Los villancicos y la transmisión de la fe

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Sal Terrae | 99 (2011) 983-996
Los villancicos
y la transmisión de la fe
Nurya Martínez-Gayol Fernández, aci*
Fecha de recepción: noviembre de 2011
Fecha de aceptación y versión final: noviembre de 2011
Resumen
En este artículo nos aproximamos a la cuestión de la transmisión de la fe
desde uno de los instrumentos que, desde tiempos inmemoriales, han
mostrado su eficacia comunicativa en la sociedad: el villancico. Tras
preguntarnos las razones por las que su presencia no ha sido afectada por la
secularización, que ha borrado tantos otros signos religiosos de nuestra
cultura, tratamos de hacer emerger los contenidos de la fe de los que los
villancicos han sido, y son aún hoy en día, portadores, para terminar
ofreciendo un pequeño apunte sobre las posibilidades de su utilización en la
tarea pastoral.
PALABRAS CLAVE: Navidad, música, contenidos dogmáticos de la fe,
anuncio, cultura religiosa.
Carols and the transmission of faith
Abstract
In this article, we address the issue of the transmission of faith using one of
the instruments that, since immemorial time, has proven to be an effective
means of communication in society: carols. When considering the reasons
why their presence has not been affected by secularization, which has erased
so many other religious symbols in our culture, we endeavor to unearth the
contents of faith that carols have been, and are still, conveying, after which
we finish by providing a brief note on the possibilities of use thereof in
pastoral work.
KEY WORDS: Christmas, music, dogmatic contents of faith, annunciation,
religious culture.
Desde aquella navidades de 1947 en que Frank Sinatra grabó
Christmas songs, no ha habido artista de renombre que no afrontara en
su repertorio navideño la forma de villancico. Sin duda, uno de los
grandes referentes fue Bing Crosby, que recuperó con inolvidables y
sentidas interpretaciones aquellas sencillas canciones de Navidad. El
mercado discográfico español se abrió a mediados de los sesenta con
la versión del exitoso tema Little Drummer Boy, de Crosby y David
Bowie (1977) interpretado por el joven Raphael, que se convertiría en
uno de los villancicos que desde entonces más han sonado en nuestro
pais. A partir de ahí, la música navideña, amparada en el folklore
típico de cada lugar, se ha ido abriendo paso en el mercado
discográfico, en las sintonías de radio y en la TV. ¿Quiere decir esto
que es el éxito comercial la razón última que justifica la pervivencia
del villancico en nuestro tiempo? No lo creo. Más bien habría que
decir que los grandes especialistas en «marketing» de las casas
discográficas se han percatado de esta presencia y del filón de
beneficios y popularidad que se podría extraer de ella, y no han
ahorrado esfuerzos impulsando a los artistas a trabajar este género.
Curiosamente, una vez más, los hijos de la luz se delatan como menos
hábiles que los de las tinieblas; y en nuestra pastoral cristiana no
siempre hemos sabido aprovechar y potenciar la mina de posibilidades
que para la transmisión de la fe nos brindaban los villancicos. Y, sin
embargo, ahí siguen. Y a pesar de que la cultura religiosa en nuestro
país sea cada día más escasa, hay algo que en nuestra sociedad se
conoce, independientemente de ideologías, edades, estatus o religión:
la historia del nacimiento e infancia de Jesús. Nuestros niños urbanos
habrán visto pocos animales de campo en su vida, pero al reclamo del
buey y la mula, no dudan, ¡y todos los ubican en el portal de Belén!
Pero ¿de dónde viene el villancico? ¿Cuál es su origen?
