínfima persona y
la de Ortega simboliza, expresa acabadamente el hondo malestar, el sordo
descontento, el grave desarreglo de que adolecía la sociedad argentina en los
años cuarenta. ¡Para qué decir que ese malestar y ese desarreglo no han
hecho sino acrecentarse y agudizarse desde entonces!)
E interesa sobremanera recalcar la circunstancia apuntada porque muy
seriamente creo que ella es insoslayable —habrá de serlo cada vez más—
en toda biografía completa y veraz que en el futuro se escriba sobre nuestro
gran filósofo.
Está visto que resulta harto difícil, cuando no imposible, hacerse uno
cargo de lo que ha sido una descollante personalidad antes de que el tiempo
transcurrido no haya decantado por completo la perspectiva propia en que
se recorta la vera efigies del hombre o mujer estudiados. En el caso que
ahora nos ocupa al lector y a mí, ello resulta palmario, inequívoco. Quiso,
en efecto, el azar que el tramo mas doloroso, más aflictivo y oscuro de la
luminosa existencia de Ortega hubiese de transcurrir en Buenos Aires entre
fines de 1940 y febrero de 1942. Y quiso también ese mismo dios azar que
el testigo más próximo de tal circunstancia íntima fuese yo. Y es en este
lugar preciso y entre las fechas indicadas donde habrán de indagar los
futuros biógrafos de Ortega a fin de cerciorarse acerca del punto, acerca del
aspecto más dramático (y acaso más desesperanzado también) de la vida de
Ortega.
Pero lo cierto es que hasta ahora —-año de este primer centenario
orteguiano— no se había presentado la oportunidad clara de referirse sin
tapujos ni prudentes eufemismos a tan arduo, a tan empinado asunto.
Razones de oportunidad y de prudencia, lo acabo de decir, me llevaron
antaño al convencimiento de que no convenía desvelar la grave circunstancia
que consigno. De aquí que en anteriores referencias y escritos míos acerca
de Ortega y sobre mi amistad para con él, yo no haya hecho siquiera mención
de unas cartas a mí dirigidas por mi inconmensurable amigo, donde se
estampa y traza de modo explícito y deliberado la situación de ánimo en que
se hallaba Ortega al dejar la Argentina en aquella malhadada fecha del 9 de
febrero de 1942.
Comenzaré por transcribir párrafos de dos breves cartas que por orden
de fecha me escribió Ortega desde el barco que lo llevaba de regreso a
Europa —su destino era Lisboa— en ese febrero de 1942.
Leemos en la primera:
En el mar, 16 de febrero 1942.
Recibí por telegrama el visado para Portugal. Todo va, pues, en forma. Mi
ánimo continúa en el mismo estado que estos últimos días —vacío que dejo
atrás, vacío que presento adelante. Esto impide que, aun estando bien de cuerpo y
de temple, se me movilice el alma y se dispare el pensamiento. Este punto
muerto es lo que hay que salvar, pero temo que ha de pasar aún tiempo sin
lograrlo. Pareja detención de todo mi ser es el efecto grave de cuanto me ha
acontecido en Buenos Aires el año pasado [...].
La segunda carta dice:
Curacao —28 febrero 1941 (error en la cuenta del año).
Querido Máximo: ¡llevamos diez y nueve días de viaje y nos encontramos en
el punto más hondo y neurálgico de él. Desde Montevideo., la navegación ha
sido excelente de mar y de temperatura, pero de una monotonía superlativa. El
pasaje no existe como no sea para quitarle a uno el reducto de la soledad. Los
torpedeamientos recientes en estos parajes han hecho el paso por esta región
sumamente peligroso y no ve uno el momento de estar fuera del Mar Caribe
con la proa ya dirigida resueltamente a Europa.
Los tres días de envaramiento me permitieron ver en Montevideo el artículo
de Crítica, última palabra que me ha llegado de la Argentina. Cuando en una
ciudad se publica un periódico así, la ciudad vive envilecida. No necesito decir
que cuanto, puesto entre comillas, se me atribuye y que es un conjunto de
imbecilidades, no ha sido jamás ni escrito, ni enunciado, ni pensado por mí.
Por ciertos detalles colijo que todo ello es de [...], el sapo hembra de que
gozan ustedes ahí.
Mi salud ha sido buena hasta hace tres días, pero desde entonces no anda bien.
Es demasiado trópico y excesivo ecuador para mi hígado claudicante.
Mañana vamos a La Guaira y el Martes estaremos en Trinidad, donde el control
inglés nos detendrá por lo menos dos jornadas. La llegada a Lisboa no creo que
sea antes del 15. Note usted que en todo el viaje sólo habremos bajado a tierra
unas horas en Río.
Nos desespera llevar tanto tiempo sin noticias de los nuestros. [...] Un abrazo de
Ortega.
Cariñosísimo recuerdo y saludos a su madre de Rosa.
A fines de 1943 —el 5 de diciembre— está fechada una extensa carta
de cinco páginas de apretada mecanografía —las dos anteriores son manuscritas—, cuya transcripción completa en Cuenta y Razón ocuparía no menos
de diez páginas, y cuyo contenido atañe en gran parte a mis trámites
administrativos y legales con Espasa-Calpe de Buenos Aires, casa editora
ésta ante la cual fui yo representante legal de Ortega —soy abogado—
hasta finales del año 1946, en que traspasé mi honrosa carga, previa aprobación de mi mandante, a nuestro llorado amigo Jaime Perriaux,
orteguia-no total.
