los enganios de tus ojos - Cuenteros, Verseros y Poetas

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Los engaños de tus ojos
C
on las manos en lo bolsillos, contemplando la plateada pimienta
de las estrellas, hacía movimientos con sus largas piernas, de
atrás hacia delante, sobre la firme posición de sus pies en la
vereda, Ceferino Garay; quién súbitamente demostraba indicios de que le
placía la soledad. El viento se había calmado dejando una noche
maravillosa. Los árboles
largaban lejanos aplausos y el rumor de los
grillos decían que eran ayudados por los alientos de la vida, brindando
dulces sinfonías reclamado la paz.
Su casona estaba adornada con bloques de mármol en su frente.
Dos pequeños ángeles de cemento custodiaban una enorme fuente de
baldosones color cielo y sus diminutas bocas abastecían la misma con
agua fresca. El enorme jardín de colores vivos y vegetaciones
multicolores acompañaban el paso que desembocaba en un gran parque
con parrillas de ladrillos a la vista. La piscina era contemplada por un
flaco y gigantesco trampolín; un gomón con forma de reposera flotaba
bamboleándose según el carácter del pronóstico; faroles anticuados y
coquetos, desnudaban ancianos pinos color azul marino y el césped
perfectamente afeitado, semejante a una alfombra de esperanza,
chocando contra altos paredones con rejas sumamente puntiagudas, las
cuales se ocultaban en posición de ataque debajo de flores exuberantes.
Evidencias en la arena ilustraban lo penoso, al no encontrar una
tierna pisada de inocente criatura, sólo marcas de los teros vigilantes y
violentos, domesticados por el dueño del lugar.
Las hamacas solitarias crujían suplicantes, el calor de una familla y en
varias ocasiones, si algún pájaro se le ocurriese anidar en los juegos de
aquella plaza, las mascotas de Garay, atacaban sin piedad hasta
acorralarlos moribundos para entregárselo a su dueño, sabiendo
claramente el triste final. Rebotando confinados entre herrumbrados
candados y firmes rejas, perdiendo sus libertades lentamente en el
corazón de un enorme reloj de arena, o tal vez, masacrarlos contra el
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murallón con su rifle del destino.
Una cucha a la izquierda del portón principal guarecía las fibrosas
carnes de Derecha, quién resultó ser su perro, el rey y dueño en la
seguridad de la lujosa vivienda. Lo llamaron así en una de esas tantas
reuniones en horas de la madrugada con sus amigos de trucos y charlas
políticas. Como también fueron amantes del deporte y, por lo general,
cazar niños y jóvenes machacados por las drogas y sus desdichas. Es
decir, si lograban interceptar a estos desafortunados al salir de un pasillo
pegado a algún que otro ranchito precario, juzgando también a gente
proletaria que se dirigían a las paradas del colectivo para llegar a horario,
asegurando el tradicional guiso con menudos de pollo, o quizás, la
secundaria, aspirando a un futuro mejor. Si bien, entonces, al lucir
prendas deportivas, sumamente sencillas, de gorritas con viseras.
Complementos necesarios fueron aquellos que despertaban los crímenes
de lesa humanidad, desarrollándose de esta manera con los siguientes
episodios.
Este sexteto, de supuestas personas de clase alta y pensamientos
egoístas, oriundos de la localidad de Banfield, partido de Lomas de
Zamora. Que vivían exactamente a una cuadra del centro comercial en
dicha
ciudad,
encontrándose
atemorizados
y
paranoicos,
al
no
encontrarles refugios seguros a sus fortunas, es decir, en el caso de Cefe,
era todo un fracasado en su oficio de panadero que herederó de ciertas
riquezas de su padre que había encontrado por casualidad de la vida,
tiradas en el regazo de un anciano y aristocrático diván, en el vestíbulo de
un una casaquinta, literalmente abandonada, en sus mejores momentos
de actividad guerrillera.
Los cinco restantes eran hijos de un político reconocido. El mayor
de los hermanos Billoldo era un paliducho de ojos café, delgado y de
carácter podrido. Estuvo al mando del grupo comando varios años atrás.
Pues digo, que todo lo acontecido sucedió en el año dos mil diez; a pesar
que en esos entonces ya era retirado por cusas judiciales, de todos
modos, los demás adultos de pectorales desarrollados y talles erguidos,
que acentuaban echando los hombros hacia atrás, como jóvenes cadetes
intelectuales de grandes carreras, al igual que sus asquerosas barrigas,
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aparentando a cerdos con dorados bigotes, combinados con blancos
manchones de canas producidas al desteñirles a su dignidad, al jurarle a
la bandera justicia absoluta.
