El caso del tabaco: La construcción social de la desviación Susana Rodríguez Díaz Universidad Nacional de Educación a Distancia [email protected] Introducción Desde tiempos prehistóricos, el consumo de tabaco ha contado con gran variedad de usos y significados que han variado en función de los diversos contextos culturales. No sólo se ha consumido el tabaco de muy diversas maneras (fumado, aspirado por la nariz, masticado, comido, bebido o untado sobre el cuerpo), sino que sus aplicaciones han sido sorprendentemente variadas: en ceremonias chamánicas, como panacea médica, como moneda de cambio, o formando parte de rituales iniciáticos, por citar algunos ejemplos. El consumo de tabaco ha sido tanto una manera de establecer vínculos mediante su regalo, su intercambio y su ingestión en grupo como una forma de definir y expresar posiciones sociales. Sin embargo, en las últimas décadas, la mala reputación del hábito de fumar ha ido en aumento y ha estado ligada, por una parte, a la publicación de investigaciones científicas que muestran que el consumo de tabaco es una adicción perjudicial para la salud de los que fuman y de los que rodean al fumador; y, por otra, a la progresiva regulación del mundo del tabaco –cuya publicidad y consumo se ha ido restringiendo cada vez más–, así como a las campañas dirigidas a su abandono. En España, un momento clave lo constituye la promulgación de la Ley 28/2005, de 26 de diciembre, de medidas sanitarias frente al tabaquismo y reguladora de la venta, el suministro, el consumo y la publicidad de los productos de tabaco 1, cuya entrada en vigor recibió una enorme cobertura por parte de los principales medios de comunicación y suscitó bastante debate en la calle. En este proceso de construcción de una nueva imagen social del tabaco, que lo convierte en un hábito indeseable, distinguiremos cinco dimensiones, proporcionando algunos ejemplos ilustrativos de discursos aparecidos en los últimos años en algunos diarios en 1 En adelante, Ley 28/2005. papel y digitales, que abarcan desde los más oficiales hasta foros y artículos de opinión. Por una parte, podemos diferenciar una patologización en términos médicos, que hace del fumador un enfermo –en virtud de su condición de adicto–, así como una persona propensa a contraer enfermedades, en virtud de la nocividad del tabaco para la salud. En segundo lugar, puede hablarse de una segregación del fumador, que implica la reduccción del ámbito en el que éste puede ejercer su condición de consumidor de tabaco, que va, progresivamente, abarcando todos los espacios públicos cerrados e, incluso, algunos al aire libre. Puede también hablarse de una estigmatización del hábito de fumar, que lleva implícita la consideración de que el tabaco constituye una amenaza para la pureza del cuerpo individual y social, así como a su utilización como chivo expiatorio. Además, se aplican al fumador medidas de tipo bélico, lo que conlleva su criminalización, al haberse convertido el tabaquismo en enemigo que hay que exterminar. Por último, el fumador es considerado como un desviado en términos sociales, lo que supone la inversión valorativa de la costumbre de fumar, que se va convirtiendo en algo minoritario, molesto, anormal y mal considerado. 1. La patologización del tabaquismo En las sociedades llamadas avanzadas, se ha ido extendiendo la idea de que adoptando hábitos sanos, como no fumar, se están minimizando importantes riesgos, creándose así cierta sensación de seguridad; apartándose, además, la atención de otros posibles riesgos que se siguen corriendo y que son consecuencia de la civilización industrial (Beck, 2002). La demostración, mediante argumentos científicos, de que el tabaco es el máximo factor de riesgo para la salud de los que lo toman y de las personas que éstos tienen a su alrededor justifica la producción de numerosas campañas y leyes para limitar su consumo, así cómo, en términos generales, su caracterización como enemigo social. Como mostró Michel Foucault (1992, 1999, 2000), la normalización de los ciudadanos ha sido esencial para el funcionamiento de las sociedades capitalistas, así como la disciplinarización y el control de los desviados. Dado que existen grupos sociales que tienen capacidad para imponer sus normas a otros grupos sociales, la cuestión de la desviación de las normas es un problema de poder. Bajo esta luz es más fácil comprender titulares como el que sigue: “El Gobierno fomentará con una ley los hábitos sanos” (El País.com, 10/III/2009). Al parecer, se considera que así la Sanidad Pública se ahorrará recursos. En una parte del artículo se afirma lo siguiente: “Los españoles tenemos que aprender a cuidar nuestra salud 2 y esforzarnos para adquirir nuevos hábitos de vida y practicarlos”. Entre tales hábitos se incluyen cuidar la alimentación, hacer ejercicio físico y evitar el tabaco. Esta preocupación por dejar atrás la tradición y abrazar hábitos modernos conecta con las ideas higienistas y liberales acerca de