Esta es la porción epistolar que transcribo:
Avenida 5,de Octubre, n°. 10.—Lisboa, 5 Diciembre 1943. Querido Máximo: ¡ya era
hora! Dos años de silencio, Espero que ni por un instante haya admitido Ud. que
este silencio se debe a olvido, falta de cariño, desidia u otra causa cualquiera de
orden inferior y que no procede de plena y ,,,resuelta deliberación. .Precisamente,
el,caso,de mi. silencio hacia Ud. aclara paradigmáticamente las causas de mi universal
silencio durante todo este tiempo. Tienen Uds. que representarse la cuestión que me
planteaba escribir, en sus concretas condiciones. Yo. no podía escribir a unos sin
escribir a otros, lo cual no significa democracia alguna sentimental y falta de
jerarquía en mis afectos. Pero cualesquiera sean mis preferencias., es evidente que
no pocas personas de ahí tenían, en efecto., derechos, mayores o menores, a que yo
les escribiese. Quiero hacer constar que .reconozco todos esos derechos, que los acato
y que precisamente por eso he tenido que tomar la resolución radical de no
escribir a nadie, ya que había motivos para no hacerlo en algunos casos.
Ahora bien, estos motivos son los que me interesa aclarar y muy especialmente en
el caso de Ud. porque es donde más acusadamente se manifiesta. En efecto, aparte
el gran cariño que le tengo, la gratitud intensa que le debo —afecto y gratitud que
no han hecho sino condensarse con el tiempo como los vinos generosos en la
bodega— había razones de extremo egoísmo que reclamaban haberle yo escrito, al
ser Ud. quien quedaba representando ahí mis materiales y ur gentes intereses.
Pero aún hay más. Como, en seguida verá, esos intereses, durante las semanas de mi
viaje marítimo, habían padecido una nueva injusta complicación que llevaba al
colmo —y en el mismo estilo— las que durante todo el año 1941 me habían
atormentado ahí. Esa complicación, como verá, me ha traído graves perjuicios
durante todo el 1942. Sin embargo, yo no le he escrito a Ud. Desearía que hiciese
Ud. ver la ejemplaridad del caso para que los demás excelentes amigos comprendan
mi silencio. La causa de éste ha sido lisa y llanamente la necesidad en que me sentía
de cortar radicalmente las preocupaciones y malos humores, que hicieron del año
41 algo sin ejemplo en mi vida, incomparable con cualquier otro instante de mi
existencia2. Ahora bien, yo no podía escribir a los amigos y callar sobre todo eso,
contribuyendo así a dar la impresión de que «todo eso» había sido cosa de poca
importancia y fácilmente olvidable. Los hombres, aun los mejores, propenden
demasiado a olvidar el pasado absurdo, sobre todo cuando lo ha padecido el prójimo.
Pero yo no acepto esta obliviscencia, antes bien, por razones muy hondamente
científicas, creo que lo esencial del hombre es la memoria y que el grado de
humanidad de cada persona se mide por la memoria que sepa tener de cuanto él ha
dicho y hecho, oído decir á otros o presenciado, de lo que pasó y de lo que dejó de
pasar, aunque debiera. No podía yo, pues, escribir a los amigos sin volver una vez
más sobre todas aquellas penosas incidencias, lo cual me obligaba a seguir
prisionero de ellas en vez de aprovechar la única ventaja de la enorme distancia a
que me hallaba de Uds., a saber: romper de raíz con mis preocupaciones..Ya que esto
no compensase mi nostalgia de Uds., era siquiera un tanto a mi favor. Ya que no
podía gozar de Uds. me convenía quedar, al menos, libre de aquellas obsesiones.
Y ahora va Ud. a tener la confirmación más concreta y precisa que cabe de cuánto
acabo de decir. Otras cosas son más largas o más difíciles de contar; por lo
mismo, conviene aprovechar ésta para que le sirva de ejemplo. [...]
2
El subrayado me pertenece.
Luego, y tras hacer la compulsa pormenorizada de sus relaciones comerciales —mejor dicho, la de sus libros y ediciones— con Espasa-Calpe y su
gerente en Buenos Aires, el señor Olarra, me hace partícipe de lo siguiente:
[...] Sobre esta base podría Ud., en conversaciones con Olarra, intentar esclare cer
el porqué de las —por lo visto— escasas ventas desde el 2.° semestre de 1941,
fenómeno que contrasta con el aumento enorme de venta de mis libros en todo el
mundo, hasta el punto de ser yo hoy el escritor filosófico que vende más en
Norteamérica, Alemania, Hungría, Países Escandinavos y empieza a serlo en
Inglaterra y Francia. En España se venden también hoy más que nunca. (Añado
ahora, fuera de esta cuestión administrativa, que debe Ud. tomar nota de este
hecho porque él precisa a Ud. que su amigo Ortega tiene por delante la etapa
más activa y destacada de toda su vida. Pero no quiero aún entrar en detalles sobre
esto. La sorpresa ahí va a ser enorme y muchos harán pésimas digestiones.) E...] 3.
Hasta aquí los trozos de la larga y —a mi juicio— muy importante
carta de Ortega, cuya parcial reproducción se verifica ahora por primera
vez.
Dejando aparte los nombres de los argentinos, amigos de Ortega, de
quienes en esa carta se hace mención y a los que Ortega envía cálidos
saludos —recuerdo el de su gran amiga Bebé de Elizalde y su hijo Fernando, Carmen Gándara, César Pico y Jaime Perriaux—, los cuales supieron
oportunamente de esa mi carta, tan sólo a Soledad Ortega y a Julián Marías
hice conocer con posterioridad el texto completo de ella.
En mi sentir, todo comentario o glosa o aclaración de lo transcrito
huelga. No cabría más adecuado punto final para estas notas.
M. E.*
3
El subrayado es mío.
* Escritor argentino. Ex embajador en la Santa Sede.
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