Num130 014

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Dos jóvenes
arcos
MÚSICA
ÁLVARO MARÍAS
E
l inicio de la
temporada madrileña
nos ha traído, de la
mano de la Orquesta
Nacional de España y de
Ibermúsica, respectivamente, a
dos de los más destacados
instrumentistas de arco de la
actualidad:
el violinista
norteamericano Joshua Bell y
la joven cellista de origen
coreano Han-na Chang. Ambos
son ejemplos de la mejor
manera de hacer música de los
instrumentistas de arco de la
nueva generación.
Atraviesan los instrumentos de
arco un momento de inusitada
brillantez. El número de
grandes virtuosos del violín o
el
violonchelo
es
verdaderamente apabullante.
Hace no tantos años los
instrumentistas de arco que
eran realmente impecables, que
no dejaban ver jamás flaquezas
técnicas, en los que la
afinación y el mecanismo eran
perfectos, se contaban con los
dedos. Era el caso, rarísimo, de
músicos
como
Oistrach,
Szeryng,
Heifetz,
Rabin,
Accardo o Rostropovich... casi
todos los demás, aun siendo
violinistas portentosos, estaban
lejos de la infalibilidad
absoluta.
Hoy
son
tantos
los
instrumentistas
de
arco
técnicamente perfectos, que se
produce un espejismo absurdo:
parece que lo natural fuera la
perfección, se cuenta con ella
como si se tratara de un
requisito imprescindible, como
si fuera la cosa más natural del
mundo. Y lo que es más grave,
parece desdeñarse la increíble
dificultad que supone alcanzar
tamaña
perfección.
La
seguridad es tal, que la
sensación de riesgo desaparece.
El público presencia a diario
tales malabarismos que se
olvida del peligro; lejos de
escuchar con el alma en vilo,
conteniendo el aliento, el
oyente tiende a adoptar una
actitud muy pasiva, como si
estuviera escuchando un disco,
cómodamente arrellanado en
un butacón de su casa.
Es extraño este fenómeno
según
el
cual
tantos
instrumentistas son capaces de
tocar con una precisión que
antaño
habría
parecido
milagrosa. Sin duda los
métodos de enseñanza han
mejorado, ha crecido en todo el
mundo
el
número
de
instituciones dedicadas a la
didáctica de la música, el
número de estudiantes se ha
multiplicado
—lo
que
incrementa las probabilidades
de éxito— y parece verosímil
que la formación deportiva y la
pasión de nuestro tiempo por la
cultura física hayan colaborado
a que se produzca esta
floración
de
asombrosos
prestidigitadores
musicales.
Desde luego, la difusión de la
música grabada ha ejercido un
influjo decisivo: la posibilidad
de escuchar, en cualquier lugar
y en cualquier momento, a los
más grandes solistas, ha puesto
automáticamente el listón muy
alto, ha creado una exigencia
que a veces se nos antoja
inhumana. Porque no debemos
olvidar que los instrumentistas
de hace unas décadas no
tocaban así. Ni Thibaud, ni
Grumiaux, ni Ferras, ni
Menuhin, ni Casals, ni
Cassadó, ni Tortelier, ni
Navarra, ni Gendron, por citar
a un puñado de genios
indiscutibles, tocaban con la
impecabilidad técnica que es
hoy moneda corriente. Es
probable que fueran más
artistas, que tuvieran una
personalidad más acusada, que
su
sonido
fuera
más
interesante. Es más que
probable que en sus momentos
más sublimes no tengan hoy
posible parangón, pero lo cierto
es que, si nos centramos en los
aspectos mecánicos, hoy se
toca como nunca se pudo
soñar.
En el caso de los dos solistas
que nos ocupan, estamos,
además, antes grandes artistas.
La versión del primer concierto
de Max Bruch protagonizada
por Joshua Bell no sólo
asombró por su poderío y
belleza técnica, sino que
también conmovió por su
generosa expresividad, por la
sinceridad e inmediatez de su
apasionamiento. Joshua Bell es
tal vez un artista un poco
“precieux”,
pero
su
preciosismo
resulta
convincente, porque no es
forzado, sino que forma parte
de una personalidad que rebosa
encanto y vitalidad. Una gran
actuación en la que fue muy
bien secundado por George
Pehlivanian,
que
logró
encender más de lo habitual a
la Orquesta Nacional.
