In Marchesi, Álvaro e Gil, Carlos (2003). El Fracasso Escolar – Una

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In Marchesi, Álvaro e Gil, Carlos (2003). El Fracasso
Escolar – Una perspectiva internacional. Madrid:
Alianza Editorial
CAPÍTULO 12
LA POLÍTICA EMOCIONAL E EL FRACASO Y EL
ÉXITO ESCOL'\R
Andy Hargreaves
Introducción
En todo el mundo, la reforma educativa se cenrra cada YCL más en el problema
del fracaso escolar. En su uso más comÚll. este érmino ciene un doble
significado: por un lado, el fracaso de alguno esrudiames para garantizar las
oportunidades y los triunfos educativos a la par ~ e tiS compafieros, y, por otro, el
fracaso de las escuelas para proporcionar a rodos tiS esrudiantes, especialmente a
los que proceden de enrorno pobres o minorías, tales triunfos y oportunidades
(OCDE, 1997). A esTe respe o, el fracaso escolar nos remite al fracaso en el
colegio y al fracaso deI colegio. Cada VCL con más frecuencia, los dos conceptos
de fracaso escolar yan de la mano.
Los dos países con el mayor índice de preocupación por esTaS dos problemas
relacionados con el fracaso escolar son el Reino Unido y Estados Unidos. En el
Reino Unido se emplean los resultados de los exámenes de la escuela secundaria,
las calificaciones de las pruebas en «niveles clave» o punros por edades, y los
informes periódicos de los equipas de los inspectores escolares, para determinar
si una escuela o un distrito va bien, o si está «fracasando». Todos los anos, los
informes revelan que las escuelas requieren «me-
didas especiales» por medio de las cuales se les asignan equipos de intervención
para crear y poner en marcha planes cuyo objetivo es obtener mejoras medibles
en el plazo de un ano; de otro modo, es posible que se cierren las escuelas. El
proceso de inspección también identifica una segunda categoría de escuelas,
aquel1as con «serias debilidades». A estas escuelas también se les asignan ciertas
medidas de apoyo (entre las que se incluyen últimamente las prestadas por
empresas privadas) para que no sigan deteriorándose y pasen a formar parte del
grupo de las «medidas especiales» (StoU y Myers, 1998).
En Estados Unidos, siguiendo la iniciativa de estados como Kentucky y la
orden presidencial de BiU Clinton en la que pedía al Departamento de Educación
de Estados Unidos que emprendiera acciones destinadas a mejorar las escuelas
«con bajo rendimiento», en 1998-1999 existían más de 8.800 escuelas de Título I
(en la pobreza) que necesitaban mejorar (Departamento de Educación de Estados
Unidos, 2001). Aigunos estados y distritos clasificaran a sus escuelas
simplemente como escuelas de bajo rendimiento o sin rendimiento, para luego
publicar los resultados sin tomar ningún tipo de medidas. Otros estados han
cerrado escuelas «que fracas aban» y las han reconstruido con nuevo personal y
liderazgo (por ejemplo, Chicago y California). Otras han puesto en práctica
estrategias de mejoras de «transformación», mediante la asignación de equipos
de apoyo, «educadores altamente cualificados» o «educadores distinguidos» a las
escuelas que atravesaban dificultades (por ejemplo, Kentucky y Tennessee).
Muchos estados no han tomado ninguna iniciativa para identificar o tratar con los
colegios con bajo índice de rendimiento. Sin embargo, con el énfasis que George
W Bush ha puesto en el tema de la educación, y su pramesa de cerrar las escuelas
con bajo rendimiento, o reemplazarlas con alternativas registradas o justificadas,
es posible que la atención en el fracaso escolar se vuelva incluso algo más
consistente y persistente en los próximos afios.
A medida que se amplía el tema de responsabilidad mundial con la globalización de las estrategias de reforma educativa, la identificación y el énfasis
del fracaso escolar y las escuelas que fracasan también aumenta. Tener el fracaso
escolar en la agenda de los gobiernos tranquiliza a muchos participantes
ansiosos, pues ven que los primeros se toman en serio la labor de elevar los
estándares educativos. Asimismo, se apela a los grupos con conciencia de
igualdad del electorado al prometer, según las palabras de George W Bush, que
«ningún nino se quedará retrasado»; que se reducirá el vacío de triunfos entre los
estudiantes ricos y pobres, las familias mayoritarias y las de minorías; que no se
permitirá que nadie flaquee ni fracase. Ai igual que el hecho de impulsar la
comunidad, la familia o la democracia, atacar el fraca-
so escolar es, en términos discursivos, una fuerza unificadora muy persuasiva.
Tiene la capacidad de aplacar a la derecha y a la izquierda; a los que les preocupa
la excelencia y a los que están comprometidos con la igualdad. Sin embargo, al
igual que ocurre con otros símbolos unificadores, el fracaso escolar y el
compromiso firme de atacarlo, disfraza muchas dificultades y desacuerdos acerca
de cómo definir el fracaso y cómo enfrentarse ante el mismo en la práetica.
En este trabajo se trata el fenómeno significativo del fracaso escolar: el
fracaso en la escuela, y el fracaso de las escuelas. Comienza con la síntesis de
algunas de las cuestiones críticas que los investigadores y hacedores de políticas
comienzan a plantear acerca de cómo enfrentarse al fracaso escolar. Se centra en
varios criterios para identificar a las escuelas que fracasan o cuyo rendimiento es
bajo a corto y largo plazo. Asimismo, examina cómo las distintas clases de
escuelas experimentan diferentes tipos de bajo rendimiento, haciéndose preguntas
acerca de las estrategias de mejora que deberían adoptarse para responder ante los
distintos tipos de dificultades a los que se enfrentan las escuelas con bajo
rendimiento.
Siguiendo esta síntesis crítica sobre cuál es la mejor forma de identificar y
mejorar las escuelas que fracasan, el trabajo plantea algunas preguntas profundas
acerca del significado del fracaso escolar en sí mismo. Especialmente, analiza las
políticas emocionales del orgullo y la vergüenza, la distinción y el disgusto que
rodean las ideas y experiencias de la gente sobre el éxito y el fracaso en la
escuela. Veremos cómo estos temas llegan a la raíz de la definición, o falta de
ella, de los primeros logros y éxitos que conseguimos en la escuela. Trata de
cómo la forma en la que hemos definido los triunfos y el fracaso en la escuela
perpetúa los mismos procesos de exclusión social que deben eliminar las políticas
educativas disefiadas para deshacer el vacío de logros en las escuelas. Así pues,
la cuestión crucial de cómo debemos definir los logros y el fracaso desde el punto
de vista educativo es tan importante como la forma de identificar los triunfos y
los fracasos técnicamente, o cómo combatir el fracaso estratégicamente.
Identificar y reparar elfracaso escolar
La dificultad de responder con éxito al fracaso escolar se ha atribuido a varios
factores. Primero, como vemos mis colegas y yo en nuestro trabajo actual con
cuatro departamentos de Estado y sus comisionados en Estados Unidos, si se
identifica a las escuelas que fracasan mediante un sistema de cuotas que establece
que un número o porcentaje concreto de las escuelas
fracasa cada afio, se crea una incapacidad sistémica para proporcionar mejoras
sostenidas. La razón es que cuanto más éxito tenga una jurisdicción a la hora de
combatir cada caso de fracaso, menores se vuelven sus recursos para mantener a
tales escuelas alejadas del fracaso, así como para proporcionar ayuda a los
nuevos casos de fracaso que surgen cuando cada vez más escuelas nuevas caen
inevitablemente en la trampa de las cuotas. En otras palabras, con los sistemas de
cuota, la supervivencia a corto plazo es inversamente proporcional a las mejoras
sostenibles a largo plazo.