Pues, a la rodeo – dijo uno – ya dominado por el violento alcohol,
emitiendo un fuerte estruendo contra una larga mesa de roble, que yacía
en el living, con su puño derecho cerrado como vieja tenaza, en forma de
una enorme maza de diez kilos. Los otros con sus rostros mortecinos y
anémicos de pieles secas, emitían diminutos sonidos al brindar por
nuevas hazañas, intercambiando miradas secretas y sombrías. Delicados
botellones
de
cogotes
alargados,
crujían
contra
sus
colmillos
amarillentos, a causa de adicciones a habanos del más puro.
El tintinear de los rolitos que eran abrazados por tragos caros y
espumantes,
derritiéndose
al
temerles
a
estas
bestias
y
sus
desagradables alientos de esas entrañas perversas.
El informativo a todo volumen, logró apoderarse del clima, si bien en
el aire flotaba algo extraño, es decir, más claro echále agua, sí, era pura y
exclusivamente venganza letal, por el echo de repetirse interminables
veces el mismísimo robo de un simple ladrón de gallinas, a comparación
de millones de dólares y asociaciones ilícitas, cometidas por personajes
de tostados semblantes y pupilas irritadas por el sol en playas lujosas,
desbordando desvergüenzas opacas a nuestro pueblo, sin justificar
delitos menores.
El excana frunció el ceño, largando este alarido vehemente:
– ¡A laburar carajo! – mientras se refregaba las gordinflonas manos.
Dos corrieron en busca de más armas. Nuevamente, el del mal
carácter, puso en marcha la camioneta moderna color champaña, Garay
remontaba una pistola automática once veinticinco, para así dejarla en
recamara sumamente celosa. Los restantes desenfundaron gemelas
escopetas ultralivianas, color plata pulida, jugando con el reflejo en sus
rostros bravucones. Al penetrar al vehículo, el más joven consulta:
– ¿Estamos todos, loco?
–
Siii….
Respondieron todos, en ese preciso momento el ante último hermano
giró su cabeza, ya que había tomado el volante y pudo contemplar cinco
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rostros espantosamente distorsionados con fisonomía demoníaca.
Largándole al viento, roncas y potentes carcajadas, mientras se
enjugaban el sudor con sus respectivos pañuelos de seda que
germinaban sin cesar de sus poros, rodando lentamente hasta conseguir
inundarles sus prendas, al sufrir de abstinencias por masacrar personas,
las muchas copas demás, que sofocaron sus encogidas neuronas,
asustaron a la misma luna, que todo lo contempló apoyada exactamente
sobre el umbral del cielo.
Al penetrar sigilosamente, con ráfagas de adrenalina que se
expandían desde los pies hasta las manos temblorosas. Seis cuerpos
estimulados por el compact disk de AC/ DC, el cual cesó súbitamente de
aturdir, para no espantar presa alguna, las luces bajas de la chata
lograban formar imágenes fantasmagóricas sobre las calles de tierra,
hamacando el chasis por completo, a causa de baches inundados de
aguas fuliginosas.
Como luz y de la nada, salvajemente, arrollan a ocho distraídos
lozanos, trepando la senda con el carro de la muerte. Los cauchos
protestaron lastimando los tímpanos de todos, patéticos alaridos
se aventaban de las faringes victimarias, dos de ellos trágicamente
perdieron la vida, al reventarles sus molleras contra la tapia de un kiosco.
Los criminales apuntaban apostados desde las ventanillas, bramando
estos mensajes cortantes como navaja:
– El que se mueve lo hago mierda, negros muertos de hambre.
Levanten las sucias manos, contra la pared carajo, vamos, vamos.
Garay, con ojos resaltotes y levantando las cejas, apuntaba exaltado
en dirección hacia la esquina, con su dedo índice engalanado con un
sólido anillo de oro, con un diamante sumamente seductor, el cual
destellaba finos hilos de color púrpura y verdes vivos, con amarillos
intensos, jugando con las carotas de estos adultos.
Desplomados, ensangrentados y suplicantes, exigían que no le
disparasen a las dos almas en pena que corrían atropelladamente
sollozando.