la salud de la población como riqueza (Álvarez-Uría y Varela, 1989). En ocasiones, la consideración de que el fumador es más susceptible de enfermar ha estado acompañada de actos discriminatorios, como negarle asistencia médica. Un caso llamativo fue el de Harry Elphick, que murió después de que los médicos de un hospital de Manchester se negaran a efectuarle un chequeo por ser fumador. Tras este caso, se descubrió la discriminación sanitaria que existía en el Reino Unido hacia obesos, ancianos y bebedores. En otros países, como Alemania, el Gobierno llegó a proponer un incremento de la Seguridad Social para los fumadores, por considerar que este colectivo pone en peligro su salud. Un titular enormemente explícito, aparecido en la edición digital de El País (11/V/2007), pone en evidencia algunos extremos a los que llega el actual culto a la salud: “Ni gordos, ni gays, ni fumadores. La Organización Internacional del Trabajo alerta sobre las nuevas formas de discriminación”. A continuación se añade lo siguiente: “El estilo de vida de la persona y, más concretamente, el estilo de vida sano, se está convirtiendo, según la OIT, en otro factor determinante para la obtención o la pérdida de un puesto de trabajo. Tener sobrepreso, fumar o sufrir hipertensión puede ser una desventaja en algunos países industrializados”. De hecho, la Organización Mundial de la Salud, desde el 1 de diciembre de 2005, no contrata a personas que consuman tabaco. La marginación del fumador se pone también de manifiesto en el hecho de que algunas compañías ofrezcan seguros más baratos para los que no fuman. Así, Zurich Vida y British Life, de acuerdo con la Asociación Española contra el Cáncer acordaron una reducción de las primas a los no fumadores, pues “arriesgan menos su salud” (El País, 5/XII/1993). Otras dos compañías aseguradoras españolas, filiales de sendos grupos extranjeros –Umes XXI, de origen portugués y ITT Ercos, subsidiaria de la estadounidense ITT Hanfort–, lanzaron pólizas de seguros de vida que incorporaban un descuento para los no fumadores. Acciones como estás contribuyen a afianzar la identificación entre la seguridad y el no fumar. 2 Como norma general, la cursiva que aparece dentro de los pasajes citados es nuestra. Junto con el argumento de la nocividad para la salud del que fuma y los que rodean al que fuman se solapa, a menudo, el cálculo de los costes que, para la sociedad, supone el fumador, lo que constituye un buen argumento a la hora de caracterizar a éste como antisocial. Así, con motivo de la promulgación de la Ley 28/2005, Rodrigo Córdoba, Presidente del Comité Nacional de Prevención del Tabaquismo, firmaba un artículo de tribuna de El País titulado “La otra cara de la economía del tabaco” (23/IV/2005), en el que argumentaba del siguiente modo: “Hablemos alguna vez de los costes económicos que genera el consumo del tabaco, costes impuestos no sólo a los fumadores, sino al conjunto de la sociedad. El coste en salud se traduce en que uno de cada cuatro fumadores va a fallecer en edad laboral. Si sobreviven, seguirán perdiendo ingresos por días de baja laboral o enfermedad. Según expertos del Banco Mundial, los costes económicos para los Gobiernos, los empleadores y el medio ambiente incluyen gastos de seguridad social (pensiones de invalidez) y salud, pérdidas en la balanza comercial al importar cigarrillos, pérdida de tierras donde se podrían cultivar alimentos, costes por incendios y daños en edificios, costes medioambientales, absentismo laboral, disminución de la productividad, mayor número de accidentes y mayores costes de las pólizas de seguros. A esto hay que añadir otros intangibles en forma de sufrimiento por enfermedad, discapacidad y muerte prematura”. Al parecer, para los empresarios no resulta rentable contratar a fumadores. Así, al menos, se argumentaba en el diario ABC(1/II/2006): “Los fumadores son un mal negocio para las empresas. Desde la limpieza de su puesto de trabajo por el humo de sus cigarrillos, la pérdida de productividad en las pausas para fumar, hasta las bajas laborales, cada trabajador que fuma cuesta a su empresa unos 1.500 euros al año. Una cifra que en toda España supone un gasto anual de 7.840 millones de euros, según los resultados de un informe elaborado para el Comité Nacional de Prevención del Tabaquismo [...]