Vn segundo punto es que las escuelas y distritos no suelen mantener los
intentos de mejora escolar a largo plazo (Louis y Miles, 1990; Teddlie y
Stringfield, 1993) y, en su lugar, se desilusionan con «las soluciones rápidas»
(Sto11 y Myers, 1998). Muy pocas de las respuestas ante el fracaso escolar se
concentran en la construcción de la capacidad a largo plazo en una escuela o en
un sistema que ayudaría a evitar el fracaso escolar con el tiempo. Por ejemplo, aI
atraer, retener y construir una comunidad profesional entre los profesores de más
alta calidad, creando una fuene cultura de liderazgo, o estableciendo sociedades
eficaces con los padres (Hopk.ins, Harris y Jackson, 1997). Se han 11evado a
cabo reformas que pueden proporcionar una mejora escolar más sostenible en un
número relativamente reducido de escuelas y distritos (Hargreaves y Fink, 2000).
A menudo, las escuelas y distritos tienden a trabajar en un aspecto concreto a
mejorar dentro de la escuela (por ejemplo, un nuevo plan de estudios), mientras
que dejan de lado otros elementos clave (por ejemplo, la estabilidad de
profesores, el clima de la escuela), todos ellos dentro del conjunto de elementos
que hacen que una escuela funcione correctamente (Sarason, 1990). La
sostenibilidad de las mejoras de la escuela se asienta en un apoyo coordinado a
muchos niveles, que rara vez es aparente (Datnow, Borman y Stringfield, 2000;
Fu11an, 1999). Sobre la base de su extensa experiencia relacionada con los
cambios educativos, Fu11an (2000, 20) concluye que «se puede mejorar una
escuela elemental en unos 2-3 anos; un instituto en 5-6 anos; un distrito en ,6-8
afios». Pocos intentos de combatir el fracaso escolar de forma realista reconocen
esta escala temporal de mejora sostenible.
En tercer lugar, no todas las escuelas con bajos niveles de rendimiento son
iguales. Las razones o la naturaleza de su bajo rendimiento varían enormemente.
Sto11 y Fink (1996), por ejemplo, establecen que las escuelas varÍan en relación
a la eficacia y las mejoras. Las escuelas altamente eficaces, pero que no siguen
mejorando, son las escuelas de crucero que avanzan siguiendo la estela de los que
consiguen altos logros académicos dentro de ellas. Las escuelas que no son
eficaces, pero que muestran signos de mejora, son las escuelas luchadoras; estas
escuelas son conscientes de los problemas
que tienen y muestran cierta voluntad para escapar de ellos, pem sus intentos
suelen estar desencaminados o reciben muy poco apoyo por parte de los líderes o
los distritos. Las escuelas ineficaces y que fracasan a la hora de me jorar son las
escuelas que se hunden y presentan grandes retos para los intentos de mejora.
Oficialmente, las escuelas que fracasan no engloban todas estas categorías,
pem se las suele identificar y etiquetar de forma tal que se crea un estigma entre
los estudiantes y su personal. Si el fracaso escolar se defini era en relación al
rendimiento pasado, o en comparación con otras escuelas que tengan una
composición socioeconómica similar del cuerpo estudiantil (al que a veces nos
referimos como vecindades estadísticas), entonces, muchas de las escuelas de
crucero con bajo rendimiento en las comunidades de clase media recibirían el
calificativo de «escuelas que fracasan». Sin embargo, cuando se han intentado
aplicar tales definiciones, por ejemplo en·.Ken-1 tlicky, Estados Unidos, se ha
producido normalmente una reacción política! violenta por parte de las
comunidades con un estatus más elevado que nOI quieren que a sus escuelas,
aparentemente con êxito (definidas únicamente por los resultados brutos), se las
etiquete de «escuelas que fracasan». En consecuencia, la mayoría de las
jurisdicciones optan por definiciones de fracaso basadas en las cuotas, o en
comparaciones con la distribución de los resulta I dos entre la población en su
conjunto y las definiciones de los estándares deI la misma. Por tanto, las escuelas
que fracasan aparecen, casi de manera uniforme, entre las comunidades pobres,
asociando el fracaso con los grupos sociales más marginales y estigmatizados, y
con los profesores y líderes que· se encargan de su educación (Departamento de
Educación de Estados Uni- : dos, 2001). Cuando las escuelas que fracasan están
sujetas a tecnologías especialmente intensivas en cuanto a la inspección y
vigilancia, se hace incluso' más difícil atraer a profesores y líderes cualificados
para que trabajen en las; comunidades pobres (un requisito esencial para
conseguir una mejora soste J nible).
Otra consecuencia de constatar que el bajo rendimiento es una variable y no
un fenómeno concreto, es reconocer que las estrategias de mejora de las escuelas
con bajo rendimiento pueden variar; que no todas las escuelas «usan» la misma
talla (Hopkins, 2000). Myers y Goldstein (1998), por ejemplo, identifican tres
tipos de escuelas con bajo índice de rendimiento. \ Las «escuelas que se esjuerzan
tienen problemas, pem están dispuestas a cam-· biar y mejorar» (p. 178). En estas
escuelas, los profesores y los líderes escolares reconocen que hay un serio
problema y que están preparados para trabajar conjuntamente para remediario.
Las escuelas oscilantes se encuentran al límite, son capaces de mejorar y es posible
que necesiten un nuevo liderazgo
o ayuda externa en los puntos clave. Las escuelas deslizantes están encerradas en
una espiral descendente aparentemente interminable, y suelen requerir un nuevo
equipo de liderazgo, una intensa intervención externa, o la recomposición
completa como escuela para poder mejorar.
David Hopkins y sus colegas (Hopkins, 2000; Hopkins, Harris y Jackson,
1997) clasifican las escuelas en distintas etapas de desarrollo teniendo en cuenta
su receptividad para las mejoras. Para ellos, las escuelas menos desarrolladas y las
menos receptivas tienen pocas probabilidades de poder mejorar por sÍ mismas y
requieren los niveles más elevados de intervención y apoyo externo; y, casi
siempre, también exigen el reemplazo del liderazgo existente de la escuela.
En Norteamérica, varios investigadores sugieren que el desarrollo profesional
intensivo, aplicado a amplios grupos de profesores de un distrito, con la
implicación de sus directores, alrededor de un número limitado y prescrito de
prioridades instructivas, puede llevar, rápidamente, a conseguir triunfos entre los
esrudiantes. Sin embargo, en gran parte, és te parece ser el caso de los sistemas de
bajo rendimiento y baja capacidad que tienen dificultades a la hora de atraer y
retener a profesores certificados (Darnow y Meighan, próximamente; Elmore y
Burney, 1997; Fullan, 2001). Mientras tanto, las estrategias de desarrollo
profesional con mayor discreción profesional y autodirección parecen ser más
eficaces en sistemas de mayor capacidad con menos problemas endémicos de
pobreza y reclutamiento de profesores, o en redes profesionales de voluntarios que
se extienden entre los sistemas (Lieberman y Wood, próximamente). Por tanto,
parece que las estrategias para mejorar las escuelas varían entre los sistemas de
alta y baja capacidad. De hecho, el gobierno del Reino Unido ha institucionalizado
esta distinción al aplicar niveles de «intervenClOn en proporción inversa al éxito»
(Barber, 2000, 22), de forma que la mayorÍa de las escuelas con éxito con los
mejores resultados (a menudo los colegios de las comunidades más aventajadas)
disfrutan de la más absoluta autonomÍa con respecto a la intervención.
