Mi Juan ramón Jiménez

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AULA DE CULTURA ABC
Fundación Vocento
Jueves, 2 de febrero de 2006
Mi Juan Ramón Jiménez
D. Luis Alberto de Cuenca
Poeta y Profesor de Investigación del CSIC
Si estuviera vivo, Juan Ramón Jiménez cumpliría 125 años en diciembre de 2006. Estos días
conmemoramos el cincuentenario de su Premio Nobel de Literatura. En el momento en el que se le dio
noticia del premio, su maravillosa mujer, Zenobia Camprubí –que tanto había luchado a lo largo de su
vida como gran artífice de ese reconocimiento–, era incapaz de enterarse, puesto que se encontraba a
sólo tres días de morir, aquejada de un cáncer vaginal. Desde ese momento, Juan Ramón Jiménez
arrastraría una subsistencia más que una existencia, hasta apagarse definitivamente a las cuatro de la
madrugada del 29 de mayo en 1958, cuando contaba 76 años de edad.
En 1956, España continuaba todavía encerrada en sí misma, a pesar de una leve apertura
fundamentada sobre todo en su ingreso en la Organización de las Naciones Unidas. La concesión del
premio resultó muy importante para España, si bien Juan Ramón Jiménez fue taxativo a la hora de no
querer regresar a España mientras el general Franco se mantuviera en el poder, resolución que
manifestó varias veces. Lo que sí hizo en los últimos años de su vida fue acercarse de la América
anglosajona a la América hispanoparlante, como lo demuestra el hecho de irse a vivir a Puerto Rico.
Juan Ramón empieza a escribir hacia 1898, y su actividad creadora se prolongará hasta 1954,
cuando el poeta, paralizado por la enfermedad de Zenobia y sus propios trastornos psíquicos, es
incapaz de escribir una sola línea. Por tanto, son cincuenta y seis años de creación ininterrumpida, una
creación que él considera una especie de opus magnum alquímico.
En efecto, él se plantea la poesía como un proceso continuo de depuración desde sus primeros
libros. La importancia de esta idea es tal que el poeta de Moguer perseguiría más tarde con saña sus
propias obras. Así, son conocidas las anécdotas según las cuales los jóvenes poetas iban a visitarlo
(vivió en Madrid entre 1913 y 1936 ininterrumpidamente, y ejerció el magisterio de una manera muy
generosa entre los jóvenes) tras haber perseguido por las distintas librerías de Madrid ejemplares de sus
libros previos a Diario de un poeta recién casado.
Pues bien, los jóvenes se los llevaban para comprobar cómo él los destruía con sus propias
manos. La anécdota ilustra la idea que Juan Ramón tenía de depuración. Son muy importantes en Juan
Ramón los florilegios o antologías, el primero de los cuales data de 1917, el segundo de 1922, el
tercero –casi póstumo y elaborado por Zenobia y Eugenio Florit, a quien le unió en los últimos años de
su vida una gratísima amistad– de 1957 y el último de 1978 (el más importante tal vez, titulado
Leyenda y que supone el último status de la obra que quiso transmitir a sus lectores).
Juan Ramón Jiménez nació el 24 de diciembre de 1881 –él gustaba de fantasear sobre esa
fecha– en el precioso pueblo onubense de Moguer. Estudió en esa localidad educación primaria y pasó
después al colegio de los jesuitas de Puerto de Santa María, centro muy prestigioso en la zona. Allí eran
matriculados los hijos de la burguesía, a la cual Juan Ramón pertenecía. Su padre era comerciante de
licores; y su madre (Purificación Mantecón), ama de casa.
Juan Ramón tenía una hermana de padre –porque éste había enviudado y se había casado en
segundas nupcias con Pura Mantecón– y un hermano del matrimonio entre Jiménez padre y Mantecón.
Se llamó Eustaquio, estudió con él en Puerto de Santa María y siempre mantuvo una relación estrecha
con el poeta.
