EL SECRETO DE LOS MARES

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EL SECRETO DE LOS MARES
Y llegó el vigésimo día, y no mejoraron ni un ápice las pésimas condiciones en las que
habían navegado los otros diecinueve. El mar estaba negro, negro como si reflejase el
tormentoso cielo, encapotado por más de mil nubes gruesas y cargadas de electricidad.
Y era una batalla lo que tenían que librar a cada segundo, una batalla por defender su
vida frente a las peligrosas aguas del Mar del Norte.
Tal vez fuese la hora de darse por vencidos y regresar a sus hogares, pero en ese caso,
todo el viaje habría sido en vano, ya que no habían logrado pescar ni un pez, y sin peces
no había pago para los pescadores.
Por eso la tripulación no se rendía. Sus familias dependían de ellos para poner un plato
de comida en la mesa. Y en su interior, cada uno de los tripulantes del “Bella Donna”,
tenía plena consciencia de ello, y sabían que debían luchar para no defraudar a sus seres
queridos.
Y fue al vigésimo día cuando se tomó la decisión que cambiaría el transcurso de la
historia de aquella travesía. O al menos, eso pensarían en un principio.
- Utilizaremos el arrastre – El capitán Abrams fue cortante y claro. Solo hubo una voz
que se levantó para replicar a su orden.
- No es una buena técnica, capitán – El joven Hans, el benjamín de la tripulación
expresó su opinión en voz alta.
- De momento, es la única opción que tenemos, hijo. A no ser que queráis llegar a casa
con las manos vacías. – Nadie contestó. El capitán se dio por satisfecho y comenzó a
dar órdenes para prepararlo todo. Su tripulación no era muy numerosa, pero era
asimismo eficaz, de modo que en poco rato todo estuvo listo para tirar las redes a la
mar.
- ¡Soltad las redes!
La orden fue acatada de inmediato. Una vez estuvieron sumergidas en las negras aguas,
se suponía que las redes tenían que comenzar a atrapar peces y a llenarse. Sin embargo,
nada de eso ocurrió. El peso de la red no aumentó y los pescadores, paralizados en la
cubierta, hicieron notable su decepción bramando palabras despectivas y ordinarias.
Algunos comenzaron a bajar a sus camarotes, otros permanecieron de pie, como
esperando un milagro.
El capitán Abrams, por su parte, rechinó los dientes y apretó los puños con rabia.
- Algo está espantando a los peces – Susurró. Pero cuando se disponía a dar la orden de
retirar los aparejos, tuvo lugar algo insólito.
El “Bella Donna” comenzó a frenarse lentamente, debido al peso que había adquirido la
red, de forma repentina. Los peces parecían haber saltado dentro de ella.
La tripulación en su totalidad, sin dar crédito a lo que veía, se agrupó desde proa hasta
popa, para observar la ingente cantidad de pescado, que casi salía del agua agolpado
dentro de la red.
- ¡Rápido, no os quedéis ahí parados! ¡Recoged las redes! – Los gritos del capitán
interrumpieron las conversaciones que se habían iniciado y cada uno se apresuró en
ocupar su lugar para cumplir con su deber.
Pero algo sucedió cuando estaban sacando la red del agua. Los peces comenzaron a
reducirse, igual que fue disminuyendo el peso del aparejo.
- ¡La red se ha roto! – Anunció uno de los pescadores, cuando vio a los peces regresar al
agua.
Nadie podía creer que su suerte fuese tan negra. El pescado estaba en la red y de repente
se había escapado, como el agua que recoges en el cuenco de las manos, para beber.
Pasados unos segundos, no había ni un solo pez en la red.
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- Sacadla – Dijo el capitán, agachando la cabeza. Algunos de los pescadores tenían
lágrimas en los ojos, otros, resoplaban furiosamente mientras se dedicaban a las tareas
con más fuerza de la que precisaban. La decepción se extendió a todos como un reguero
de pólvora. Solo el joven Hans, el que nunca perdía la esperanza, seguía con la cabeza
bien alta y cargado de optimismo. Por ese motivo, solo fue él el que notó algo extraño
en las redes que acababan de sacar del agua.
- ¡Hay algo en las redes! – Gritó, y se lanzó a desenredar los cabos húmedos que la
componían. En efecto, algo había en la red. Y cuando Hans lo vio, la conmoción fue tan
fuerte que no fue capaz de articular una palabra.
Debía tratarse de un error, de un sueño, o tal vez de una broma pesada gastada por
alguien que no tuviese nada que hacer en la vida. El caso, es que en las redes había
aparecido una mujer, cuya mitad inferior del cuerpo había sido sustituida por una
brillante y escamosa cola de pez. En otras palabras, era una sirena.
La mitad humana de la criatura era muy hermosa. Sus cabellos eran negros como la
tinta del calamar, y le llegaban hasta la cintura, ocultando así parte de su cuerpo
desnudo. Su rostro era algo extraño, pero bello al mismo tiempo; tenía los labios
morados y los ojos del mismo color, con unas grandes pupilas en forma de rombo.
Hans se quedó extasiado mirando a la sirena, que respiraba con dificultad y le devolvía
la mirada, claramente asustada. Emitió un sonido extraño, que no era un grito, ni una
palabra, e intentó moverse pero seguía apresada por las redes.