El dilema que se plantea con esto es que las estrategias de fuerte intervención
pueden proporcionar mejoras más rápidas en las escuelas más pobres y de menor
capacidad y a sus comunidades; pero al hacerlo, también se puede reforzar la
cultura de dependencia entre los profesores y poner en peligro las expectativas de
generar capacidades a largo plazo y conseguir mejoras sostenidas con el tiempo.
Saber diferenciar las estrategias de las escuelas de bajo y alto rendimiento puede
crear lo que yo llamo el apartheid de las mejoras: tratar solamente con los efectos
de la baja capacidad y de la baja inversión en las comunidades pobres de forma
que se perpetúa su limitada capacidad, asÍ como la dependencia profesional, en
lugar de atacar la raíz de la
financiación y del apoyo desigual entre las escuelas y las comunidades pobres.
Evitar la trampa de crear y perpetuar un apartheid de las mejoras y del desarrollo
profesional depende de nuestra habilidad para definir de manera
multidimensional el fracaso y el éxito, incluyendo definiciones que comparen el
rendimiento de las escuelas que son parecidas desde el punto de vista
socioeconómico (de forma que las ricas escuelas de crucero quedan sometidas a
una fuerte intervención, al igual que las escuelas pobres que se hunden); el primer
paso del desarrollo del proceso a largo plazo para crear capacidad es ver y
planificar de forma explícita una fuerte intervención, no una solución rápida a
corto plazo; y concentrarse en buscar las formas de contar con más recursos,
apoyo y educadores altamente cualificados y capacitados en todas las
comunidades pobres, cuyas escuelas, de lo contrario, se verían siempre abocadas
al fracaso.
Por tanto, éstos son algunos de los temas estratégicos y técnicos importantes
que hay que tener en cuenta a la hora de definir el fracaso escolar, de distinguir
entre los distintos tipos de bajo rendimiento y las estrategias para tratar con el
mismo; y de tratar y remediar las necesidades de supervivencia a corto plazo en
las escuelas que fracasan, con el objetivo de que los colegios y los sistemas
escolares cuenten con una mejora sostenible a largo plazo.
Distinción y disgusto
Hasta ahora me he centrado principalmente en la idea del fracaso escolar como el
fracaso de las escuelas y de los profesores que trabajan en ellas. Volveré a tocar
este tema en el próximo epígrafe, planteando algunas preguntas más profundas
sobre el tema. Ahora quiero :çentrarme en la idea asociada de fracaso en la
escuela: al fracaso del estudiante y cómo se podría definir.
En 1973, el sociólogo norteamericano Richard Sennett escribió un texto
clásico, The Hidden Injuries ofClass (Las heridas ocultas de la clase). Sennett y
su asociado, Jonathan Cobb, entrevistaron a 150 adultos de clase trabaja dora de
Boston, Massachusetts, acerca de su trabajo, sus vidas, educación, esperanzas y
aprendizaje. Muchos de los participantes de Sennett eran inmigrantes de primera
o segunda generación, procedentes de comunidades rurales del sur o del este de
Europa que habían recreado poblaciones urbanas tales como Little Italy (la
pequena Italia) en esta ciudad de rápido crecimlento.
La muestra de hombres y mujeres trabajadores de Sennett luchaba y buscaba
muchas cosas en su vida, tales como mejorar, la seguridad y la recompensa
material, pero, sobre todo, lo que más ansiaban eran la dignidad y el
respeto (véase también D. Hargreaves, 1982). En su lugar, lo que VlVlan
constantemente era la negación de su dignidad a través de experiencias de fracaso,
frustración y vergüenza. AI escuchar a los participanres de clase trabajadora, Sennett
concluyó que «la posibilidad de fracaso es el fenómeno más incómodo de la vida
norteamericana. No hay sitio para el fracaso en nuestros esquemas de respeto»
(Sennett, 1973, 183).
Sin embargo, la muestra de Sennett indicó y sostuvo el fracaso. John Bertin, una
de las personas a las que entrevistó Sennett, padre de cinco hijos y pintor de equipos
de entrega para una gran fábrica, se senda «estúpido» en el colegio y «llegó a pensar
que su capacidad de comprensión quedaba reducida por los defecros de su carácter, su
falta de perseverancia, de fuerza de voluntad para rendi r bien» (p. 121). Las lesiones,
las heridas del fracaso escolar persisdan en las vidas de esros hombres y mujeres.
Interiorizar la responsabilidad del fracaso, de ser diferente e inferior, es común entre
aquellos que tienen un estarus social bajo, y es un proceso que comienza de forma
temprana, en la escuela. Sennett afirma que:
EI nino acepta la vergüenza que sufre como algo legítimo y muestra su rabia
ante la situación atacando a aquellos que no se sienten avergonzados (p. 96).
Por medio de una gran variedad de pistas sutiles:
Cuando eI nino tiene diez u once anos, la sepatación entre los muchos y los pocos de los que se espera que «hagan algo» con su vida está ahí fuera; la actitud distante que se desarrolla en segundo curso se convierte en una hostilidad abierta en
sexto: los estudiantes que la institución respeta son los «afeminados, los pelotas».
En la escuela y en la sociedad, el respeto y la dignidad se distribuyen de forma
injusta y no equitativa. Cuanro más recalca la sociedad que todos tenemos las mismas
oportunidades y que todos podemos conseguir lo que nos propongamos, más injusta
les puede parecer la disrribución de la dignidad o indignidad a los que sufren en
mayor proporción de ella.
Cuando pertenecer a una sociedad dada lIega ai extremo de definir la dignidad
de toda la humanidad, eI desprecio y la hostilidad hacÍa los que difieren celebran
la dignidad dei hombre.
(Sennett, 1973, 54)
En las sociedades intergeneracionales desiguales, la distribución de la dignidad
crea economías emocionales de distinción y de disgusto. Los que
tienen éxito socialmente heredan o adquieren lo que Pierre Bourdieu (1984)
denominó distinción: el «gusto puro» que permite a las personas verse como
individuales, vinculadas, distintas y de decidir lo que ha de rechazarse o evitarse.
Adam Smith (1809) en The Theory o[ Moral Sentiments (La teoría de los
sentimientos morales), resalta y aprueba este sentido del gusto.
EI discernimiemo exacto y delicado dei hombre de gusto distingue las mínimas
y escasameme perceptibles diferencias de la belleza y la deformidad ... suscita
nuestra admiración y parece ser digno de aplauso; y sobre esta base se fundamema
gran parte de las alabanzas que damos a lo que llamamos virtudes imelectuales.
(Smith, 1809,45)
Los que tienen distinción o cualidades de discernimiento delicado, en orras
palabras, marcan los estándares de repugnancia: al decidir lo que debe rechazarse,
o lo que debería poner enferma a la gente: «10 hortera, lo barato, lo exagerado»
(Miller, 1997, 169).
Los que no han tenido éxito, los que fracasan, se convierten en víctimas de la
distinción, el objeto del disgusto y del desprecio de los otros. Según Charles
Darwin en The Expression o[ Emotion in Man and Animales (La Expresión de las
emociones en el hombre y los animales), «el disgusto remite a algo repugnante,
principalmente en relación con el sentido del gusto tal y como se percibe o se
imagina de forma vívida» (p. 250). En su sentido más simple, Darwin observa
que disgusto significa «ofensivo al gusto» (p. 256). El disgusto (dis-gusto) es una
emoción alimenticia, su experiencia hace que el labio se curve, la nariz se
levante, que el estómago desee vomitar. Está provocado por la vista, el olor o el
gusto de lo que está podrido, putrefacto, de lo que es hediondo, viscoso,
grasiento, tóxico y fétido. El disgusto es, literalmente, una cuestión de gusto,
provocada por la intrusión (o intrusión asociada) en nuestros cuerpos de todo lo
que es contaminante y corruptor. El disgusto es una reacción a las cosas que
corroen la delicadeza del discernimiento; la pureza del gusto; lo que quiebra los
límites del cuerpo; y amenaza la seguridad física del ser (Douglas, 1992).
