Sin duda el mes de enero en cuyos días finales se escriben estas páginas es una época parca en novedades editoriales. Tras las fiestas navideñas y hasta el Día del Libro y su Fiesta parece establecerse un paréntesis en las novedades bibliográficas. La se- lección de lecturas aquí intentada se caracteriza, por tanto, por esa limitación. Algunos de los títulosson reseñados un poco tardíamente y otros merecen ser citados por una cierta atemporalidad o por las especiales circunstancias que en ellos se dan. Libros recientessociales de ensayo v ciencias JAVIER TUSELL Memorias n el caso de José María de Areilza, «A lo largo del siglo, 1909-1991», Barcelona, Planeta, 1992, se trata de una novedad navideña que constituyó una cierta sorpresa, bien grata, en el momento de su aparición. ¿Qué explica un libro de memorias de quien ya ha escrito tres previos, obteniendo un éxito considerable con ellos, pero dando la sensación de haber agotado las posibilidades del género autobiográfico? José María de Areilza ha ido desgranando en retazos su vida política y lo ha hecho siempre con una extremada elegancia espiritual y calidad literaria, dos rasgos tan suyos y tan inesperados en un político español. El lector que ha seguido con todo entu- E siasmo toda su trayectoria y su obra puede quedar sorprendido por la aparición ahora de este nuevo libro, del que, en principio, quizá se pregunte si no constituirá una repetición, rectificadora o no. Pero no es eso, por supuesto, sino que A lo largo del siglo se sitúa en un plano diferente y en muchos sentidos todavía mejor que los anteriores. Hay en él esas características ya mencionadas del académico pero las páginas de este libro se ven acompañadas, además, por una especialísima sensación de fruición a la hora de abordar la creación literaria. La narración de la juventud propia o de las tragedias de la vida no sólo nos da cuenta de la densidad humana de un singular personaje sino que, además, testimonia un goce en la escritura que se transmite del autor al lector. Pero sobre todo hay, además, una virtud complementaria en este texto: el de ofrecer no un fragmento de la vida, como en las tres ocasiones anteriores, sino la totalidad de la misma en su complejidad poliédrica y en su articulación a lo largo de toda una rica experiencia vital. Con este libro, mucho más que con los tres precedentes, nos encontramos con el Areilza amante de la excursión por la montaña, el joven radical de los años treinta y el esposo y padre doliente ante las adversidades y la desaparición de los seres queridos. El político moderado, dueño como pocos de la palabra, el escritor a la vez vigoroso y elegante y el sensible apreciador de la literatura y las artes plásticas, ya nos resultaba conocido. Las facetas nuevas completan el personaje y nos proporcionan su dimensión ín- tegra como en un resumen definitivo. n libro de estas características reviste especial importancia, no tanto por lo que revela sino por completar esa imagen. Lo cierto es, sin embargo, que hay capítulos que despiertan un especial interés en el interesado en la Historia cercana, sobre todo, porque hasta el momento no teníamos un perfil completo del Areilza .político en ese momento. El interesado encontrará, por ejemplo, una interesante referencia a los años de la República, a su embajada en París o a la etapa final de UCD. Pero, como acaba de indicarse, lo fundamental es la imagen global del personaje que se trasluce tras la lectura del libro. Nunca como después de ella aparece la realidad bifronte de un Areilza, hombre público y, a un tiempo, sensible y gustoso observador de la realidad que le rodea que muy a menudo poco tiene que ver con el partidismo y sí, en cambio, con el goce estético. Caracteriza a nuestro autor una suprema elegancia espiritual que le hace reconocer que para dedicarse a la política hace falta la rugosidad de la piel de elefante, pero, al mismo tiempo, pasar por aquellos momentos en que fue objeto de persecución sin insistir en la calificación del adversario. Por supuesto esa capacidad de trascender las