Num046 015

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NARRATIVA
Una crónica de García Márquez y otra
ciudad de Eduardo Mendoza
PEDRO CARRERO ERAS *
H
ACEMOS coincidir en nuestra presente
crítica dos novelas que, a causa de la gran
popularidad de sus autores, sin
duda atraerán el interés del
público, de ese mismo público
que, en estos días finales de
mayo, discurre tumultuariamente
por la Feria del Libro. El general en
su laberinto, de Gabriel García
Márquez (1), y La isla inaudita, de
Eduardo Mendoz (2), no necesitan
de especiales señuelos para atrapar
con zarpa felina la atención más o
menos distraída de la concurrencia.
Alharacas publicitarias aparte, el
éxito de ventas está garantizado por
el sobrado prestigio de sus autores.
Esa circunstancia extraliteraria o
sociológica es el único punto de
vinculación entre las dos obras. La
del colombiano es una reconstrucción de los últimos meses de la
vida de Simón Bolívar, en registro
de ficción, naturalmente, pero
más cercana al tono de la crónica
que a la imaginación y fantasías de
otros relatos. La del español es una
novela en el sentido más clásico
que se le pueda dar al género, con el
especial protagonismo, en este
caso, de una ciudad que ya no es
Barcelona, sino Venecia.
García Márquez
A vueltas con lo real
maravi-¿A. lioso.— El general
en su laberinto es el menos
mágico de los relatos de García
Márquez. Parece como si el
autor, en aras de una más
ajustada reconstrucción histórica,
hubiera refrenado su entusiasmo
narrativo. Pero, a semejanza de las
novelas anteriores, lo inverosímil y
lo maravilloso se desprende de la
simple referencia a la realidad
americana, como puede ser esa
descripción de los mercados
públicos de México, donde se
venden
gusanos,
lombrices,
cucarachas, iguanas y toda clase
de animales asquerosos, pues sus
habitantes «se comen todo lo que
camina» (pág. 226) o
como el relato del alemán que
asegura haber visto «a los hombres con patas de gallo» y está dispuesto a capturar a uno de ellos
(pag. 103).
A pesar de las numerosas referencias históricas a personajes,
pronunciamientos, batallas, escaramuzas y maniobras políticas,
mágico es todo el viaje sin retorno
de Simón Bolívar, como acto final
de su epopeya y de su dramática
ensoñación. Su enjuta y
atormentada figura avanza a través del río Magdalena —de un río
manriqueño— entre miasmas letales, nubes de mosquitos y pueblos removidos por antiguos terremotos. (Pueblos bajo las eternas lluvias torrenciales y las inundaciones que amenazan con barrerlos de la geografía, y pueblos
que sestean sofocantemente
mientras que en la plaza unos gallinazos picotean en la carroña de
un perro.) Sigue percibiéndose en
estos relatos la huella de las crónicas de Indias y de las novelas de
caballerías.
Otra muerte anunciada.— El
general parte al exilio con un ejército residual y unos edecanes fieles y polvorientos. Las autoridades de las poblaciones ribereñas
salen a recibir al Libertador con
un entusiasmo ritual y burocrático
y con la desgana de quienes reconocen en él a la figura histórica
venida a menos, al padre de la Patria condenado al ostracismo. Los
homenajes que le dedican tienen
sabor de pésame y parece como si
el novelista nos quisiera hacer recordar, con el discurrir del río, la
larga fila de condolencias en los
funerales. Se dice del general que
está muy enfermo, aunque lo desmientan sus últimos raptos de vigor, e incluso de cólera, sus juicios certeros y vehementes, sus
habituales frases lapidarias y la
llama de su aspiración política
más querida, la unión de todas las
Américas, por la que seguirá
conspirando y escribiendo innumerables cartas hasta el último
momento.
El desenlace fatal se presiente
por todas partes, por lo que el relato resulta, una vez más, la crónica de una muerte anunciada.
Cuando el novelista opta por
reescribir la historia, como es el
caso de este libro, cualquier sorpresa está de más, de forma que
son frecuentes y justificadas las
anticipaciones de este tipo: «Pesaba ochenta y ocho libras, y había
de tener diez menos la víspera de
la muerte» (pág. 146). En los
agradecimientos finales García
Márquez habla de «el horror de
este libro» (pág. 274): precisamente, uno de los méritos del relato está en haber sabido describir
con maestría el proceso de extinción de Bolívar, su irreversible camino hacia la nada. «Yo no existo», dice el Libertador, cuando alguien le propone recuperar el poder (pág. 148). La última escena
—el mundo al que se dice adiós,
descrito a través de sus ojos agónicos— adquiere una gran belleza
patética.