1. El villancico: una larga historia literaria, musical y religiosa
La palabra castellana «villancico» es un diminutivo de villano (del
latín villanus, hombre del campo que vive en una villa o aldea). Desde
tiempos inmemoriales, el hombre de campo ha inventado pequeños
dichos, refranes, poemitas y cantares para decir, recitar, cantar o
danzar en sus momentos de descanso, en sus fiestas y romerías. En su
origen, la temática de estas composiciones no era específicamente
religiosa, siendo su carácter popular el dato que más exactamente lo
define. Con el paso del tiempo, ya no se trasmitirán oralmente, sino
por escrito; ni fundamentalmente en el campo, sino en la ciudad o en
la corte, en las Iglesias o en las catedrales. Es difícil atestiguar desde
cuándo es posible hablar estrictamente de villancicos. Para algunos, de
la mano de los evangelizadores del siglo V, y con la finalidad de llevar
la Buena Nueva a los aldeanos y campesinos que no sabían leer,
comienzan a aparecer estas sencillas canciones. Esta piadosa tradición
parece haber sido extendida junto a la devoción por los nacimientos, y
se cuenta de «fray Hernaldo de Talavera, arzobispo de Granada, que
en la navidad de 1492, en lugar de los responsorios, hacía cantar
algunas coplas devotísimas, y otras veces introducía representaciones,
atrayendo grandes cantidades de gente tanto a los maitines como a la
misa»1. La costumbre se extendió por toda España. La Iglesia abría las
puertas de los templos a los villancicos. En el renacimiento se
comienza a hablar del villancico como «un género de copla que solo
se compone para ser cantado»2, constituido por cabeça (estribillo
breve) y pies (estrofas) que glosan la sentencia que contiene la cabeça.
De la sentencia breve se espera que contenga una verdad de tal
manera expresada que su brevedad y belleza, tocando diversos
resortes de la psique del oyente, faciliten la aceptación social en la
mente de todos y su recuerdo en la memoria colectiva, para lo cual era
esencial el papel de la música vinculada al texto. Se convierte así en
una unidad perfecta de transmisión de la fe. Más tarde, en el barroco,
la gran eficacia comunicativa del arte será fecundamente aprovechada
por la Iglesia, la gran comitente de los artistas a través de los maestros
de capilla, para quienes componer villancicos era una norma de
obligado cumplimiento; ellos eran verdaderos vehículos de instrucción
cristiana que nutrían, además, el entusiasmo popular. El objetivo
didáctico se busca desde cuatro perspectivas: las ideas bíblicas y los
dogmas teológicos susceptibles de ser popularizados; la poesía
tradicional remozada a lo divino; la glosa, cada vez más ampliada,
donde en ocasiones se realiza una verdadera y explícita hermenéutica
del texto bíblico o dogmático que se desea transmitir para hacer
inteligible al pueblo su sentido y contenido verdadero; y la música,
con giros melódicos y patrones rítmicos de sabor popular que
reforzaban el componente literario. Poesía y música actúan como
revestimiento de las ideas bíblicas y teológicas que se quieren
comunicar, logrando un elevado grado de penetración. Pero a lo largo
del siglo XVIII se van introduciendo elementos teatrales en las
iglesias que buscan provocar en el pueblo efectos muy diferentes a la
contemplación divina y que, en ocasiones, resultaban no solo
graciosos, sino ofensivos o chabacanos. Todo ello generará una
escalada de prohibiciones que afectarán al villancico y su
representación en las Iglesias. No obstante, a lo largo del siglo XIX se
recuperará el uso de pastorales y villancicos populares, olvidados ya
de técnicas y escuelas e impregnados por lo folklórico. Desaparece la
erudición, pero se retiene lo más original en el ánimo del pueblo
anónimo, que fue el que mantuvo vivo el deseo de celebrar la Navidad
con alegres canciones evocadoras, al son de instrumentos autóctonos y
en ámbitos tanto religiosos como profanos. Habrá que esperar al siglo
XX para observar la aparición de una etapa de revalorización y rescate
de la tradición popular del villancico. La cuestión es: ¿también de su
potencial transmisor de la fe?