. El informe no olvida los costes sanitarios derivados del tabaquismo. Sólo durante el año pasado, los fumadores españoles provocaron al Sistema Nacional de Salud un coste directo de 6.800 millones de euros. Ese gasto ascendería hasta los 9.000 millones en el año 2020 sin la aplicación de la ley, asegura el informe”. Alusiones al tabaquismo como “pandemia”, esto es, como enfermedad contagiosa en el llamado Tercer Mundo, acompañadas de cifras catastróficas de costes humanos y económicos, se podían encontrar en un artículo titulado “El riesgo de desarrollar la enfermedad se duplica en los fumadores. Ambos problemas crecen en los países en vías de desarrollo” (El País.com, 8/I/2008), que contiene frases como la que sigue: “Dadas las actuales tendencias de aumento de fumadores en el mundo, de los 1.400 millones actuales, en 2030 se llegaría a 2.000 millones, con cinco millones de muertos al año y con costes totales para los diferentes gobiernos de 3.000 millones de dólares. La pandemia sería acusada en los países del Tercer Mundo, afectaría a un mayor número de mujeres y la carga sobre los débiles sistemas de salud de los países sería tal que acabaría por hundirlos”. El tabaco, pues, no sólo está poniendo en riesgo millones de vidas, sino que amenaza con hundir economías enteras. Distinguir en términos biológicos entre los que se cuidan y los que no (entre ellos, los fumadores) puede, fácilmente, derivar en racismo. Así, con motivo de la promulgación de la Ley 28/2005, podrían leerse opiniones como la siguiente: “La raza humana se dividirá en dos vertientes; la viciosa con poca esperanza de vida, con valores de alcohol, poco respeto, etc... Y la sana, con esperanza de vida mayor, mas respetuosa por el medio ambiente, los niños, etc..., Me hago una pregunta...¿quién perdurará y mantendrá la existencia de la raza? ;-) jeje...el pensador pensante” (20minutos.es). La sociedad se fragmenta, entonces, entre los que transitan el camino bueno y los que no lo hacen, que son los que acaban por ser excluidos, como vemos en el apartado que sigue. 2. La segregación del fumador Una de las estrategias utilizadas para crear un colectivo marginado, el de los fumadores, ha sido –además de hacer hincapié en la nocividad del tabaco–visibilizarlo y aislarlo, expulsándolo de muchos de los espacios en los que se convive, marcando zonas específicas para cultivar su hábito, reduciendo su presencia en los medios de comunicación públicos y en el cine, prohibiendo la publicidad del tabaco, restringiendo sus puntos de venta y marcando las cajetillas de tabaco con mensajes que hacen referencia a su condición de veneno. Con todas estas medidas se consigue la menor visibilidad posible del acto de fumar en el conjunto social y, simultáneamente, la máxima visibilidad cuando el fumador ejerce su condición en público. Buenos ejemplos de la retórica de confinamiento utilizada en los medios de comunicación a la hora de caracterizar la persecución del hábito de fumar lo constituyen los siguientes titulares: “Europa y Estados Unidos empiezan por fin a acorralar al tabaco y a los fumadores” (ABC, 16/I/2003). “En EE.UU., una oleada de leyes y restricciones han cercado a los fumadores” (La Voz de Galicia, 31/X/2005). Otro ejemplo lo encontramos a raíz de la entrada en vigor en España del Plan Nacional de Prevención y control del Tabaquismo, cuyos objetivos eran los siguientes: “[...] liberar de humo los espacios de convivencia públicos, incluidos los centros de trabajo, haciendo recular a los fumadores a zonas específicas donde cultivar su vicio, y establecer toda una serie de medidas disuasorias y preventivas para retrasar lo más posible el acceso de los jóvenes al consumo de tabaco” (El País, editorial, 16/I/2003). Con motivo de la promulgación en España de la Ley 28/2005, se habló de objetivos como el de “liquidar la cultura del tabaco”, o iniciar el “destierro del tabaco al ámbito privado” (La Vanguardia, 31/XII/2005). En estos ejemplos se observa un vocabulario que hace hincapié en conceptos que implican exterminio y apartamiento. Como resultado de este proceso se llega a hablar de la figura del “fumador callejero”, que deambula a la puerta de su empresa, al estar prohibido fumar en los centros de trabajo (Efe, 2/I/2006). Los fumadores observan cómo muchos de los que le rodean han ido abandonando el tabaco, y cómo fumar se ha ido configurando cada vez más como conducta que ha de ejercer en privado. La sensación de aislamiento que lleva al fumador a esconderse la describía humorísticamente Juan José Millás (El País, 13/III/1992): “le hacía infeliz comprobar el rechazo que producía en los otros. Al principio se había rebelado contra aquellos profetas que hablaban del advenimiento del fumador pasivo, pero ahora en su oficina eran todos pasivos y ejercían en su quietud tal violencia que él tenía que refugiarse para fumar en el servicio. Los cigarros empezaron a saberle a colegio, a masturbación, a sotana”. Como insinúa Millás, en este refugiarse acaba por encontrarse el placer que despiertan las cosas prohibidas. Una reflexión similar aparecía en otra de sus columnas, titulada “El viejo que fuma” (El País, 30/IV/1995): “el domingo pasado estaba un poco triste y encendí un cigarro que me salvó la vida y desde entonces ya no he podido dejarlo, aunque lo hago a escondidas para no perder el prestigio conquistado a lo largo de todos estos meses de agonía. De manera que en casa digo que voy a bajar la basura y en la oficina me retiro al servicio [...]. El primer día me pareció un poco humillante, pero enseguida comencé a sacarle gusto [...]