Viernes 23 de junio de 2007

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Jueves 31 de mayo de 2007
Diario Jornada On Line de Mendoza – Argentina
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La censura no existe
Por Mauricio Runno
HACE UNOS DÍAS APARECIÓ UN LIBRO DE UN AUTOR CLÁSICO, EL ALEMÁN
HEINRICH HEINE, TRADUCIDO COMO “LA ESCUELA ROMÁNTICA” (EDITORIAL
BIBLOS). NO HA SIDO AÚN SUFICIENTEMENTE ABORDADA SU OBRA EN EL PAÍS,
POR LO QUE EL ESFUERZO PARA DISPONER DE SUS TEXTOS EN ESPAÑOL ES UN
ACTO CELEBRATORIO, QUE BIEN SE MERECE LA UNIVERSIDAD DE SAN MARTÍN,
POR MEDIO DE SU TALLER DE TRADUCCIÓN DE TEXTOS FILOSÓFICOS Y
LITERARIOS.
De cualquier modo, la obra de este alemán nacido en Dusseldorf, en 1797, es cada vez más
accesible para lectores hastiados del canon y las tradiciones académicas y todas aquellas
verdades de manual desvencijado. Aquí, entre nosotros, sería un autor más conocido gracias
a las relecturas de Jorge Luis Borges, quien una vez más parece haber legado un sistema
más complejo que su simple y encumbrada escritura, y, también, más lanzado que sus
posiciones políticas para espantar burgueses y buenas conciencias, que suelen pecar de pie
en la primitiva morada de la superficialidad.
Heinrich Heine inspiró a grandes músicos, como Schumann, Schubert, Mendelssohn y
Brahms, con su “Libro de canciones”. Pero no fue su única faceta, ya que resultó un
intelectual inclasificable, como casi todos los genuinos hombres de pensamiento, por más
que las universidades contemporáneas se esfuercen en la corrección y hasta en la
incorrección política como paradigmas en su enorme labor, que no es domesticar ni
dogmatizar ideas, sino proponerlas como partida hacia un desarrollo de la inteligencia. La
literatura producida por este alemán tan poco alemán, o demasiado alemán (los
contrapuntos serán una constante en su obra, plagada de éticas, acciones y pensamientos
que hoy se llamarían extremos, tales como el desarrollo de la coherencia, la postura y la
actitud) es un sistema que a veces exaspera en su simpleza y claridad, despertando el
espíritu crítico.
De cualquier manera sería errado pensar a Heine como un escritor simple. Pero si algo puede
asegurarse luego de recorrer algunos de sus libros, y especialmente los “Diarios de viajes”
(publicados por etapas y épocas diferentes), es que su obra literaria siempre estuvo
acompañada por su lúcida conciencia. Fue la ironía extrema, el sarcasmo de la inteligencia,
lo que lo convirtió en un autor libre: un escritor puede ser filósofo, artista, periodista,
futbolista o historiador, pero bajo ningún aspecto los filósofos, los artistas, los periodistas,
los futbolistas o los historiadores pueden ser escritores “per se”. Raro privilegio el de los
creadores dotados de talentos como el de la palabra. Debería hablarse, así como en la
poesía, de un destino azaroso, distinto a la profesión, y sí más próximo a la magia, entre
otras fantasías y sucesos inexplicables, como finalmente lo es el arte literario.
El talento de Heinrich Heine encontró enemigos, fuese donde fuese, viviese en la ciudad de
un país cualquiera. Alemania, Inglaterra y Francia fueron las tres naciones que debieron
contenerlo, y en ellas, en cualquiera de sus ciudades, mantuvo su espíritu crítico, que
encontró muchas veces en la burla la expresión más exacta. Fue censurado por estados,
políticos e incluso por su propia familia. Escribió poemas, ensayos, crónicas, obras de teatro,
panfletos, artículos y hasta manifiestos, muchos de ellos testigos de una evolución que nunca
detuvo el genio febril del artista. Tradujo, hacia el final de su vida, cuando ya postrado
recibía a sus visitas en cama, algunas de sus obras al francés, desde la lengua de infancia.
Según han dicho los editores póstumos de aquellos manuscritos, estos simplifican aún más
su escritura, aportando un toque más francés (o latino, para el caso), aún con la inevitable
pérdida del espíritu de la expresión en su primera versión. No era demasiado apasionante
para Heine el hecho de autocorregirse tanto como sí el de demostrar que conocía a fondo
ambas lenguas, sus culturas, sus profundas diferencias. Y en ese abismo del tránsito es que
también vemos a un hombre dispuesto a no bajar la guardia.
Engels fue uno de sus traductores al inglés, lo que sirvió para que Marx también se
interesase por la obra de Heine, que también había sido alumno de Hegel durante sus
estudios en Berlín. Ambos mantuvieron correspondencia con el alemán desterrado,
censurado y varias veces vilipendiado. No serían los únicos, ya que en París, además de ser
una figura central de su tiempo (a partir de 1831), compartiría amistad con Víctor Hugo,
George Sand, y también parte del círculo de artistas como Delacroix y Paul Delaroche. “Un
amigo me preguntaba por qué ahora no construíamos catedrales como las góticas famosas, y
le dije: ‘Los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros, los modernos, no
tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se necesita algo más que una
opinión’”, apuntaba.
Un clásico, varios libros, otras tantas ideas. Algunos hablan de censura, otros de resguardo
de la intimidad. Cierto es que no aún sabemos distinguir entre la ceguera y el estrabismo,
salvo un escritor, como Heine. La víctima de la censura nunca es, en efecto, el censurado,
así como el desnudo jamás lo es tanto el muerto como sí en verdad el recién nacido.
Recordamos a este faro alemán con una frase que lo representa, “los sabios emiten ideas
nuevas; los necios las expanden”, lo que impulsa a creer que la censura no existe; lo que
sobran son censores. Presumo que los nuevos lectores de Heinrich Heine serán sorprendidos
por una elegancia y sutileza que, casi siempre, trae más belleza. En buena hora sus
traducciones. El momento actual es casi una tentación para ejercer eso que ningún animal
hasta ahora ha podido enseñar a sus crías: la belleza.
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