El Comandante Prien y las cuerdas gravitatorias (Cuento para chicos muy listos) El submarino navegaba lenta y silenciosamente en inmersión. Yo me encontraba cumpliendo la importante misión que me había encargado el Comandante a mí sólo. Todo había empezado por culpa de una pequeña distracción por mi parte cuando embarqué hacía casi tres meses. El timonel se había puesto enfermo de repente y el Comandante me vio por allí y me ordenó que me pusiera yo al timón. Habíamos avistado una fragata enemiga y nos disponíamos a enviarle dos hermosos torpedos. - Se los debíamos envolver en papel de celofán con una cintita rosa para Su Graciosa Majestad, mi Comandante - dijo el cabo Schmidt, al que no le caían nada bien los ingleses. - ¡Chist! -dijo el Comandante– no es momento de bromas, ¡Letzpfenning, todo a estribor! –me ordenó sin quitar los ojos del periscopio. - ¡Todo a estribor, mi Comandante! –dije con la voz ronca, pues me embargaba la emoción. Y entonces fue lo de mi equivocación. En vez de todo a estribor metí todo a babor y se organizó la fiesta. Los de la fragata nos descubrieron y vinieron a por nosotros a toda máquina. Aunque nos sumergimos lo más rápidamente posible hasta tocar fondo, las cargas de profundidad que nos lanzaban hacían estremecerse al buque y a todos nosotros. Descendimos tanto, tanto, que temí nos ocurriera lo que a los del U-113, según me contó mi primo segundo Fritz, que la presión del agua fue tal que se fundían los remaches y salían proyectados como balas hacia el interior del buque y a Fritz uno de los remaches le torció la nariz de tal forma que nunca sabíamos si venía de frente o de perfil. Afortunadamente, los ingleses se aburrieron de tirarnos pepinazos, o quizá se les acabaron los pepinos y, cuando emergimos a cota periscópica, nos encontrábamos solos en mitad del Atlántico. 1 Entonces fue cuando el Comandante se volvió hacia mí y me encargó la misión. Me clavó aquella mirada suya tan penetrante, que te electrizaba al mismo tiempo que te paralizaba y me dijo: - Marinero Letzpfenning, de ahora en adelante, mientras no le pueda mandar a su casa, deje todas sus tareas y encargos y limítese a no molestar. - Sí, mi Comandante –dije lleno de orgullo dispuesto a dejarme la vida si fuera necesario en el cumplimiento de aquella importante misión. Y es que yo al Comandante le caía bien y siempre quería enviarme a mi casa para que descansara, aunque el Alto Mando no le dejaba pues todos los hombres éramos necesarios en la Kriegsmarine. Pero volvamos a nuestra actual misión. Mientras el submarino avanzaba, yo me incrusté entre dos cuadernas de la sala de máquinas para cumplir a la perfección mi misión de no estorbar. Como me aburría, me puse a recordar otro pequeño incidente del que también fui involuntario protagonista. Ocurrió lo siguiente. Comenzaba el invierno y estábamos repostando combustible y provisiones en Hamburgo, cuando se presentó a bordo de improviso el Gran Almirante Doenitz. Venía a felicitarnos a toda la dotación por nuestro valeroso comportamiento y nuestro éxito en mandar a pique a unos cuantos buques enemigos durante el aquel otoño. Después de los discursos, el Comandante me ordenó servir al Gran Almirante y a los oficiales un café y unas copas del chacolí que se había traído el Segundo Oficial de la guerra de España. Como en nuestro buque todo había que hacerlo a la perfección, me esmeré especialmente en escoger las tazas menos rotas y a las copas les quité con el dedo y un poco de saliva unas manchas de moho que recordaban el mapa de las Islas Filipinas. No encontré ningún azucarero, así que serví el azúcar directamente en su bolsa de papel marrón, tal como la había cogido de la gambuza. Todo parecía que iba bien pero al primer sorbo, el Gran Almirante empezó a toser y a ponerse rojo, que parecía como si no hubiese tosido nunca y concentrara todas las toses de todos sus catarros e incluso los de todo Alto Estado Mayor en ese preciso momento. Se puso de pie dando saltos y unos rugidos tremendos con los ojos inyectados en sangre y fijos en el vacío. El Comandante se le acercó para darle unos golpecitos en la espalda, pero el Gran Almirante le dio un violento empujón que le hizo caer hacia atrás, tirando al suelo la mesa con la cafetera, las tazas, que se acabaron de romper, las copas recién limpias y la botella de chacolí. Fue un momento delicado. 