Han-na Chang nos ofreció,
junto a la Sinfónica de Londres
y bajo las órdenes de nada
menos que Colin Davis, una
lectura perfecta del concierto
para violonchelo de Elgar, una
obra de segunda fila que ha
logrado hacerse un hueco en el
gran
repertorio
violonchelístico, entre otras
cosas
gracias
a
la
extraordinaria categoría de las
interpretaciones de que es
objeto. La Chang logró hacer
que este concierto pareciera m
ucho mejor de lo que es,
porque su concepción resaltó
todo lo bueno que hay en la
obra
y
enmascaró
sus
flaquezas. La nobleza de su
inmenso sonido, redondo y
matizado,
poderoso
y
aterciopelado, la perfección
absoluta del mecanismo, que
hace aparecer como fácil lo
más complejo y arriesgado,
evocan mucho el arte de
Rostropovich y de Maisky,
ambos sus maestros. La
amplitud de su fraseo y la
admirable visión estructural de
la obra nos permiten ver en
Han-na Chang una de las más
prometedoras sucesoras de los
grande violonchelistas eslavos
de nuestro tiempo.
El resto del concierto dirigido
por Colin Davis —sin duda
uno de los grandes directores
del momento—discurrió por
muy felices cauces, pero la
velada adoleció de cierta
grisura, sin duda a causa de un
programa
muy
poco
apasionante. Quizá lo más
interesante
fue
una
correctísima versión de Las
Oceánidas de Sibelius, porque
ni el concierto para cello de
Elgar, ni la Séptima de
Sibelius, ni menos aún la vacua
partitura del escocés James
MacMillan (muy bien tocada
por la solista de corno inglés de
la
Sinfónica
londinense,
Christine Pendrill), dieron pie
para que Colin Davis exhibiera
su gran talento. Lástima,
porque es la suya una de las
más preclaras batutas de la
actualidad para el gran
repertorio clásico-romántico,
que tan poco sobrado está de
grandes intérpretes.
Una gran Violetta
Mucha polémica precedió a la
inauguración de la temporada
del Teatro Real, debido a la
caída de cartel de la
famosísima Angela Gheorghiu,
que adujo incompatibilidad
artística con la puesta en
escena de La Traviata que
firmaba Pier Luigi Pizzi. El
resultado fue que la primera
representación se tuvo que
llevar a cabo en versión de
concierto.
Muchas veces hemos escrito en
estas páginas sobre los abusos
de los directores de escena, que
se han convertido en los amos
de los cosos operísticos, que
ejercen tantas veces una tiranía
intolerable y que a menudo
arruinan
las
obras
representadas, contra las que
atentan en su misma esencia
con una falta de respeto que no
tiene justificación. A priori, el
desplante de la Gheorghiu
despertó las simpatías de
muchos amantes de la lírica.
Pero lo cierto es que la cosa no
era para tanto y que parece
probable que su “espantá”
tuviera razones de carácter más
pragmático. Parece del todo
innecesario trasladar a la
actualidad una obra tan
radicalmente
decimonónica
como La Traviata, pero lo
cierto es que la belleza de la
escenografía y la habilidad de
la acomodación a la época
actual hizo que la puesta en
escena de Pizzi resultara
perfectamente aceptable. Nos
pareció en especial acertado el
planteamiento del primer acto,
con el escenario dividido en
dos —salón y dormitorio—, lo
que soluciona con lógica y
eficacia muchas situaciones
teatrales. A pesar de la
innecesaria modernización, el
clima general de la obra se
salvó y presenciamos una
Traviata, y no una cosa rara.
Musicalmente
las
cosas
discurrieron
por
cauces
bastante felices. No podemos
juzgar la dirección de Jesús
López Cobos porque asistimos
a una de las funciones dirigidas
por Miguel Ortega, que realizó
su
trabajo
con
eficaz
profesionalidad. Lo mejor de la
velada fue, sin duda, la
actuación de Norah Amsellem
en el papel protagonista. La
soprano parisina encarnó una
Violetta de primerísimo orden.
A saber si la Gheorghiu habría
estado a la misma altura.
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