el fantasma como valor de cambio

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TERCERAS JORNADAS DE APERTURA SOCIEDAD PSICOANALÍTICA
23 Y 24 DE NOVIEMBRE 2012.
La economía y el derecho de propiedad sobre el gozo: el fantasma como valor
de cambio y la moneda viviente.
Ricardo Cuasnicú.
Resumen: La noción de gozo posibilita comprender la centralidad del derroche y de lo
inútil en la economía y explica la mercantilización del erotismo por mediación del
fantasma perverso y la equivalencia entre palabra y moneda viviente, según la
interpretación de Pierre Klossowski.
Me propongo reflexionar sobre los estragos de la civilización industrial, entre
cuyas consecuencias se halla la perniciosa acción sobre los afectos, es decir,
su influencia desmoralizante.
La pregunta es ¿de dónde proviene tal preponderancia, tal prepotencia moral?
Según Pierre Klossowski, autor de “La moneda viviente”, proviene del “acto de
fabricar objetos”, en tanto que fabricar pone en duda la finalidad de los objetos,
es decir, la utilidad misma o el uso del bien. Sabemos, con Descartes, que
poner en duda el fin desmoraliza, nihiliza.
Pero, entonces, ¿cuál es la diferencia entre el uso de objetos útiles y el uso de
los objetos del arte? Sabemos qué es un utensilio a diferencia de un simulacro
artístico, no nos confundimos, pero si embargo sólo como simulacro un objeto
posee un uso necesario, imperioso. Con simulacro me refiero a una copia real
o imaginaria de un suceso o de una cosa. Recién al final de este texto sobre el
libro de Klossowski se nos revelará cómo un simulacro puede tener un uso
imperativo a través del fantasma.
Volviendo al útil y al objeto de arte, ¿qué significa que el uso tenga un valor, en
el sentido habitual de perpetuar una costumbre? , sino que el valor de uso es
inseparable del uso consuetudinario, de la costumbre, que perpetúa un sentido
inmutable referido a los bienes (naturales o culturales) que se poseen.
También podemos pensar en nuestro cuerpo como un valor de uso cuyo
carácter, alienable o no, varía según la significación que otorga la misma
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costumbre en relación a disponerse respecto al cuerpo del otro. Pensemos a la
esclavitud en la antigüedad.
Hay en el valor de uso un carácter como de garantía de lo que no se puede
intercambiar. Al contrario, el objeto fabricado pierde este carácter de garantía a
medida que se complejiza y se diversifica el acto de fabricar, ahora es cuando
su valor de uso pierde su carácter “natural”, de significación habitual, de sentido
inmutable e relación a lo que se entiende por bien.
Todo lo cual queda
sintetizado por el siguiente axioma: el acto de fabricar sustituye el uso de los
bienes por la utilización eficaz de los objetos. No hay bien ni mal, impera la
eficacia, la productividad al servicio de.
Si a nivel del beneficio prevalece la eficacia de la fabricación, la maximización,
su consecuencia será que el uso de los bienes deviene estéril, el uso
consuetudinario se revela como improductivo, como un goce opuesto a la
utilización eficaz.
Recordemos que esto ocurrió cuando el uso del cuerpo del otro se reveló
improductivo y se liberó a los esclavos. Cuestión ésta que la civilización
industrial parece nuevamente requerir (ver “La paz indeseable”, de Galbraith),
en tanto todo bien natural o cultural (el cuerpo o la tierra) se torna evaluable.
A despecho de la eficacia del sistema industrial, el utensilio padece otro tipo de
esterilidad que se llama derroche, que es el modo de prevenir continuamente la
aceleración de la ineficacia del ritmo de fabricación. Ya que a mayor producción
mayor es la necesidad de volver a fabricar lo mismo de modo diferente y así la
experimentación se ha vuelto la condición absoluta de la eficacia entendida
como renta o beneficio.
Experimentar aquello a fabricar para que rinda equivale a eliminar aquel riesgo
de esterilidad del producto, para lo cual hará falta hacer un costoso derroche de
material y de fuerza humana. Si la experimentación derrochadora es una
condición previa a la eficacia, y lo experimental expresa un comportamiento
hoy universalmente adoptado respecto a bienes y objetos y recordando que un
bien supone la inmutabilidad de su uso, entonces, la experimentación
derrochadora que recién señalamos se expresará por la fabricación eficaz de
simulacros que procuran la emoción que acompaña a la experiencia, la
fabricación de simulacros fantasmáticos.
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Fabricar nos provoca un dilema intelectual: se derrocha para expresar el acto
de construir, o sea, como el acto de construir y deconstruir indefinidamente o
sólo se construye para expresarse a través del derroche, de lo estéril, de la
nada.
Según Klossowski es a partir de la inutilidad de la fabricación de ídolos, o sea,
a partir del monoteísmo, cuando comienza la larga ignorancia del carácter
mercantil de la vida pulsional y el desconocimiento de las formas que adopta la
utilidad cuando es patológica, como en nuestra cultura.
El arte puro, desde esa perspectiva, no es fuente de creación gratuita, el
pathos (la simpatía) pulsional es incapaz de contar en la cuenta de la creación.
Será en éste terreno, en el de la cultura como en el de la ciencia, donde la
fuerza de la eficacia desarrollará su invento más astuto: el régimen industrial,
en el que la utilidad patológica se aplica en regiones en que no se supondría
ninguna utilidad, a no ser la estéril o gratuita.
Volviendo a la pregunta del comienzo sobre los efectos desmoralizantes y su
repercusión sobre los afectos, Klossowski se pregunta si las normas
económicas no forman una estructura de afectos (y no la infraestructura última)
constituida por el comportamiento de afectos e impulsiones.
Lo que significaría que las leyes económicas son un modo de expresión y
representación de fuerzas pulsionales tanto como el arte, la moral, la religión y
el conocimiento, como sostenía Nietzsche.
Que esa infraestructura normativa se encuentra cada vez más determinada por
las subestructuras afectivas e impulsionales es evidente, es decir, que las
normas económicas expresan inicialmente esas fuerzas pulsionales a la vez
que crean su propia represión, su desconocimiento estructural y los medios
para transgredir lo útil.