Aunque más tarde estudiaría Derecho en Sevilla, las leyes no le interesaban mucho. Juan
Ramón tenía grandes dotes para la pintura, y hay que decir que, aparte de ser uno de los mayores poetas
mundiales del siglo XX, Juan Ramón es uno de los diseñadores gráficos más excelsos que ha tenido
nunca España. Todavía estamos viviendo, en cuanto a gusto y a diseño en revistas y en libros, de lo que
nos enseñó Juan Ramón; en la palestra literaria española hay grandes imitadores de Juan Ramón en este
momento, y no cabe duda de que marcó la pauta de cómo ofrecer el material poético de la manera más
bella posible –no cabe duda de que forma y fondo deben siempre corresponderse–.
A Juan Ramón Jiménez le produce un gran deslumbramiento leer a Rubén Darío. Pensaba en
ese momento que la pauta estética marcada por el nicaragüense era la que debía regir en la poesía
española –y no se equivocaba, porque no cabe duda de que Darío constituye un eslabón absolutamente
imprescindible en la evolución de la lírica hispánica–. Por tanto, Juan Ramón se hace modernista, y
después se sumerge en la lectura de los románticos (Espronceda, Bécquer, Lamartine, Byron, Heine,
etc.). Ricardo Gullón, uno de los más ilustres juanramonistas que ha habido nunca, dice no sin ironía
que esa lectura de los románticos lo acompañaría siempre en su “innata propensión a perderse en
aprensiones y temores sin fundamento”.
En su prehistoria poética existe una revista madrileña importante (Vida nueva), donde se
publican sus primeros poemas y algunas traducciones de Ibsen. Era el momento en el que el
pensamiento anarquista prendía entre los más jóvenes, y algunos textos suyos tenían ese corte. Los
modernistas de Madrid lo acogen en su primer viaje en 1900 con gran simpatía.
Él llega –como todo poeta novel– con un libro debajo del brazo que tiene un título muy breve:
Nubes. Hay que decir que Juan Ramón era para los títulos un hombre muy conceptual, y no se andaba
por las ramas ni buscaba cosas excesivamente alambicadas, sino que llamaba a sus libros de una
manera muy estricta, escueta y simbólica, pero al mismo tiempo también muy sencilla.
Frecuenta a Ramón del Valle-Inclán y a Rubén Darío, quienes se sienten padrinos de la criatura.
Además, le dirán que separe Nubes en dos partes: Ninfeas, título propuesto por Valle-Inclán, y Almas
de violeta, por Rubén Darío. Curiosamente el primero será prologado por Darío y el segundo por su
amigo Villaespesa (poeta interesante, pero no excelso), que parece que, según Juan Ramón –no sé hasta
qué punto será otra de sus locuras–, manipuló parte de su material poético.
Por esta época muere su padre, lo que produce en Juan Ramón un trastorno nervioso brutal.
Sufre mareos, ahogos y desmayos, de modo que su madre decide ponerlo al cuidado de un especialista
psiquiátrico francés que lo lleva a un sanatorio cercano a Burdeos, donde permanecerá entre mayo y
septiembre de 1901. La familia del médico es encantadora, y lo que Juan Ramón necesita es,
fundamentalmente, cariño. Parece ser que le toleran sus neuras con generosidad, él lo pasa bien, visita
algunos lugares cercanos y hermosos, y empieza a escribir prosas poéticas y los poemas que
configurarían su segundo libro, Rimas, titulado así en honor a Bécquer.
En Madrid ingresa en el Sanatorio del Rosario, calle Príncipe de Vergara. Juan Ramón se
enamorisca de alguna de las monjas jóvenes que pululan por el sanatorio y entabla una amistad íntima
con uno de sus doctores, el doctor Luis Simarro, quien será muy importante en su vida. Luis Simarro
era catedrático de la Universidad Central y uno de los apóstoles laicos de la Institución Libre de
Enseñanza. A partir de entonces, Juan Ramón se vio captado por esta doctrina de enseñanza que
suponía una posición del mejor progresismo dentro de su momento histórico.
Pasa a un sanatorio de la Sierra de Guadarrama, donde escribe Arias tristes (1903), y participa
en la aventura colectiva de la revista Helios, donde colaboraron los mejores poetas de la época. En ese
momento, Juan Ramón empieza a hacer una cierta vida social y asiste a un curso de psicología
impartido por el doctor Simarro, que vivía en la calle Conde de Aranda número 1.