. El caso es que el otro día estaba asomado al respiradero, consumiendo un Marlboro, cuando de súbito se abrió la ventana de enfrente y apareció el rostro de un anciano con gafas que tras lanzarme una sonrisa de complicidad me pidió un cigarrillo. Se lo di, claro, qué iba a hacer, y le proporcioné también el fuego. Luego fumamos unos instantes en silencio, el uno frente al otro, yo un poco avergonzado, la verdad, pero el viejo feliz. –No me dejan fumar –dijo en tono clandestino, señalando hacia el interior de la casa”. La presión social hace que los fumadores se sientan avergonzados y que, a menudo, se oculten para fumar, estableciéndose entre ellos nuevas complicidades en virtud de su condición de proscritos. 3. La estigmatización del tabaco Ya a finales de la década de los ochenta, Vázquez Montalbán, en “Fariseos” (El País, 7/III/1988), explicaba el sentido que, para él, tenía la cruzada antitabaco: crear enemigos internos y desviar la atención de otros agentes contaminantes: “Está visto que no salimos de la fatalidad de elegir entre el exilio exterior o el exilio interior. Este país ha producido históricamente sucesivas oleadas de perseguidos que han ido por esos mundos pidiendo asilo político, asilo lingüístico, asilo económico, y ahora está a punto de generar un cuerpo de fumadores exiliados, en cuanto se ponga en vigor la nueva ley contra el tabaco, que se ha adelantado, sospechosamente, a la ley sobre la contaminación del medio ambiente o a leyes severas sobre el control sanitario de lo que comemos. El fumador es el eslabón más débil de la cadena de agentes contaminadores. Da más cornadas el paro o los tubos de escape de los coches o las centrales nucleares o las industrias que pudren nuestros ríos o las que se cargan nuestros bosques con lluvias de vitriolo... pero el fumador es el chivo expiatorio débil que va a convertirse en la coartada de la miserable sanidad española. Una cosa es que se eduque a los fumadores, con las leyes encima de la mesa, para que no impongan su humo a los demás, y otra, que se les prefigure como un enemigo interior, habida cuenta de lo feroz que es este país cuando puede perseguir impunemente a algo o a alguien”. En el foro que El País.com creó a raíz de la Ley 28/2005, también se podían encontrar afirmaciones en torno a la exageración en los perjuicios del tabaco como estrategia para desviar la atención de males más incontrolables y globales: “Que la ley da la posibilidad de respirar aire libre de humos en ciertos espacios, está claro, y hasta lo aplaudo, pero no va a acabar con el cambio climático, la desertización, el efecto invernadero, la extinción masiva de especies o la descongelación de los polos. Eso si que es peligroso para la salud y no estamos haciendo ni caso, ni tomando medidas, ni obligando a los políticos a tomarlas. Es más fácil emprenderla con los fumadores y hacerlos sentir auténticos delincuentes o apestados. Creer que esta ley va a hacer que vivamos de forma saludable, es como intentar matar un elefante a escupitajos. May”. Según René Girard (1986), con frecuencia no somos conscientes de los propios “chivos expiatorios”, aunque sí lo seamos de los ajenos y, sobre todo, de los de momentos históricos pasados. Si excitar y aliviar miedos era antaño monopolio de los sacerdotes, son los políticos y los médicos los que han pasado a utilizar, en la actualidad, este arma (Szasz, 2001; Gray, 2004). El tabaco, etiquetado como veneno (“fumar puede ser causa de una muerte lenta y dolorosa”) viene a unirse a la categoría de sustancias conocidas con el nombre de “drogas”, que comenzaron a ser estigmatizadas a principios del siglo XX. Girard (1986, 1995) considera que existe una identificación formal entre la violencia y lo sagrado, en función del mecanismo de la víctima propiciatoria, que es frecuentemente destruida y expulsada de la comunidad. Es esto lo que hace posible la vida social pues, mediante esta catarsis, la sociedad se ve purificada y cohesionada. Una de las características de los chivos expiatorios es que no pueden ser ni demasiado extraños ni demasiado poco extraños a la comunidad, ambigüedad necesaria para la eficacia catártica. El sacrificado debe encarnar un monstruo, por lo que hay que eliminar su exceso de humanidad. Puede explicarse así el que se recurra con frecuencia a la animalización para referirse al fumador. Por ejemplo, Allen Carr (2003), gurú del abandono del tabaquismo, afirma que la adicción a la nicotina es un “monstruo” que hay que dejar de alimentar. Recordemos la ya mencionada figura del “fumador callejero”, y veamos más ejemplos de este mecanismo. Con motivo de la aparición de la noticia de que en Madrid había focos de suciedad debido a la gran cantidad de colillas que los fumadores arrojaban a la calle con motivo de la entrada en vigor de la prohibición de fumar en los centros de trabajo, aparecían, en el foro de 20minutos.es (19/I/2006), comentarios tan encendidos como los que siguen: “No sé por qué no me extraña un pelo. Los fumadores además de desconsiderados con