Los primeros signos de compensación y regateo, de producción y consumo, de
eficacia y gratuidad como caracteres fundantes de la producción industrial se
pueden situar en los combates que las pulsiones, por y contra la formación del
agente, por y contra su unidad psíquica y corporal, desarrollan en un organismo
viviente.
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La primera represión forma la unidad, el agente, y a partir de él la represión es
la respuesta a la coacción, a la imposición, que el agente sufre durante la lucha
de las pulsiones contra las fuerzas que las constituyeron, que buscan expresar
el pathos, el sufrimiento, en sentido griego, de la piedad y la simpatía.
La forma peculiar que la represión subsiguiente tomará será la de una jerarquía
de las necesidades, que las instituciones ejercerán en la conciencia del agente
sobre las fuerzas imponderables de su psiquismo.
La unidad del individuo se integra y se define por una jerarquía de las
necesidades, la persona se ubica a sí misma en relación a la satisfacción de
necesidades.
Gracias a esa unidad integrada el individuo sólo se formula su vida pulsional
por medio de un conjunto de necesidades y ya no por los movimientos de su
vida afectiva, pero sólo en tanto y en cuanto posea una unidad definida por la
aptitud para poseer bienes exteriores a él, conservarlos, producirlos, darlos a
consumir o recibirlos, siempre y cuando se trate de objetos y no de vivientes, a
menos que sea legítimo gozar de estos como objetos, o sea, poseerlos para el
consumo y la destrucción, en la esclavitud.
Entonces las preguntas que hicimos al principio se transforman ahora en la
siguiente ¿cómo es posible que la emoción voluptuosa, la intensidad de los
sentidos, haya devenido mercancía y convertido en factor económico?
Para responder hay que pensar primero qué entendemos por sexualidad y
erotismo, porque entonces podremos ver que hay una conexión secreta y
trágica entre el fenómeno antropomorfo de la economía y los intercambios con
las formas de la emoción voluptuosa, sobre todo después de Sade.
Al que Klossowski interroga respecto a la perversión, puesto que refiere a un
objeto incongruente, a diferencia de la normalidad que refiere a la procreación.
Sade descompone el “genérico” sexualidad en la emoción voluptuosa previa al
acto de la procreación, separando la voluptuosidad de la reproducción misma y
como desafío a las funciones vitales de la especie.
Entonces, perversión refiere al acto separado, a la fijación a la emoción
voluptuosa dejando en suspenso la función procreadora. Las por él llamadas
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pasiones designan las tretas por las que la emoción voluptuosa vendrá a elegir
entre diversas funciones orgánicas los nuevos objetos de sensación. Esas
sustituciones, esas tretas, forman la materia de un fantasma que interpreta la
emoción y, en esta dialéctica, el fantasma ocupa el papel del objeto fabricado.
El uso del fantasma, por una fuerza pulsional, da su precio a la emoción que se
confunde con este uso. La emoción vale por el uso que hace del fantasma.
En la perversión el uso del fantasma quiere que no sea una emoción
intercambiable ni intercambiada sino exclusiva y solitaria.
Vemos aquí la primera valorización de la emoción experimentada por el uso del
fantasma, de una emoción pervertida que al mismo tiempo que se rehúsa a la
unidad de dos y a procrear, se propone como un acto fuera de precio por su
intensidad o voluptuosidad y aunque la unidad del individuo se consume en el
acto fisiológico, su apariencia corporal es intercambiada por el fantasma bajo
cuya coacción se encontrará, ya que el perverso habita su cuerpo como un
extraño, como un simulacro fantasmático.
Pese a la apariencia, no existe una economía específica de la voluptuosidad
que beneficie a la industria, sin embargo, ella saca provecho del erotismo en
tanto norma económica variable o en tanto el erotismo transgrede lo que la
cultura somete a la norma
Dicha economía erótica estará latente mientras el régimen industrial no sepa
prever las condiciones del goce por fuera de la familia nuclear, o sea, del nivel
doméstico en que se funda la legislación y, sin embargo, es evidente que la
industria ya ha roto con ella, dado el trastrueque de todos los hábitos, y al
plantear que todo fenómeno natural es susceptible de ser tratado como materia
explotable, o sea, sujeto a las variaciones del valor, pero también a todas las
incertidumbres de la experiencia.
Se trata de la emoción voluptuosa (espiritual y animal) considerada a partir de
su fuerza de sugestión y a partir de los medios industriales.
En la época de la industria artesanal la emoción voluptuosa se comunicaba a
través de “instrumentos de sugestión” (libros, cuadros, teatro) y fue por ese
trabajo que la emoción sugerida circulaba como un objeto raro, único, culto.
Quiere decir que en la época de la economía clásica el valor provenía del
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carácter “único” del prestigio que se obtenía del instrumento de sugestión y no
por la emoción experimentada.
Lo valioso en la época clásica era la emoción estética, la religiosa, la poética,
que con su prestigio valorizaba sus instrumentos, en cambio en la economía
industrial el valor proviene de la experiencia, de la vivencia, de lo concreto, del
cuerpo o la materia.
Esto era así porque el simulacro del bien aún pertenecía a la cultura, al mundo
de las ideas, en cambio la sensación experimentada en contacto con el “objeto
sugerido” por la producción cuesta menos que la “sugestión”. Quiero decir que
es más barato producir un objeto voluptuoso que una emoción estética o
religiosa, es más barato sugerir constantemente que sugestionar el espíritu
como se hacía antes.
Al estandarizarse la sugestión de los objetos, esto es, al mecanizarse y
masivizarse la producción, la comunicación, el lazo, se desvaloriza y cambia de
naturaleza y de intención, lo mismo ocurre con el conocimiento.
Ahora la sugestión es procurada por estereotipos y se vuelve más gratuita en
sus efectos, la comunicación procura tipos ideales a un costo cada vez menor,
mientras que el prototipo, la matriz de los estereotipos se mantiene fuera del
alcance (precio) del simple mortal. El prototipo es el hombre eficaz.
El trastrocamiento que inaugura la burguesía revolucionaria es total: la
sensación experimentable vale más que su imagen sugerida, pasa de la
necesidad de la jerarquía a la jerarquía de las necesidades, pasa de la imagen
intocable del monarca a la procacidad del toqueteo, de lo evaluable.