2 Cuando se repuso el Gran Almirante de su alferecía y nosotros del susto, el Comandante se levantó del suelo, donde se hallaba en ese momento, y de donde cogió la bolsa del azúcar y la dejó sobre la mesita que yo, diligentemente, había vuelto a poner de pie. En esto, el Gran Almirante cogió la bolsa del azúcar y gritó mirándome como con odio concentrado: ¡Aquí pone rat-poison! ¡Rat-poison! ¡Saboteador! ¡Schwein, Schwein! ¡Este tío me ha dado un matarratas inglés! - Excelencia, me apresuré a aclarar. Le aseguro que no era mi intención. No sé por qué no nos traen matarratas de los nuestros. Me encargaré personalmente con su permiso de que… - ¡Grrrrruuuiiiijjj! rugió el Gran Almirante. ¡Tiren a este tío por la borda y borren su nombre de todos sitioooos! ¡Rompan su partida de nacimientoooo! ¡Que no existaaaa! ¡Que no lo vuelva a veeeeeerrrr! Y luego, muy serio, con una calma que no presagiaba nada bueno, dirigiéndose al Comandante: - Comandante, tiene usted un agente del enemigo a bordo y acaba de querer asesinarme. Haga todos los trámites necesarios para que mañana mismo a este individuo le formen consejo de guerra y asegúrese de que le ahorquen. - Con su permiso, Gran Almirante, dijo el Comandante. Creo deberíamos considerar que si los agentes ingleses fueran tan tontos como para traer el veneno en una bolsa con etiqueta de matarratas, habríamos ganado la guerra hace tiempo. Se trata de que con las necesidades de esta guerra nos envían alguna gente de luces más bien escasas y a veces ocurren estos desagradables incidentes. Considere también, Gran Almirante, que con un consejo de guerra por lo del matarratas quizá hiciéramos el ridículo y los ingleses aprovecharían la ocasión para pitorrearse de nosotros, lo que no nos beneficiaría en nada. En cuanto a este marinero, ya le buscaremos un castigo que no se le olvide. - Bueno, bueno, dijo el Gran Almirante más calmado, quizá usted tenga razón, pero asegúrese que yo no vuelva a ver a este individuo ni en la maaarrrr ni en tieeeeerrra en esta vida, ni en el infierrrrno en la otrrrra. Y por favor, si le despellejan, háganlo despacito, despacito… - Por supuesto, Gran Almirante. Y así fue cómo aquél día el Comandante me libró de ser ahorcado. Y es que yo le caía bien al Comandante. 3 Pensando en estas aventuras me fui adormilando entre las dos cuadernas. No se oía ningún ruido, pues el comandante nos había hecho envolver las botas en trapos y nos había prohibido terminantemente toser o estornudar, aunque, dijo, no nos prohibía ahogarnos por contener la tos. Nos estábamos aproximando a las costas inglesas en una misión secretísima y probablemente todos los ingleses debían estar con las orejas pegadas al suelo para detectar a nuestros buques cuando se aproximaran. Por tanto, el silencio debía ser absoluto. En esto… ¡Riiiiing, riiiing! ¡Horror! ¡Nos iban a descubrir! ¿Qué era eso? *** Me desperté soñoliento. Estaba sonando un timbre. Era el timbre de la puerta. Me había quedado dormido viendo el programa de bichos de la TV2. Me levanté perezosamente y me dirigí a abrir la puerta. Eran mis nietos Gonzalo y Carlota. Gonzalo y Carlota son ya mayores, Gonzalo tiene 10 años y Carlota, 8. - ¡Hola, abuelo!, dijo Gonzalo. - ¡Hola, abuelo!, dijo Carlota. - ¡Hola guapísimos!, dije yo. - Mamá está de compras y nos ha dicho que vengamos a hacerte compañía un rato para que no te aburras, dijeron los dos a coro. - ¡Ah, qué bien! Pasad, os voy a sacar un puzle mientras me preparo una taza de café. Y es que Gonzalo y Carlota, además de muy guapos, cosa que puede ver todo el mundo, son listísimos y siempre acaban por hacerme preguntas complicadas y difíciles de contestar. Por eso necesitaba espabilarme con un café. Les saqué el puzle y me fui a la cocina. *** - ¡Jo! El abuelo nos ha sacado otra vez el puzle de Epi y Blas. Yo me lo sé de memoria. - Yo también me lo sé de memoria, es el único que tiene, vaya rollo. Lo podemos acabar antes de que vuelva. 