El disgusto también es una cuestión de gusto, desde el punto de vista figurativo y literal. Si se trata de las relaciones con otras personas, es una emoción
moral profunda, tal y como Darwin reconoció. Las personas, al igual que los
objetos, pueden disgustarnos. En nuestras reacciones físicas ante los que
provocan disgusto o desprecio, «parece que les decimos a las personas
despreciadas que huelen mal» (Darwin, 1965, 255). Las personas nos disgustan
no sólo cuando tienen una apariencia grotesca, o les huele el
aliento, sino también cuando sus acciones o comportamientos parecen vulgares, baratos o empalagosos (Miller, 1997, 169); cuando personifican lo
contrario de lo que es puro, delicado y fino. Darwin establece en un fragmento clásico su concepción moral del disgusto.
En Tierra del Fuego, un nativo toCÓ con su dedo una carne congelada fda que
estaba comiendo en nuestro campamento y demostró un disgusto total directamente por su suavidad: mientras que yo sentí un disgusto total porque un
salvaje desnudo estaba tocando mi comida, a pesar de que sus manos parecían no
estar SUClas.
(Darwin, 1965,256-257)
William Miller (1997) en su fascinante Anatomy o/ Disgust (Anatomía del
disgusto) deconstruye la importancia moral de las reflexiones de Darwin.
Mucho antes de que la comida llegue a la boca para que se pueda hablar de
gusto, se nos sugieren otras categodas que implican disgusto: el tacto fdo (carne)
frente ai caliente, suave frente a rígido, categodas abiertas de pureza, tales como
crudo frente a cocinado, sucio frente a limpio; categorías de vergüenza corporal,
desnudo frente a vestido; y categodas más amplias de dehnición de grupo, Tierra
del Fuego frente a Inglaterra, ellos frente a nosotros. Para el nativo, en último lugar, no es tanto la suavidad de la carne congelada lo que determina a la persona
que come, sino lo que se come. Para Darwin, no se trata únicamente de que alguien
tocó su comida (con las manos limpias), sino que la persona que la tocaba era un
nativo desnudo que ya lo había ofendido ... cuando le disgusta la comida de Darwin,
Darwin vuelve a describirlo peyorativamente como un salvaje desnudo capaz de
contaminar su comida ... EI nativo ... se acerca demasiado y le da motivos para la
ofensa, y el presentimiento de amenaza basta para transformar un desprecio
complaciente en disgusto.
El disgusto y su contrario, la distinción, son las emociones básicas de la
exclusión social: los medios por los que retrocedemos ante los incapacitados,
marginamos a los que se encuentran en una situación social o económica
inferior, y expresamos revulsión ante diferencias raciales o étnicas (Goffman,
1963). George Orwell (1950), de clase alta y educado en una escuela privada,
expresó un disgusto gráfico y manifiesto cuando vivÍa entre las gentes pobres
de las pensiones y de las tiendas de tripas del norte de Inglaterra para escribir
acerca de sus vidas (Orwell, 1950). En mis propias emociones del proyecto de
ensefianza, los profesores que expresaron emociones negativas relacionadas
con los padres de clase baja o de minorÍas que los desafiaban, etiquetaban a
estas personas con términos inhumanos, tales como «loco»,
«pirado», «dementes» o «chil1ones», y describian sus acciones con verbos de
contaminación cuando los padres los «interrogaban», se «desahogaban» con
el1os, y <<les soltaban» cosas a la cara (Hargreaves, en imprenta, a). Estos verbos de contaminación son verbos de disgusto y son los medios por los cuales los
profesores, corno «profesionales», mantienen la distancia con respecto a los
padres de clase baja o de minorias, cuestionan sus acciones y mantienen su
sentido de distinción profesional de 10 que es educar y ser educado.
La distinción y e! disgusto definen la economia emocional de la exclusión
social que delimita eI éxito dei fracaso. La base educativa de dicha economia es
eI concepto de capacidad (y más recientemente, de logro o rendimiento). Richard
Sennett (1973) describe e! efecto de exclusión de los conceptos prevalecientes de
capacidad corno un «símbolo de capacidad». Sennett afirma que los símbolos de
capacidad son, aparentemente, atributos socialmente neutrales que definen los
logros y eI éxito de forma individual, identifican a las personas corno distintas e
independientes de las mismas o las hacen destacar dei resto (p. 64). Los simbolos
de capacidad confieren respeto a las personas; les hacen sentirse distintas.
En este sentido, los símbolos de capacidad son bienes inherentemente escasos. Ayudan a la gente a destacar, a ser distinta. Todos aquel10s que no pueden
adquirir estos símbolos de éxito deben pagar un precio.
Esta capacidad es e! símbolo de la valía individual, los cálculos de capacidad
crean una imagen de unos pocos individuos que sobresalen de la masa, que ser un
individuo por medio de la capacidad es tener e! derecho de trascender de! origen
social de uno mismo: éstas son las suposiciones básicas de una sociedad que
produce sentimientos de impotencia e incompetencia (p. 62).
Sennett establece que los símbolos de capacidad son herrarnientas de libertad
individual, los salvavidas de la oportunidad y de! éxito. Es por ello que Ricco
Kartides, profesor griego que solarnente encontraba trabajo corno conserje de un
edificio de Boston, y había renunciado a su vida a los 36 afios, ponía todas sus
esperanzas en sus hijos. «Son ellos los que pueden ad-I quirir dignidad a los ojos
de cualquiera, si aumenta su libertad al pertenecer a una clase más alta» (p. 49).
Sin embargo, «los problemas serios comienzan si, para ser libres, debes de
mostrar que eres diferente» (p. 64).
El problema no es solo que la capacidad, corno se concibe en la actuali dad,
divide y separa a las personas. Es que, generalmente, la capacidad edu cativa, los
logros, e! rendimiento y los estándares sue!en definirse de form~ abstracta, fuera
de contexto; en un conocimiento inerte, reproducible; ell una ensefianza
cognitiva, racional; en eI aprendizaje adquirido de forma in~
J
dependiente, en lugar de cooperativamente; en logros que tipifican las restricciones
emocionales: la esencia de la distinción. La literatura y las prácticas de eficacia
escolar, en las que se basan las iniciativas para remediar el fracaso escolar,
suponen y refuerzan estas categorías convencionales de logro y capacidad, en
lugar de desafiar o diversificar el contenido del fracaso y del êxito. Por tanto, el
dilema para las personas pobres o las minorías es cómo conseguir la dignidad entre
sus compafieros y el respero en la sociedad.
Un hombre pobre ... debe querer avanzar para establecer la dignidad en su
propia vida, y la dignidad significa, especialmente, moverse hacia la posición
en la que trata con el mundo de una forma controlada y restringida
emocionalmente. Por otro lado, se supone que las personas que han sido
educadas ya poseen esta capacidad. Se supone que han desarrollado destrezas
para domar el mundo sin fuerza ni pasión.
(Sennett, 1973,22)
La «capacidad» y la distinción retroceden ante la emocionalidad expresiva:
etiquetándola de hortera, vulgar, estridente o torpe. La emocionalidad visceral es
negativa, molesta y disgusta al poderoso sentido del orden y del controI. Así pues,
nuestra propia investigación acerca de las emociones de la ensenanza revela que
las clases de secundaria son lugares en los que los profesores tratan las emociones
de los estudiantes no como un fundamento para aprender ni como un recurso que
los profesores pueden explotar, sino como intrusiones molestas en el orden de la
clase, y se piensa que tales estudi antes traen dichos problemas de casa, de sus
familias y amigos, y los profesores sienten que deben controlarias o mitigarias de
alguna manera (Hargreaves, 2000).