La tensión que de esto resulta crea el terreno para la explotación masiva, ya
que todo es evaluable y, al mismo tiempo, el estereotipo de la sugestión, la
insistencia de la comunicación en experimentar emociones intensas, permite (a
la industria) interceptar la génesis de los fantasmas individuales y desviarlos,
rechazarlos y dispersarlos según convenga a sus propios fines y según el
interés de las instituciones.
A Klossowski no le parece útil establecer una analogía entre la economía de los
afectos y la economía de las necesidades (o del intercambio), pero sí es útil
partir del punto de vista de los objetos y de las necesidades para descubrir la
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lucha de los afectos impulsivos contra su inadecuada formulación.
Quiero
decir, el latido del deseo reconvertido al estado de una demanda de bienes
materiales que sólo es una forma por demás contraria al afecto.
En esta
reconversión hay que atender al número, en tanto es función del que depende
el precio; al medio de adquisición de estos bienes inadecuados; y, también, al
uso de estos bienes que, a su turno, actuaran de forma contraria sobre el
afecto.
Por último, queda afectada la posibilidad de diferenciar netamente el uso del
valor del bien, tomando como parámetro que representen (o no) estados
afectivos provocando nuevos estados de valor y posesión, que reproduzcan el
fantasma voluptuoso, el goce del bien y no su valor de instrumento o de útil.
Todo lo cual implica que la primera demanda, la reivindicación afectiva, se ve
coronada por una disonancia fundamental, ya que desde el principio en el
régimen de producción industrial se inscribe una intimidación y un chantaje por
medio de las necesidades de subsistencia (básicas), tan diferentes del goce
que procura la existencia garantizada.
Esta intimidación de las necesidades de subsistencia forma grupos de
individuos que se definen moral y socialmente según una categoría de
necesidades (consumidores, fans, adictos). Categorías que señalan el modo en
que ese grupo pretende acceder al modo de goce de los bienes que le
corresponden, modo que contribuye a modelar una reivindicación afectiva
(reprimida): las demandas sociales.
Ese goce de una categoría de bienes se llama erótico porque se relaciona con
objetos que pueden ser poseídos, usados, con derecho a propiedad, como
cuando Sade reivindicaba “el derecho de propiedad sobre el goce”. Pues lo
propio del goce, su propiedad, es ser un derecho universal.
De allí proviene la urgencia de un comunismo del goce que deniegue la
propiedad particular de los bienes cuando ponga en común también los objetos
vivientes de la voluptuosidad (el falansterio), cumpliendo la máxima sadiana:
mira en mi a la víctima de tus pasiones como tu eres de las mías.
Conviene señalar como rasgo modernidad que en la jerarquía de las
necesidades, el goce erótico se confunde con la “necesidad sexual”, lo que en
verdad significa la necesidad imprescriptible del hogar como base de las
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primeras necesidades, las domésticas, o sea, la procreación que enervaba al
Marqués.
El erotismo es degradado a vicio y toma el carácter de “demanda”, la necesidad
sexual se convierte ahora en demanda, y la demanda se convierte en la
creencia que es fuente de prosperidad universal, en esta economía pulsional
sólo se cuestiona, entonces, la “negativa a invertir” porque es la fuente de la
miseria pública.
El proyecto utópico de Fourier, tan vilipendiado por Marx, que redistribuye las
clases según afinidades pasionales (o ley de atracción) también transforma la
naturaleza del trabajo.
El falansterio de Fourier transforma el trabajo pues le quita su carácter
primitivo, al requerir que la producción se adecue al deseo pasional y no a una
necesidad industrialmente determinada: el trabajo se efectúa como euforia
imaginativa, como obrar espontáneo y creador.
El trabajo encarado como una actividad emuladora organizada como un juego
ritual que asegure el equilibrio y las aptitudes de todos y cada uno, como un
vasto espectáculo de toda la gama y variedad de la vida pulsional, que combine
la poligamia con la poliandria.
Sin embargo, notemos que Fourier al postular la gratuidad emocional del juego
pasional, parece que olvida un elemento primordial de la emoción voluptuosa
que es la agresividad, que exige y está supuesta en la resistencia del objeto,
tanto en el trabajo creador como en el beneficio emocional que otorga la
agresividad. Pero no, para ello intenta mediante la organización lúdica de las
pasiones saciar la agresividad voluptuosa.
Surge, entonces, la siguiente pregunta ¿cómo podrá esa organización social
tener en cuenta que la emoción voluptuosa nunca es gratuita en su génesis, ya
que supone una provocación y un desafío, o sea, un precio a pagar por el valor
y el afán que supone?
Fourier responde que la agresividad es la materia misma del juego y creando
actividades como simulacros, el juego canalizará el fondo perverso implícito en
la voluptuosidad. Pero, el simulacro supone un fantasma que comanda el
organismo y que es indesarraigable, para Sade.
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Fourier se opone, sostiene que el fantasma puede ser reproducido como
simulacro, como puesta en escena de la agresividad en el juego. En cambio,
para Sade es inconcebible la creación de un objeto lúdico en la perversión ya
que ella es un juego en relación a la ley, por lo tanto, es incompatible con la
idea de creación de un aspecto lúdico ya que la destrucción del objeto es
inseparable de la emoción voluptuosa perversa, pues pulsión de muerte y de
vida son inseparables para el Marqués.
Para Fourier las pulsiones son plásticas según la fijación o mutación del
fantasma y la agresividad, la resistencia y la violencia forman parte del juego
mismo.
Pero ¿cómo reabsorbe la violencia el juego en tanto simulacro formado con la
materia misma de la violencia? Es decir, el agente de la perversión o de la
producción ¿cómo simulará su agresividad si no juega “seriamente?
Sade responde: simulando su propio fantasma, convirtiéndose en maníaco.
Porque se no trata de un frenesí sino de la constancia de la fuerza que
mantiene al perverso dentro de su fantasma y que lo devora, porque si no hay
seriedad no hay voluptuosidad real.
La emoción voluptuosa sólo será experimentada al precio de la seriedad del
juego perverso, que sea ligero y frívolo respecto del resto de la existencia.
Lo llamativo es que Fourier, en un contexto social cuyo juego sustraía lo
voluptuoso de toda exhibición, denuncia ese escamoteo partiendo de las
normas económicas: en el juego económico es donde la ley opera con total
seguridad.