2. Un bastión para la transmisión de la fe
en una sociedad secularizada
A una sociedad como la nuestra, que vive aún un cierto secularismo
agresivo, el villancico «la pilla desarmada». Una de las razones por las
que el efecto transmisor de los villancicos no ha sido sofocado –al
menos de momento– es su apariencia inofensiva, su inocencia, su
aspecto candoroso y poco peligroso. Ocurre con los villancicos algo
similar a lo que ocurre con los chistes: todos los temas están
permitidos. No es preciso defenderse de ellos. Nunca son amenaza, y
por esta razón se les deja llegar, acercarse e incluso «tocarnos el
alma». Al lado de esto, la vinculación de los villancicos con la
infancia, con los niños, con los sueños y, desde ellos, con nuestras
propias ilusiones, con los recuerdos del despertar de nuestra
existencia, el calor de las fiestas en familia, la alegría, la presencia de
«los nuestros» como apoyo, ayuda, etc., hacen que inconscientemente
nos traslademos a aquel momento de nuestras vidas en que nos
sentimos acogidos e incondicionalmente amados y confirmados en
nuestra «confianza básica» (Erikson). Los villancicos pertenecen a esa
fase de nuestro periplo que recordamos con nostalgia agradecida, que
nos hace sonreír y nos habla de ternura, de vínculos, de esperanzas
vivas. Esta combinación de ausencia de defensas y memoria de
confianzas se convierte en el humus más adecuado para que la música
y la palabra, unidas desde una tradición secular, hagan el resto,
sorprendiendo el caparazón que protege y asegura nuestro yo y
adentrándose imperceptiblemente en nuestro interior. El caso de los
niños es diverso: están naturalmente abiertos, expectantes, atentos
espontáneamente al misterio, a lo asombroso, a la magia de estas
fiestas y a lo inaudito que en ellas se celebra. El villancico llega a
ellos con las vacaciones, en un tiempo denso de encuentros de familia
(abuelos, primos, amigos..., ¡regalos!) y donde hay un espacio
especial reservado para ellos. De ahí que lo que pasa en ese tiempo
quede cincelado en la memoria para siempre. Al lado de estas razones,
se repiten otras: lo arraigado de las melodías en la entraña popular de
un pueblo facilita una acogida abierta y bien dispuesta; la facilidad de
memorizar la unidad texto-música favorece que el canto y su mensaje
penetren en la conciencia y se instalen en el recuerdo sin casi poder
evitarlo.
3. Música, Palabra y representación
Hemos visto cómo, desde el origen, música y palabra se aúnan en el
villancico. La audición despierta nuestra escucha. Se escuchan
campanas, el redoble de los tambores y todo tipo de instrumentos: la
algarabía de los pastores o las gentes que marchan hacia el portal –
«Una pandereta suena, una pandereta suena, yo no sé por dónde irá».
Se escucha, sobre todo, un anuncio, una buena nueva, una gran
noticia. Por esa razón «suenan las campanas»: «Es porque cantan la
noche feliz / es porque cantan la noche sin par / en que Dios Niño ha
nacido / y en el mundo ha de reinar». Las campanas nos recuerdan
que en un pesebre hay un niño-Dios, invitan a pararse y mirar,
asomándose a la ventana. Es decir, a mirar el mundo y descubrir que
aún queda espacio para la fe en la humanidad salvada. El sonido nos
pone alerta y nos capacita también para escuchar el silencio, porque
nace la Palabra, se hace carne y así es audible: «en medio del silencio,
el eco de tu voz. ¡Misterio del Amor! En medio del silencio, el Verbo
se encarnó». La Palabra que se encarna es performativa, hace lo que
dice; por eso el villancico, aun cuando no es escenificado, nos
conduce a la representación. Emparejado fielmente con el nacimiento,
el villancico describe el acontecimiento de la Encarnación y nos va
presentando a sus protagonistas: las figuras. Las centrales: el Niño, la
Virgen, san José, la mula y el buey, los pastores y los reyes, y los
ángeles en el cielo. Y las otras figuras, muchas veces jocosas, en
ocasiones hasta un poco soeces (el cagón), que, junto a los
protagonistas principales, imprimen un sello de cotidianidad y de
realidad. De este modo, los villancicos no dejan de recordarnos que el