4 - Hagamos una cosa. Si lo hacemos antes de que vuelva se va a dar cuenta de que nos lo sabemos de memoria y que no tenemos mérito. Mejor, hagamos sólo el medio Epi de arriba y el medio Blas de abajo. Así no se dará cuenta que nos lo sabemos y se pondrá muy contento porque pensará que somos muy listos. - ¿Quieres decir que si lo hacemos mal creerá que somos más listos que si lo hacemos bien? - Eso mismo. Los mayores son raros. - Sí. Y se pusieron a trabajar en el suelo. *** Al poco rato volví con la bandeja del café. Mis nietos son listísimos, como creo he dicho, porque en ese poco tiempo habían hecho ya medio puzle. Además, son muy guapos, que no sé si lo había dicho. Así que me dirigí hacia mi butaca y, como mientras andaba iba mirando el puzle, tropezé con el pico de la alfombra y se cayó al suelo la bandeja y su contenido. Toda la alfombra se manchó de café. En un momento me pareció que alguien rugía dentro de mi cabeza algo así como ¡Grrrrruuuiiiijjj! ¡Schwein!, pero sólo fue un momento. - Vaya, dije, la abuela se va a enfadar cuando vea la alfombra. ¿Por qué las cosas siempre se tienen que caer hacia abajo? - Claro, si la mancha estuviera en el techo no la vería la abuela, dijo Carlota. - ¿Por qué no la vería?, preguntó Gonzalo, al que no le gusta dejar cabos sueltos. - Porque la abuela mira más hacia abajo para ver si hay polvo, respondió Carlota. - ¡Ah! Pero, abuelo, es verdad, ¿por qué todo cae siempre hacia abajo? - (Ya empezamos con las preguntitas, pensé yo). Pues por la gravedad. - ¿Y qué es la gravedad? - Una fuerza que tira de las cosas hacia abajo. 5 - ¿Y cómo tira hacia abajo esa fuerza? ¿Hay una cuerda invisible atada a las cosas y alguien tirando de ella desde el piso de abajo? - Pues me temo que los sabios no saben muy bien cómo la gravedad tira de las cosas hacia abajo. - ¿Y una cosa tan tonta no la saben los sabios? Vaya una birria de sabios. - Es que hay muchas cosas que no entendemos, ni nosotros ni los sabios. - Abuelo, dinos más cosas que no entiendan los sabios. - Pues ¿veis esta mesa? Pues está formada por átomos, que son bolitas pequeñísimas que, si las miráramos con una lupa muy gorda, veríamos que están muy separadas entre sí. Esta mesa está llena de huecos, como un queso de gruyère. Y esos átomos están fuertemente unidos unos con otros por una fuerza misteriosa para que no se desmorone la mesa. - ¿Y esa fuerza misteriosa es como la gravedad? - Pues parecido. - O sea que es como si los átomos tiraran unos de otros con otra cuerda invisible que no les deja separarse. - ¡Ejem!, dije yo. - ¿Y si la cuerda invisible de la gravedad estuviera formado por átomos invisibles, unidos a su vez por otros hilos invisibles? - ¡Ejem!, repetí. - ¿Y ese segundo hilo invisible que une los átomos, estará formado por átomos más pequeñitos unidos por un hilo invisible más fino? En esto, afortunadamente, sonó el timbre de la puerta. Era mi hija Cristina que venía cargada de paquetes. - ¡Hola papá!, dijo Cristina, ¡qué bien huele a café! - ¡Hola guapita!, dije yo. - ¿Qué hacéis? ¿Te han dado mucha lata los peques? - No, qué va, estábamos charlando. 6 - Bueno, pues nos vamos, que hay que hacer deberes que hoy son de multiplicaciones con comas y llevadas. Niños, recoged ese puzle. - ¡Uf!, dije aliviado por ser mayor y no tener deberes. Me volví a la butaca y puse el programa de bichos. Creo que me fui adormilando. De pronto, oí unos gritos terribles ¿qué pasaba? *** - ¡Hurra, hurra! Gritaban muchas voces. - ¿Qué pasa?, ¿qué pasa? Pregunté saliendo de entre mis dos cuadernas. No gritéis, que lo ha prohibido el Comandante. - Pero Letzpfenning, no te enteras de nada. Acabamos de hundir los mejores buques de la armada inglesa. Hemos entrado en Scapa Flow y están ardiendo y hundiéndose todos sus barcos. ¡Hurra, hurra! En esto, apareció el Comandante con una botella de chacolí en cada mano. - Muchachos, la Kriegsmarine invita a todos a tomar chacolí. Habéis sido unos valientes y seguro que el Alto Mando os va a condecorar con medallas muy grandes y brillantes y os dará por lo menos una semana de permiso. Todos los arrestos quedan suprimidos. ¡Ah! Y usted, Letzpfenning, he hablado con el Alto Mando y puede quedarse en casa hasta que acabe la guerra con nuestra victoria final. - Gracias, mi Comandante. Aprovecharé para ver a mis nietos y llevarles un puzle. ¿Sabe? son muy listos. Y es que yo le caía muy bien al Comandante Prien. Las Arenas, 31 de agosto de 2011 7