Si reparamos que hoy nuestro mundo industrial explota toda exhibición
incluyendo la perversa, nos vemos obligados a repensar el falansterio, cuyo
carácter utópico reside en la resistencia que le opone la burguesía por su
codicia, aunque también habría que señalar otro elemento radical que explica
de otra forma la resistencia a la utopía.
Me refiero al gesto deliberado de venderse, cuyo contenido erótico y su
incumbencia psíquica, su resonancia inicua e innoble repugna a Fourier, ya que
ese gesto deja lesiones profundas desde el momento en que la civilización (en
el sentido del “juego” industrial) no garantiza la reversibilidad del gesto, o sea,
que el otro también se venda, como sucedería en el falansterio. Quizás el
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proyecto antiutópico de Sade nos permita entender la utopia de un juego
gratuito de las pasiones como norma de la economía; pues para Sade la
perversión funda el valor económico en la excepción, en lo fuera de precio, en
lo invendible.
Sade anticipadamente refutara la utopia de la “Armonía” social desarrollando
en cambio la puesta en común por la violación de toda propiedad física y moral
de las personas, en la expropiación basa su ley universal de la voluptuosidad
que dará origen al ateismo integral.
Es decir, que en cuanto “bien” todos
pertenecen a todos, la prostitución deviene universal, todos y todas están
obligados a venderse o proponerse a la compra.
En Fourier esta expropiación moral es gratuita y se regula según las diferentes
afinidades voluptuosas.
Pero, para que todos sean vendibles es necesario conservar el valor de la
individualidad, o sea, que si el esclavo es un viviente reducido a objeto cuyo
valor consiste en que se encuentra humillado o es humillable en su dignidad o
propiedad moral, es decir, en su capacidad de poseer el bien o poseerse a el
mismo.
Para Sade la voluptuosidad emana de la ruptura de esa dignidad a través de la
prostitución voluntaria o forzada. Así aumentara el precio, de acuerdo a la
degradación que el sujeto se atribuye en la venta. De este modo la
voluptuosidad no será gratuita sino mercantil, ya que emana del ser vendible,
de la venalidad universal. Para el la comunicación humana solo es posible
como tráfico y se funda en ella.
La tesis de Klossowski es que esta incomunicación es suplida por la fabricación
de objetos útiles, que esos actos también conciernen al cuerpo propio y al
ajeno, en tanto son instrumentalizables por la producción industrial y que nos
revelan como nos comportamos frente a lo fabricable. Cuando se demanda un
objeto así ¿que se beneficia y que se oferta?
De acuerdo a como se presenta la industria, podríamos creer que por medio de
la producción será posible neutralizar las pasiones de la “necesidad”, sin
embargo lo que provoca la industria es lo contrario, o sea, provoca la
representación fantasmática de las fuerzas pulsionales, pero ¿cómo promueve
la represión de la fuerza pulsional?
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Reuniendo en los objetos más y más complejos dos o tres facultades y
separándolas del cuerpo del agente, expropiándoselas, aislando una operación
humana, una aptitud, magnificándola como un exocuerpo y una mente global.
Luego el útil o el instrumento, que compone las facultades sensibles
expropiadas, se proyecta en el objeto a producir otras funciones físicas y
mentales diferentes a las que ese objeto responde.
Abandonar la región del trabajo manual o artesanal y pasar a la industrial o
instrumental, significa pasar de las potencias oníricas de un agente corporal a
un instrumento o agente extracorporal, que al liberar al sentido de su apoyo
sensorial nos revelara la fijeza del objeto útil, o sea, la perversión utilitaria que
desarticula la representación con vistas a su rearticularon instrumental.
El objeto manual se rearticula en el objeto mental, puesto que es la abstracción
materializada de la aprehensión sensible o la mentalización del contacto
corporal, es el agente inmediato del fantasma, el objeto fabricado como
instrumento del agente.
En síntesis, la primera consecuencia, de la estrecha relación entre la
producción industrial y la perversión fantasmática, es ese aspecto del objeto
según el cual se hace evidente, explicito, por medio del contacto abstraído de
lo sensible.
El fantasma perverso se constituye como un objeto de la emoción voluptuosa y
procura un goce obstinado, mucho mejor que el que daría una sensibilidad
“sana”, justamente porque separa las funciones orgánicas y las redistribuye de
modo incongruente, perverso.
Así también el instrumento conoce mejor y de otro modo su objeto y su efecto,
como nunca podría hacerlo la mano artesanal, pues el instrumento se concibe
como algo fabricable y explorable, imitable y experimentable.
El contacto instrumental supone, además del instrumento, al objeto que fabrica
o explora; así como la perversión es indisociable del fantasma que engendra,
hay que destacar sobre todo que tanto el fantasma como el instrumento
fabricado obligan al uso de sus productos: quien quiere el objeto quiere el
instrumento.
Por esta razón la repetición, la operatoria, les es común y esta sería la segunda
consecuencia de la estrecha relación entre la producción instrumental y la
fantasmática. La aptitud para repetir reside en su obligatoriedad, la repetición
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perversa se produce aislando una función para tornarla inentendible y
apremiante. Torna vital una función separándola de la totalidad orgánica y
utilizándola de forma contraria o de forma que revele que toda instrumentalizad
exterioriza un fantasma.
El fantasma realiza siempre el mismo objeto o el mismo efecto por lo que su
mantenimiento es siempre muy oneroso y por ello su uso o efecto solo se
podrá imponer, pues de lo contrario el instrumento no se sostendría.
Aquella repetición, que se impone, del mismo efecto u objeto nos llevara a otro
punto de vista respecto de la producción industrial: el de la calidad y la
cantidad, en como interviene el dominio de la representación fantasmática en el
acto de producir y en el producto fabricado.
La intervención industrial necesita favorecer y desarrollar automatismos como
mecanismos inherentes a lo sensible, o sea, que accionen y reaccionen;
automatismos que quieran y requieran que toda reacción sensible aísle el goce
en el uso de los objetos, ya que en ello reside su eficacia y su precio. De modo
que el beneficio este en el goce ininterrumpido, o sea en el derroche liso y
llano. A partir de aquí la calidad se referirá a la duración, al tiempo de goce del
objeto. Por el contrario, la cantidad de goce asegura la calidad del “momento”
procurado por el.