Puede decirse que en Juan Ramón hay dos enormes influencias. El Juan Ramón de la primera
época está inmerso en el paisaje de Burdeos, de su Andalucía natal... Hay campo, valles, picos, ríos que
cantan por entre valles, etc. Por su parte, en su segunda etapa, a partir de Diario de un poeta recién
casado, el mar es lo importante. El mar va a ser también protagonista de la etapa más mística, que es la
tercera. Es una etapa más conceptualizada, que él evidentemente fue elaborando a lo largo de los años y
que tiene en Animal de fondo, ese libro portentoso publicado por vez primera en Buenos Aires en 1949,
su hito más importante.
En 1904 se publica el libro Jardines lejanos. Ricardo Gullón habla de primera plenitud del
poeta. Aparecen el misterio, el terror a lo femenino y a la muerte, las sombras o la dualidad del ser,
temas que van aportando toda esa gama de matices, de colores delicadísimos que forman la paleta de
Juan Ramón y que van orientando más y más su poesía al intimismo y a una mayor interiorización.
Muertos su padre y su madre, su tierra lo reclama. Hay una ruina familiar muy desagradable, lo
que obliga a vender una serie de propiedades, si bien salen más tarde adelante. El período comprendido
entre 1904 y 1911 es de gran actividad poética, y en él se gestará, por ejemplo, Platero y yo. Publica
otros libros hermosísimos como Elegías puras, Elegías intermedias, Olvidanzas, Elegías lamentables,
Baladas de primavera y un sinfín de títulos de los que más tarde abominaría hasta reducirlos
prácticamente a la nada en las distintas antologías.
Debe quedar claro que Juan Ramón autoeditó sus libros hasta un determinado momento en el
que ciertas editoriales empezaron a mostrarse interesadas en su obra. Los coleccionistas de libros
conocen muy buen este detalle, puesto que resulta más fácil encontrar los ejemplares de Renacimiento
de Calleja que no los de las primeras épocas editadas por Fernando Fe (en realidad, autoeditadas por el
poeta).
En 1912 vuelve a Madrid, de donde no se moverá hasta prácticamente la guerra civil. A pesar
de haber tenido amantes anteriores (por ejemplo, Margarita de Pedroso), en Madrid se producirá el acto
más importante de toda su vida. Allí conoce en 1913 a Zenobia.
El hecho –insisto– es fundamental en su vida. Zenobia era un auténtico ángel; no hay más que
ver las fotografías de esta dama cuando tenía veintiséis años para darse cuenta de su belleza, de sus
ojos azules y transparentes, de su talante risueño y siempre optimista. Para ser claros, era todo lo
contrario que Juan Ramón. Además, había sido educada en Estados Unidos, lo que suponía libertad
para la mujer en una España todavía muy constreñida en la igualdad de los sexos. Zenobia era una
persona vital que conocía perfectamente, hasta límites insospechados, la cultura anglosajona.
Igualmente, Juan Ramón empieza en realidad a evolucionar poéticamente con Zenobia, porque
leerá una serie de poetas que ésta le irá descubriendo. Como por juego y para agradar a Juan Ramón,
Zenobia empieza a traducir al Premio Nobel de ese año (Tagore), con cuyo talante y manera de
entender y ver el mundo el poeta de Moguer se sintió siempre muy identificado.
Zenobia era una mujer práctica –quizá no tan práctica como Gala, la novia y mujer de Dalí– de
la que Juan Ramón se enamoró como un loco. El 2 de marzo de 1916 se casaron en Nueva York, algo
muy elegante para la época, y viajaron por el este de Estados Unidos, momento inmortalizado en
Diario de un poeta recién casado. El libro compagina el viaje interior con el viaje exterior, mientras el
descubrimiento del mar está presente a lo largo de todo el volumen.
