Num100 011

Anuncio
Marías ante la historia
contemporánea de España
ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
H
ace algún tiempo la Historia de
España "Menéndez Pidal" se
enriquecía con dos volúmenes
titulados La Edad de Plata de la Cultura
Española (1898-1936). Ahora la Colección
Austral de Espasa Calpe presta otro servicio
a los lectores publicando, en un libro de 139
páginas, el estudio que Julián Marías escribió
para el primero de esos dos tomos.
El ensayo se llama España ante la historia y
ante sí misma (1898-1936). A este libro
Marías le añade un epílogo para que el
conjunto de la obra adquiera una proyección
hacia el futuro. El epílogo trata de aclarar la
realidad de España desde 1936, quizá ésta la
peor fecha de toda su historia, porque la
guerra civil fue la más profunda discordia
acontecida en la sociedad española, un corte
traumático, una sacudida atroz, una
gravísima ruptura de la convivencia.
Ahora bien, tras la guerra, a pesar de las
imposiciones de los llamados vencedores, de
sus intentos por perpetuar la discordia, existió
una continuidad subterránea de todo lo
alcanzado desde 1898 a 1936, una rica
cultura no destruida aunque afectada. La
persona y la obra de Julián Marías son
elocuentes pruebas de esa vitalidad, de esa
supervivencia. Hace ya veinte años un
catedrático norteamericano, Harold Raley,
afirmaba algo que viene a confirmar lo dicho:
"el propio Marías constituye la mejor prueba
de cómo lo que se ha llamado segundo Siglo de
Oro español sobrevivió a la guerra
evolucionadas, y las clases bajas se
manifiestan en la calle contra los ajustes
económicos que las pueden dejar a la
intemperie del mercado, es decir, sin el
huerto de las llamadas prestaciones sociales,
refugio también al parecer de picaros y
perezosos. Acabo de ver en Nueva York, en la
zona de más oficinas de Manhattan, cómo
hacen cola los ejecutivos a la salida de sus
trabajos ante masajistas orientales, que en
plena calle y por un módico precio, tratan de
aliviar con sus manos el "stress" de estos
"young urban professionals" que se van
acomodando boca abajo en sillas preparadas
para el caso. Son la prole de Calvino, el más
perverso intérprete de los Santos
Evangelios, que no se conformó con mandar
quemar a herejes recalcitrantes, como el
aragonés Miguel Servet, descubridor de la
circulación de la sangre, médico y corrector de
imprenta, sino que concluyó además que los
pobres no eran los predestinados de Dios. Para
Calvino, los pobres sólo eran los faltos de
espíritu para el logro, los merecidos
residuos que reciben el castigo del
infierno ya en este mundo. La salvación es
individual y las circunstancias adversas no
importan. Honrar a Dios es superarlas,
crear riqueza y triunfar. Los elegidos así lo
hacen. Ahí está, por ejemplo, "Pretty
Woman", bella y sensible como Julia
Roberts y parábola vigente no sólo ya en
Estados Unidos, para demostrar que las
prostitutas marginales, muchas de ellas
inmigrantes y negras, perdidas por parques y
barrios peligrosos, están, con los demás '
proscritos, donde se merecen. Hasta lo de las
vacas locas es "un gesto de Dios" para un alto
funcionario británico y seguramente anglicano
llamado Richard Packer.
Pero hablaba de aquellos huertos de la
postguerra en los pueblos pequeños y
perdidos, en donde gracias a sus cosechas, la
hambruna pasó de largo hacia las ciudades.
Nada se movía al abrigo de las tapias del
huerto y de la familia y a la sombra,
siguiendo a Proust, de las honestas jovencitas
en flor de Acción Católica o de la Sección
Femenina. Y así hasta el Plan de Estabilización
de 1950 que, mira por dónde, iba a
desestabilizar aquellos huertos medievales. Se
empezó
a
ablandar
el
aislamiento
Ínternacional
contra
la
dictadura.
Regresaron los embajadores, ingresamos en
organismos de las Naciones Unidas y hasta nos
llegaron créditos norteamericanos después del
plantón de Mister Marshall. Aquel plan fue
una especie de barbecho sobre el que
empezaron a moverse políticos de nuevo corte,
que ya no eran militares o falangistas, sino
tecnócratas y miembros de "la Obra" (algo
calvinistas éstos, por cierto). Y se dieron
fenómenos sociales cuyas consecuencias a
medio plazo no se preveían: muchos españoles
empezaron a emigrar hacia el extranjero y del
campo a las ciudades, donde surgían barrios
de chabolas, y, por otra parte, viajeros de
otros países llegaban al nuestro a pasar el
verano y tomar el sol en las playas. Entre los
emigrantes, estábamos los chicos de los
huertos, que nos subimos a autobuses
amarillos con escalerillas traseras hasta las
bacas y que nos llevaban a las estaciones
ferroviarias en donde tomábamos unos trenes
de humo y carbonilla que llegaban cuando
Dios quería a su destino, a nuestro incierto
destino.