adversidades o de reconocer aquellas actuaciones que pueden resultar más controvertidas, como su famoso discurso como Fernández Miranda y de Ramiro Ledesma Ramos a Carlos Arias. U E José Ma de Areilza. alcalde de Bilbao, no indican una etérea voluntad de trascender cualquier conflictividad. Lo prueba el hecho de que, convertido en observador, Areilza es un magnífico descubridor de cuanto figura en su entorno. Para comprobarlo no hay más que leer los magníficos retratos que hace de personajes que ha venido conociendo a lo largo de su vida: desde Nicolás Franco a stas Memorias nos proporcionan, por tanto, un perfil complet o de un singularísimo protagonista de la vida contemporánea española, con su coherencia, sus tragedias y sus goces. Tras la lectura queda un regusto de satisfacción en el lector que le hace desear que Areilza prosiga, con su asiduidad de siempre, su labor de articulista y escritor. Ensayo La selección que proponemos al lector de libros de ensayo tiene en el caso presente una especial actualidad. Se trata, en primer lugar, de un importante estudio sociológico sobre los rasgos de la sociedad española en el momento presente, de un libro colectivo que versa sobre los antecedentes inmediatos de nuestra cultura actual y de una reflexión sobre una de las más importantes responsabilidades de la Corona española en el momento actual. En Amando de Miguel, «La sociedad española, 1992-1993», Universidad Complutense de Madrid - Alianza Editorial, 1992, el reciente informe sociológico que el conocido sociólogo ha publicado gracias a los buenos auspicios de la Universidad Complutense, a la hora de calificar de modo escueto el presente momento de la sociedad española utiliza dos califi- cativos que parecen muy oportunos. España sería una realidad vital y desmoralizada, es decir un mundo en cambio profundo y constante, pero eso afectaría y no siempre en sentido positivo a sus valores, en especial a algunos de aquellos que quizá son más decisivos en lo que respecta a la vida colectiva. Ese juicio general, que parece muy correcto, constituye tan sólo una de las sugerencias que provoca la lectura de este volumen, extenso y bien ilustrado, del que hay que empezar por alabar la iniciativa de la Universidad al promoverlo. La verdad es que el rector Gustavo Villapalos, que está muy por encima de lo que suele dar de sí ese cargo en España, merece un diez por haber apoyado un proyecto como ése. a razón es muy evidente. Cualquiera que haya tenido contacto con las ciencias sociales en España recordará como una bendición aquellos informes FOESSA que fueron no sólo un hecho cultural de primera magnitud, sino también un acicate para el cambio, incluso el político. Todavía somos no pocos los que guardamos aquel capítulo del segundo informe cuyas páginas fueron arrancadas para que el libro pudiera circular libremente. Aquellos libros fueron decisivos y lo menos que puede decirse del presente es que está a la altura de sus precedentes. Claro está que ahora es mucho más abundante y monográfica la bibliografía existente sobre materias L sociológicas y, por lo tanto, algunos de los resultados de la investigación de 1992 son más discutibles o resultan menos novedosos. Pero la solidez no sólo es idéntica sino que da la sensación de resultar todavía mayor que en el pasado, al menos desde la óptica del lector no especializado. ¿Qué cambia y qué no en nuestra sociedad? Cambia, en primer lugar, la distribución de la población y de la riqueza. El triángulo Madrid-Barcelona-Bilbao es ya cosa de un pasado casi remoto; desde hace años se produce una traslación hacia el Este y ahora, además, el centro de gravedad tiende también a desplazarse hacia el Sur. Los españoles tienen todavía a la familia como una institución sólida, pero el matrimonio es cada vez más tardío. Las relaciones prematrimoniales se consideran, en la juventud, casi de form a u n á n i m e , c o m o n o s ól o Amando de Miguel. aceptables, sino lógicas; sólo un tercio juzga el aborto como un derecho de la mujer. España no ha cambiado en cuanto al reparto de la