misterio está aconteciendo delante de nosotros, que el Niño nos
aguarda a todos; y cuanto más pequeño, más pobre y más inútil te
sientas, posiblemente más le gustarás: «esta noche nace el Niño, yo no
tengo que llevarle / le llevó mi corazón que le sirva de pañales». En
cada región han ido surgiendo villancicos en los que los textos
recogen temáticas y personajes del lugar. Estos se mezclan con los
personajes estereotipados –gitanos, lavanderas, gallegos, etc.–, tan
presentes en los villancicos barrocos. La variedad nos habla de
universalidad, de la Navidad como un espacio de representación que
abarca el mundo entero, donde todos tenemos un lugar, sea cual fuere
nuestra situación, nuestra procedencia, nuestra actividad. Una
universalidad conjugada con una fuerte dosis de cotidianeidad: la del
lenguaje del villancico, la de las acciones que allí se desarrollan
alrededor del misterio: la Virgen lava pañales y los tiende en el
romero; la Virgen se está peinando; los pájaros cantan; los caballos
trotan; los peces beben en el río; y florece el romero. El villancico se
muestra así como una especie de teología narrativa cantada y
espontáneamente contextual, pues evoluciona, muta, se transforma
según tiempos y espacios, adecuándose a las gentes, los gustos, las
situaciones y los tiempos.
4. Los grandes dogmas de nuestra fe cantados en los villancicos
4.1. El misterio de la Encarnación
El centro temático de los villancicos pivota sin duda alrededor del
misterio de la Encarnación. La fuente principal de la que beben son
los evangelios, pero también la liturgia, la predicación, las narraciones
orales, los cuentos que de generación en generación se transmiten en
las familias y la contemplación de los nacimientos. Este misterio es
comunicado de una forma directa, llana, sencilla y, al mismo tiempo,
inequívoca. El metro musical que acompaña al texto es alegre, festivo
y dinámico. Se transmite una honda verdad que se acredita en su puro
acontecer y se invita a entrar en un misterio inescrutable por la puerta
más directa: la sencillez de lo verdadero y el poder de convicción de
lo evidente. Si no fuera así ¿cómo podríamos afirmar, con la andaluza
melodía del Chiquirritín, que «entre un buey y una mula Dios ha
nacido, y en un pobre pesebre lo han recogido»? Afirmamos que es
Dios el que nace, que el Niño pequeñito es Dios (dogma de la
encarnación). Una afirmación inocente que, sin embargo, contó con
grandes opositores a lo largo de historia del cristianismo: los
gnósticos, el docetismo... Y en el siglo III hay grupos que rechazan la
alteridad entre Padre e Hijo o tratan de inculcar la idea de que Jesús no
es Dios desde el comienzo de su vida –es decir, el chiquirritín no es
aún Dios–, sino que es preciso que crezca, que madure, que sea
grande, para poder reconocer en él la presencia de la divinidad. El
Concilio de Nicea (325) afirmará la divinidad de Cristo, Hijo único de
Dios, y la cristiandad no dejará de recordarlo cada Navidad tarareando
el Chiquirritín. Ese Dios no solo se hace carne, como cantan los
villancicos latinos –«Verbum caro factum est» (Jn 1,14)– y glosan los
castellanos –«Verbum caro factum est... porque todos os salveys»–;
sino se hace pequeño entre los más pequeños (el chiquirritín), y pobre
entre los más pobres; y, como ellos, experimenta el rechazo, la
marginación y la exclusión al no ser acogido en ninguna de nuestras
posadas. No hay duda: para el texto de los villancicos, este que ha
nacido es el Niño-Dios, es Enmanuel, Dios con nosotros: «Un niño
nos es nasçido / un hijo nos es otorgado / Dios y hombre prometido /
sobre divino humanado». No en abstracto, sino muy concreto y
asequible: «el Niño Dios ha nacido en Belén, aleluya, aleluya»3; en
una pequeña aldea, a la vista de los pequeños, en medio de las clases
más relegadas de la sociedad. Y esto no es solo una Buena Noticia,
sino un anuncio de salvación, y por esta razón la música con que se
canta es alegre y contagia alegría: «alegría, alegría, alegría, alegría,
alegría y placer, esta Noche nace un Niño en el portal de Belén».
