Los demonios de la globalización

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Los demonios de la globalización
Axel Capriles M.
Quien dado a la demonología busca encontrar demonios en todo cuanto le sea adverso,
sin duda le será fácil encontrar al diablo en la globalización. Porque más que un proceso
económico donde la tecnología ha disminuido el costo de la distancia y donde los bienes
y servicios pueden ser producidos y transados libremente en una escala global, la
globalización es un confuso fenómeno político y cultural. Sus demonios son
innumerables: es una malévola conjura de monstruosas corporaciones multinacionales
que en su insaciable búsqueda de menores costos y mayor utilidad han implantado un
sistema económico dado al aprovechamiento injusto de las debilidades de los países
ingenuamente nobles; es la expansión del instinto amoral y predatorio del comercio y del
afán monopolista; es una amenaza a los estados nacionales y a la idea misma de
soberanía; más que una intimación a los estilos de vida tradicionales es, simplemente, el
triunfo del imperialismo norteamericano, el proceso a través del cual se impone al grueso
del mundo los gustos y preferencias de las corporaciones gringas; es la destrucción del
planeta verde y de los hábitat naturales; es un peligro para la estabilidad laboral y para las
uniones obreras; es una transformación perversa de los hábitos familiares de trabajo y
ocio; es una restricción de la libertad de escogencia visto el impacto psicosocial del
mercadeo contemporáneo de las megacorporaciones; es, en fin, una fuerza diabólica que,
uniforme y penetrante, ha abatido la cultura.
No hay que abrir demasiado los ojos para entrever que mucho de lo anterior es
parcialmente cierto. Pero las protestas ante la Organización Mundial de Comercio, en
Seattle y el Foro Económico Mundial en Davos, pudieran, sin embargo, tener otra lectura.
El capitalismo ha sido, ¿quién podría desmentirlo?, el mayor productor de riqueza social
en la historia de la humanidad y el libre comercio es una de las pocas proposiciones
económicas cuyo éxito ha sido ratificado empíricamente. En este sentido, la globalización
no es más que el epítome del libre comercio y del capitalismo, y como toda forma de
desarrollo y progreso siempre encontrará resistencias. De hecho, los principales críticos
de la globalización son aquellos que se han quedado rezagados y que han sido dejados
atrás por el progreso, aquellos que han perdido sus viejos privilegios. Cada argumento en
contra de la globalización puede encontrar su contraparte a favor. Que la globalización
amenaza la libre competencia con la desaparición de los pequeños productores y la
consolidación del poder monopolista constituido. Tal vez, pero las cifras parecieran
describir un panorama diferente. Según la revista The Economist, de las 500 empresas
más grandes del planeta listadas en el Fortune 500 de los años ochenta, doscientas habían
desaparecido de la lista de los noventa y otras 150 habían perdido gran parte de su poder
e independencia. La globalización pareciera ser más una amenaza que una ventaja para
las grandes corporaciones. En los últimos años ha habido una proliferación extraordinaria
de empresas totalmente nuevas que retando los modos tradicionales de comercialización
han crecido de manera vertiginosa. Las principales figuras empresariales surgidas del
ecommerce y de la Internet son en su mayoría jóvenes menores de treinta y cinco años
cuya riqueza nada tiene que ver con el pasado. De hecho, las grandes fusiones
corporativas que tanto asombro y temor producen pudieran ser consideradas actos
defensivos del establishment corporativo en contra de la versatilidad de los inesperados,
sorprendentes y nuevos entrepreneurs. La economía actual es precisamente eso, nuevas
empresas y novedosas tecnologías atacando el status quo. ¿Quiénes son los más afectados
por la globalización? Los gobernantes y políticos que ven menguar su poder y anticipan
el fin de sus prebendas con la declinación del viejo concepto de soberanía nacional. ¿En
dónde reside el ciberespacio, cuál es su localización física? Todo gobernante a la vieja
usanza cuya ambición de autoridad y poder dirige sus pasos, no puede sino ver con horror
que los ingresos de las grandes corporaciones superen ampliamente los ingresos regulares
y hasta el producto interno bruto de muchos de los países que dirigen. Aún para los
gobiernos eficientes de las naciones más desarrolladas del planeta dicha magnitud
económica en manos privadas no deja de ser una realidad amenazante y escalofriante. La
habilidad de las multinacionales para cambiar ágilmente sus operaciones de país a país no
es la mejor tasa de té para quienes gustan controlar todo, como tampoco la voracidad
fiscal de los gobiernos puede deleitarse con un mundo sin bordes ni fronteras cuyas
autoridades impositivas difícilmente pueden seguir el movimiento de los capitales y las
ventas realizadas en la Net. En un nuevo escenario donde el dinero electrónico y las
mercancías son trasladados de un lado a otro con el simple clic de un mouse, los arcaicos
gobiernos nacionales han, simplemente, perdido su capacidad para ejercer control y
poder. El autoritarismo nacionalista del siglo XIX que aún pervive en nosotros tenía que,
obviamente, oponerse a ello.
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