Las mujeres: Manuelita
Sáenz.— La vida amorosa de Bolívar, sus incontables aventuras,
se acerca también a lo inverosímil, aunque él mismo rebaja la
hipérbole de la leyenda ante sus
amigos. Como en el relato se recurre
constantemente
al
flash-back,
hay
sobradas
ocasiones para rememorar sus
conquistas, desde las más
episódicas hasta las más
duraderas. Famosa es la relación
que mantuvo con la quiteña Manuela Sáenz, ese prodigio de vehemencia y furor sexual que
Den-zil Romero ha retratado con
crudeza extrema en su novela
erótica La esposa del Dr. Thorne
(a la que dediqué un comentario
en el núm. 40 de esta revista).
Aunque no parte con él en su
último viaje,
Manuela defenderá el buen nombre del general contra sus enemigos. En ese momento crepuscular
de Bolívar sólo cabe destacar de
esa mujer su fidelidad y su combatividad de auténtico soldado, lo
que hace puntualmente García
Márquez, cuidándose muy bien
de ahondar en la dimensión ya
agotada por Denzil Romero. Mágico resulta también el final de
Manuela, pues, mediante el recurso de los cambios de perspectiva temporal, el autor nos cuenta
cómo acabaron sus días los personajes más importantes que rodearon al Libertador: desterrada por
orden del general Santander —la
bestia negra de Bolívar— se hunde
en el olvido en un remoto puerto
ballenero del Pacífico, donde se
apagará lentamente tejiendo,
vendiendo golosinas y dando
consejos de amor a los
enamorados. Al morir, las únicas
prendas que le quedan de Bolívar
son un mechón del cabello y un
guante.
Independencia y americanismo.— Si tenemos en cuenta la
proximidad de la fecha conmemorativa que todos sabemos, y
que me resisto a nombrar directamente por una cuestión de buen
gusto estilístico, esta crónica
boli-variana de García Márquez
adquiere un valor de actualidad,
pues permite una reflexión sobre
la emancipación americana y sobre lo específico de las antiguas
colonias españolas. Por decirlo de
otra forma: El general en su laberinto está sembrado de observaciones que vienen como anillo al
dedo a estos tiempos de gran efemérides, que no debe ser sólo la
celebración de 1492, sino también la revisión de todo lo que
vino después, sin olvidar el presente y futuro de toda Hispanoamérica. Sin duda alguna, el autor
no ha perdido de vista estas circunstancias cuando ha decidido
ahondar, precisamente, en la figura
de Simón Bolívar. A lo largo del
libro pone con frecuencia en boca
del general observaciones sobre
los problemas americanos, desde
sus anhelos por la integridad de
América a ese «¡Por favor, carajos,
déjennos hacer tranquilos nuestra
Edad Media!» que le espeta a un
petulante .francés (pág. 132).
El general recuerda que la historia
europea es una historia de
iniquidades. ¿Por qué extrañarse,
pues, de las convulsiones
políticas que sacuden constantemente a los pueblos americanos? A Bolívar no le gustan las
insurrecciones, e incluso llega a
deplorar, ya al final de sus días, la
que ellos hicieron contra los españoles (pág. 150). Con las luchas
intestinas y las guerras de dispersión, estos pueblos se creen que
están cambiando el mundo
—«América es un medio globo
que se ha vuelto loco»
(pág. 79)—, cuando, en realidad,
«lo que están es perpetuando el
pensamiento más atrasado de España» (pág. 206). Al contemplar
Bolívar el estado de postración en
que se halla Cartagena de Indias,
comparado con su pasado esplendor, exclama: «¡Qué cara nos ha
costado esta mierda de independencia!» (pág. 176).
Todos los detalles y la orientación del libro rezuman americanismo, comenzando por la jerga
caribe del protagonista. No se trata
de la fría y lejana reconstrucción
histórica, pues García Márquez
ha tenido buen cuidado en
proyectar todo ese mundo al presente, de manera que ahí es donde está el mejor vínculo con el
resto de sus novelas. En las reflexiones políticas del general no faltan las de tono lúgubre y profetice, que parecen trazar el
retrato-robot de las llamadas
«repúblicas bananeras»: «... la
América es ingobernable, el que
sirve una revo-
lución ara en el mar, este país
caerá sin remedio en manos de la
multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y
razas...» (pág. 259). Y en ese rosario de lamentaciones bolivarianas
se incluyen las que dedica con
acritud a los colombianos, probablemente pensando en un concepto más amplio de este gentilicio, el relativo a la Gran Colombia, aquel proyecto frustrado de
nación formada por Venezuela,
Ecuador y Nueva Granada:
«Cada colombiano es un país
enemigo» (pág. 242); «Todas las
ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir» (página 253).