4.2. La dimensión comunitaria de la fe
El villancico no suele ser un canto intimista que introduzca al sujeto
en sí mismo, sino que más bien lo saca de sí para abrirle al misterio; y
además este descubrimiento lo hace con otros, destacándose el
elemento comunitario de la fe. Los diálogos, los coros y los mismos
textos de las estrofas dan cuenta de que no estamos ante una
contemplación individual. De la misma manera que son los ángeles
los que cantan «gloria in excelsis Deo», es el pueblo el invitado a
unirse a los pastores en la búsqueda del portal y a la adoración del
Niño: «pastores venid, pastores llegad, adorad, adorad al Niño que
ha nacido ya». De ahí la serie de villancicos compuestos con música
de marcha, que invitan al trote o al galope, a apresurarse, a ir
corriendo para ser testigo presencial en esta Noche santa. Los títulos
son muchos. Desde el aire danzarín de «Vamos, pastores, vamos»,
hasta el «Arre, borriquito, arre, burro, arre, anda más deprisa, que
llegamos tarde». El elemento social es muy importante en los
villancicos, que están escritos para cantar con otros, para celebrar la
Navidad con otros, y que invitan constantemente a compartir con
otros lo poco o lo mucho que se tiene y, sobre todo, lo que se es: «esta
noche nace el Niño, yo no tengo que llevarle, le llevo mi corazón que
le sirva de pañales».
4.3. Cristología ascendente y descendente
Hay una Cristología descendente en los villancicos que invitan a mirar
hacia arriba, a la estrella, al lucero de la mañana, a los ángeles que
traen el mensaje, a los «cantos de paz» que vienen del cielo, porque
Dios desciende y se hace uno de tantos en un pequeño niño, en un
pobre lugar. Los villancicos no dejan dudas acerca de la constitución
ontológica de este Niño: «Niño porque en las gentes / nunca primero
fue visto / en cuerpo y ánima mixto / mostrando sus accidentes». Se
trata de una persona y dos naturalezas –como sentencia Calcedonia
(451). Pero ya sea en fórmulas más teológicas o más prosaicas y
candorosas, lo que unas y otras dejan claro es que este niño es un niño
como los demás. Llora, mama, tiene frío, lleva pañales, juega, sonríe,
tiene sueño: «A la nanita nana, nanita ea, mi Jesús tiene sueño,
bendito sea, ea, ea». Incluso es un niño simpático y travieso: «San
José al niño Jesús / un beso le dio en la cara, / y el niño Jesús le dijo:
/ Que me pinchas con las barbas». Así traducen los villancicos, con
una evidencia en la que no queda espacio para la cuestión –aunque sí
para el asombro–, lo que los Padres del Concilio de Constantinopla
(381), tras medio siglo de grandes agitaciones, lograron definir ante
los intentos de mutilar la naturaleza humana de Jesús: la verdadera
humanidad de Jesucristo. Pero con la misma inocente transparencia
con que se afirma que comparte con nosotros la fragilidad humana, se
sigue cantando la verdad de su condición divina. Ambas esenciales, si
este que nace ha de ser nuestro salvador. Preciosamente lo dice uno de
los más antiguos villancicos que conservamos (Riu, riu Chiu): «Este
que es nacido es el gran monarca. / Cristo, patriarca de carne
vestido, / hanos redimidos con se hacer chiquito, / aunque era infinito,
finito se hiciera»4. Hay además un reconocimiento explícito de este
Niño como aquel en quien podemos contemplar cómo era la condición
humana soñada por Dios para los hombres, libre de pecado: la gloria
del Edén –«vamos, pastores, vamos, vamos a Belén, a ver en aquel
niño la gloria del Edén»–. Y desde el suelo adonde desciende el
mismo Dios para hacerse hombre, se dibuja ahora una cristología
ascendente, que dice cantando lo que la mejor Patrística había
afirmado hacía ya algunos siglos: que «Dios se hace hombre para que
el hombre se haga Dios»: «Muchas profecías lo han profetizado / Y
aun en nuestros dias lo hemos alcançado / A Dios humanado vemos
en el suelo / Y al hombre nel cielo porqu’er le quisiera».