Era el comienzo de increíbles historias, de
siniestras pensiones, de trabajos sin porvenir,
de vida sin tapias protectoras. Era el punto y
seguido del niño pobre, atrapado en su
pobreza, obligado a salir de la madriguera. En
nuestra triste postguerra o en cualquier
época, ser niño pobre es siempre peor, marca
más que, pongamos por caso, ser niño
republicano, como Haro Tecglen, que ha
publicado una historia entrecortada de
emociones de su infancia, o niños liberales o
cristianos, como ... Juan Benet o Peces
Barba y tantos otros, aunque cito a voleo a
estos tres ilustrados españoles contemporáneos
que fueron niños educados en buenas familias.
Tres intelectuales que uno admira por sus
ideas y talante. A Benet y Peces Barba
incluso los he tratado. Pero tampoco es fácil
evitar cierto resentimiento de clase cuando se
piensa en la educación que recibieron en su
infancia acomodada o los veo en fotografías de
niños con el pelo a raya, bien peinados y
vestidos al lado de madres elegantes con
sombrero. Qué diferente la infancia de uno
con el pelo al rape, sin posibilidad alguna de
estudiar. Ser niño pobre es no ser ni poder ser
nada. La carrera de los niños que
sobrevivimos en los huertos de los años 40
era la emigración. Y los riesgos y trampas que
te rodeaban eran como los que señala un
dibujo de "El Roto", que me regaló, en el
que un niño hambriento está a punto de
coger un trozo de pan sin advertir que dentro
le han puesto un mortal anzuelo. Desde la
pobreza adquiere alguna coherencia aquello
que le dijera Lenin a Fernando de los
Ríos: "Libertad, ¿para qué?". Sofisma de
dietadura de cualquier signo con la
pretensión de avalar el supuesto fin salvador
del poder al lado de los náufragos cogidos a
una tabla carcomida y sin posibilidad alguna.
Echo mano a un diario que me dio por
escribir, publicado en parte por PPC en
abril de 1960. No sé si me paso un poco.
Estamos en el invierno de 1952. Apunto la
despedida de casa y cómo "me alejo con mi
maleta de madera en este autobús de línea,
amarillo y viejo, quién sabe hasta
cuándo...". Y ya en la ciudad hablo de mi
"pensión completa en una buhardilla: 25
pesetas, todo incluido. Por determinada parte
de mi habitación, cada vez que me descuido,
doy con la cabeza en el techo. Hay cuatro
camas viejas y un espejo roto. Me miro al
espejo. Estoy pálido, mucho más delgado que
hace tres meses. Todavía no he encontrado
un trabajo estable y medianamente
remunerado. Cada día miro las demandas de
empleo en los periódicos. De momento,
estoy en una tienda de ultramarinos. Llevo
los encargos a las casas. Hoy he subido
una cesta llena de patatas a un sexto piso. El
montacargas no funcionaba y el portero no
me ha dejado subir en el ascensor...". Pero
también hay personas buenas como mi
patrona de la calle de la Cruz, número 10, la
señora Pili. "Si no fuera por ella —digo—,
ya me hubiera muerto de hambre y de
asco". No veo salida: "Llevo seis meses fuera
de casa. El horizonte cada vez más negro".
(La revolución pendiente de Girón o la
praxis de Lenin no llegaban). Pierdo el
trabajo que tenía "y pienso que casi he
ganado". Es de noche: "Me asomo a la
ventana de mi buhardilla. Me quedo
inmóvil contemplando los tejados y las
viviendas vecinas. Desde abajo llega lejano el
ruido de la ciudad nocturna. Hace frío y
recuerdo el fuego de la casa de mi abuela..."
(a la casa de los abuelos se le llamaba de la
abuela). Y me puse a pensar qué hacía en
aquella buhardilla asomado a la ventana.
¿Qué hacía?. ¿Qué echaba de menos?.
¿Qué había perdido?. ¿La infancia?. ¿La
familia de abuelos, padres, hermanos y
tantos primos?. ¿El huerto?. ¿O aquella
primera sombra de la "jeune filie en fleur"?,
que recuerdo, y que vivía en la casa de
enfrente, y que le tocó emigrar en dirección
contraria a la mía: ella, a Barcelona y el que
suscribe, a Madrid... Aquel tiempo (huerto)
perdido.
Descargar