La Leyenda del Callejon del Aguacate

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La Leyenda del Callejón del Aguacate
Tristia
De repente se sintió en el aire, su alegría se congeló al tiempo que el árbol y la pelota se
volvieron borrosos; sus piernas miraban en el aire angustiadas. No entendía que estaba
pasando.
Días antes:
—¡A sus órdenes mi capitán! —gritó José con algarabía, al tiempo que aventaba hacia el
aguacate su pelota, su animosa compañera de todas las tardes, mientras adoptaba un intento de
rigurosa posición militar; en tanto aquél, con paso adusto y gesto firme, sin dignarse siquiera
obsequiar un vistazo, pasó junto al pequeño.
El aire de su recio andar golpeó a José en la cara. No le preocupaba que no lo mirara, en
cuanto lo perdía de vista, al dar la vuelta en ese estrecho callejón, él continuaba jugando con la
redonda amiga y el árbol de aguacate, el cual hacía las veces de contrincante; y otras tantas, de
poste de la portería.
No…, no era cierto, sí le importaba. En realidad, a petición de su madre, disimulaba la
tristeza y frustración que sentía: ¡qué no daría el huérfano de padre por un poco de atención!,
una breve respuesta de su héroe y si se pudiera, hasta cinco minutos de jugar con él a la pelota,
¡ay, se sentiría tan feliz!
Esas eran las tardes del militar y del niño. Ya era escena cotidiana. A veces tenían
espectadores: ora algún vecino del callejón, ora alguna solterona mojigata o algún monje que
acudía a la iglesia de Santa Catarina; ora un perro vagabundo, ora los rayos del sol, o sólo el
aguacate tirando sus hojas.
El uniformado gozaba de una licencia por su fidelidad a la Nación, había participado en
cientos de batallas. Vivía en el rumbo de Santa Catarina, Coyoacán. Y aunque no debía de
reportarse al cuartel, detestaba vestirse de civil. Odiaba ser como cualquiera; por eso, aunque
no estuviera de servicio, vestía imponente sus uniformes.
Se decía de él que había sido uno de los más valientes en sus misiones. Los que lo conocían
agregaban que era escalofriantemente leal y sanguinariamente implacable, que tenía inamovible
el corazón, y que era capaz de demoler a quién se interpusiera a sus deseos. Por ello nadie
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osaba interrumpirle su marcha, atravesarse en sus pensamientos…, ni siquiera mirarle de
frente.
¡Pero que va a entender de las emociones humanas un niño! Un infante que sólo ve a un
héroe, porque los militares a ojo de los pequeños, son eso: ¡héroes! Héroes porque defienden
nuestra Patria; Héroes porque protegen a los desvalidos. Seguro, tras ese gesto severo, ¡debe
esconderse un gran corazón!, o al menos, eso creía José.
—¡A sus órdenes mi capitán! —Gritó José, como todas las tardes, mientras la pelota
rodaba hacia el aguacate, y él adoptaba su famosa pose militar.
Con gesto agrio y paso riguroso se acercó hacia el pequeño. Había inflexibilidad,
intolerancia e intransigencia en sus pupilas. José permaneció en pose de saludo sin inmutarse,
aunque en su interior sentía emoción: ¡al fin había captado la atención del oficial que tanto
admiraba! De reojo, le pareció distinguir una sonrisa.
—¿Cuántos años tienes niño?, —masculló el hombre.
—¡Nueve, mi capitán! —contestó José rebosante de alegría.
—Niño, no soy capitán, —aclaró indignado el militar—, soy general de brigada.
—Perdón mi capitán, digo mi general —corrigió un poco nervioso el menor.
José pudo ver de cerca las insignias castrenses en el uniforme inmaculado. Destellaban
radiantes a la luz del atardecer. De tantos días de verlo pasar, ya sabía cuántas eran, pero no
había podido admirar tan cerca esas brillantes barras metálicas, las flamantes estrellas y los
botones dorados. Los distintivos parecían sonreírle contrastando con el gesto sombrío del
general, que esta vez había tornado su frialdad en una somera sonrisa que al pequeño le pareció
un resquicio del corazón. La voz metálica y hueca del uniformado lo sacó de su embeleso.
—A ver niño, —le dijo escudriñándolo por completo, al tiempo que observaba la soledad
de alrededor—, ¿Por qué me molestas todas las tardes?
—Porque… —Aún con el ánimo de hablar con su héroe, José intentaba pensar en una
buena respuesta—, porque eres una persona importante y cuando crezca quiero ser como tú.