Así es como el acto mismo de producir objetos triunfa sobre la calidad del
producto: cuanto mas perfecto es el acto, o sea, el productor, menos importa el
ejemplar producido, que deja de ser ejemplar de nada.
Paradójicamente, la exquisita calidad del acto, la perfección técnica, arruina a
su producto, por la capacidad misma de producirlo en cantidades industriales.
Aquí es donde con Sade se nos revela la otra cara de la mercantilización
industrial de la emoción voluptuosa en relación a la llamada producción masiva,
porque en su obra algunas veces la calidad de las victimas mismas se impone
sobre el propio acto y otras veces, es la reiteración de un mismo acto la que
afirma la calidad del acto ejercido de modo apático sobre gran cantidad de
victimas.
En el caso de la victima sobre la que se encarniza el verdugo, el perverso
trastoca la relación entre la sensación y su objeto. Es el carácter irreemplazable
de la victima el que determina el comportamiento hacia el.
El objeto es
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mantenido por su valor intrínseco, a pesar de su aparente destrucción, durando
siempre un poco más. En el caso de la reiteración apática del acto, el objeto
solo es un pretexto de la emoción voluptuosa en contacto con un objeto tan
indiferente como una cosa. Para que la emoción de la destrucción pueda
reiterarse, el uso y abuso del acto productor se impone sobre el objeto usado,
siendo una fuente inagotable de emoción.
Sade será el primero en intuir lo que aparecerá como el principio d nuestra
moderna economía: la producción masiva que exige un consumo igual, fabricar
objetos destructibles, habituar al consumidor a perder la idea misma de objeto,
bien, durable.
Producir, fabricar, es ejercer indiferentemente sobre una gran cantidad de
victimas un acto cualificado. A la inversa, fabricar un producto raro,
experimentar sobre una victima para imponer la calidad del producto, obedece
a la diversidad de actos intentados sobre aquella victima.
Estas analogías entre victimas y productos, entre emociones y objetos, dan
cuenta del trastoque que las pulsiones sufren a nivel del enunciado económico
y de la producción de sus correspondientes objetos.
La relación entre la emoción y la producción sigue siendo inalcanzable en
razón de ser dos esferas de comportamientos aparentemente incompatibles, si
consideramos las condiciones que las determinan. La razón es que en el orden
económico la capacidad de trabajo es contraria a la vida afectiva en general y a
la emoción voluptuosa en particular. Si la emoción es solo un conjunto de
gestos ejercidos sobre la materia viva o inanimada, se asimila a una puesta en
escena --de la emoción--, a un simulacro, a una comparación de lo aparente
con el uso de los objetos fabricados. Aun así no es comparable con los peores
tratamientos infligidos a los seres vivientes.
Aquí es donde Klossowski se pregunta ¿cómo asimilar al esfuerzo ejercido
sobre la materia con el acto que expresa una emoción?
Opina que mientras los economistas no vean qué ocurre en ámbitos que
trabajan de otro modo y hasta que no reconozcan que el afecto produce, que la
emoción fabrica pero, no sólo la imagen del ser que constituiría su objeto, sino
que también fabrica otro aspecto productivo, el que la emoción pueda ser
tratada como objeto y reproducida, es decir, que lo que ocurre en la producción
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industrial es que se manipula el fantasma con el que se elabora y aumenta la
emoción. La emoción es el reverso del esfuerzo de producir, cuando uso el
término fabricar es para referirme al carácter productivo de la emoción, lo hago
por analogía ya que no es posible separar a la emoción del producir. Sin
embargo, la esfera pulsional es una totalidad que engloba la emoción
voluptuosa, la procreación y el fantasma.
A nivel conciente la división de los impulsos se divide en tres factores que son
su réplica en el mundo mercantil: producto-consumidor-objeto. Tanto en la
esfera pulsional como en la mercantil prevalece el valor de uso. En la
impulsional, el productor y el consumidor se confunden en el goce.
En la
esfera económica se enfrentan productores a categorías de consumidores en
pos de determinarla masividad de la producción o la multiplicación de un mismo
objeto.
En la esfera de las pulsiones, la emoción se produce a si misma en contacto
con el fantasma, se efectiviza por la intensidad del contacto. Una misma
emoción puede alimentarse en contacto con diversos fantasmas.
Desde una perspectiva económica hay que decir que el esfuerzo-trabajo mismo
quieren que el producto y su uso, el objeto fabricado y su consumo, pongan fin
a la demanda fantasmática. Se concibe a partir de una necesidad pensada
como emoción pura un objeto a fabricar que oponga un esfuerzo a la emoción,
de lo que deviene un útil como opuesto al goce.
Es la victoria del poder germinal sobre la voluptuosidad y sobre la perversión
inicial, pero al precio de una revuelta de la perversión que se manifestará como
desproporción entre lo que exige el esfuerzo y lo producido, la disparidad de lo
que se demanda y el producto, además del conflicto entre la oferta y la
demanda.
El diagnóstico es: el fenómeno industrial no es más que la perversión dándole
revancha a las normas de conservación de la especie. El goce estéril de la
emoción encontró un equivalente en la producción, pero más mentiroso y sobre
todo más eficaz.
Si por medio del trabajo consentimos en ciertas necesidades de subsistencia,
establecemos la esclavitud de repetir el acto fabril (arbitraria y necesariamente)
como resistencia ante la inutilidad de la emoción voluptuosa, hemos interpuesto
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entre los seres y sus deseos signos que valen por los objetos y sus deseos,
tomados como “recursos” a valuación.
Veamos ahora la relación entre dos procesos: la elaboración perversa del
fantasma y la fabricación de objetos útiles.
Por un lado, el fantasma amenaza la unidad individual por medio de las
pulsiones incontrolables. Por otro, el objeto fabricado presupone la estabilidad
individual. El fantasma perdura a costa de la individualidad; fabricar y usar
implica la exterioridad y la delimitación.
La elaboración del fantasma supone el uso de algún goce o sufrimiento, ése
uso del goce es el signo de una coacción significante debida a su identidad o
unidad.