En repetidas ocasiones, los pocos que, de alguna forma, consiguen adquirir su
símbolo de capacidad y la movilidad social mientras siguen con su emocionalidad,
afirman que siempre se sienten «fuera de lugar» en la educación y en la vida (Said,
1999). No tienen esa «delicadeza de sentimientos» que Adam Smith equiparó al
gusto yal buen juicio que «merece alabanza y admiración» (Smith, 1809, 51). Hay
más cosas en juego aquí que sentirse dividido por las incongruencias del estatus
entre el origen social de uno y su destino, tal y como han explicado muchos
estudios clásicos de movilidad educativa y social (por ejemplo, Jackson y
Marsden, 1969). Con mayor profundidad, lo que le importa a las personas es su
sentido de pertenencia social y emocional y cómo êste se vincula al significado y
sentido de los logros. Desde que apareciera Hijos y amantes de D. H. Lawrence, las
novelas han documentado la intensidad emocional de esta experiencia a la
perfección
(Lawrence, 1912; Storey, 1976). Uno de los retratos más contundentes de este
dilema es una recopilación de autobiografías de personas de clase traba~ jadora
que ahora ensenan y trabajan en la academia universitaria. Bajo el críptico
tf!l}lo~e Strangers in Paradise, estas autobiografías revelan que no Importa
cuánto éxito tengan as personas, incluso cuando llegan a presidente de la
universidad, pues, curiosamente, siguen sintiéndose como si no pertenecieran
allugar en el que están (Ryan y Sackrey, 1984). Mucho de lo que les hace
sentirse «fuera de lugar» es su lenguaje, su discurso «vulgar», tal y como otros lo
interpretan, sus formas abiertas y directas de expresar sus emociones, su falta de
humildad limitada que avergüenza o incluso disgusta a sus colegas.
Los que no son socialmente móviles, los que deben quedar atrás, no pueden
pagar o bien, no pagarán el precio de convertirse en personas menos limitadas,
menos vulgares, menos repugnantes o que causen menos vergüenza. Asimismo,
rechazan sobresalir o quedar separados de sus iguales. La clase yel plan de
estudios, las cosas que cuentan como logro, niegan y disminuyen sus pasiones
colectivas y fracasan a la hora de captar a los estudiantes pobres o pertenecientes
a minodas con su propia ensenanza. No poder alcanzar la distinción a través de
un plan de estudios abstracto, descontextualizado, y emocionalmente limitado, a
través de criterios impuestos y arbitrarios que cuentan como capacidad, medidos
en pruebas de consecución estandarizadas; el único destino que les queda es
convertirse en objetos para el disgusto de otros y la vergüenza que conllevan: la
masa ingente que se abarrota, cuyo fracaso debe combatirse y a cuya violencia
debe darse una tolerancia cero. Para estas personas, los mecanismos para
triunfar, sus «herramientas de libertad (por tanto), se convierten en (sus) fuentes
de indignidad» (Sennett, 1973,30).
No es sólo la mera existencia de logros inferiores ni del bajo rendimiento lo
que, por tanto, está en el corazón del problema del fracaso escolar. Son las clases
de conocimiento y de aprendizaje las que apuntalan nuestros conceptos de
capacidad y logros, y eso crea economías emocionales de inclusión yexclusión,
distinción y disgusto, que tienen más importancia.
Así pues, normalmente, los intentos por reducir los vacÍos de triunfos no
cuestionan las clases de logros clínicos, emocionalmente restringidos que están
en peligro. Cada vez hay más pruebas de que pueden reducirse entre los ninos
más jóvenes los vacÍos en los logros que son definidos en destrezas relativamente simples (y neutrales) y básicas, mediante un trabajo más duro y
prácticas adicionales; sin embargo, los vacÍos de triunfo más sofisticados entre
los estudiantes de mayor edad no pueden solventarse de la misma manera, salvo
que los educadores traten tales formas sofisticadas de aprendizaje
que constituyen los logros a tal nivel. Se ha demostrado que, en Texas, el
movimiento por las pruebas estandarizadas ha acabado con el éxito que las
escuelas imán a veces podían conseguir con los estudiantes pertenecientes a
minoIÍas al eliminar la pedagogía creativa y los cambios integrados de los planes
de estudio que han permitido a los profesores comprometerse con los estilos de
aprendizaje de los estudiantes y sus preocupaciones culturales (McNeil, 2000).
En nuestro propio trabajo acerca del impacto de las reformas de la escuela
secundaria en seis institutos de Ontario, Canadá, vimos, a través de la encuesta
de respuesta de los profesores ante el fundamento de los planes de estudio
estandarizados y el cambio de evaluación, que mientras que los profesores de
cinco escuelas ofrecían respuestas mixtas, un 86% de los profesores en una
escuela vocacional con altas concentraciones de estudiantes con necesidades
especiales senda que las reformas estandarizadas no satisfacían las necesidades
distintivas de los estudiantes, que los estándares de aprendizaje hacían imposible
que se graduaran, y que el resultado era que las experiencias de fracaso de los
estudiantes se intensificaban en gran medida, en lugar de reducirse (Hargreaves
y otros, 2002).
Orgullo y vergüenza
Detrás de la tecnología que identifica y remedia el fracaso escolar y reduce los
vacíos de logros, resulta imperativo tratar la naturaleza, significado y contenido
intelectual y emocional del fracaso y de los logros en sí mismos. Esta sección
vuelve a centrar la atención, de forma más profunda, en los profesores y las
escuelas, más que en los estudiantes, y en cómo se define triunfo y fracaso.
Especialmente, sefiala una política emocional de orgullo y vergüenza entre los
profesores paralela a la de la distinción y disgusto entre los estudiantes.
Los logros, el éxito y el fracaso no son fenómenos abstractos, universales ni
neutrales que tienen su propio significado, independiente del contexto o del
contenido. El éxito y el fracaso ocurren en relación con los planes o proyectos
de las personas y también son el resultado de experiencias de poder o
impotencia. En otras palabras, las emociones de logro y de fracaso están estrechamente relacionadas con el propósito y el poder de la interacción humana.
Propósito y orgullo
Cuando conseguimos algo o fracasamos, lo hacemos en relación a algo concreto
que hemos hecho o hemos descuidado: un acto, una tarea, un proyecto de alguna
clase. A este respecto, los logros o fracasos siempre tienen un contenido: el
placer de cocinar una comida complicada (y deliciosa), tal vez; el orgullo de
completar una caminata larga y exigente o la vergüenza de fracasar en un examen
de conducir (con frecuencia, el caso de los profesores más exigentes que están
tan acostumbrados al éxito en otro tipo de pruebas).
De hecho, el triunfo es una de las fuentes de emoción positiva más fuertes
entre la gente. El trabajo del psicólogo, Keith Oatley (1991) demuestra que
solemos ser felices cuando triunfamos en algo: cuando satisfacemos nuestros
propósitos (Oatley y Jenkins, 1996). El aspecto emocional vigorizante del triunfo
procede del hecho de que las personas experimentan emociones positivas cuando
tienen éxito en los propósitos e intentos que son importantes para ellos: cuando
los propósitos no son de otra persona, sino los suyos propios.