– Noooo…. – bramaron los rehenes que se encontraban clavando las
rodillas en el duro contra piso.
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Los vecinos comenzaron a asomarse por las ventanas, buscando con
sus miradas dilatadas, el corazón de tal escándalo. Todos los canes del
vecindario lardaban ferozmente zamarreándoles las botamangas de los
salvajes. En un simple parpadeo se baño de amarillo la doliente escena, a
causa de los muchos tímidos foquitos que se encendieron uno por uno, el
del grupo comando dio la orden de fuego y lluvias de disparos arrancaron
las piernas y brazos de ambos, cayendo desplomados a dentro de una
cuneta pintando de rojo el agua de la misma. Tan veloz como el viento
arrastraron hasta amontonarlos en la parte trasera de la camioneta y
Garay les avisó sorprendido lo siguiente:
– Acelerá, boludo. Dale… dale que hay mucha gente, además
tenemos una pendeja boludo – y uno de los hermanos gritó
frenéticamente babeándose el pronunciado mentón:
– Miren compañeros, tenemos otra nena un poquitín más grande – y
le acarició el largo cabello con la meno derecha.
La restante, ásperamente la frotaba crispándole la piel sumamente
morada y sensible
Una voz adversa y amarga preguntaba esto:
– Che vos, la más chica, dejá de mariconear y decíme cuántos años
tenés.
– Once – manifestó la niña y entonces aquella vos tenebrosa cerró el
diálogo con esta seca frase:
– Quedáte tranquila que no te va a pasar nada malo, ¿sabés? Che
tapón, pegále derecho hasta el puente de Pompeya, que la tengo
vendida en Internet.
Mientras tanto se ponían de acuerdo en qué prostíbulo, la harían
prestar sus servicios sexuales encontra de su voluntad. Por lo tanto
nuestro amigo Garay, les indicaba en qué pestilente riachuelo deberían
tirar los futuros cadáveres, los jóvenes prisioneros, semejaban a
pescados aleteando fuera de el agua reclamando ser liberados. Los
tripulantes sacudieron las costillas de los humildes, con las culatas de las
escopetas, tajándoles los tejidos bordados por Dios. El vehículo se
desplazaba a cien kilómetros por hora, cuándo delante de sus ojos, los
atracaba un enorme operativo que rodeaba a un mal viviente con varios
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impactos en el tórax, ya muerto; pero su cuerpo yacía tibio sobre el gris
asfalto, y a veinte metros de distancia se encontraba un uniformado
abatido en cumplimiento del deber.
Un hombre fornido paliducho de cabellera color ceniza, se les
acercó a la ventanilla estrechándole su larga y velluda mano a Garay,
haciendo un mínimo esfuerzo logró saludar al piloto, dibujando una
sonrisa petulante en su rostro, achinando unos ojos tan celestes cómo el
cielo de esa tarde soleada, reposando el codo en la misma posición sobre
la ventanilla, dejando caer su carota exuberante en la mano izquierda en
forma de una enorme cuchara humana y les preguntó lo siguiente:
–
¿En qué andarán ustedes, viejos colegas? – Ceferino, pues
entonces, confiesa muy suelto de cuerpo:
– Nada querido amigo, solamente salimos de casería.
–
¿Y cómo les fue, che? – preguntó nuevamente.
– De diez para veinte – contestó – y sino me creés, entonces observá
por detrás de mi cabeza, pibe –. Todo esto lo balbuceo con una
mirada fría y mordaz, inclinándose velozmente hacia el volante – ¿y
qué me decís? – consultó con signos de felicidad.
–
Ustedes si, que andan bien ¿he? – dijo el vigilante.
– Bueno ahora, mándense a mudar lo antes posible, si bien, tengo
órdenes de llamar a la prensa ya mismo, para que difunda la cruel
verdad, de la inseguridad que nos exige, a la triste mano dura en
nuestro pueblo argentino – Le guiña el ojo derecho y le da una
palmada a la puerta susurrándole – vayan, dale.
Entre las dos caras del piloto y el copiloto, estira el cuello brotando de
los fondos de la chata, quien sería Tapón, y largando una pregunta con
voz disfónica:
– Nos vemos en mi casa.
–
No – repuso el polizonte con reputación y aspecto punitivo.
–
Nos encontramos en el country del gobernador, tomamos algo
potente y después hablamos de estrategia políticas.
Carlos Alberto Miranda Mena
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