Consideración final.— Se trata, en definitiva, de un libro interesante y de una historia contada
con la debida brillantez literaria,
aunque es una obra menor dentro
del corpus general de García
Márquez. En la técnica narrativa
destacan los numerosos cambios
de perspectiva temporal, hacia el
pasado o el futuro en relación a
esas postrimerías de Simón Bolívar, de forma que conocemos
muchos detalles de toda su vida
anterior y algunos acontecimientos que tuvieron lugar tras su
muerte. No abundan tanto las
imágenes y la fantasía está sometida a la reconstrucción objetiva
de los hechos. Se desprende, no
obstante, una gran carga del
agrio lirismo característico de las
novelas del laureado escritor colombiano, especialmente en todo
lo que tiene que ver con la melancólica extinción del general,
con la amargura de ese sic
tran-sit. Cuando vemos a Bolívar
debatirse entre la gloria y el
infortunio, entre los últimos
impulsos vitales y los estragos de
la enfermedad, recordamos la
frase de Balzac: «La gloria es el
sol de los muertos».
(3) En mi articulo «La ns
rración que nos lleva: Mendoz
y Ferlosio, dos hitos en el 86x
en Cuenta y Razón, núm. 2(
abril de 1987.
Eduardo Mendoza
ONTRA Venecia romántica
ypasatista.— En su momento
consideré La ciudad de los
prodigios como una de las mejores
novelas de 1986 (3). Ahora no
puedo saludar con el mismo entusiasmo este último relato de
Eduardo Mendoza, aun a sabiendas de lo odiosas que resultan este
tipo de comparaciones. Sin embargo, sí debo decir que he leído
el libro en un soplo y que la lectura ha sido muy entretenida
—pues Mendoza sabe mantener
el interés—, al menos hasta la
pág. 215, que es cuando llega el
enfadoso y folletinesco relato de
María Clara y, con él, un postizo
desenlace.
En el citado artículo destaqué
el protagonismo de Barcelona
como uno de los registros magistrales de Mendoza. En esta nueva
novela ha cambiado el escenario,
la ciudad. Ahora se trata de algo
tan vidrioso como Venecia, punto
de referencia de innumerables
obras literarias y cinematográficas, lugar común cuya sola mención no puede por menor que
despertar desconfianzas y miradas
C
torvas. ¿Qué se puede decir o
crear sobre esa increíble ciudad,
que no haya sido trillado por
otros muchos? Pues a pesar de mi
inicial observación negativa, he
de decir que el mayor mérito del
libro está, precisamente, en la visión que Mendoza ofrece, con su
personal, irónico y cáustico estilo,
de la ciudad de los canales. «Esta
es una ciudad de tramoya y sablazo», dice el doctor Pimpom, un
personaje sin pelos en la lengua
(pág. 127). Se trata, pues, de una
aportación desmitificada, corrosiva —que corroe aún más la corroída Venecia—, sin que ello im-'
pida referirse de pasada a la belleza
enfermiza de la ciudad. Nada más
lejano de todo romanticismo, de
todo cartel o tópico turísticos, y
—lo que es aún más interesante—
de cualquier ejercicio de
italianismo barato. Para que nos
hagamos una idea, sólo aparecen
—según mis cuentas— dos voces
de la lengua italiana (nombres
propios aparte): un vinetto
piccolo en la pág. 84 (puesto, además, en labios de un americano) y
una grappa en la 223. Es decir, en
ambos casos se trata de términos
relativos a bebidas en las que se
impone la «denominación de origen». A esta exigua muestra podríamos añadir un castellanizado
vapórelo —escrito así y en redonda— que aparece en alguna ocasión. Está claro que el autor evita
cualquier alarde en este sentido
—lo que hubiera sido otro tópico—:, por lo que el castellano tan
castizo del libro constituye una
barrera refractaria a esa tentación
y confiere al relato un sello muy
personal. Por otra parte, puesto
que el incesante aluvión turístico
convierte a Venecia en un lugar
artificial y heterogéneo, lo italiano queda subsumido. Todo ello
sin contar con el sentido universal
que el autor parece querer dar a
esta historia, que podía haber
sucedido en cualquier otro lugar
del mundo: la de un ejecutivo
barcelonés —Fábregas— que el
día menos pensado decide abandonar los negocios, llega a una
ciudad, conoce a una enigmática
mujer y, al cabo de unos meses,
tras una serie de apariciones y
desapariciones, de encuentros y
despedidas, se una a ella e inicia
una nueva vida.