Este patrón es evidente cuando miramos a los datos relacionados con lo que
produce emociones positivas de orgullo y satisfacción entre los profesores. En su
estudio clásico, Schoolteachers (Proftsores de escuela), Dan Lortie (1975) establece
que los profesores se sentían muy orgullosos de las «recompensas psíquicas» de
su trabajo: no recompensas extrínsecas ni adicionales a las condiciones de
trabajo, sino el placer y la satisfacción de cumplir con los propósitos valorados
con sus estudiantes: convertidos en buenos ciudadanos (p. 112), hacer que les
guste aprender (p. 114), Y ser de beneficio a todos los estudiantes (p. 115). Las
recompensas psíquicas de los profesores de Lortie eran mayores cuando
conseguían un éxito espectacular aI cambiar el rumbo de estudiantes concretos
(p. 123), cuando los estudiantes que se graduaban regresaban y les daban las
gracias por su influencia (p. 123) Y cuando su trabajo era visible y reconocido
por otros a través de demostraciones y manifestaciones públicas (p. 125). Los
estudios realizados sobre la satisfacción de los profesores muestran patrones
similares: la satisfacción procedente del éxito en los aspectos clave del trabajo;
especialmente al entablar relaciones positivas con los estudiantes y marcando la
diferencia en sus vidas (por ejemplo, Nias, 1989; Dinham y Scott, 1997).
Mis propias investigaciones sobre las emociones de la enseÍÍanza también
indican que los profesores suelen sentir fuertes emociones positivas cuando
consiguen realizar aquello que les importa y que se han propuesto. Con lo
estudiantes, los profesores sienten emociones positivas cuando con iguen
éxitos espectaculares con alumnos difíciles o muy exigentes a los que consiguen
cambiar a pesar de cualquier aspecto que estuvieran en contra; y cuando reciben
de los alumnos una apreciación y reconocimiento inmediato (y no, como en la
clase de Lortie, con retraso) por los esfuerzos realizados (Hargreaves, 2000). Una
fuente importante de emoción positiva para los profesores en sus interacciones
con los padres es que los padres acepten los propósitos de los profesores, apoyen
lo que hacen y trabajen junto a ellos en beneficio del nino (Hargreaves, en
imprenta, a) .. Con respecto a sus colegas, los profesores agradecen mucho el
hecho de que no interfieran en su forma de ensenar o que trabajen conjuntamente
en el plan de estudios o en las iniciativas de ensenanza, y sienten que tanto unos
como otros comparten los mismos propósitos (Hargreaves, en imprenta, b).
Finalmente, en relación con los cambios educativos, los profesores experimentan
emociones positivas cuando inician cambios en los propósitos que les importan y
que tienen sentido para ellos, en lugar de realizar cambios que están dictados o
impuestos por otras personas, y tratan de temas extranos que los profesores no
comprenden ni apoyan (Hargreaves y orros, próximamente).
Cuando las personas no pueden conseguir sus propósitos, la consecuencia es
la ansiedad, la frustración, la rabia, la culpa y otras emociones negativas. Esto
puede darse cuando las personas encuentran obstáculos a la hora de conseguir sus
objetivos (por ejemplo, cuando las reuniones, las evaluaciones de rendimiento o
el papeleo dejan poco tiempo para entablar una relación con los alumnos),
cuando se ven forzados a darse cuenta de los objetivos y agendas de otras
personas que ellos juzgan inadecuadas, poco claras o repugnantes (como en
algunos requisitos obligatorios del plan de esrudios); cuando buscan o se les pide
que cumplan objetivos o estándares que ellos creen que se encuentran más allá de
su alcance (por ejemplo, cuando los estándares de aprendizaje definidos son muy
ambiciosos y de aplicación para todos, de forma que los profesores piensan que
es imposible que algunos de los ninos cumplan con tales objetivos); o cuando no
son capaces de elegir entre muchos objetivos (por ejemplo, los relacionados con
rápidas reformas multifacéticas) (Hargreaves y otros, 2001). Es entonces cuando
los profesores pierden el sentido de sus propósitos: literalmente, se desmoralizan
(Nias, 1991).
En nuestra investigación acerca de las emociones implicadas en la ensenanza,
comprobamos que los profesores experimentaban emociones negativas mayores
en sus reuniones con los padres, por ejemplo, cuando éstos desafiaban o
criticaban sus propósitos, su experiencia y su sentido de la profesionalidad al
pedirles su currículum o aI cuestionar sus evaluaciones (Hargreaves, en imprenta,
a). En sus relaciones con los colegas, los profeso-
res tenían emociones intensamente negativas cuando sufrían conflictos con Otros
profesores. Por lo tanto, organizaban sus relaciones profesionales de forma tal
que evitaran los episodios de desacuerdo y manruvieran la amabilidad
(Hargreaves, en imprenta, b).
Para los profesores y las personas en general, es importante conseguir lo que
nos proponemos, pero no de cualquier forma. Es más posible garantizar el
orgullo, la satisfacción y la motivación cuando las personas tienen êxito en tareas
y proyectos que les importan, que satisfacen sus objetivos y propósitos. Esta no
significa que los propósitos de las personas y los de los profesores y estudiantes,
concretamente, sean sacrosantos. Las personas pueden llegar a estar tan dec ididas
a la hora de perseguir sus propios propósitos que excluyen o son indiferentes a
los propósitos e intereses legítimos de otros. Por ejemplo, en nuestras emociones
del proyecto de ensefianza, cuando los profesores retroceden ante la crítica de los
padres, se elevan a sí mismos por encima de los padres desde el punto de vista
profesional y no saben servirse de las críticas como una oportunidad para
aprender de los padres y trabajar de mejor forma con ellos. De manera similar, el
precio a pagar para evitar los desafíos y conflictos con otros colegas creaba una
cultura en la que quedaban debilitadas las oportunidades de adquirir un profundo
aprendizaje profesional. Así, mientras que los propósitos de los profesores y los
esrudiantes, las cosas en las que se espera que tengan êxito, no deberían
respetarse automáticamente a cualquier coste, sobre todas las demás, descuidadas
completamente o esperar a que los profesores y los esrudiantes tengan êxito en el
juego de algún otro, puede crear un menor êxito, un êxito superficial o un êxito
pasajero; nada más.
Poder y vergüenza
Las emociones de las personas se forman, en parte, por las experiencias de poder
y de impotencia que viven. Las emociones son fenómenos políticos y personales.
Como Kemper (1995) afirma, «un gran número de emociones humanas puede
comprenderse como respuestas al poder y/o los significados e implicaciones de
estatus de las situaciones». El trabajo de Kemper muestra que cuando
experimentamos un aumento de nuestro propio poder, más seguros nos sentimos
ya que estamos protegidos. Cuando nuestro estatus crece, sentimos felicidad,
satisfacción y plenitud, además de orgullo si somos responsables de ese ascenso,
y gratitud si el responsable es otra persona. A la inversa, pero de igual
importancia, es el hecho de sentir miedo y ansiedad cuando se reduce nuestro
poder, sentimientos que proceden de la compul-
sión; y cuando sufrimos una pérdida de estatus, sentimos rabia hacia los responsables, depresión si la situación nos parece irremediable, y vergüenza si nos
creemos los propios responsables.
La vergüenza es una de las emociones más importantes en las culturas
occidentales, y también una de las menos comprendidas. Su presencia es
prominente y explícita en las políticas que se encargan de nombrar y avergonzar a
las escuelas que fracasan y a los profesores que fracasan directamente, llamando
la atención hacia ellas aI dar a conocer su mala posición al final de la tabla
publicada sobre rendimiento en las escuelas, y al intentar avergonzar a la
profesión de la ensefianza, en general, castigando a todo el sistema educativo aI
tacharlo de fracas o (por ejemplo, en comparación con orros países en las
calificaciones internacionales).
