MARIO VARGAS LLOSA - LA CABEZA DE MILOSEVIC

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MARIO VARGAS LLOSA - LA CABEZA DE MILOSEVIC
A la OTAN no hay que reprocharle su intervención en Yugoslavia, sino que
interviniera con diez años de atraso y cometiera el error de anunciar que
excluía toda acción militar terrestre, lo que dio luz verde a la dictadura de
Belgrado para poner en marcha su plan de limpieza étnica de Kosovo, uno de los
crímenes contra la humanidad más horrendos de este siglo, comparable en
naturaleza, aunque no en número, al holocausto judío perpetrado por Hitler o a
los desarraigos de pueblos que llevó a cabo Stalin en su empeño por rusificar la
Unión Soviética.
Como ha escrito Alain Finkielkraut, la guerra de Kosovo comenzó en 1989, cuando
Slobodan Milosevic, iniciando la frenética campaña de exaltación nacionalista
serbia que le permitió hacerse con el poder absoluto (y, al mismo tiempo,
precipitó la desintegración de la Federación yugoslava), abolió el estatuto de
autonomía de aquella provincia, prohibió a los kosovares albaneses sus escuelas
y toda representatividad pública, y, pese a constituir el noventa por ciento de
la población, los convirtió en ciudadanos de segunda respecto al diez por ciento
restante (la minoría serbia). Si en aquel momento los países occidentales
hubieran apoyado a los demócratas que en Yugoslavia resistían al rollizo
apparatchik que, a fin de consolidarse en el poder, cambió su ideología marxista
por el nacionalismo y provocaba a eslovenos, croatas, bosnios y kosovares con la
amenaza de una hegemonía serbia sobre la Federación para, en el clima de
división y xenofobia así creado, impedir la democratización de Yugoslavia que
hubiera puesto fin a su carrera política, Europa se habría ahorrado los
doscientos mil muertos de Bosnia y los sufrimientos que, desde entonces, padecen
los Balcanes, incluidos, por supuesto, los de los propios serbios.
El problema no es Kosovo, como no lo fue, antes, el de las otras culturas que
constituían la Federación yugoslava -Eslovenia, Bosnia y Croacia- y son ahora
repúblicas independientes. El problema era y es la dictadura de Milosevic,
fuente principal de los conflictos étnicos y de la explosión histérica de
sentimientos nacionalistas que ha incendiado los Balcanes. Si en Belgrado
hubiera una democracia, la separación de aquellas regiones hubiera podido ser
tan pacífica como el divorcio entre Eslovaquia y la República Checa, que se
llevó a cabo sin disparar un solo tiro. Pero, lo más probable es que, con un
régimen democrático, el estallido de la Federación yugoslava no hubiera ocurrido
y ésta sobreviviera dentro de un sistema flexible, de coexistencia de las
distintas culturas, creencias y tradiciones, a la manera de Suiza o Bélgica.
Que ésta era la solución sensata lo reconocen ahora, incluso, muchos de los
dirigentes europeos irresponsables, que, por ganar zonas de influencia política
y económica, alentaron la desintegración de Yugoslavia, e incluso subsidiaron y
armaron a los movimientos nacionalistas locales. Esa miopía favoreció al régimen
de Milosevic, que, convertido en símbolo del nacionalismo serbio y ayudado por
una demagógica campaña victimista, ha podido consumar, antes que en Kosovo,
una
verdadera limpieza política interna, eliminando toda forma seria de oposición y
de crítica. No hay duda de que los bombardeos de la OTAN que padece la población
yugoslava benefician extraordinariamente a Milosevic, a quien nadie puede ahora
oponerse en su país sin ser acusado de traición a la Patria. Pero, de esta
realidad no hay que sacar los argumentos que esgrimen algunas almas cándidas
contra la intervención de la OTAN. Por el contrario, hay que concluir que la
razón de esta intervención, si ella quiere acabar de una vez por todas con las
limpiezas étnicas y los crímenes colectivos en los Balcanes, debe ser poner fin
al régimen autoritario de Milosevic y el establecimiento de un gobierno de
libertad y legalidad en Belgrado. Mientras la cabeza de la hidra esté intacta,
no importa cuántos tentáculos se le corten, éstos se reproducirán y seguirán
emponzoñando Yugoslavia y su contorno.
Se oponen a esta tesis unos señores a quienes Daniel Cohn-Bendit, en uno de los
mejores artículos que he leído sobre Kosovo, llama "los soberanistas". ¿Quiénes
son? Unos caballeros circunspectos, muy respetuosos de la letra de la ley, para
quienes la intervención aliada en Yugoslavia es una monstruosidad jurídica
porque siendo Kosovo parte integral de aquella nación y los problemas kosovares
un asunto de política interna, la comunidad internacional, al agredir a una
nación soberana, ha puesto en peligro todo el orden jurídico internacional.
Según este criterio, en nombre de la abstracta soberanía, Milosevic debería
tener las manos libres para limpiar Kosovo mediante el asesinato o la expulsión
violenta de los dos millones de kosovares que estorban sus planes, algo que, por
lo demás, comenzó a hacer, antes de los bombardeos de la OTAN, con la misma
convicción con que Hitler limpiaba Europa de judíos.