Si Dios no se hubiera hecho carne, entonces no habría esperanza para
la humanidad. No habría ningún nacimiento de Cristo, ninguna muerte
por nosotros y ninguna resurrección de la muerte a la vida. Apuntan
así las coplas a la misión salvadora que trae este Niño –liberación y
divinización–, aun cuando sea a través de un nuevo descenso, la
kénosis divina en la Cruz, a la que ya apuntan las canciones de cuna:
«Dime, Niño, de quién eres / y si te llamas Jesús / Soy amor en el
pesebre / y sufrimiento en la Cruz».
4.4. La figura de María
Otro de los grandes temas de la confesión de fe que se cantan en los
villancicos son los que se refieren a María. La afirmación de la
maternidad de María es, sin duda, uno de los temas más recurrentes en
los villancicos. La canta Víctor Manuel en un verso asturiano puesto
en boca de María –«que ye fiu mio y ye fiu de Dios y vien a enseñanos
un mundo mexor»–, y lo expresa el Noche de paz diciendo: «nace
Dios en un pobre portal y a María sonríe su faz», reconociendo en
María a la madre de Jesús, a la madre de Dios (Theotókos, Éfeso 431).
Los villancicos abren incluso un espacio para incorporar con cierto
humor la tipología Eva-María –«Vos, Virgen, soys nuestra Madre /
que la quel fruto comió / Madrastra la llamo yo»–. Junto a la
confesión de la maternidad se canta también su virginidad, poniendo
sin rubor alguno en labios del propio Jesús el dato de la intervención
divina en su concepción: «Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de
blanco / Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo». Se recoge aquí
el añadido que el Credo de Constantinopla hace al 2º artículo, referido
al Hijo: «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen»
(DH 150). Incluso los villancicos más antiguos, escritos antes de la
definición de la Inmaculada Concepción de María, la asumen como
verdad de fe. De nuevo el Cancionero de Upsala nos proporciona un
bellísimo ejemplo en su cabeça: «Riu, riu, chiu, La guarda ribera /
Dios guardó [retuvo] el lobo de nuestra cordera»; encargándose en la
estrofa de explicitar más abiertamente: «El lobo rabioso la quiso
morder, / mas Dios poderoso la supo defender. / Quisole hacer que no
pudiese pecar, / ni aun original esta Virgen no tuviera».
4.5. Una salvación «para todos»
El carácter universalista de la salvación es otra de las ideas más
presentes en el mundo de los villancicos: Dios nace para todos. Toda
la tierra se siente beneficiaria de este nacimiento. Se trata de un
acontecimiento que afecta personalmente a todo aquel que se
encuentra con él. De ahí que los villancicos traten constantemente de
introducir al que escucha en la escena, de hacerle testigo y
beneficiario, de incorporarlo al nacimiento.
Esta dimensión universal es especialmente subrayada en los
villancicos donde los protagonistas son los Reyes Magos,
introduciendo en la escena navideña otras culturas, otros pensamientos
y otras razas. Melchor, Gaspar y Baltasar representan las tierras
lejanas y entran en escena buscando. Siguen un signo: la estrella que
brilla y guía hasta el lugar donde nos está visitando el «sol que nace de
lo alto» (Lc 1,78), «la luz que viene a las tinieblas...» (Jn 1,5). Todos
estos temas bíblicos se combinan en el villancico: «Reyes que venís
por ellas / no busquéis estrellas ya / porque donde el Sol está / no
tienen luz las estrellas». Además, los reyes son tres, lo que permite
hacer articulaciones y paralelos con las tres personas de la Trinidad, al
mismo tiempo que se nos recuerda que la búsqueda del Niño no se
hace de manera puramente individual, sino con otros. Cada cual pone
su sabiduría al alcance de los demás para aprender a discernir, a
interpretar... el signo, la estrella. Ellos encuentran, adoran y se van con
el encargo de extender la Buena Nueva hasta el confín de la tierra.
