José Loco Dicen que José perdió la cordura por un amor. Un amor no correspondido. Dicen que solía ser un joven apuesto, brillante y prometedor arquitecto. Dicen tanto cada vez que camina por las calles descalzo sujetando con su brazo a su viejo e inseparable muñeco de ventrílocuo al que cuida con cierto cariño. Le cambia la ropa constantemente, pinta su cara de un tono rosa, le habla con voz cálida y siempre le guarda una porción de su comida. Sin embargo, no fue únicamente el desamor lo que desencadenó la locura de José. Hay algo más, aún más inquietante que su lento y desconcertado andar. José llegó a este pueblo cuando tenía 5 años y vivió en casa de su tía Ángela. Su madre había muerto poco antes y su padre era un recuerdo que decidió irse a probar suerte al otro lado de la frontera. Pronto descubrió que los caminos del pueblo ubicado a las faldas del Nevado, bajaban sinuosamente, hasta llegar a las veredas coronadas por la flor de tilo. Amaba correr descalzo sobre las crocantes hojas secas del otoño. Corría buscando la sensación de dejar la tierra, flotar en el aire, al menos por un instante. Así conoció a Cristina, en la plaza municipal, cuando corriendo sin mirar al frente tiró la bolsa llena de capulines que ella llevaba. Mi abuela la apresuró a levantarlos al tiempo que José se disponía a hacer lo mismo para enmendar lo que había provocado. – ¡Vámonos Cristina! – escuchó José como quien descubre la razón de su existencia. Repitió su nombre todo el camino de regreso a casa. Convertida en obsesión, regresaba todos los días al mismo lugar de la plaza municipal donde la conoció esperando volver a encontrarla. Todo esfuerzo tiene su recompensa aún para el desafortunado José, quien vio llegar a Cristina con su vestido en colores brillantes. – He visto que te paras bajo este portal a la misma hora todos los días – dijo ella. –Te he estado buscando, desde el día que tiré los capulines. Lo siento, no he dejado de pensar en ti. –Es raro que pase por aquí. Mi madre y yo tenemos un puesto en el mercado, solemos estar ahí la mayor parte de día, quizá es ahí donde debas merodear si tienes algún interés en mí. Ven a verme. De alguna forma José encontró el tiempo para ir a verla. Trabajaba la tierra durante la tarde, después de la escuela con su tía Ángela, sembraban chilacayote calabaza y chiles que solían vender en los mercados de pueblos aledaños. Fue entonces cuando comenzaron los encuentros furtivos. Se buscaban en la privacidad que daban los tallos del maíz de la milpa. Exploraban sus cuerpos con singular inexperiencia, Cristina nunca olvidaría el calor que provocaba José al besarla con ternura, el aliento limpio, nuevo. –Mira, el conejo en la luna. Dijo ella mientras se recostaban en un claro de milpa que habían hecho mientras sus manos se confundían de pertenencia. –Pronto tendré que dejar el pueblo, me tendré que marchar a continuar mis estudios, pero sabes que siempre estaremos juntos, volveré por ti y nos casaremos. ¿Lo sabes? –Lo sé, lo he visto ya. Nuestro hogar, las cortinas de la ventana revoloteando con el aire fresco del otoño y el adobe protegiéndonos del sopor de la canícula veraniega. Cristina fue siempre fiel a su visón. Durante años esperó con cierta ilusión el regreso de José quien se esforzaba en lograr un título universitario, sería el primero de su familia en lograrlo. Además, sentía que esa era la forma de darle más sustancia a sus sueños con Cristina. A pesar de la distancia, no dejaron de amarse. Se escribían con gran frecuencia. Cada palabra los fortalecía. Nutría la esperanza de un futuro común. Un verano, hace treinta años, regresó José a dar cumplimiento a sus promesas. Llegó vestido en un traje a la medida, cabello aceitado y los zapatos bien lustrados. Vino por Cristina a quien convirtió en su esposa y además le propuso continuar su plan, pero en la ciudad. La convenció de que no había nada para él y su carrera profesional, en el pueblo. Cristina aceptó con miedo. Su vida transcurrió con normalidad durante sus primeros dos años, una rutina común. Sin embargo en Cristina comenzó a crecer un cierto recelo porque sentía que había dejado su vida y su identidad y aquí en la ciudad no hallaba nada que pudiese hacerla sentir completa. José llegaba cansado del trabajo, pero aun así, entendía las necesidades de Cristina, la amaba de manera inquebrantable, se dio cuenta que el costo de su carrera profesional, podría ser más elevado de lo que hubiese pensado. Entendió que no podía proseguir a costa de ella. Quizá fue por su inexperiencia, o sus atisbos de machismo, pero José le propuso tener un hijo, creyó que esa sería la manera más rápida de poder sofocar la sensación de vacío de Cristina, quien aceptó con cierta sorpresa. Sin embargo pasaba el tiempo y no ocurría lo esperado. Cristina fue perdiendo cada vez más la paciencia. José nunca dudó de sí mismo, al menos no en ese momento, pero no se atrevió a culparla, sabía que eso la hundiría aun más. La situación colocó a José entre la espada y la pared, tendría que elegir entre su carrera profesional y su esposa. La eligió a ella. Regresaron al pueblo y con renovadas energías intentaron construir una nueva historia. José cambiaría temporalmente sus labores. Pero a pesar de encontrarse en el lugar donde se formaron, de las experiencias fundacionales, Cristina seguía sin poder quedar en cinta. Las dudas comenzaron a sembrar discordia entre ellos. ¿Era el ocaso de su matrimonio? ¿Era indispensable la llegada de un hijo? Sí. Se volvió parte del plan de vida de Cristina. Tenía miedo al futuro, a la soledad. José en su desesperación regreso a la ciudad a someterse a algunos estudios. Las amenazas de un divorcio lo motivaron a buscar certezas. Las pruebas sólo vinieron a confirmar algo que habían sospechado durante algún tiempo. José era infértil. Se encontraba destruido. ¿Cómo se lo explicaría? ¿Y si simplemente continúan su vida motivados por el amor que se tienen? El día que le dio la noticia, Cristina la recibió con cierta tranquilidad, sin sorpresa. –Ya tengo un lugar a donde irme. Me marcho mañana por la mañana. Prefiero que no estés presente en casa, no quiero que me veas partir. Era el fin. Una tibia tarde de agosto José se descalzó para siempre. Comenzó a caminar sin rumbo aparente. Dicen que ese muñeco es el hijo que no pudo tener. Dicen que nunca volvió a ser el mismo. Ahora treinta años después en un pueblo convertido en pequeña ciudad donde sus habitantes se hunden poco a poco en la indiferencia, camina por sus calles José Loco. Esta historia la sé porque Cristina es mi madre. Taribo West