Como he indicado, este libro supone una inflexión formidable en la poesía de Juan Ramón,
quien se adentra en el verso libre, territorio que no había sido cultivado en la poesía española. Sus
prosas son de una intensidad de escritura antes no vista, al tiempo que incluye unas notas de humor y
de ironía que demuestran que, a pesar de su neurosis, Juan Ramón podía ser un tipo graciosísimo y
dotado de un fantástico sentido del humor.
En este sentido, no hay más que leer Juan Ramón de viva voz, el libro de Juan Guerrero Ruiz
base para entender a Juan Ramón persona (se publicó en Ínsula en 1961 y se ha reimpreso
recientemente en Pretextos). Asimismo, su vena satírica se plasmaría en Españoles de tres mundos,
cuyas semblanzas deliciosas –a veces entregadas, a veces distanciadas– de una serie de personajes
contemporáneos suyos son de inexcusable lectura para conocer el mundo de Juan Ramón.
De la etapa primera voy a leer algunas piezas tan famosas como, por ejemplo, este modelo de
sinestesia en todos los manuales de retórica. Me refiero a “El poeta a caballo”, de Baladas de
primavera, escrito durante la estancia en Moguer de 1907:
¡Qué tranquilidad violeta,
por el sendero, a la tarde!
A caballo va el poeta...
¡Qué tranquilidad violeta!
La dulce brisa del río,
olorosa a junco y agua,
le refresca el señorío...
La brisa leve del río...
A caballo va el poeta...
¡Qué tranquilidad violeta!
Y el corazón se le pierde,
doliente y embalsado,
en la madreselva verde...
Y el corazón se le pierde...
A caballo va el poeta...
¡Qué tranquilidad violeta!
Se está la orilla dorando...
El último pensamiento
del sol la deja soñando...
Se está la orilla dorando...
¡Qué tranquilidad violeta,
por el sendero, a la tarde!
A caballo va el poeta...
¡Qué tranquilidad violeta!
De La soledad sonora (1908) leo la versión de la segunda antología poética (1922):
Un pájaro en la lírica calma del mediodía,
canta bajo los mármoles del palacio sonoro;
sueña el sol vivos fuegos en la cristalería,
en la fuente abre el agua su cantinela de oro.
Es una fiesta clara con eco cristalino;
en el mármol, el pájaro; las rosas, en la fuente;
¡garganta fresca y dura; azul, dulce, arjentino
temblar, sobre la flor satinada y reciente!
En un ensueño real, voy, colmado de gracia,
soñando, sonriendo, por las radiantes losas,
henchida el alma de la pura aristocracia
de la fuente, del pájaro, de la luz, de las rosas...
Esa maravillosa secuencia final evoca procedimientos del teatro de Calderón, que jugaba también con
este tipo de secuenciación y de encabalgamiento de las palabras.
Un libro que particularmente me interesa mucho es Sonetos espirituales. Aunque Juan Ramón
nunca gustó de ese tipo de constricciones para su creación literaria –y los sonetos lo son–, como era un
hombre que afrontaba todos los retos decidió escribir una colección. Lo hizo muy bien y lo publicó en
1914 y 1915. También en versión de la segunda antología voy a leer un soneto que, recuerdo, venía en
un libro de texto de mi colegio y, supongo, de muchos. Se titula “Octubre”, y casi todo el mundo se lo
sabe de memoria:
Estaba echado yo en la tierra, enfrente
del infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.
Lento, el arado, paralelamente
abría el haza oscura, y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.
Pensé arrancarme el corazón, y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
al ancho surco del terruño tierno;
a ver si con romperlo y con sembrarlo,
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.
Termino con esta primera época. He hablado ya de Diario de un poeta recién casado, y de
cómo el nuevo estilo, esa nueva maniera que se inaugura con este poemario parte de la fascinación por
el mar y el encuentro con él. Para comprobarlo, leo “Soledad”, donde ya está el Juan Ramón, incluso,
de Animal de fondo y de Dios deseado y deseante, de los soberbios últimos libros. Veamos:
(1 de febrero)
En ti estás todo, mar, y sin embargo,
qué sin ti estás, qué solo,
qué lejos, siempre, de ti mismo!