los demás son unos auténticos cerdos. ¿Qué se puede esperar de una persona a la que no le importa llenar de mierda sus propios pulmones? ¡Como para pretender que le importe llenar de mierda la calle! Luis”. “Anda, que encima sois como los perros, que vais dejando la mierda por la calle. Pues os tendremos que poner un dueño para que las coja y las meta en su bolsita. Ah? y también poneros una correa. JJ”. Además del recurso de despojar a los fumadores de su humanidad, hay que destacar en los frases anteriores la recurrencia de términos que aluden a la suciedad. Muchas campañas antitabaco destacan el tema del aliento “pestilente” del fumador o de sus pulmones ennegrecidos. Como contraposición, se habla de espacios limpios, de pureza, de lo natural, seguro, sano y no contaminado. Vemos así cómo la víctima propiciatoria alcanza un carácter monstruoso, repulsivo, rechazable y asqueroso, perdiéndose algunos de los referentes que lo integrarían en la comunidad, como ocurre, en nuestros tiempos, con el hecho de guardar unas normas higiénicas. En relación al tabaco, lo curioso es observar cómo, progresivamente, tiene lugar un enorme cambio social. Antes, fumar era visto como algo estéticamente agradable; como vemos, en la actualidad, se tiende identificar este hábito con la suciedad. La creación de colectivos desviados y la guerra contra éstos sirve tanto para reforzar el consenso moral de la comunidad –creando solidaridad social acerca de los valores que se violan– como para satisfacer la fascinación que la ruptura del orden moral despierta. De hecho, el término latino sacer significa a la vez lo sublime, sagrado y venerable, así como lo siniestro, lo repugnante e intolerable (Trías, 2006:129-131). “La conducta viciosa es, pues, al mismo tiempo, modelo de lo que no debe hacerse nunca y modelo de lo que se desea hacer; es una conducta arquetípica y ambivalente” (Lamo de Espinosa, 1993:130). En efecto, el tabaco es algo rechazable y repugnante que, por otra parte, se disfruta. Como comenta Richard Klein (1994), el poder de seducción del tabaco tiene que ver con el sentimiento de lo sublime: una satisfacción estética que incluye una sensación negativa, una sacudida, un vislumbre de mortalidad. De ahí que las campañas dirigidas a persuadir del consumo de tabaco no parezcan haber tenido demasiado impacto en colectivos como los adolescentes, que no sólo no se preocupan en exceso por la salud –pues les sobra–, sino que se sienten atraídos por lo peligroso y prohibido. Nos referimos, por ejemplo, a la encuesta realizada a un centenar de médicos que integran grupos de trabajo sobre tabaquismo en la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria, que afirman que las denominadas popularmente “esquelas” no han tenido el efecto que se perseguía entre los ciudadanos de menor edad. Se dice, incluso, que las campañas agresivas pueden incitar al consumo en este colectivo, pues les puede incitar a vulnerar la norma. (“Las alertas contra el tabaco no son efectivas entre adolescentes”, en El País, 26/V/2004). Es más: según el Grupo Español de Cáncer de Pulmón (GECP) el consumo de tabaco entre adolescentes españoles ha experimentado un crecimiento del 40% en tan sólo 15 años (“Crece el consumo de tabaco entre los adolescentes”, en Jano On-line, 11/V/2009). 4. La criminalización del fumar En el caso del tabaco, la retórica bélica es explícita desde el momento en el que el tabaco es un enemigo a combatir, una amenaza para el orden social. A la hora de referirse a este producto, a menudo se emplean metáforas con fuertes connotaciones criminalizadoras, como “enemigo público”. “masacre”, “holocausto” o “verdugo”. De ahí que las campañas, las estrategias la regulación, la vigilancia de que se cumplan las normas y las sanciones hayan ido escenificando una auténtica guerra contra el tabaco, mediante la utilización de expresiones como “batalla legal”, “grueso del ataque”, “liquidar”, “guerra sin cuartel” o “erradicación”. En un artículo aparecido en prensa (“La batalla contra el tabaco ya se siente. Cinco profesionales guipuzcoanos opinan sobre el endurecimiento de medias contra el hábito de fumar”, El Diario Vasco, 31/05/2003), se recogían opiniones en torno al tabaco en las que se hacía hincapié en el creciente acorralamiento del fumador: “Ahora que te vean con un cigarro es un signo de marginado. Somos los malos. No es lógica la persecución que hay hacia nosotros”. A finales de la década de los noventa se llegó, en Estados Unidos, al extremo de convertir el fumar en una acción que podía ser sancionada penalmente, al ponerse en marcha un Tribunal Antitabaco de Menores en el sur de Florida, juzgando a los jóvenes que hubieran cometido el delito de fumar en público o sostener en sus manos una cajetilla de cigarrillos a la vista de un policía. Las penas abarcaban multas, servicios comunitarios y un curso obligatorio sobre los peligros del tabaco. La relación entre consumo de tabaco y delincuencia aparecía en los diarios españoles