Sin embargo, algo consustancial
a Venecia debía reflejarse inevitablemente en esta obra, y esa
característica es su decrepitud, así
como esa sensación de muerte a
la que todo el mundo se refiere.
Pero Mendoza lo hace a su manera, en una línea que recuerda lo
sucio y cutre de novelas como El
misterio de la cripta embrujada y
El laberinto de las aceitunas y,
por supuesto, con su humorismo
peculiar, que es el de una ironía
agria. Un ejemplo caricaturesco
de la sordidez de la ciudad está al
comienzo del capítulo segundo,
con esos cadáveres que flotan en
la laguna entre las góndolas de los
enamorados. Mendoza ha trasladado a ese escenario ingredientes
de sus anteriores novelas, concretamente algunos detritus del
hampa. Y aunque Fábregas no se
verá envuelto en ningún asunto
de mafia o gangsterismo, sus peripecias nos remiten a veces a los
tópicos del relato negro. Una rúbrica con resabios hampones lo
constituye ese trío extravagante
constituido por dos hombres y
una mujer a la que llevan impunemente por las calles con una
cuerda atada al cuello.
Pero la ruina de la ciudad es
también y por encima de todo la
de la familia de María Clara y el
desvencijado palacio en el que
malviven. Sus padres son dos grotescas figuras que ahora arrastran
un pasado de frustraciones y humillaciones en medio de la incuria del presente. Tanta miseria de
antimacasar pringoso y tanta vetustez culmina con esa especie de
fiesta o besamanos a la que acude
una procesión de vejestorios y estantiguas, escena, a mi juicio, con
mucho fondo de Fellini, Visconti
y los grandes maestros. Por cierto
que también cabría interpretar
como un discreto eco viscontiano
al afligido y equívoco personaje
que, en el interior de una iglesia,
se separa de un grupo de turistas y
se acerca a Fábregas musitándole
los siguiente: «Me encuentro
mal». Ese personaje «era una mujer entrada en años, extrañamente
vestida de hombre, o un viejo petimetre muy afeminado. El colorete con que trataba de infundir
lozanía a sus pómulos se había
cuarteado transversalmente...»
(página 202).
En el desarrollo narrativo de
La isla inaudita destacan las frecuentes interpolaciones de relatos
y leyendas sobre la vida de algunos santos relacionados con
Ve-necia o con Italia. Son como
refrescantes
miniaturas
medievales
que
contrastan
vivamente con el argumento
principal. Entre ellas hay que
incluir —por supuesto, en otro
sentido— la de la casta y devota
doncella que escoge el oficio de
cortesana. En cuanto a las
leyendas devotas, algunas se las
cuenta María Clara a Fábregas, y
éste, que oficia de descreído, suele
burlarse de esos milagros, sin saber apreciar lo que tienen de candoroso, colectivo y estético. Parece apuntar ahí el autor críticamente a una sociedad cada vez
más alejada de lo maravilloso,
con ninguna capacidad de admi-
ración e insensible al misterio.
Fábregas es una mezcla un tanto
extraña de sensibilidad y de vulgaridad, quizá porque como personaje literario, no ha sido trabajado lo suficientemente o porque
con ello el autor quiere referirse a
las contradicciones del hombre
moderno. Sólo su inseguridad es
la única cosa segura en él: «No sabía por qué hacía las cosas»
(pág. 120), que es, más o menos,
lo que ocurre a María Clara
—«no sé qué hacer ni a don de ir
/.../ Me aborrezco» (pág. 168).
Esa coincidencia explica que la
relación sentimental entre los dos
tropiece con tantas dificultades y
recelos, y que deambulen juntos o
por separado como dos zombis
por la vetusta ciudad.
El desenlace es, como ya apuntamos, lo más decepcionante del
libro. Tiene todos los ingredientes
del relato folletinesco: tanto por
la historia que refiere María Clara
(su embarazo, el misterioso personaje de relevante posición social,
las peripecias del parto, etc.)
como por la decisión final de Fábregas. Todos esos pormenores
—incluso se habla del «instinto
comercial» del protagonista
(pág. 230)— rompen el misterio
de las páginas precedentes, y aunque posiblemente sean gratos
para un tipo de lector, a otro le
sumirá, sin duda alguna, en el
desencanto. Menos mal que lo
mejor del libro sigue en pie: la
desmitificación de Venecia, algo
que hubiera hecho las delicias de
Marinetti, el autor del famoso
manifiesto «Centro Venezia
pas-satista».
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