Thomas Scheff (1994) ha llevado a cabo numerosos estudios sociológicos y
sociopsicológicos acerca de la vergüenza entre las familias y las naciones. Afirma
que la vergüenza está asociada a los errores, al fracaso y al rechazoo La
vergüenza, dice, procede de relaciones problemáticas entre el espacio y la
identidad (cuando nosorros y nuesrro ser se sienten muy cerca o muy lejos de
orras personas; cuando nos sentimos expuestos o violados, invisibles o
rechazados). La vergüenza es dramática. Cuando la sentimos, parece que nos
hemos quedado cortas en nuestros propios estándares morales o de los de orras
personas de forma importante [de manera tal que no sólo vemos nuestros actos
como insuficientes o imperfectos (como en el caso de la culpa), sino que sentimos
que nuestro mismo ser y nuesrra integridad han quedado cuestionados].
La crítica de los gobiernos y los medias de comunicación para avergonzar
públicamente a las escuelas y a los profesores ha llevado a que muchos inves tigadores educativos y miembros de la profesión educativa emitan respuestas
críticas, e incluso han llegado al escándalo moral. Stoll y Myers (1998, 4) han
expresado esta especialmente bien en sus observaciones acerca de la práctica de
nombrar y avergonzar a tales instituciones en el contexto británico:
Si nos cenrramos en el lenguaje de la política nacional, nos daremos cuenra de que
hay escuelas que necesitan «medidas especiales» ... y escuelas con «serias debilidades»
[ ... ]. En las visitas realizadas a tales escuelas, hemos escuchado historias
desgarradoras de shock, desesperación, desesperanza e impotencia, similares a las
experiencias de los que se enfrenran a una pérdida familiar [ ... ] Desde nuestro punto
de vista, la forma en la que los políticos y los medios de comunicación utilizan el
lenguaje, con frecuencia, ha exacerbado y prolongado los problemas de las escuelas
que pasaban dificultades [oo.] Ha conrribuido a rebajar la moral de los profesores y los
senrimientos de impotencia y, por medio de la exposición regular a las historias de
horror, ha animado al público a creer que la mayoría de
las escuelas tienen unos estándares bajos, y que una minoría importante está en un
estado de crisis perpetua.
Antes he dicho que las mejoras a largo plazo sostenidas, antes que los
arreglos rápidos a corto plazo, dependen de la capacidad de competencia,
confianza y colegialidad que hay entre el personal, en la que los profesores se
sienten lo suficientemente seguros para asumir riesgos a la hora de mejorar sus
prácticas. Combatir el fracaso escolar a largo plazo depende del desarrolio en las
escuelas y en los sistemas escolares de esta capacidad humana básica. En su
estudio antropológico de los riesgos, Mary Douglas (1992) observa que en
algunos contextos y culturas simplemente no merece la pena arriesgarse. Muchos
profesores no asumirán el riesgo de intentar nuevas prácticas y expandir su
repertorio de ensenanza, si los sistemas de inspección yevaluación (del que
dependen las carreras de los profesores) y las reformas prescritas en la pedagog ía
del aula aprueban de forma arbitraria una escasa variedad de prácticas
«correctas» y hacen que los profesores teman por su futuro si se desvían de las
mismas. Incluso si los cambios impuestos a corto plazo tienen éxito, el coste que
supone minar la capacidad de los profesores a largo plazo para continuar con el
cambio y la mejoría de los mismos puede ser muy elevado. ]effrey y Woods
(1997), por ejemplo, tienen testimonios de profesores en los que expresan lo
desprofesionalizados que se sienten cuando los procesos de inspección intrusivos
a gran escala parecen magnificar sus defecros y debilidades en informes que
están a disposición pública.
El hecho de culpabilizar y avergonzar a atros deja unas pobres condiciones
para tomar riesgos profesionales. En tales condiciones, Woods y sus colegas
(1997) han demostrado que a pocos profesores se les anima a esforzarse y
realizar mejoras de larga duración. En su lugar, la mayoría se amolda
CÍnicamente a los modelos de los demás, con el único objetivo de sobrevivir. No
cabe duda de que es imposible, tanto desde el punto de vista emocional como
político, separar los intentos individuales de realizar mejoras cuyo objetivo es
cambiar la situación de las escuelas que fracasan, del contexto de «culpa y
vergüenza», y de la agenda del fracas o escolar como un todo.
De hecho, la mayoría de las batallas concernientes ai fracaso escolar se han
dado mediante discursos especialmente intransigentes sobre inspecciones,
intervenciones y amenazas asociadas al cierre o reconstitución de las escuelas.
Las «escuelas que fracasan» y el rígido tratamiento que se les impone funcionan
como una advertencia moral frente a otras escuelas para que éstas no queden más
atrás, pues, de lo contrario, también tendrán que enfrentarse a la Inquisición
pública. Definir el fracaso mediante cuotas, en lugar de en relación a unos
criterios o estándares fijos, o, en lugar de establecer com-
paraciones justas entre las escuelas que se encuentran en comunidades similares,
fortalece este tipo de fracaso en la infraestructura política y educativa como un
mal eternamente imposible de erradicar.
Por supuesto, no todos los ejemplos de vergüenza y estar avergonzados son
indeseables. No hay emoción alguna que sea buena o mala incondicionalmente:
cierta ansiedad puede llevar a la motivación, un poco de culpa puede hacer que
las personas deseen llevar a cabo más cambios, y la vergüenza que se siente (y
que se reconoce) verdaderamente puede hacer que las personas recuperen un
camino moral. La vergüenza sólo se convierte en un problema cuando es
excesiva e implacable, cuando su aparición a través de la culpa es moralmente
injusta e injustificada y cuando no se reconoce debidamente su existencia.
Las culturas occidentales difieren de las orientales no solamente en la ausencia de vergüenza, como se suele pensar, sino en la negación de la vergüenza.
Scheff (1994) afirma que,
La vergüenza es una parte normal dei proceso de control social. Sólo molesta cuando se
oculta o se niega. La negación de la vergüenza genera ciclos de alienación que se
perpetúan.
Los individuos sanos reconocen tanto el orgullo como la vergüenza de sus
acciones pasadas. La mayoría de nosotros hemos hecho cosas en algún momento
de las que deberíamos sentirnos avergonzados. Sin embargo, como demuestra
Norbert Elias (1978, 1982, 1983), la modernización o el proceso de civilización
en las sociedades occidentales ha traído consigo la supresión de la vergüenza. En
las culturas occidentales, las personas tienen dificultades para reconocer la
existencia de la vergüenza, incluso ante sí mismas. Scheff afirma que muchos de
los conflictos y enfrentamientos en espiral de las sociedades occidentales, ya sea
dentro de las mismas familias o entre naciones, proceden de esta vergüenza no
reconocida. Cuando las personas y sus organizaciones (incluidos los gobiernos)
no reconocen la vergüenza que deberían tener por sus propios fracasos y
deficiencias, adoptan uno o varios medios de evitarIo. Pueden intelectualizar o
racionalizar los temas, tanto como el proceso de reforma, ocultándose más alIá
de la armadura de los procedimientos administrativos y del argumento
intelectual en un mundo racionalizado lleno de estándares, parámetros, objetivos
de rendimiento y planificación lineal. 0, también pueden convertir la vergüenza
reprimida de sus pasados individuales o colectivos en un ,<falso orgullo» para el
futuro a través de búsquedas de grandiosidad personal y política (como cuando
los líderes gubernamentales presumen de que elevarán el nivel de los
sistemas escolares que fa11an hasta lo más alto de las tablas de rendimiento
internacionales de logros). Por último, pueden proyectar su vergüenza hacia otros,
utilizándolos como cabeza de turco o mediante procesos de estigma tización,
echando la culpa a los adversarios a quienes responsabilizan de lo que ha salido
mal. El hecho de que los gobiernos culpabilicen y avergüencen a las escuelas y a
los profesores que fracasan con toda la rabia y los conflictos que rodean tal
proceso, es un claro ejemplo de esto.