al poco de promulgarse la Ley 28/2005. Los titulares de diversos diarios hablaban que en Navarra había sido detenido un hombre por fumar en una zona “expresamente prohibida”. Sin embargo, lo que realmente había sucedido es que había sido detenido por negarse a identificarse y a acompañar a los policías a comisaría (20minutos.es, 9/I/2006). Por la forma de dar la noticia, parece que se puede detener a alguien por negarse a dejar de fumar en una zona prohibida –lo que puede incitar a la población a cumplir las normas por miedo al castigo–, cuando lo que estipula la ley es una multa. En cualquier caso, se transmitió a la ciudadanía la idea de que se estaba vigilando que las leyes se cumplieran. Además, al fumador se le caracteriza como un ser problemático, poco amigo de cumplir las normas, lo que subraya su condición de marginado. Manuel Vicent utiliza una retórica bélica para explicar, irónicamente, las razones por las que había decidido rendirse y abandonar el tabaco: existe una división social entre clase dominante, que no fuma, y clase explotada, que sigue fumando: “He sido derrotado. Hasta ahora yo sólo fumaba por solidaridad con los pobres, los negros, las mujeres y los albañiles. Me he pasado al otro bando. Cuando ya no existen derechas ni izquierdas, hoy el tabaco se ha constituido en una de las claves para descifrar la ideología: la clase dominante no fuma, los explotados siguen apurando con avidez todas las colillas. Me he ido con los poderosos” (El País, 2/II/1988). Con motivo de la promulgación de la Ley 28/2005, se podían leer, en el foro de El País.com, declaraciones como la que, a continuación, recogemos, que dan idea de los extremos a los que puede llegar la criminalización del fumador: “Yo vivo con gente k fuma, es increíble la falta de respeto k tienen estos suicidas con su salud y con la de los demás, no les importa nada mas que su vicio, deberían ir a la cárcel, está mal visto que uno se suicide o se pinche heroína cuando estos se mueren igual pero mas lentamente y sin tanto escándalo y de paso nos asesinan a los demás (Buh1)”. 5. Fumar como conducta desviada Partiendo de la idea de que normalidad y desviación son construcciones sociales históricamente determinadas, puede decirse que la distinción entre lo normal y lo patológico tiene su origen en definiciones de orden moral y en la naturalización de la normalidad. En la medida en que la salud se considera, en tiempos actuales, como un bien que depende del comportamiento de las personas, se han ido estableciendo cosas que se deben hacer y cosas que la ponen en riesgo; esto es, se ha ido separando aquello que es normal, tanto en su sentido de conformidad con una regla establecida como en el de ser un hábito mayoritario –por ejemplo, se publican estadísticas que van orientadas a demostrar que ya no fuma la mayoría de la población (véase CIS, 2006)– de aquello que es patológico es decir, que no sigue la norma, según la distinción de Canguilhem (1970). A continuación citamos varias frases de Gonzalo Robles, delegado del Gobierno, con motivo de la presentación del Plan Nacional para la Prevención del Tabaquismo (“El largo camino para acabar con el humo”, El País, 19/I/2003), que hacen referencia directa a la estrategia utilizada para ir eliminando el tabaco de la vida social española: “Primero se quitará el humo en la Administración pública; después, en grandes empresas, y así. A medida que se vaya implementando se debe sentir una presión social. Éste es un proceso de deslegitimación de conductas”. Otro ejemplo, éste curioso, lo constituyen las palabras de Jordi Sevilla, responsable del Ministerio de Administraciones Públicas, con motivo de la presentación, por parte de la entonces ministra de Sanidad, Elena Salgado, de la guía Se puede dejar de fumar: claves para conseguirlo (El Mundo, 28/VI/2005), que dan fe de lo mal considerada que está, a estas alturas de la historia, la costumbre de fumar: “Hay vida después del tabaco. Yo dejé de fumar y llegué a ministro”. Otro testimonio, a la hora de caracterizar a los alumnos de instituto fumadores, los describe como los más rebeldes e indisciplinados y , por ende, peores estudiantes. Si abstenerse de fumar resulta moderno y civilizado, seguir fumando es síntoma de atraso y de pertenencia a capas sociales inferiores. En ocasiones se compara el dejar de fumar con otros avances de la modernidad, como la educación. Así, Mercedes Cabrera, Ministra de Educación y Ciencia, establecía un paralelismo entre consumo de tabaco y alfabetización (El Pais.com, 8/XII/2007): “Es peor no saber leer que fumar”, afirmaba, hablando de la conveniencia de realizar una campaña para la lectura similar a las antitabaco. La asociación del tabaco con los estratos sociales inferiores se explotó en los años noventa en campañas como la llevada a cabo en California en 1990, dirigida a jóvenes, mujeres e integrantes de minorías (negros, hispanos y asiáticos), que –se decía– eran los grupos sociales en los que el