riqueza por clases sociales desde los años ochenta aunque se haya hecho mucho más rica y haya cambiado el sistema político. Los españoles llevan a cabo un consumo de cultura mucho mayor que en el pasado pero siguen sin leer. Han sido bastante de izquierdas, aunque más en sus declaraciones que en la práctica, pero la sit uaci ón ha empezado a cambiar desde 1986. En todos estos aspectos hay, como se puede comprobar, una dosificación entre el cambio y la permanencia. onde el primero predomina de manera clara y no necesariamente para bien es en otros aspectos de nuestra realidad cotidiana. Por ejemplo hay un obvio potencial racista en España que no ad- D quiere mayor significación porque la inmigración todavía no se ha desarrollado lo suficiente. Hay problemas sociales graves que derivan del trabajo temporal y del terrorismo. Claramente en el país Vasco y de forma creciente en Cataluña crece el número de los que se declaran de la región antes que españoles. En buena medida se ha destruido la ética del trabajo. La desmoralización procede sobre todo del espectáculo de una vida pública nada ejemplar y es profunda, con unos resultados que dan la sensación de ser difícilmente reversibles en el alma popular. Una expresión brillante puede resumir esa posición de los españoles ante la política. Lo característico de ellos es el «democratismo cínico», es decir una actitud por la que siendo demócratas dan por supuesto, sin embargo, que sus políticos son bastante sinvergüenzas. de la propia aparición del informe. Parece difícil de imaginar que aparezca uno semejante en envergadura y calidad a éste en el plazo de tan sólo un año. Pero ése es un buen reto para Amando de Miguel. Los antecedentes de la gran generación de maestros que ha ejercido un auténtico papel inspirador de nuestra cultura los encontramos en «El legado cultural de España al siglo XXI. 1. Pensamiento, Historia y Ciencia», Barcelona, Colegio Libre de Eméritos - Círculo de Lectores, 1992, 428 págs., cuya redacción y edición mismas deben empezar por merecer la alabanza y el agradecimiento. Es muy conocida la obra que realiza el llamado Colegio Libre de Eméritos, institución creada en 1987 como Fundación destinada a ofrecer a los profesores eméritos más eminentes la posibilidad de conti- nuar presentes en la vida cultural española con idéntica o aun superior intensidad que aquella que dedicaron en otros momentos a la Universidad. El Colegio realiza una importante tarea de difusión de la obra de quienes forman parte de él (que son algunas de las cumbres señeras de las Ciencias y las Humanidades españolas) mediante cursos monográficos, ciclos de conferencias e incluso programas de televisión. Ahora ha tenido, además, una feliz iniciativa de la que es autor, como se advierte en el prólogo de este libro, Pedro Laín Entralgo. Se trata de poner a la disposición de un público, culto y amplio a un tiempo, un estudio acerca de los principales científicos y pensadores que formaron a la generación de los que son miembros del Colegio, mostrando sus principales rasgos de su tarea cultural e intelectual y de sus aportaciones al conjunto T odo esto y mucho más lo puede encontrar el lector en este libro que es imprescindible para un diagnóstico de la actualidad. Por supuesto hay también en este libro afirmaciones obvias y otras discutibles, que no es preciso detallar aquí. Los dos mayores inconvenientes que en este decisivo informe sociológico se aprecian derivan, en primer lugar, de algunos de los comentaristas de cada capítulo que no están siempre a la altura del texto y en ocasiones lo contradicen pero, en segundo lugar y sobre todo, de la periodicidad futura Pedro Laín Entralgo. Santiago Grisolía. de las disciplinas en que la ejercieron. El objetivo es, por tanto, informativo pero siempre con esa altura singular que le presta a un libro como éste el nombre de quienes lo han redactado. L a realidad es, en efecto, que, al margen de que los especialistas en cada una de estas materias más allá de nuestras fronteras conozcan la obra individual de esos grandes intelectuales