¿Qué tienen en común un judío ultraortodoxo, un talibán afgano,... cristiano integrista, un budista o un hindú recalcitrante? No es...

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Feminismo o barbarie
Lunes, 02 de Enero de 2012 12:28
¿Qué tienen en común un judío ultraortodoxo, un talibán afgano, un musulmán radical, un
cristiano integrista, un budista o un hindú recalcitrante? No es su creencia en Dios ni en la vida
eterna; no es la oración ni la congregación; no es el sentido de la culpa y de la redención sino
su profundo odio a la libertad de las mujeres. A todos les da por lo mismo.
Fuente: Concha Caballero, El País.
No importa el origen mítico de la creación que cada religión recrea, si el ser humano
nació del barro, de las nubes o del humo. No importan los ritos que se les consagren ni
el nombre con el que los invocan: Yahvé, Alá, Dios, Ngai o Popol... Todas las religiones,
especialmente las monoteístas, comparten un intenso rechazo a la igualdad de las mujeres y,
en sus lecturas más extremistas, una brutalidad sin límites para castigar a las que se atreven a
poner en cuestión la supremacía masculina.
Por supuesto que hay grados, escalas, matices que no se pueden pasar por alto. De todas
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ellas, el cristianismo es la religión que ha convivido más tiempo con sociedades que han
separado el poder de la Iglesia y del Estado y, aún a regañadientes, ha ido aceptando los
pasos de las mujeres hacia la igualdad. No obstante, su teoría sigue inmune a los cambios
sociales como nos recuerdan con frecuencia las declaraciones de obispos y de representantes
religiosos sobre violaciones, pederastia, aborto o igualdad de las mujeres.
Esta semana hemos conocido que los judíos ultraortodoxos de Israel escupen a las
niñas por su vestimenta, determinan en qué acera de la calle debe caminar cada sexo,
segregan en los autobuses a las mujeres, las casan sin su consentimiento y las privan
de toda capacidad de decisión. Todo esto en una sociedad avanzada y ante el silencio
cómplice, hasta ahora, de las autoridades. El judío ultraortodoxo es intercambiable con el
talibán, con el extremista islámico, con el jefe de las tribus africanas más feroces y con algún
obispo español.
Frente a estas manifestaciones ultrarreligiosas, están triunfando en el mundo árabe versiones
algo más edulcoradas y laxas del poder religioso. En Egipto, las mujeres que salieron a la calle
en demanda de democracia, fueron detenidas y humilladas. Unas autoridades que no se
consideran a sí mismas integristas, sino moderadas, las sometieron a pruebas de virginidad.
Pero el mundo todavía no ha comprendido que no se puede llamar democracia a ningún
sistema político que no contemple, sin restricciones, la total igualdad de hombres y mujeres. Y
todavía más, que no hay prácticamente ningún sistema político confesional al que pueda
llamarse auténtica democracia.
Sin embargo, nuestros gobernantes se sientan y departen alegremente con regímenes que
condenan y lapidan a las mujeres, que las torturan y las esclavizan, que las privan de sus
derechos más elementales como personas, desde Arabia Saudí a los nuevos gobiernos
afganos. Llaman democracias a gobiernos discriminatorios y saludan avances de regímenes
que tienen como costumbre segregar a las mujeres.
Hay una internacional genocida que nadie denuncia. Diariamente en el mundo son asesinadas
miles de mujeres por el simple hecho de pertenecer a este género; por haber infringido las
normas públicas o privadas de la supremacía masculina. Lapidadas en la plaza por haber sido
infieles o apuñaladas en el hogar por el mismo motivo. Víctimas de una misma religión: la que
consagra al hombre en un lugar superior al de las mujeres. Por eso, queridos lectores, no se
puede reducir la violencia contra las mujeres a casos particulares, a un conflicto familiar, a
fallos en la aplicación de una ley, ni cambiar el nombre del delito. Se trata de un crimen
cargado de ideología, de supremacía masculina, de venganza contra la libertad de las mujeres.
Las palabras importan tanto que nos definen y, en este caso, trazan una línea divisoria. De un
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lado, la mayoría de la sociedad, incluidos la mayor parte de los hombres, que han
comprendido el horror de la barbarie; del otro lado los bárbaros y los nostálgicos de los
viejos tiempos.
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