consumo de tabaco se mantenía estable. En España también hemos encontrado algunos ejemplos de esta asociación: “El número de mujeres fumadoras se ha duplicado desde 1975” (La Voz de Galicia, 20/I/2003), según un estudio publicado en Medicina clínica. Los autores del estudio consideran que España ha seguido un modelo típico de desarrollo del tabaquismo, que se basa en la existencia de una primera fase en la que el tabaco es raro y propio de clases aventajadas, otra fase en la que el consumo se hace más prevalente, sobre todo en varones con mayor nivel socioeconómico, una tercera en la que se empieza a reducir en varones mientras que en mujeres alcanza su máximo y se estabiliza y una cuarta donde la prevalencia se reduce en hombres y mujeres. La proximidad del tabaco con el mundo de las drogas ha sido otra manera eficaz de marcar negativamente a esta sustancia, pues este tipo de sustancias arrastran gran número de connotaciones negativas. Así, por ejemplo, se afirma que “El 85% de los jóvenes que fuman cigarrillos ha probado los porros” (Europa Press, 8/I/2007): El vínculo entre tabaco y pobreza ha sido señalado repetidamente. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud afirma que existe una tendencia a que sean los más pobres los que consuman más tabaco lo que, además, los empobrece más todavía, al impedirles colaborar en el mantenimiento de sus familias, al suponer una carga añadida de atenciones médicas; perjudica también a las naciones más pobres al aumentar su gasto sanitario (El País, 31/V/2004). Ante el abandono del tabaco, que se está generalizando en los países más avanzados, la industria del tabaco se dirige hacia colectivos más vulnerables y fáciles de disuadir. Así lo afirmaba un artículo titulado “Los enfermos mentales y los sin techo, nueva cartera de clientes” publicado en Elmundo.es salud (19/I/2006), en el que se afirmaba: “Algunos estudios sugieren que entre el 70% y el 99% de los adultos sin techo fuman y se estima que los enfermos mentales compran casi la mitad de los cigarrillos que se venden en EEUU”. Con motivo de la inclusión de Altadis en su intranet de varios vídeos en los que el tabaco aparece como algo lleno de glamour se resaltaba cómo fumar se ha convertido en algo marginal e, incluso, delictivo (“Fumar era un placer”, ABC, 27/VII/2007): “Baño de moral para sus directivos es lo que ha buscado Altadis. Que cuando la última restricción legal les suma en la depresión, puedan refugiarse en su Intranet, en su pequeña red interna, en un universo paralelo en el que fumar vuelva a ser algo elegante y no delictivo”. A raíz de la promulgación de la Ley 28/2005, encontramos opiniones como la siguiente, aparecida en 20minutos.es, que destaca cómo en España nos vamos civilizando: “me ha ayudado mucho a dejar de fumar. ahora nadie concibe ver gente fumando en trabajo. eso es bueno. y demuestra que nos hacemos a las buenas costumbres (no-espe-no)”. Fumar puede ser un obstáculo a la hora de encontrar trabajo; al menos así lo creen los autores de la Guía de las empresas que ofrecen empleo, editada por la Fundación Universidad-empresa, destinada a proporcionar medios para conseguir un puesto de trabajo. Entre las recomendaciones que todo solicitante debería tener en cuenta cuando acude a una entrevista de trabajo, se incluye una recomendación: “No fumes aunque te lo ofrezcan” (Actualidad Tabaquera, nº 488, enero 1995: 39). En ocasiones, se ha llegado censurar el comportamiento de un personaje público por aparecer fumando. Es el caso de la actriz Nicole Kidman, muy criticada por grupos de presión australianos contrarios al tabaco, por haber fumado durante una rueda de prensa en el Festival de Cine de Cannes (Diario Vasco, 22/V/2003). Destacar el glamour del tabaco le costó caro a la psicóloga malagueña que, bajo el pseudónimo de Lamarde, había publicado en la comunidad fotográfica Flickr–perteneciente a Yahoo!– carteles e imágenes relacionadas con el tabaco. Así, se le hizo llegar un mensaje que de un “contenido inapropiado” que podía ser borrada en cualquier momento. Las consecuencias han sido que sólo los miembros de Yahoo! que afirmen tener más de 18 años pueden acceder a la colección de Lamarde, y siempre con un aviso en la parte superior sobre su contenido. Pero, probablemente, el caso más llamativo de censura del que hemos tenido noticia, pues supone una peligrosa reinvención orwelliana de la historia, fue borrar el cigarrillo que Jean-Paul Sartre sostenía entre sus dedos en la foto que aparecía en la portada con motivo de una exposición celebrada en la Biblioteca Nacional Francesa acerca de este filósofo (Rosa Montero, “El cigarrillo de Sartre”, en El País Semanal, 11/IV/2005:108). El proceso de construcción del fumador como desviado social culmina en opiniones como las vertidas en el foro de El País.com, que llegan a catalogar al fumador como algo opuesto a la categoría de lo “normal”, asociando el fumar con la incultura y la inconsciencia: “Puntualicemos las etiquetas, la