O sea, que dicha elaboración da lugar al intercambio y a un
equivalente general. Ya sea en la esfera del fantasma, elaborado a expensas
de la unidad individual, como en la esfera exterior del objeto fabricado.
En el estado pulsional la búsqueda de un equivalente del fantasma obedece a
su propia obligatoriedad: la unidad orgánica la experimenta como goce
irresistible, por lo tanto, tiende a ser satisfecho. Para el individuo el equivalente
representa una doble aprobación: la de la coacción interna irresistible y la
afirmación exterior.
El equivalente es dilemático: goza sin afirmarte o afírmate sin gozar (sólo para
subsistir). Se podrá dar cuenta de ambas sanciones mediante un equivalente
del renunciamiento a la coacción pulsional. Las condiciones del trabajo y la
fabricación se fundan en el equivalente de ése renunciamiento.
El equivalente es la “desutilidad” del trabajo, la capacidad de contrariar una
necesidad, el placer de NO hacer. Desutilidad porta toda la tensión entre goce
estéril y la decisión de fabricar objetos. Con des-utilidad nombramos aquella
parte racional de la fabricación de objetos propios a un uso y aquella otra que
remite a lo in-inteligible de la coacción fantasmática.
El equivalente que expresa el acto de fabricar se efectúa sobre “la contrariedad
obsesiva”: el “placer del ocio” económico o desear otra actividad que permita
hacerse valer por otra aptitud, sobre todo de tono afectivo. Implícitamente, éste
sería el sentido del salario, que atribuimos o denegamos a la vez que es el
sentido que posee la compra de un producto por un consumidor, que asiente
en el uso que el productor señala.
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La “contrariedad obsesiva” se origina en que se fabrica para satisfacer una
necesidad, o sea, para un uso determinado, pero sin que la satisfacción se
entere de lo que renuncia. Como un estado de compensación y de intercambio
entre las pulsiones.
Los intercambios marcan con notas según lo
intercambiado: l fantasma es responsable del organismo y el goce o el
sufrimiento experimentados son responsables del fantasma que les procura el
individuo; ésta es la “deuda” de la individualidad.
El objeto de uso prescribe cierta propensión que en algunos individuos ya
existiría y que a los que fabrican el útil les resulta ausente, indiferente a su uso.
Potencialmente, la usarían aquellos que ignoran una necesidad en ausencia de
un objeto que se las revele.
A nivel del sujeto económico como unidad individual, o sea, tomado por lo que
puede y no por lo que quiere, se da una desigualdad fundamental de las
propensiones, de las predisposiciones pulsionales, que sería compensada con
la fabricación, para tal o cual uso según la propensión fantasmática, de una
significación equivalente.
Sin embargo, el único interés del régimen industrial esta en que productor y
consumidor no manifiesten ningún aspecto de ellos mismos espontáneamente,
sino como tomando en préstamo una manifestación fabricada y consumida,
para hacer de su propia existencia una substancialidad indivisa, porque el
objeto industrial garantiza la unidad del sujeto económico al definirlo como tal.
Aquí se esconde el apremiante motivo de la búsqueda de un equivalente que
compense la desigualdad de las propensiones o predisposiciones pulsionales
con la seguridad de la unificación del sujeto económico como productorconsumidor eficaz.
Un equivalente que condicione induciendo a confundir las pretendidas
tendencias pulsionales con su continua desviación y que ésta sea
experimentada por el sujeto económico como una ganancia, en cuanto
postergación del objeto de afecto. La evidente ganancia que experimenta no
puede considerarla como la ficción de una necesidad tan incontrolable como
deliberada.
Es decir, que para que las aptitudes del sujeto se desarrollaran siguiendo sus
propensiones
pulsionales,
debería
hacerse
cargo
de
su
propia
“descomposición” pulsional para recomponerse según su aptitud apasionada
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en la fabricación de sus objetos. Porque lo que el sujeto supone que gana no
es mas que el cálculo de sus “necesidades”, determinadas de antemano por el
régimen industrial.
La fabricación de utensilios pronuncia como un renunciamiento que posibilita el
subsistir al no hallar un equivalente para su estado pulsional ¿o será que la
renuncia impulsional exige como compensación que en el acto de fabricar se
pronuncie el valor de la pérdida sufrida en provecho del uso prescrito por el
objeto fabricado?
Desde el punto de vista industrial que discrimina entre el uso estéril y el
productivo, la eficacia no proviene de que el producto resuelva el apremio
obsesivo fabricando algo destinado al uso, sino de que vende lo que divulga al
precio que le cuesta el acto de divulgar sus propios fantasmas, del mismo
modo que el fabricante de simulacros vende un bien de uso estéril al precio de
su fantasma.
Entonces ¿será una locura buscar una analogía o coincidencia entre el acto de
fabricar un útil y el acto de divulgar un fantasma por medio de un simulacro?
El mundo utilitario no compensa los trastornos de las pulsiones que acarrea ya
que el mismo se propone como compensación del renunciamiento, por esto se
considera que tan solo el simulacro del arte puede dar cuenta de ese trastorno,
pues siendo que simula puede asimilarse a un objeto de uso, en tanto este
simula una necesidad.
Si los simulacros del arte indican la propia urgencia pulsional, además de
convertirse en utensilios para uso de los afectos, entonces ¿no serian
simulacros también los utensilios? Si embargo, las herramientas por definición
se hallan muy alejadas del simulacro, a lo sumo podrán ser simulacros de
no=simulación, ya que consuman con su eficacia una operación irreversible
que excluye todo resultado simulado en la fabricación de objetos útiles, las
herramientas vehiculizan la desviación de la vida pulsional.
En cambio, si
pensamos el simulacro del arte como una herramienta de las pasiones, hace
falta que la simulación sea una operación eficaz, pues si no produce este
efecto seria un simulacro simulado y la operación carecería de su efecto que,
en verdad, consiste en su reversibilidad y en un uso tan extenso y variable
como la vida pasional
17
El afecto encuentra en el producto artístico la expresión de su fantasma, el
impulso solo actúa en relación con lo fabricado (o no), es el objeto el que
decide sobre la urgencia del impulso. Lo urgente se da como lo serio, p.e. la
subsistencia, o como lo que no cabria simularse, como si se simulara la
urgencia de aquello que no la tiene.