4.6. Dimensión adorante de la fe
Los Reyes son magos, sabios, y traen regalos; pero, sobre todo, adoran
al rey de reyes: «Rey a quien reyes adoran / señal es qu'es él el que es
/ trino y uno y uno y tres / Cómo es ni puede sello no se cure de
buscar, / pues nos podemos salvar con solamente creello. / Y en
aquesto s'eche el sello / qu'este es el que siempre ha sido y es / trino y
uno y uno y tres». Al igual que los pastores, también los Reyes
reconocen al Dios infinito en la realidad finita de un Niño recién
nacido, al Dios omnipotente en la pobreza de un portal, al creador del
Universo calentándose al abrigo de una mula y un buey. Es este otro
de los mensajes que nos comunican los villancicos. Ante el misterio
de la encarnación, el asombro sobrecoge a todos por igual, y la única
respuesta a la medida del acontecimiento contemplado es la
adoración y la entrega: «Venite adoremus, venite adoremus, venite
adoremus Dominum». En la adoración y la ofrenda se igualan el zagal
y los reyes, los pastores, los niños y cualquiera que se asome al Portal.
Los villancicos proclaman una invitación universal: ¡Venid y adorad!;
es decir, la llamada a disponernos a descubrir en lo oculto de la
realidad finita al Dios infinito, al Dios omnipotente en la fragilidad e
impotencia de un Niño recién nacido, el esplendor divino en la
pobreza de lo humano. Toda la paradoja se anuda en la ternura de un
Niño: «Aeterni Parentis splendorem aeternum / Velatum sub carne
videbimus / Delum Infantem, pannis involutum». Y esta adoración
teñida de agradecimiento no puede sino conducirnos a la entrega.
Curiosamente, otro de los temas recurrentes en los villancicos es este
de mostrar que dar lo que se tiene y darse uno mismo es el mejor don
que el cristiano puede hacerle al Dios que se encarna por él. Seguro
que todos recordamos el texto y el dulce repique del tambor en El
tamborilero: «Yo quisiera poner a tus pies / algún presente que te
agrade, Señor / mas Tú ya sabes que soy pobre también / y no poseo
más que un viejo tambor / ro po pom pom, ro po pom pom... /
¡Cuando Dios me vio tocando ante él, me sonrió!».
4.7. La esperanza en una Nueva creación: eco-Navidad
Todo apunta en este nacimiento a una Nueva Creación que se refleja
en ese discreto pero inconfundible carácter ecológico de los
villancicos. La tierra y los cielos se llenan de la gloria de Dios, la
noche se ilumina, y todo se fecunda: «los pajarillos cantando / y el
romero floreciendo». Toda la creación, que gemía aguardando la
salvación (Rm 8), exulta ahora. Todo participa de la alegría de esta
Nueva Buena. No solo los seres humanos; también los animales
parecen celebrar esta salvación: los peces en el río nos hacen pensar
en los brindis navideños, pues «beben y beben y vuelven a beber, los
peces en el río por ver a Dios nacer»; el buey y la mula se hacen
protagonistas de una noche santa junto al ganado de los pastores. El
borriquito que, arre que arre, se resiste a llegar tarde e inicia en este
día una presencia en la vida de Jesús, que continuará en la huida a
Egipto y se prolongará hasta la entrada en Jerusalén (Jn 14-15). Los
pajarillos son aguardados también en Belén: «Pajarillos que vais por
el campo / seguid a la estrella, volad a Belén / que os espera un niño
chiquito / que el Rey de los Cielos y la Tierra es». Es toda la creación
la que celebra, incluidos el río y las estrellas. Las campanillas se
incorporan a los sonoros instrumentos que, junto a las campanas,
alertan a todos los pueblos, venidos de oriente y occidente, que
comparten también sus ritmos, sus villancicos, sus melodías
navideñas: «En la noche de la Nochebuena / bajo las estrellas por la
madrugá / los pastores con sus campanillas adoran al niño que ha
nacido ya / y con devoción / van tocando zambombas, panderos,
cantándole coplas al niño de Dios».
