Hacia La Recuperación Después Suicidio de Mi Hijo LaRita Archibald Traducido por Sonia H. Moore "Lo que la oruga llama el fin del mundo, el Maestro llama mariposa." (Richard Bach) Richard Bach Cuando uno de nuestros hijos deliberadamente se quita la vida, nuestra pena se multiplica. Sentimos la pena de la muerte por la pérdida de lo más preciado de nuestro ser.... nuestra propia vida y de nuestro futuro. Pero también sufrimos mucho por el hecho del suicidio y todo lo que el suicidio significa y de la manera en que la sociedad percibe lo que éste significa. Toda respuesta a una emoción típica del duelo se intensifica y se complica a niveles casi insoportables después de un suicidio. Vivimos con miedo a las reacciones de la sociedad y de los prejuicios religiosos. Sentimos miedo por los hijos que nos quedan. Nos obsesionamos con el sentido de culpa y con la aceptación, poco realista, de nuestra responsabilidad. Al mismo tiempo, nos sentimos rechazados, inadecuados, que hemos fallados y sentimos rabia....rabia contra Dios, contra nosotros, a veces hasta contra los miembros de nuestra propia familia y quizás, lo peor, rabia aún hacia nuestro propio hijo muerto. Fui lanzada a este poderoso pantano de agonía emocional con la muerte de Kent, mi hijo de 24 años que era brillante y hermoso. No podía ser distraída del horror de lo que le había hecho a su cuerpo, a su vida y a la vida de aquellos que lo amábamos. ¿Cómo una cosa así, sin sentido, podía ocurrir dentro de mi familia? ¿Cómo era posible que su terrible estado mental hubiera pasado desapercibido y no nos hubiéramos dado cuenta? ¡Deberíamos haberlo sabido! ¡De alguna manera deberíamos habernos dado cuenta y prevenir su muerte! No encontraba ningún tipo de consuelo en la bendición de la familia, de su padre que tenía roto el corazón y de nuestros otros cuatro hijos que sufrían con una pena intensa con la angustia de esta tragedia. Vi a mi familia despedazada, ya que uno de los nuestros, nunca más iba a estar con nosotros. Y ¡Por su propia decisión! Mi pena era inconsolable. Creía que mi vida había llegado a su fin. Es verdad que nunca dudé que mi existencia tenía y debía seguir. Veía esta continuación de ella, sólo como días llenos de dolor, estrechándose sin fin por años y años...para ser tolerados sin ninguna tranquilidad mental o de esperanza a ser feliz. No podía entender el por qué había hecho esta decisión tan increíble. Sin darme tregua, buscaba respuestas, razones, justificaciones que nunca encontré. Estaba desolada por mi necesidad de que la magnitud de mi herida pudiera ser entendida y reconfortada. Me sentía asaltada, vulnerada, avergonzada y separada de la sociedad. Tenía miedo, me sentía desconectada, sin ninguna orientación ni horizonte, para poder recuperarme y sin ninguna tranquilidad sobre mi salud mental. Estaba convencida que el golpe de haber encontrado a mi hijo baleado me había hecho perder la cordura. ¡La intensidad de mis sentimientos por seguro que no eran ni normales ni cuerdos! En los días y semanas que vinieron fui forzada a seguir con la rutina de la vida. Mi ser físico hacía las cosas mundanas del diario vivir. Aún, consolaba y les daba apoyo a otros. Era sólo una farsa; una cubierta delgada que cubría un inmenso y frío témpano de hielo. Estaba maldita con mi propia condena, atormentada con la creencia de que no había hecho algo o le había fallado al no haberle enseñado a tener amor propio y por lo tanto no podía vivir sin éso. Pensaba que iba a explotar con toda la ira que llevaba dentro, el sentido de culpa y mi frustrada falta de saber que hacer. Muchas veces luché con un sentimiento en especial y encontré alivio al haber "terminado" con esa parte en la complejidad de mis emociones, para tener que nuevamente encararlo, confundiéndome y molestándome en su persistencia para ser reprocesado. Por meses me mantuve atrapada; inerte; impotente. Estaba obsesionada con el suicidio de mi hijo y en tratar de encontrar la causa de su decisión. Era el primer y último pensamiento de cada día. Cada palpitación del corazón acentuaba su muerte y mi pérdida. Cada instante era consumido por el dolor...el dolor....el dolor. ¡Ya no daba más! Quizás haya sido el mismo sentimiento de sofocación, el cansancio desabilitante que me llevó a poner resistencia a este dolor que no tenía fin. Pués, aunque aún estaba muy frágil y poco segura, ¡un nuevo ser luchaba por nacer, un ser que quería, que necesitaba y que también....tenía el derecho a ser libre! Esta metamorfosis no fue adquirida de una manera rápida, ni sin dolor o con muchas ganas, ya que tenía miedo de vislumbrar el futuro y de mi vida, la cual había sido cambiada para siempre. Le tenía miedo al futuro, foráneo y distante, comparado a aquel pasado sin complicaciones y feliz; un futuro sin las bromas y las risas de mi hijo. Al mismo tiempo pude darme cuenta del amor y de los momentos felices que me esperaban junto al resto de mi familia viviente. Pude apreciar un futuro que me ofrecía más que sobrevivir sólamente. ¡Con la desintegración del cascarón de la pena, pude apreciar la Eterna presencia del Dios compasivo, contra quien había descargado mi furia! Su amor me cubrió con su manto, irradiando calor en mi alma congelada de dolor. Fui asegurada de que Él había aceptado a mi hijo. Mi valor como ser humano fue reafirmado y la valía de tanto yo como mi hijo fue devuelta. Entonces experimenté el valor de La Gracia! Fui capáz de apreciar a un nivel más rico y profundo mi fuerza y encontré una nueva seguridad. Busqué y encontré a aquellos que habían sido heridos como yo y nuestras lágrimas se hicieron una, sentí el bálsamo reconfortante del verdadero entendimiento. Pude apreciar la soledad, la angustia insostenible de otros y al entregarles consuelo, encontré el significado y el objetivo de mi propia pérdida y dolor. Aprendí algo sobre las dinámicas del suicidio, obtuve la capacidad de comprensión sobre el terrible dolor por el cual mi hijo había pasado y pude encontrar la paz mental de perdonar la manera en la cual había decidido resolverlo. Finalmente, pude entregarle a él la responsabilidad de su acto, devolviéndole así su dignidad y consecuencias de su decisión. Logré aceptar el corto tiempo y el gran amor que habíamos compartido con mi hijo como un regalo incondicional. Logré aceptar su muerte, mi pérdida y la pena que será siempre parte de mi vida. Lo que es aún más importante, es que logré darme cuenta de que eso no era todo. Siempre estaré en duelo por la muerte de mi hijo pero mi recuperación ya no está entorpecida con la obsesión que me consumía por la causa de su muerte. Por fin, después de muchos meses terribles y agotadores, estoy libre de la esclavitud de pensar que tenía poder sobre la decisión que tomó y de su muerte. Por fin, soy libre de volver a tener en mi, de atesorar para el resto de mis días, los preciosos recuerdos de su vida conmigo; recuerdos de sus diabluras, de sus risas y de la dulzura de su ser, que no era perfecto. Nuevamente, soy libre, libre para mirar hacia adelante y tener esperanza. ¡Soy libre..... para vivir otra vez! © 1988 LaRita Archibald