- ¿Qué pasa ahí? – El capitán Abrams se acercó a Hans, quién seguía arrodillado ante la
extraña criatura recién llegada del océano. Al ver la escena se quedó paralizado en el
sitio. Había navegado por todos los mares y había visto de todo pero… Nunca creyó que
pudiese ver una sirena. Tardó unos instantes en recuperar la voz, y solo consiguió
articular – Por el parche del pirata Barbanegra…
Los demás pescadores se fueron acercando poco a poco y todos se iban quedando de
piedra cuando veían a la sirena. Ella estaba atemorizada, pugnaba por poder moverse y
escapar de allí, pero todos sus intentos terminaron siendo fracasos.
Durante unos largos veinte minutos nadie fue capaz de hablar. Después, el silencio fue
roto por los murmullos que iban apareciendo.
- No puede ser verdad… - Declaraban unos, convencidos de que aquel ser no era otra
cosa que una broma.
- Jamás creía que podría existir algo así – Decían otros, que sí confiaban en que aquella
mujer era en verdad una sirena.
Hans fue el que más tardó en recuperarse del shock. Con mucho cuidado y sin decir una
palabra, fue desenredando a la criatura de las redes de pesca. Observó que en una mano
llevaba una afilada piedra, con la que, sin duda, había rajado las redes para liberar a los
peces, con tanta mala suerte que había sido ella la que había quedado atrapada.
Paseó sus manos por las brillantes escamas plateadas de la cola de la sirena. Tenían la
misma textura que las de los peces, era imposible que hubiese un material textil que las
imitase a la perfección. Después, ante la atenta mirada de la sirena, siguió, con los
dedos, el corte que había entre la piel humana y las escamas. La piel que había en esa
zona era también escamosa, pero el corte era limpio, era imposible que se tratase de una
falsa sirena.
- ¿En serio es…? – Pero el capitán no necesitó acabar su frase, porque Hans le
respondió con un leve asentimiento. Se irguió y se dispuso a hablar a su tripulación, con
la excepción del benjamín, que seguía arrodillado ante la sirena. – Caballeros, graben
esta imagen en su retina por que no es algo que vayan a volver a ver en mucho tiempo.
Por primera vez en la historia de la Tierra, estamos delante de una autentica Sirena.
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Todos los pescadores estallaron en vítores y aplausos. Pero la duda asaltó a los más
escépticos, que no pensaban que una sirena fuese mejor que unos cuantos peces para
vender.
- ¿Y para qué queremos una sirena? ¿Qué vamos a hacer con ella? – Preguntó uno de
los pescadores más viejos, de nombre Karl. Algunos miembros de la tripulación
expresaron sus dudas formulando las mismas preguntas.
- ¡Es obvio! Esta sirena es la mina de oro más próspera que hayamos pescado nunca. Es
mucho más cara que todo el caviar del mundo. Se la venderemos a la ciencia,
exigiremos una fortuna tal, que no tendremos que volver a la mar si no lo deseamos.
Los aplausos se hicieron más fuertes que nunca, incluso se comenzaron a cantar
canciones, y todo el mundo hablaba de la fiesta que darían aquella noche para
celebrarlo.
Hans, por su parte, era el único que no deseaba unirse. Miraba a la sirena a los ojos, y
ella le sostenía la mirada. La cogió en volandas, como si cogiese a su mujer en la noche
de bodas, y se la llevó para buscarle un buen lugar en el que se sintiese cómoda.
Aquella noche, la fiesta se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Los pescadores,
ebrios, cantaban canciones y daban gritos sin sentido como “¡Tenemos una sirena!” o
inventaban nuevos refranes, “El que tiene una sirena, tiene una fortuna”.
Todo terminó cuando uno de los pescadores, Alexander, se cayó por la borda y tuvieron
que rescatarlo entre todos. El hombre iba tan bebido que no paraba de reírse, incluso
aunque tenía la cara amoratada del frío. Entonces, el capitán dio la orden de que la fiesta
había terminado, y no tuvieron más remedio que retirarse a sus camarotes, entre quejas
y amenazas.
Solo Hans permanecía despierto cuando todos los demás ya dormían. No había querido
unirse a la celebración, y se había encerrado en su camarote con la excusa de que no se
encontraba bien.
Cuando se aseguró de que todos estaban ya soñando con su sirena, salió de su camarote
y bajó las escaleras para ir al congelador. Habían metido a la sirena en un enorme bidón
que utilizaban para almacenar agua dulce para beber.
Ella asomó la cabeza cuando escuchó a Hans entrar en la gélida estancia. Se agitó un
poco, porque no tenía ni idea de lo que iba a suceder con ella, de por qué la habían
sacado de su hogar y la habían metido en aquel espantoso lugar. Pero Hans le sonreía
con dulzura, y ese gesto le proporcionó un poco de tranquilidad.
- No hagas ruido. – El joven era consciente de que la sirena no podía entenderlo, pero
aún así, se sentía más tranquilo si le hablaba. La sacó del bidón con delicadeza, y la
cogió en volandas, igual que había echo aquella tarde.
Subió a cubierta, con algo de dificultad por el peso de la criatura y el vaivén del barco, e
intentó asegurarse de que el timonel no lo estaba viendo.
Se inclinó hacia el agua y puso a la sirena de nuevo en el lugar donde debía estar: En el
mar. Ella, agradecida y alegre de estar de vuelta en su hogar, dio un par de piruetas y se
sumergió en el agua. Hans la observó, seguro de que nunca olvidaría aquel rostro. Para
su sorpresa, de un salto, la sirena se colgó a la baranda del barco y le dio un beso en la
mejilla.
- Adiós – Susurró él. Se miraron, por última vez, y ella saltó de nuevo y se perdió entre
las negras aguas del mar.
1º PREMIO CATEGORÍA B- IRENE MARTÍN PUERTA 4ºB
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