Abierto en mil heridas, cada instante,
cual mi frente,
tus olas van, como mis pensamientos,
y vienen, van y vienen,
besándose, apartándose,
en un eterno conocerse,
mar, y desconocerse.
Eres tú, y no lo sabes,
tu corazón te late, y no lo siente...
¡Qué plenitud de soledad, mar solo!
A partir de este momento se produce lo que Ricardo Gullón llama “segunda plenitud del poeta”.
Hay títulos muy relevantes: Eternidades (1918), Piedra y cielo (1919) y la segunda antología, que
resume a la perfección el mundo estético de Juan Ramón recuperando todo lo que de su anterior etapa
pensaba él que podía recuperarse. Es el momento en el que también reúne sus ejercicios de prosa de
Los españoles de tres mundos y empieza a publicar en periódicos y revistas una serie de aforismos, de
notas histórico-críticas y biográficos-críticas que van ensanchando su espacio literario. También
aparece en 1923 Poesía y belleza, en una preciosa colección cuidada por el propio Juan Ramón.
Al mismo tiempo, empieza a volver sobre su obra en una intensa y continua revisión,
publicando Unidad (1925), Obra en marcha (1928), Sucesión (1932), Presente (1933) y Hojas sueltas
(1935). Ese mismo año (1935) es importante en la reflexión de su propia poética porque Juan Ramón
decide ordenar por formas sus poemas, y publica Canción, donde junta su poesía “cancioneril”. Sin
embargo, estalla la guerra civil, que frustra el intento de seguir esa ordenación que, de todos modos,
diez años después le habría parecido, a buen seguro, mal.
Juan Ramón se exilia con Zenobia a Cuba, después a Estados Unidos, donde permanecerán
muchos años, y a Puerto Rico, el último lugar, donde fallecerán los dos. En 1948 publica sus Romances
de Coral Gables, que era el lugar donde vivían en Miami, y en su viaje apoteósico a Buenos Aires, en
1948 y 1949, publica Animal de fondo, donde consigna su relación con ese Dios deseado y deseante
que formará una de las partes de Animal de fondo. Debo aclarar que el Dios del título no es el ser
trascendente del cristianismo, sino la propia poesía. Con este libro, y con el célebre poema “Espacio”,
que ha estudiado y editado tan maravillosamente Aurora de Albornoz, se produce lo que Ricardo
Gullón llamó “tercera plenitud del poeta”. Es, sin duda, la más alta.
Al principio hemos visto cómo el contacto con el campo, las montañas, los valles y los ríos
produjo la primera plenitud, Y que la segunda y la tercera vienen determinadas por la convivencia con
el mar. En ese momento de tercera plenitud, Juan Ramón se dirige en los últimos años de su vida a ese
Dios que es la poesía, que busca y con el que lucha denodadamente, como Jacob con el ángel.
Realmente, empieza a sentir esa idea no de la trascendencia, pero sí de la transparencia en ese Dios
poético que él siente como un huésped del alma que va intuyéndolo a lo largo de los años y que va
tomando posesión del ser de Dios, así como el ser de Dios del alma del poeta.
“Espacio” tiene una historia curiosa. Fue en 1941, paseando por las inmediaciones de su casa en
Coral Gables (Florida), cuando de repente le asaltó una poderosísima imagen de plenitud en la que se
fundían vida, obra y sueño. Es el punto de partida de “Espacio”. Él dijo exactamente: “Toda mi vida he
acariciado la idea de un poema seguido, un asunto concreto, sostenido solo por la sorpresa, el ritmo, el
hallazgo, la luz, la ilusión sucesiva, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia”.
Poco antes de dejar de escribir, dicta en 1953 dos de las conferencias teórico-críticas más
célebres que se le conocen. Una trata de poesía cerrada y poesía abierta, y Juan Ramón emplea en ella
conceptos que seguimos manejando los amantes de la poesía muchos años después. La otra es la
célebre “El romance río de la lengua española”. En todo momento, en esas aportaciones críticas se
muestra el poeta en todo su rigor y en toda su agudeza, pero también asoman la ironía y la sátira.