españoles, no tienen, en cambio, una visión de conjunto de lo que fue la vida intelectual española en esa generación, y menor conocimiento llega todavía a los medios de comunicación de esos países de allende nuestras fronteras. Pero incluso existe hoy todavía un problema mayor que se refiere no tanto a lo que se pueda saber o decir más allá de nuestras fronteras, sino a lo que sucede en la propia España. La verdad es que para los profesores universitarios de mi generación, que estamos entre los cuarenta y los cincuenta, incluso queriendo conocer esa obra intelectual de la generación en que se formaron nuestros maestros no siempre nos ha resultado fácil porque cosa muy diferente es leer un libro y asumir toda la enseñanza no escrita que nace del contacto directo y cotidiano. La verdad es que leyendo este libro ejemplar la sensación que se tiene es de un cierto rubor no sólo por ese desconocimiento de lo que estaba al alcance de la mano, sino ante lo mucho más escueto de los méritos propios cuando nuestra generación es obvio que ha tenido en su favor circunstancias mucho más favorables. Por supuesto, como no podía menos de ser, el nivel del libro (excelentemente editado) está a la altura de los personajes retratados y de quienes asumen la misión de hacerlo. Se trata de un volumen que sin duda mere- cería un reconocimiento de alguna institución pública por lo mucho que significa para el conocimiento de un retazo esencia de nuestra Cultura. Pero, al leerlo, se tiene la sensación de que es preciso alabar no sólo la tarea intelectual de sus redactores, sino también el impulso moral que les ha animado. En efecto, si existe, aun hoy en día, todo un tajo en la cultura española que separa el presente del pasado, la razón estriba en que se produjo una guerra civil que cortó trágicamente toda una línea de herencias intelectuales, ahora afortunadamente reconstruida. or supuesto, dentro de la calidad de cada una de las aportaciones no existe una identidad absoluta en el tratamiento entre quienes colaboran en este volumen. En general, se trata de evocaciones muy precisas y sólidamente decantadas, pero en el caso de José María Jover al tratar de la obra como historiador de Menéndez Pidal hay, además, toda una tarea de investigación. El autor de esta crítica no se siente con capacidad para juzgar los textos de Grisolía, Ríos y Sánchez del Río acerca de las Ciencias de la Naturaleza pero el resto, incluso habiendo sus autores escrito mucho y muy bueno acerca de esos maestros, resulta no sólo un buen resumen sino una incitación a conocerlos mejor. Laín escribe sobre Ramón y Cajal y Zubiri, Marías acerca de Ortega y Unamuno, el ya citado Jover y Lapesa lo hacen sobre Me- P néndez Pidal, Julián Gallego y Fernando Chueca, de manera muy complementaria, abordan la obra de los grandes historiadores del arte y, en fin, Emilio García Gómez explica la obra de los grandes arabistas de esa generación. El resultado global no es sólo un libro memorable sino algo más importante: una razón decisiva para estar orgulloso por doble partida, por esos maestros del pasado y por los del presente que transmiten esa herencia recibida y acrecentada a la nueva generación. F i nal ment e conclui mos esta sección dedicada al ensayo con la mención de un librito que puede, quizá, pasar inadvertido por no ser muy conocida la editorial que lo ha dado a la imprenta, y ello a pesar de que la cuestión que aborda reviste un indudable interés. Se trata de Julián Marías, «La Corona y la Comunidad Hispánica de Naciones», Madrid, Asociación Francisco López de Gomara, 1992, 127 págs. Sin la menor duda, Julián Marías tiene una capacidad para el género ensayístico de la mejor calidad que es difícilmente superable. El ensayo es, por supuesto, aquello que decía Ortega, es decir la ciencia sin la prueba precisa, pero también es otras cosas. Consiste, por ejemplo, en una capacidad de integración de saberes, un esfuerzo triunfante por elevarse por encima de ellos y, en ocasiones, una voluntad de actuar sobre la realidad circundante e inmediata. S i d e f i