La urgencia utilitaria es proporcional a la afectiva, pero la afectiva solo es
aplazable por la utilidad, cuya urgencia no es simulable, en la que encuentra el
simulacro de su propio aplazamiento. La fabricación de objetos útiles garantiza
la no simulación y el futuro porque aplazan la voluptuosidad mediante el uso de
una herramienta.
Pero, por otra parte, la voluptuosidad no puede poner un límite a su urgencia ya
que ella es tan inmediata como latente e imprevisible, por lo que debe ser
siempre postergada.
Si, desde el punto de vista de la utilidad, la voluptuosidad no es urgente, es
cambio si lo es que sea simulada para que lo “serio”, la subsistencia, no sea
simulada por una urgencia indiscutible.
Así es como la voluptuosidad exige algo más que simulación en el objeto
fabricado, además de discutirle su propia urgencia: trastorna los factores y lleva
el simulacro donde reina la dura necesidad.
Se establecen dos circuitos: el que va de fantasma impulsional al simulacro y el
circuito que va de la subsistencia indisimulable a la fabricación utilitaria, que se
ínterpenetran y solo pueden separarse aplazando siempre la urgencia de un
circuito o del otro.
Es por esto que se plantea la cuestión de un equivalente que se plantearía así:
esforzarse por simular un aplazamiento de la voluptuosidad, cuyo carácter no
es la urgencia sino la inmediatez, equivale a simular lo indisimulable de lo
urgente. Pues ¿que estimamos más urgente: disimular la voluptuosidad o
simular la subsistencia? Decidirse por una, da forma a lo irreversible, a lo
inexorable; así cuando fabricamos solo podemos salir de ello por medio de la
destrucción.
Sin embargo, nada parece gratuito en la vida pulsional, puesto que una
interpretación fantasmática dirige el proceso, el combate entre las fuerzas que
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buscan asegurar la procreación y las fuerzas de la emoción voluptuosa. Es
necesaria, entonces, que intervenga una instancia que evalúe, que justiprecie,
que sancione aquella interpretación. Quien pagará ese precio, el agente, que
es el lugar del combate, traficará si compromete o no su propio cuerpo.
El dilema será entre el instinto de propagación, que es gratuito y asegura la
propia unidad del agente o pagar el precio de la emoción voluptuosa. Es decir,
disolver la unidad, lo que equivale a una perversión interna o afirmar
interiormente la unidad, lo que equivale a una perversión externa. La supuesta
gratuidad pervierte las condiciones externas que afirman la unidad individual
deviniendo deuda productiva impagable.
Pues la gratuidad se funda en la monstruosa hipertrofia de las necesidades
básicas, como si estas no supusieran endeudarse cada vez más, o sea,
producir aceleradamente.
A la vez que al disolverse la ficticia unidad en beneficio de una perversión
interna, se organizará la producción en concordancia con el deseo, con lo
irracional, con lo innecesario, lo pulsional, lo gratuito, del esfuerzo de
emocionarse voluptuosamente.
La utopía de Fourier, el falansterio, organizando el trabajo en afinidad
(“Armonía”) con la pasión, ocultaba la verdad de la lección de Sade: que el
motor productivo es el fantasma que comanda la emoción.
Gratuito parece ser lo que concede goce sin pago o goce por fuera del precio.
La vida misma dispensa gratuitamente a todos y cada uno la voluptuosidad y el
deseo sin los que ella nada valdría. Cada uno recibe según su capacidad de
recibir y ésta lo constituye como persona y su valor esta dado en función de lo
que podría dar según lo que ha recibido gratis, además de lo que es. Se podría
decir que nadie soporta recibir más de su capacidad de dar, a riesgo de ser un
constante receptor. Pero el que da más de lo que es aumenta lo que es, vale
más. Pero ¿en qué sentido “aumenta” más allá de lo que es y cuál es la
medida de lo que aumente para que sea capaz de dar más de lo recibido? Si
da, aumenta ¿cómo no disminuye, cómo aumenta e valor y qué lo hace
posible?
Parece que el valor, el precio, del que da más de lo que recibe esta relacionado
con el que recibe sin dar y se expresa en que aquel se apodera con todo
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derecho de más de lo que le fue dado. Es decir, el aumento esta en relación
con la impotencia.
El que da para no recibir más toma posesión de quien recibiendo no da, es
decir, se entrega a la potencia que aumenta sin disminuir, dando recupera más
de lo que da.
Pero en el mundo industrial lo atractivo es el precio de lo que es naturalmente
gratuito, o sea, de lo que cuesta experimentar y comunicar, de la emoción
voluptuosa.
El proyecto mercantil moderno hace de ella una ganancia a condición de que
no pueda vivirse sino por medio de un objeto fabricado, no natural. Su precio
aumentará si es única en su género y su límite será lo invalorable. Esta es la
propia naturaleza de la emoción voluptuosa. La explotación industrial seguirá
esta estrategia del goce: aquel que no pueda darse recibirá vendiéndose o hará
falta vender lo que nadie quiera dar.
Al mismo tiempo hay una correspondencia entre moneda y palabra como
equivalentes del intercambio y de la comunicación. En el plano mercantil, la
racionalidad económica asegura al objeto de uso un valor de cambio en virtud
de la moneda mediante una operación fraudulenta que lo vuelve ininteligible en
relación a las necesidades y sus objetos, del mismo modo que la operación
fallida del lenguaje en relación a la vida pulsional. El límite de la racionalidad
estará dado por lo que no se intercambia, según el grado de idiosincrasia, por
lo que esta por fuera de todo precio, ya sea por lo que en la palabra se ignora
de la oscura tendencia o propensión pulsional, tanto como de lo que del objeto
pudiera concordar con su deseo.
Sólo la moneda puede compensar lo irreductible del fraude al que el modo de
uso del objeto condena, compensa en tanto equivalente inteligible, es decir, en
tanto la moneda es irreductible a cualquier otro modo de uso.
Volvemos a Sade para intentar comprender el rol particular de la moneda que
puede encarnar el valor sin confundirse nunca en cuanto que es un equivalente
universal y abstracto.