población no se dividen en fumadores y no fumadores, no se puede etiquetar a nadie con algo que no se es, habría que etiquetarlos así: PERSONA NORMAL y FUMADOR. Fumador: Persona drogodependiente, que además molesta a los demás al satisfacer su adicción. Libretto”. “Los fumadores con cierta formación y con un nivel cultural normal acogen bien la medida conscientes de que así se fumará algo menos y, por tanto, redundará en cierta medida en la salud de todos. Son en cambio, los incultos, los que aún aconscientes de que el veneno de esta droga molesta a todo el mundo, siguen pretendiendo imponer y convencer que fumar sea lo más natural y por tanto la regla general y, señores, esto no es así, no fumando en lugares cerrados no se molesta a nadie [...]. Cordoba”. Conclusiones En definitiva, parece que la construcción del tabaquismo como conducta desviada es una tendencia consolidada en tiempos actuales, y guarda relación con la concepción del hábito de fumar como enfermedad y la demostración de los perjuicios para la salud del tabaco. La división entre personas sanas y fumadores (enfermos, o potencialmente enfermos) conduce, en ocasiones, a maniobras discriminatorias. Argumentar que el fumador es una carga para la sociedad, en virtud de los elevados costes que ocasiona a ésta, es una manera eficaz de caracterizarlo como antisocial, como elemento patológico. El establecimiento de restricciones en torno al consumo y la publicidad de este producto también han sido un elemento de primer orden a la hora de construir la figura del fumador como desviado. La reducción del espacio del fumador nos lleva a la segregación de éste, que se ve apartado de prácticamente todos los espacios públicos cerrados. La retórica de confinamiento acompaña la creación de zonas específicas para cultivar el hábito de fumar, lo que acaba provocando que el que fuma se sienta presionado para dejar de fumar, o que se esconda para seguir fumando. Fumar, entonces, deja paulatinamente de ser un acto social, pasando a ser un acto privado, íntimo, y casi prohibido. La caracterización del fumador como contaminador nos conduce a la importancia que, hoy día, ha adquirido la pureza corporal, en sustitución de la ancestral limpieza del alma. El tabaco, entonces, se convierte en chivo expiatorio, en enemigo interno que concentra odios y temores –desviando la atención de otros riesgos y peligros– lo que explica la tendencia a emplear una terminología que despoja de humanidad al fumador. Sin embargo, lo rechazable también despierta la atracción hacia lo prohibido y peligroso, algo frecuente entre los colectivos de menor edad. Otro mecanismo de importancia a la hora de transformar al hábito de fumar en conducta antisocial ha sido la regulación del mundo del tabaco, junto con la terminología criminalizadora y bélica que ha ido acompañando a estas medidas. Las numerosas restricciones en torno al consumo de tabaco hacen que el fumador pueda, fácilmente, convertirse en delincuente si quiebra las leyes. De hecho, al fumador se le caracteriza como un ser problemático, poco amigo de cumplir las normas, lo que subraya su condición de marginado. Además, el tabaco se ha ido construyendo, retóricamente, como enemigo de la sociedad que, en virtud de su condición de asesino, debe ser erradicado. En definitiva, el acto de fumar se va construyendo como conducta desviada de la norma social. Fumar pasa a ser considerado como un hábito minoritario, molesto y anormal, algo que las campañas antitabaco subrayan, pues su objetivo explícito es el de “deslegitimar” tal comportamiento y establecer una nueva norma social, la de no fumar. Maneras eficaces de recalcar la condición de desviado de la norma del fumador son: asociarlo con la rebeldía, con la parte marginal de la sociedad (drogadictos, pobres, enfermos mentales, sin techo), disociarlo de la civilización y las “buenas costumbres” y mostrar, mediante cifras, que los fumadores ya no son mayoría. Que fumar ha pasado, en gran medida, a estar mal considerado queda evidenciado en hechos como que se recomiende a los que buscan empleo que no acepten fumar, o que se critique que personajes famosos consuman cigarrillos en público, o se llegue, en ocasiones, a la más abierta censura o al extremo de falsear la historia para hacer desaparecer el tabaco. Bibliografía F. Álvarez-Uría y J. Varela (1989), Sujetos frágiles. Ensayos de Sociología de la desviación, Madrid, FCE. U. Beck (2002), La sociedad del riesgo global, Madrid, Siglo veintiuno de España editores. H. S. Becker (1966), Outsiders. Studies in Sociology of Deviance, Nueva York, The Free Press. P. L. Berger y T. Luckmann (2003), La construcción social de la realidad, Buenos Aires, Amorrortu. G. Canguilhem (1970), Lo normal y lo patológico, Buenos Aires, Siglo veintiuno argentina editores. A. Carr (2003), Es fácil dejar de fumar, si sabes cómo, Madrid, Espasa. CIS (2006), Tabaquismo y nueva normativa antitabaco. M. 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