n i m o s a l e n s a yo d e Julián Marías. acuerdo con estos rasgos no cabe la menor duda de que el reciente librito de Marías los cubre de manera perfecta. En un momento en que las Monarquías de otras latitudes se interrogan acerca de su razón de ser y respecto de la nuestra parece haber un sector que, de una manera un tanto incons- ciente y con escasa justificación, procura al menos ponerle ciertas adversativas sin que haya descubierto aún un mínimo de justificación; Marías incide en este libro en una de las razones de más peso no para justificar la Monarquía, que eso no es muy necesario, sino para presentarla como realidad en todas sus potencialidades. La tesis de Marías se fundamenta en toda una interpretación de la Historia española en la que cabe coincidir en su mayor parte. Por supuesto hay que estar de acuerdo, frente a la actitud de algunos nacionalismos periféricos (más el catalán que el propio vasco) en que de ninguna manera cabe atribuir a España la exclusiva condición de «resultante» de una adición de culturas regionales. También parece muy acertada la definición de Castilla como una «Monarquía abierta». Más discutible resulta la atribución a ella de una «actitud» o un «proyecto histórico», tesis sin duda de raíz menendezpidaliana pero que tiene el inconveniente de proporcionar una especie de «esencia» a esta región. Con el mismo derecho sería posible atribuírsela a otras. E l hallazgo que me parece decisivo en el texto de Marí as no s e ref iere a esta interpretación de la Historia española previa al descubrí 1 miento, sino al modo en que se articuló la relación entre España y las Américas a partir de 1492. Otras naciones tuvieron colonias y mantuvieron una precisa frontera entre lo controlado y habitado por los llegados del otro lado del Atlántico y los indígenas. En el caso de España lo que realmente hubo fue un «injerto». El término es muy preciso y exacto porque implica que lo creado en América por los españoles no fue nada ex novo ni supuso tampoco la sustitución de lo existente por algo radicalmente nuevo. La palabra «injerto», en lo que tiene de mezcla de savias distintas responde, por tanto, de manera perfecta a la realidad que surgió en el Nuevo Continente y que sigue existiendo en el momento actual. El injerto está perfectamente vivo en el momento actual y es lo que le da unidad a Iberoamérica y crea su esencia. Pero ésta resulta incompleta e insuficiente sin tener en cuenta que España es parte de esa realidad. Iberoamérica sin España está insuficiente e incompleta. De ahí que tenga sentido esta denominación y no la de Latinoamérica porque el «injerto» no cabe atribuírselo, por ejemplo, a Italia, por muchos que sean los argentinos de esa procedencia. Esta realidad que perdura se suma a otra surgida de la transición española a la democracia. Un elemento clave de ella fue la Monarquía, por razones históricas a las que no es preciso hacer mención porque son de sobras conocidas. Lo que interesa es la resultante y ésta puede describirse muy brevemente. La Monarquía como institución no puesta en cuestión permite que un país dividido esté en condiciones de discutir y deba- tir todos y cada uno de los rasgos de su existencia. Pero eso, que ha sido una enorme ventaja para los españoles, también la conlleva a la vez para ellos y para los iberoamericanos. También el Rey es para más allá del Atlántico aquello que nadie puede poner en cuestión y el que puede contribuir a aunar en propósitos comunes. Carece de poder político en España y, por tanto, la posible acción suya en Iberoamérica no está en condiciones de despertar reticencias o malestares. Símbolo y expresión de unidad, el Rey de España puede y debe jugar un papel de primerísima importancia en propósitos que superen lo partidista o lo político. Esa es la última conclusión precisamente a la que llega Marías. La acción española en Iberoamérica debe evitar por completo concomitancias con los programas de partido o con la sucesión de gobiernos. Pero cabe preguntarse si así se ha hecho siempre. Historia n alguna ocasión nuestra