La soberanía tiene unos límites, y si un gobierno atropella los derechos humanos
más elementales, y comete crímenes contra la humanidad, con asesinatos
colectivos y políticas de purificación étnica como hace Milosevic, los países
democráticos -que, por fortuna son, hoy, también los más poderosos y prósperostienen la obligación de actuar, para poner un freno a esos crímenes. Toda acción
armada es terrible, desde luego, porque en ella caen siempre inocentes. Pero el
pacifismo a ultranza sólo favorece a los tiranos y a los fanáticos a los que
ningún escrúpulo de índole moral ataja en sus designios, y, a la postre, sólo
sirve para retardar unas acciones bélicas que terminan causando más numerosas y
peores devastaciones que las que se quiso evitar con la inacción. Si el
Occidente democrático hubiera bombardeado a Hitler cuando Churchill lo pedía,
los veinte millones de muertos de la segunda guerra mundial hubieran sido
bastante menos, y el holocausto no hubiera tenido lugar. Si, durante la guerra
del Golfo el presidente Bush hubiera completado la tarea, deponiendo a Saddam
Hussein y permitiendo a Irak emanciparse del autoritarismo, tal vez ocurriría
allí lo que ocurrió en Panamá luego del desplome de la tiranía de Noriega: el
establecimiento de un régimen civil, que no amenaza a sus vecinos, se rige por
la ley y respeta las libertades públicas.
No se trata, desde luego, de promover acciones militares sistemáticas de las
democracias avanzadas contra todos los regímenes autoritarios que proliferan por
el mundo. Ésa es una quimera. Y, por lo demás, no es seguro que una democracia
venida en la punta de los fusiles se aclimate y fructifique siempre (aunque así
ha ocurrido en casos tan importantes como los de Alemania y Japón). Sino de
reclamar un orden internacional en el que se exija de todos los regímenes un
mínimo respeto de los derechos humanos y severas sanciones por parte de las
naciones democráticas contra quienes atropellen estos derechos de manera
flagrante, con persecuciones religiosas, raciales o étnicas y asesinatos y
expulsiones de las minorías. Estas sanciones pueden ser económicas y políticas
(que tuvieron éxito en África del Sur y Haití) o, excepcionalmente, militares,
cuando, como en Kosovo, se trata de impedir el exterminio de todo un pueblo por
el delirio nacionalista de un tirano.
A estas alturas, ya parece evidente que el uso de la palabra "exterminio" calza
como un guante a la operación de Slobodan Milosevic en Kosovo. Ella comenzó en
plena negociación de Rambouillet, con la movilización -en contra de compromisos
pactados en octubre pasado- de 40 mil hombres del Ejército yugoslavo hacia
Kosovo, e impermeabilizando la provincia mediante la expulsión de la prensa
internacional. Los testimonios recogidos a través de los refugiados kosovares en
Macedonia y Albania, indican una fría planificación, ejecutada con precisión
científica. En los poblados ocupados, se separa a los jóvenes de los niños,
ancianos y mujeres, y se los ejecuta, a veces haciéndolos cavar primero sus
tumbas. A los sobrevivientes se les da un plazo mínimo para huir hacia el
exterior, luego de despojarlos de los documentos personales. Los registros
públicos desaparecen quemados, así como toda documentación que acredite que
aquellos kosovares fueron propietarios de casas, tierras o, incluso, de que
alguna vez vivieron allí, o existieron. La última etapa de la operación, cuando
según ACNUR más de medio millón de kosovares han sido echados al extranjero y
unos doscientos cincuenta mil desplazados dentro de Kosovo, ha sido cerrar las
fronteras, para convertir a los kosovares que quedan en el interior en escudos
humanos contra los bombardeos y una posible acción militar terrestre de los
aliados. En cualquier caso, es evidente que el objetivo de Milosevic es la
limpieza étnica: hacer de Kosovo una provincia ciento por ciento serbia y
ortodoxa, sin rastro de musulmanes ni albaneses.
¿Tiene alguna relación la tardanza de la comunidad internacional en actuar
contra Milosevic el hecho de que sus víctimas sean musulmanes? Me temo que sí,
como la tuvo, cuando Hitler, la demora de los aliados en declarar la guerra el
que fueran judíos las víctimas del holocausto. Tengo la certeza que, de ser
cristiana la comunidad que experimentó los padecimientos y exacciones que
soportaron los bosnios, o padecen ahora los kosovares, la reacción de la opinión
pública y de los gobiernos occidentales hubiera sido más pronta, y que jamás
hubiera habido en Occidente tan amplios sectores empeñados en que sus gobiernos
se crucen de brazos frente a aquellos crímenes. Es algo que no se dice, o se
dice sólo en voz baja y entre gentes de confianza: ¿no estamos creando un Moloch
entre nosotros? ¿Queremos un régimen islámico fundamentalista aliado de Gaddafi,
Saddam Hussein y los ayatolas en el corazón de Europa? ¿No están, en cierto
modo, Milosevic y los serbios luchando ahora, como el 28 de junio de 1389 lo
hicieron el príncipe Lazar y los serbios de entonces, también en Kosovo, contra
la bárbara y fanática Media Luna, sempiterna enemiga de la Europa cristiana y
civilizada? Aunque parezca mentira, hay demócratas sensibles a estos
`argumentos', y, por eso, las encuestas indican que los sectores opuestos a la
intervención militar para salvar a los kosovares de la aniquilación, superan las
cifras electorales que alcanzan habitualmente los partidos comunistas y
neofascistas, hermanados ahora, una vez más, como cuando el pacto Molotov-von
Ribbentrop, en su campaña pacifista contra la OTAN.
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