—*Mjú, tú, pequeña ratita, —le ofendió mientras le tomaba del cuello—, tú, rata de
callejón, ¡nunca llegarás a ser como yo!
Al tiempo que gritando le repetía estas últimas palabras, iba levantando con su mano
izquierda a José; su infantil y delicado cuello era cubierto casi en su totalidad por la inhumana
extremidad, en tanto con la otra, se desataba el bien ceñido cinturón.
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José no daba crédito a lo que estaba pasando, se sentía sofocar. De pronto, la manaza se
abrió, y el aire entró de nuevo a sus pulmones mientras le empezaba a doler todo el cuerpo:
había caído a los pies del iracundo demonio. Le ardía mucho la garganta, ni siquiera podía
gritar. Apenas comenzaba a reconfortarse su respiración, cuando escuchó un siseó en el aire,
seguido de un ardiente calor húmedo sobre su piel: el de las insignias le azotaba con una furia
indescriptible sus piernas y su espalda y sus brazos... el carmesí vital teñía el cinturón.
Aturdido, el niño trató de incorporarse y correr, pero el viperino militar dominado por la rabia,
no lo permitió. Siguió castigándolo con frenético arrebato, y no bien se hubo cansado, decidió
dejar en claro que no permitiría que nunca, nadie más lo volviese a molestar; y el otrora amigo
de José, sin ninguna opción, se volvió cómplice del sádico que dejó libre toda su demencia:
ensartó el cinturón en la hebilla, y con lentitud diabólica, lo pasó alrededor de la cabecita del
maltrecho niño. Con el mal inundando el callejón, el cinturón se alargó, y subió cual culebra
sobre el tronco, para abrazarse a una rama y sostener a José en vilo, hasta que su último hálito
de vida dejó de hacer caer las hojas de aguacate.
El asesino mostró su carcomida dentadura, mientras sus ojos inyectados de sangre,
lanzaban llamaradas siniestras, estaba disfrutando la espeluznante visión. De pronto un sonido,
un quejido ahogado lo hizo voltear, y alcanzó a ver una sombra en el otro extremo de la calle.
No le importó. Soltó una risotada llena de malignidad, y siguió impasible su camino.
Segundos antes de que tan cruel asesinato se consumara, un monje del Claustro de San
Juan Bautista, se dirigía a la Parroquia de Santa Catarina. Acostumbraba caminar por ese
callejón, y fue mudo testigo del final de tan cruda escena. No pudo hacer nada. Se petrificó,
quedó inmóvil, lleno de horror viendo al pequeño José colgado, mientras su desquiciado
asesino se carcajeaba impunemente.
Cuando por fin salió del marasmo, y sus piernas le obedecieron, aún con la carcajada
siniestra retumbándole, el monje se apresuró hacia el aguacate, para descolgar al niño.
Trabajosamente le bajó del árbol, su piel aún estaba tibia, pero sus labios amoratados y la
languidez de su cuerpo gritaban que ya había muerto. El del hábito, acarició desconsolado el
rostro inocente, y lanzó una plegaria por su descanso, mientras lágrimas impotentes y
silenciosas le acompañaban.
El monje nunca recuperó la paz, desgraciadamente el voto de silencio que cumplía en el
Convento, le impidió denunciar al asesino. Meses después, el del cilicio y biblia, acompañado
por otros enclaustrados de San Juan Bautista, un sacerdote y la madre del niño, ofrecieron
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triduo, pusieron veladoras alrededor del aguacate y bendijeron la imagen de la Inmaculada de
manto estrellado. Para terminar el rito, en el melancólico aguacate colocaron una hornacina, y
en ella, a la Virgen. Todo ello para tratar de dar descanso al infante.
Dicen por ahí, susurros entre viento y dientes, que de día se puede ver a un niño buscando su
pelota, y que en las noches más oscuras se escuchan los lamentos de José, reviviendo sus
últimos instantes, mientras la del manto sagrado llora desolada al sentir el dolor del menor y
ver cómo, sin encontrar reposo, su alma vaga incrédula y decepcionada en el mismo callejón.
Se puede respirar la tristeza y la maldad que quedaron atrapadas en ese lugar. Por eso, no hay
que pasar por ahí, pues aún con imagen bendita de la Virgen, no se sabe si sólo rodará una
pelota a tus pies, si escucharás los plañidos, sí verás el infantil rostro moribundo en el árbol, o
sí te pudieras topar al trastornado militar.
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