selección de libros de Historia ha seleccionado alguna obra decisiva por cambiar el punto de vista existente hasta el momento o por proporcionar información radicalmente nueva, éste no es el caso en el momento presente. En José María Jover, «La civilización española a mediados del siglo XIX», Madrid, Espasa Calpe, col. Austral, 1992, 387 págs., encontramos más que una información nueva algo que es mucho más importante que eso: un enfoque nuevo de la Historia ofrecido por quien, con toda justicia, puede ser calificado como uno de los historiadores más conocidos de la España actual. De entre los maestros de la generación de historiadores de la época contemporánea que nos encontramos entre los cuarenta y E José Ma Jover. los cincuenta años, destacan de forma especialísima tres que han solido convertirse en los inspiradores, de manera más o menos directa y en tres campos distintos, de las principales obras publicadas por ella. Carlos Seco Serrano ha sido el inspirador de las novedades introducidas en la Historia política, la de los movimientos obreros y la de la cultura; Miguel Artola, por su parte, aunque también ha influido de manera muy importante en la Historia política se ha decantado de forma especial en la de las estructuras sociales, comprendiendo en ellas también los aspectos económicos. José María Jover ha escrito una abundante obra desde una perspectiva muy original que, después de la lectura de su último libro, habrá que denominar como «Historia de la civilización». n este texto la colección Austral presenta, con carácter de divulgación, en primer lugar el prólogo que Jover escribió para el tomo de la Historia de España de Menéndez Pidal dedicado a la era isabelina y al sexenio revolucionario. Tal texto, que es una breve obra maestra, sólo puede ser mencionado aquí de pasada porque merecería por sí solo una reflexión que no se va a hacer por falta de espacio y por tratarse ya de una publicación bien conocida. Lo que importa es señalar que en este texto se ejemplifica de una manera perfecta lo que ha constituido la forma de hacer de este gran historiador. Esta reseña debe centrarse, en E Carlos Seco Serrano. cambio, en el texto final de este libro en el que Jover hace referencia desde un punto de vista teórico a los planteamientos que han guiado a su manera de hacer Historia y que resultan coincidentes con una manera particular de entender esa ciencia por parte de los historiadores más recientes. En efecto en los últimos tiempos ha sido muy frecuente pasar de la Historia política y social a lo que podríamos denominar como la Historia de la gente sin historia, la gente normal que no es protagonista habitual de los grandes acontecimientos. Testimonio del interés por este tipo de Historia lo encontramos en el libro de Aries y Duby, Historia de la vida privada, editado en España por Taurus, que no sólo atrajo a los especialistas de nuestro país sino que constituyó un importante punto de referencia en el gusto del público pues ocupó durante meses los primeros puestos de las listas de éxitos en ventas. ues bien, a un tipo de Historia relacionada o semejante es a la que Jover denomina como «Historia de la Civilización». Su genealogía la retrotrae, en la historiografía española del siglo XIX, nada menos que hasta mediado ese siglo pero el antecedente más directo lo establece en la persona del gran historiador liberal del reinado de Alfonso XIII, Rafael Altamira. Fue éste quien utilizó el término «civilización» para designar a lo que también llamaba como la «Historia interna» de un país, contrapuesta a los grandes acontecimientos políticos. Otra palabra que también usaba Altamira era «costumbre», y Jover la rescata también para aludir a esa vida cotidiana en la que se entrecruzan los factores materiales y los de carácter moral y espiritual. A fin de cuentas era la Historia que le interesaba al hombre de la calle y P no a los catedráticos la que Alta-mira convirtió en eje principal de su reflexión, en frase que Jover recalca de modo muy oportuno. Vicens Vives, el gran renovador de la Historia española