5. Un apunte pastoral
Los villancicos tienen un tremendo poder comunicador. Permiten que
se cuelen en nuestro interior hondas formulaciones teológicas con la
suavidad de su son. Nos aniñan, en cierta manera, para hacernos
recuperar esa inocencia tan necesaria para abrirse al misterio, para
dejarnos sorprender por la esencia y la verdad de las cosas, de la vida,
de la existencia. Nos hacen olvidar que lo sabemos todo, que debemos
sospechar de todo y que ya estamos de vuelta de todo. Localizan en
nuestro interior esa disposición que tal vez hace tiempo habíamos
perdido para esperar, para el asombro, para abrirnos a la alegría de lo
sencillo, de lo pequeño. Solo entonces pueden aproximarnos a ese
Dios que gusta manifestarse a los últimos, que sale a nuestro
encuentro en lo cotidiano, en lo ordinario, en medio de nuestros
trabajos y quehaceres. Solo hay que estar atentos, oír las campanas,
juntarse con otros, asomarse a la ventana, mirar al mundo, y en él a lo
más pequeño, a lo más chiquito, a lo más frágil, pobre e indefenso.
Escuchar las voces de los que están excluidos, marginados y fuera de
nuestras navidades; y descubrir en medio de nuestros cantos que hoy
también Dios se hace presente y extiende sus manos y aguarda nuestra
entrega allí en el pesebre, mientras sonríe a nuestro canto.
Nos preocupa la transmisión de la fe, encontrar el modo más adecuado
de decir a nuestro mundo, tan necesitado de esperanza, la salvación
que ya nos ha sido dada en Cristo. Nos preguntamos por las
estrategias que deberíamos seguir, por los modos y maneras más
adecuados..., y tal vez hemos olvidado o no hemos dado suficiente
importancia a ese bastión que permanece inalterable contra los vientos
y mareas de la secularización: el villancico. No solo es un filón
pedagógico que pone a nuestro alcance la posibilidad de acercar al
niño a la poesía y la lírica tradicionales, a los modos musicales en que
este género ha sido expresado a lo largo del tiempo. El villancico se
nos ofrece como un perfecto tema transversal para trabajar en el aula
en este tiempo: literatura, música, historia, sociedades, conocimiento
del medio, folklore... ¡No intentemos confinarlo en las clases de
religión!, pues la verdad que quiere transmitir la lleva dentro y la
expresa, sea cual sea el lugar donde se despliegue. Por esta razón es
necesario aprenderlos, cantarlos, representarlos... para que nos ayuden
a despertar del espejismo de Papá Noel y retornar a su verdad y a su
belleza. Hagámoslos sonar en nuestras casas, en nuestras calles, en
nuestras vidas..., de manera que nos levantemos por las mañanas
tarareando, dejándonos visitar por los villancicos en esta Navidad,
porque con ellos abriremos la puerta también a su alegría, su misterio,
su mensaje... y, tal vez, ¡a otras muchas visitas en nuestra vida!
*
Profesora de Teología. Universidad
<[email protected]>.
Pontificia
Comillas.
Madrid.
1.
2.
3.
4.
Citado por J. LÓPEZ-CALO, Historia de la música española, t.3, Alianza Música,
Madrid 1983, 114.
J. DÍAZ RENGIFO, Arte poética española, Imprenta Francisco Martínez, Madrid
1644, 30-31.
Anónimo del Cancionero de Upsala (Venecia, 1556).
Cancionero de Upsala.
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