Para evitar los conflictos improductivos y escapar de tales espirales de culpa,
es importante, en palabras de Scheff, que cada una de las partes reconozca su
propia culpa, en rituales de apología y purificación. La South African Truth and
Reconciliation Commission es un ejemplo perfecto de esto. En educación,
podríamos crear unas políticas de ensenanza y educación más positivas desde el
punto de vista emocional, si, como base de una mejora real, los gobiernos
comenzaran a reconocer sus contribuciones anteriores y presentes a los problemas
educativos actuales bajo la forma de una pobre financiación de la educación
pública, mala gestión de los procesos de reforma, e infravaloración de la profesión
de profesor. Los profesores y sus sindicatos tambiên deben participar en este
ritual de apología, reconociendo sus fracas os pasados para no dejar sin castigo la
incompetencia de los profesores o para abrazar cambios educativos desafiantes, en
vez de oponerse simplemente a las agendas de reforma de otras personas. Más aliá
de estos rituales de apología, la antropóloga Mary Douglas afirma que las culturas
de culpabilizar pueden reemplazarse por enfoques sin culpa para la resolución de
problemas, como en los seguros o el divorcio sin culpa. Este enfoque hacia la
reforma escolar entre los profesionales y las comunidades en las escuelas Comer
de Estados Unidos es uno de los ejemplos que pueden ilustrar esta idea.
En resumen, nuestros objetivos ai tratar el fracaso escolar no deberían ser ni
evitar la vergüenza que algunos educadores deberían sentir por aceptar fácilmente
el carácter inevitable del fracaso entre los estudiantes más desaventajados o
pobres; ni echar toda la culpa del fracaso a los profesores y escuelas individuales
cuando las circunstancias de la comunidad o las agendas de reforma impuestas les
puedan sobrepasar. En su lugar, nuestros objetivos deberían asentarse en todos los
socios (gobiernos, sindicatos, profesores y comunidades), compartiendo la
vergüenza y la responsabilidad ante el fracaso escolar; y utilizando,
posteriormente, este momento para forjar propósitos comunes y galvanizar los
compromisos comunes que 11evan al êxito compartido. Por tanto, en las políticas
correspondientes ai fracaso escolar, el objetivo no es escoger entre las estrategias
de avergonzar y no avergonzar a aque110s que trabajan en escuelas con bajo
rendimiento o que fracasan. Elegir entre ejercer la presión de la vergüenza y
ofrecer el apoyo del orgullo y la ce-
lebración puede desviar la atención y resultar perjudicial. Sin embargo, el
objetivo es, en el caso de las políticas de la vergüenza y el orgullo, reemplazar
los procesos punitivos y jerárquicos para avergonzar a los desarrollados por los
poderosos desde el punto de vista político, a los impotentes desde el punto de
vista profesional con una responsabilidad colectiva para reconocer la vergüenza
del fracaso, y restaurar el orgullo del triunfo entre aquellos enmarcados dentro de
las escuelas con bajo rendimiento y sus comunidades.
Para Scheff (2000), la vergüenza y su negación rompen el vínculo social
básico que une a las personas y a las sociedades, creando sentimientos de
distancia excesiva o exposición ante los que nos rodean. Para volver al tema
anterior sobre el fracaso entre los estudiantes, y para cerrar el círculo del argumento de este trabajo, este proceso de negación de la vergüenza se ejemplifica
y exacerba cuando las reformas se gestionan y los triunfos se definen en términos
exclusivamente racionales, neutros e intelectuales. Esta racionalización
«civilizada» del cambio deja a los jóvenes en las escuelas que fracasan con un
sentimiento de marginación con respecto al objetivo abstracto del triunfo, por
cómo aparecen, cómo hablan y cómo expresan sus emociones. Al igual que los
adultos de clase trabajadora de Sennett y Cobb (1973), son ellos, los fracasados y
los excluidos, los que están condenados a sentir vergüenza en silencio, de forma
individual, no sólo por el sentimiento de fracaso, sino también por la forma en la
que se define el fracaso.
Conclusiones
En este trabajo he afirmado que la creación y distribución del fracaso escolar se
realiza a través de las políticas emocionales del orgullo y la vergüenza, la
distinción y el disgusto. Una parte crucial del proceso se asienta en las formas en
las que se definen capacidad y triunfo, como cualidades singulares y
antisépticamente neutrales que disfrazan su innata tendencia emocional y social.
Algunos intentos bien intencionados para reducir el vacío de logros en las
escuelas apuntan al fracaso para tratar la naturaleza y significado de lo que
cuenta como logro. Tienen menos éxito con formas más sofisticadas de logros en
baremos de edad superiores que requieren compromisos emocionales e
intelecruales por parte de los estudiantes y profesores con los propósitos de logro,
con lo que las personas han de conseguir.
Cuando ellogro antiséptico no está infectado por la volatilidad emocional que
corrompe la pureza del gusto, el fracaso escolar se concentra en las minorías y
los pobres, haciendo que las escuelas y los profesores de estas co-
munidades sean aquellos a los que el gobierno, los medios de comunicación y la
administración educativa han de culpar y despreciar. Definir el fracaso mediante
los sistemas de cuota garantiza que las escuelas que fracasan dentro de las
comunidades pobres siempre existirán como objetos de disgusto para recordar,
garantizar y crear, en tono de superioridad moral, el alivio del resto al saberse
poseedoras de una distinción afortunada.
Esta dinámica emocional y política hace poco para combatir el fracaso escolar
de forma sostenible o para crear triunfos perdurables entre los estudi antes que se
encuentran en más peligro desde el punto de vista socioeconómico. Rectificar
estos enfoques acerca del fracaso escolar no será fácil, pero pueden incluir,
mínimamente, los siguientes elementos:
1. Cuestionar lo que vale como logro central en el intento de reducir los
vacÍos de logros de forma que los estudiantes no tengan que transgredir los
códigos emocionales de su cultura ni dejar de lado la dignidad de consideración
entre la comunidad y sus iguales para alcanzar el respeto que sigue al hecho de
conseguir el êxito abstracto.
2. Abandonar los sistemas de cuotas que perpetúan el fracaso escolar por
definición. Reemplazarlos por definiciones de logros y fracas o basadas en
criterios, con medidas que comparen y califiquen los logros de las escuelas en
relación con los que son similares desde el punto de vista socioeconómico y
cultural, o con indicadores de cómo van las escuelas en relación con su propio
rendirniento pasado (o una combinación de las mismas).
3. Poner un mayor ênfasis en los procesos a favor de las mejoras sostenibles a
largo plazo que mantienen a las escuelas y a los estudiantes fuera del punto de
mira del fracaso, en lugar de las estrategias a corro plazo relacionadas con las
estrategias de «rescate» a corro plazo que las pondrían tan sólo temporalmente
por encima de la línea de fracaso.
4. Evitar el apartheid de las mejoras cuando las escuelas de alta capacidad en
los distritos más favorecidos social y económicamente apoyan la discreción y
autonomía profesional, y construir comunidades profesionales entre los
profesores, mientras que las escuelas de menor capacidad de distritos más pobres
reciben estrategias de mejora preceptivas que perpetúan la dependencia entre el
personal poco cualificado y menos especializado. Lo que las escuelas de baja
capacidad necesitan, así como la intervención a corto plazo, está en paralelo a las
inversiones y mejoras para elevar la capacidad de destrezas a largo plazo de los
profesores y atraer personal nuevo altamente cualificado a las áreas pobres.
5. Reconocer la responsabilidad compartida de las causas del fracaso escolar
y de la forma de remediarlo para poder tener êxito.
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