en cia social de una concepción del mundo y la moral social. Por supuesto todo este conjunto de intereses que Jover nos revela en este librito podrían dar lugar a una amplísima discusión y tienen tras de sí una bibliografía extensísima en otras latitudes. Lo que resulta más que probable es que en España sean mucho más estos temas que los de Historia política o económica los que centren la preocupación de los especialistas y también del propio público lector en los próximos años. Los lectores de este libro tendrán en su mano, por tanto, una prometedora guía del futuro historiográfico. Arte Joan Miró. los años cincuenta, rescató esta importante idea cuando trató de definir el objeto de la Historia como el estudio de las mentalidades sucesivas del pasado, sobre todo teniendo en cuenta a ese hombre de la calle y no al gran acontecimiento político. Ahora Jover reivindica de nuevo esta Historia de la civilización y resume en seis grandes núcleos lo que podría ser su contenido: los espacios y la vida material, el ritmo del tiempo y las formas de vida, la proyección de las instituciones y estructuras de poder sobre la vida de una sociedad, las mentalidades o creencias, la vigen- uesto que acerca de Joan Miró vamos a tener la oportunidad de celebrar durante el presente año un cen- P tenario abundante en actos culturales de todo tipo, bueno será que en estas páginas tratemos de su obra por el procedimiento de hacer referencia a una reciente traducción del que puede ser considerado como el mejor libro breve acerca de su obra. Se trata de Roland Penrose, «Miró», Barcelona, Ediciones Destino, 1992, 216 págs. El mérito del mismo reside en primer lugar en el texto, pues Penrose fue amigo personal del pintor como también de Picasso a quien dedicó también un libro importante. Frente a la tendencia habitual a hacer crítica o Historia del Arte por el procedimiento de usar un lenguaje abs-truso, Penrose demostró en este libro una claridad meridiana y una solidez de conocimientos que le permiten acercarnos a la obra del artista de manera inigualable. La edición, muy bien ilustrada, permite seguir el texto acompañándola con la visión de la obra a la que se refiere, lo que multiplica los alicientes. Nacido en 1893, Miró hubiera cumplido, por tanto, en el presente año, los cien de vida. Puesto que de él vamos a ver en España dos importantes exposiciones —una de ellas la ya inaugurada en el Centro Reina Sofía y otra en la Fundación que lleva su nombre en su Barcelona natal— bueno será hacer un balance de su obra y de su significación en el arte contemporáneo, sin duda de relevancia semejante a los otros dos grandes artistas españoles de la vanguardia del siglo xx, Picasso y Dalí. Hay dos rasgos iniciales en él que perduraron durante toda su vida pero que se aprecian de manera clara ya en sus primeras singladuras como pintor. Nacido en un medio que por las dos ramas familiares puede considerarse vinculado al mundo artesano y menestral, Miró nunca perdió los rasgos relacionados con él. Siempre prestó un interés a la materia en todo su esplendor y al objeto inmediato y cotidiano. En él hubo la visión del papel del artista como una especie de «jardinero o viñador», como él mismo se denominaba, que conoce los elementos con los que trabaja y les deja desarrollar sus potenciales de una forma espontánea y dejando en parte a la incertidumbre la posibilidad de rectificar lo que también de la mano del artista. Pero, además, fue también inequívoca su condición mediterránea que daba siempre un aire de viveza a toda su producción, Pablo Picasso. desde aquellos primeros cuadros de tonos fauve y elaboración detallística en que presenta la masía de Montroig, hasta sus últimos grabados en que el pequeño animal se ha convertido en tan sólo una mancha. o son éstos los únicos rasgos en los que hay continuidad en Miró, sino que se puede decir que en él hubo siempre unas características peculiares e irrepetibles que son más difíciles de apreciar, por ejemplo, en un Dalí. La pasión por objetos inanimados y por los insectos de la fauna mediterránea