Eternidades –libro que a mí me gusta mucho– alterna prosa y verso, y contiene el poema
probablemente más célebre de Juan Ramón, ese en el que nos explica su evolución poética:
Vino, primero, pura,
vestida de inocencia;
y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes;
y la fui odiando, sin saberlo.
Llegó a ser una reina,
fastuosa de tesoros...
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
...Mas se fue desnudando,
y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica,
y apareció desnuda toda...
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!.
Otro poema de Eternidades es, en la versión de la segunda antología, éste:
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
En este poema encuentro, por cierto, puntos de contacto entre dos genios y dos personas tan
abismalmente distintas como Jorge Luis Borges y Juan Ramón Jiménez. Hay ocasiones en las que los
genios se tocan, en las que, sin que haya influencia, hay, por menos, confluencia.
De Piedra y cielo veamos una composición de tres partes cuya primera es ni más ni menos que
el famoso y breve “El poema. 1”: “¡No le toques ya más, / que así es la rosa!”. La segunda parte (“El
poema. 2”) dice así:
“Arranco de raíz la mata,
llena aún del rocío de la aurora.
¡Oh, qué riego de tierra
olorosa y mojada,
qué lluvia –¡qué ceguera!– de luceros
en mi frente, en mis ojos!”
La tercera parte (“El poema. 3”) es ésta:
“Canción mía,
canta, antes de cantar; da a quien te mire antes de leerte
tu emoción y tu gracia;
emánate de ti, fresca y fragante”.
Esta serie me recuerda también a otro gran maestro de la poesía mundial contemporánea, Ezra
Pound –uno de mis mayores maestros–, y uno de cuyos poemas tiene mucho que ver con la idea del
canto, de la celebración, que está presente en ambos autores.
De Espacio no me resisto a leer una parte de “Fragmento segundo”:
“Y para recordar por qué he vivido”, vengo a ti, río Hudson de mi mar. “Dulce como esta luz
era el amor...” Y por debajo de Washington Bridge (el puente más con más de esta New York)
pasa el campo amarillo de mi infancia.” infancia, niño vuelvo a ser y soy, perdido, tan mayor,
en lo más grande. Leyenda inesperada: “dulce como la luz es el amor”, y esta New York es
igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid. Puede el viento, en la esquina de
Broadway, como en la Esquina de las Pulmonías de mi calle Rascón, conmigo; y tengo abierta
la puerta donde vivo, con sol dentro. “Dulce como este sol era el amor.” Me encontré al
instalado, le reí, y me subí al rincón provisional, otra vez, de mi soledad y mi silencio, tan igual
en el piso 9 y sol, al cuarto bajo de mi calle y cielo. “Dulce como este sol es el amor”.
Terminaré leyendo el poema de Juan Ramón que figura en mi antología de las cien mejores
poesías de la lengua castellana. Pertenece, precisamente, a Dios deseado y deseante, y me parece una
de las páginas más bellas del poeta:
Dios del venir, te siento entre mis manos,
aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa
de amor, lo mismo
que un fuego con su aire.
No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo,
ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano;
eres igual y uno, eres distinto y todo;
eres dios de lo hermoso conseguido,
conciencia mía de lo hermoso.
Yo nada tengo que purgar.
Toda mi impedimenta
no es sino fundación para este hoy
en que, al fin, te deseo;
porque estas ya a mi lado,
en mi eléctrica zona,
como está en el amor el amor lleno.
Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia
y la de otro, la de todos,
con forma suma de conciencia;
que la esencia es lo sumo,
es la forma suprema conseguible,
y tu esencia está en mí, como mi forma.
Todos mis moldes llenos
estuvieron de ti; pero tú, ahora,
no tienes molde, estás sin molde; eres la gracia
que no admite sostén,
que no admite corona,
que corona y sostiene siendo ingrave.
Eres la gracia libre,
la gloria del gustar, la eterna simpatía,
el gozo del temblor, la luminaria
del clariver, el fondo del amor,
el horizonte que no quita nada;
la trasparencia, dios, la trasparencia,
el uno al fin, dios ahora sólito en lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para ti he creado.
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