le habían convertido ya en una especie de surrealista espontáneo antes de que sus dos viajes a París (en 1919 y, sobre todo, en 1922) le convirtieran en definitivamente merecedor de este calificativo. La estancia en la capital del arte de entonces le proporcionó amistades importantes que duraron gran parte o la totalidad N de s u vi da ( M a s s on, El uar d, Ernst...) pero no le quitaron la espontaneidad y los rasgos de personalidad con los que acudió a la ciudad francesa sino que tan sólo provocaron en él la simplificación, la esencialización y la decantación de su bagaje previo, sin adulterarlo. En el Miró de esos años hubo, por ejemplo, influencias literarias como la de los calligrammes de Apollinaire, gusto hacia el objeto encontrado por casualidad y exaltación de lo espontáneo, pero nunca esa especie de excesiva perversión literaria de la pintura que, en cambio, es frecuente en ciertos surrealistas como Dalí o Ernst. Miró fue capaz de alcanzar mejores resultados en lo decorativo con la misma fuerza expresiva y con una muy superior economía de medios, que prestan a sus obras una frescura ingenuista. De ella da idea la obsesión muy suya por determinados temas como pueden ser, por ejemplo, los nocturnos estrellados, tan mediterráneos que para él eran la expresión misma de la luz. Sus animalícu-los, omnipresentes en toda su obra, en efecto, una invitación al goce, al juego y a la paz. Ese aire nai'f de su obra encuentra la mejor expresión en su afirmación de que la pintura estaba en «decadencia desde la edad de las cavernas». Tan sólo en un determinado momento la obra de Miró dio la sensación de convertirse en trágica y ello se debe a la peculiar evolución del surrealismo, pero también a las circunstancias españolas. Desde sonas, lo ilumina con la teoría de Karl Bühler, desarrollada antes de los años veinte de este siglo. Sostiene Popper que la mayor parte de los lingüistas ni la han leído a fondo ni la han entendido de verdad. En el desarrollo del lenguaje, Bühler distingue las funciones expresiva (de un estado interno), apelativa o de comunicación y la específicamente humana: la de representación, donde surge el problema de la verdad y la mentira. En esta posibilidad de desvincularse del momento inmediato, radica, a su juicio, el origen del espíritu humano. Los niños, manifestó Popper, no aprenden a hablar de oído, sino que aprenden a hablar hablando. Sin duda hay que cuidar nuestro lenguaje, puesto que con tales ensayos nos dotamos además de la capacidad de modificar nuestra alma. Ante- riormente, Lorenz había calificado de insensatez negar la existencia del alma, por tratarse de algo que, simplemente, no podemos explicar (aunque podamos entender, por ejemplo, el sentido de la pincelada que Va-lle-Inclán da de uno de sus personajes teatrales: «su alma es humilde y cristalina, llena de murmullo sagrado»). Hace más de sesenta años, al hablar de la deshumanización del arte, Ortega señaló que el arte nuevo resulta comprensible al ser interpretado como un ensayo de crear puerilidad en un mundo viejo. Menos comprensivo, Popper culpabiliza a los filósofos superficiales de la decadencia del arte. E ste filósofo ya nonagenario nos recuerda que los jardineros expertos saben que muchos de sus intentos fra- casarán, y asegura que no puede haber una sociedad perfecta; quien se queje de tal afirmación, viene a decirnos, que responda de lo que ha hecho para mejorar su sociedad. El mayor peligro de nuestro tiempo, decía Popper en 1983, es el intento de persuadir a los jóvenes de que están viviendo en un mundo feo, malo e hipócrita, o que está vacío de sentido. Para él, desde un punto de vista histórico, vivimos en el mejor mundo que ha existido nunca, pero nos toca buscar la forja de otro superior. Piénsese, pongamos por caso, en lo que ha escrito hace poco Federico Mayor Zaragoza: «Se calcula en 40.000 el número de niños que mueren diariamente (casi 15 millones al año) como consecuencia de enfermedades relacionadas con el agua. Una tercera parte de esas víctimas infantiles tienen menos de cinco años».