Abolir la propiedad del propio cuerpo es una operación imaginaria propia del
perverso, de modo tal que se le vuelve ajeno, como si habitara en otro y la
propiedad se la atribuyera al otro. Un equivalente del cuerpo es recuperado
20
como fantasma, porque un equivalente del fantasma es el cuerpo propio como
simulacro, como operación imaginaría perversa. El cuerpo fantasmatizado
deviene simulacro, recupera su propiedad en la otra escena. En esa
representación perversa que es el fantasma enraíza la valoración mercantilista,
que captando lo invalorable del fantasma puede así explotarlo. La valoración
del simulacro constituye la posibilidad de traducir el carácter ininteligible de la
perversión, dada su total particularidad, mediante un equivalente universal: el
dinero. Enfocado bajo distintos aspectos:
-
por su función fantasmática: por comprar y venderse desarrolla la
perversidad.
-
por su función mediadora entre el mundo cerrado de las anomalías y las
normas institucionales.
-
porque su presencia equivale siempre a la escasez de riqueza, no de
pobreza.
-
porque es signo de grandes penas y esfuerzos sociales.
-
porque desvía las riquezas hacia significaciones perversas, los gastos
“sacrificiales” (Bataille) benefician sólo a fantasmas.
-
porque expresa la equivalencia de esos fantasma con el poder de
compra que es el gasto que derrocha.
-
porque el dinero es el equivalente de riquezas que el gasto destruye
mientras él únicamente conserva el valor y no se destruye.
-
porque siendo equivalente universal es signo de todo lo existente, o sea,
se iguala al lenguaje, sólo que en lugar de donar sentido, da valor.
-
el dinero representa y garantiza al mismo tiempo, signa lo inexistente en
lo concreto (su valor) a la vez que signa lo inexistente del fantasma.
-
el dinero representa la libertad de elegir o rechazar el bien, el acto de
transgredir en nombre de lo posible, de lo que no es, y así cuestiona el
valor de la existencia, de lo imposible, a favor de su contrario.
Como si la enunciación negativizante de la perversión, de lo anormal,
positivizará lo inexistente o normativizará lo perverso, y conminara a no gastar
ni sacrificar en honor a la existencia. De este modo el mundo de la
globalización fabril perversa sanciona por medio del equivalente universal la
cerrazón de los seres, su total incomunicación.
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El numerario se explica como reactivo de la perversión al mundo de la ley,
reacciona a su carácter universal y solidario. Pues para la perversión habría
una sola comunicación: toma de las normas el signo abstracto del bien, en
tanto uso, goce, que es el dinero, para asegurar el intercambio de los cuerpos
como simulacros en el secreto mundo de las perversiones. Si la ley económica
pretende salvaguardar la autonomía, la integridad, sustituyendo el comercio
carnal por el intercambio de bienes, según el equivalente neutro y equívoco, lo
que en verdad consigue es el comercio en secreto de los cuerpos por medio de
la circulación de la riqueza. Es decir, que al mismo tiempo que se desaprueba
la perversión, de hecho se promueve la prostitución universal.
Sade construyó este dilema: o intercambiamos nuestros cuerpos para
comunicarnos o nos prostituimos para incomunicarnos, para privatizarnos.
Expropiamos los cuerpos o nos pervertimos. Con Sade asistimos al inicio de la
moderna mercantilización de la voluptuosidad, que estandarizará la sugestión
la masivizará, a bajo precio. Construirá el simulacro vivo del fantasma,
travestirá al objeto vivo en rareza, en algo fuera de precio, simulará la emoción
por el prestigio que concede al cuerpo como moneda y de este modo a todo lo
inútil, a lo arbitrario, a lo inasequible.
En la sociedad que fantasea Sade la producción de bienes y su valorización, en
especial la fabricación de objetos que conciernan a la vida psíquica, estará
supeditada al constante aumento de los precios (nota bene) de los simulacros
ofertados, subas que se deberán al apremio fantasmático de los consumidores,
ya que cuanto más requiere el fantasma de un simulacro, más actúa éste
simulacro sobre aquel, o sea, que más desarrolla y aumenta el fantasma y así
adquiere la seriedad que lo que necesita un gasto.
La tesis en juego en el libro afirma que no es la miseria la que empuja a
venderse sino la riqueza la que obliga: pues la tasación objetivante provoca un
goce inmediato, evalúa en dinero el invalorable fantasma y al hacerlo lo
privatiza, lo posee, lo expropia a los otros.
No sólo porque representa la
emoción voluptuosa, la riqueza que expropia es miserable, sino también porque
al mismo tiempo excluye a millones para aumentar su inapreciable valor.
En unas palabras: el dinero ejerce la función de transubstanciación en goce
inmediato con una operación lúdica, como un juego, trasmuta la sustancia del
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cuerpo en moneda de la que se apropia. La suma pagada equivale al fantasma
de la emoción.
Se podría establecer la siguiente ecuación:
Dinero
gastado=
voluptuosidad
privada=escasez=aniquilamiento=valor
supremo del fantasma.
Mayor gasto suntuoso representa mayor cantidad de vidas sin valor, no
vivientes, de tal modo que un fantasma puede equivaler al aniquilamiento de
una población entera.
Sade nos anticipa que el valor del dinero es tan arbitrario como su destino,
porque en sí no es más que un fantasma respondiendo al apremio de otro. Nos
dice que es por la cantidad gastada en el fantasma que la sociedad perversa
toma de rehén al mundo de las sublimaciones institucionales, constituyendo al
artista y al hombre de letras (entre los que estamos incluidos) en
intermediarios, puesto que fabrican simulacros según las normas sociales, esto
es, sublimando y, por otra parte, están al servicio del numerario fantasmático
de su valoración (los honorarios), esto es, según las reglas de la perversión, en
tanto la sublimación lo constituye en proveedor de fantasmas, de simulacros.
Sade postula lo siguiente: suprimida la propiedad tendremos la comunicación
entre los cuerpos y ésta será la prueba de que el valor y el precio están
inscriptos en el fondo de la emoción voluptuosa, o que nada es más contrario al
goce que lo gratuito.
La moneda viviente.
Imaginémosla: una fase industrial en la que se exija como medio de pago
objetos de sensación, objetos vivientes, es decir, personas destinadas al
placer, a producir emoción.
Las personas como moneda de pago. Pagar en mujeres en lugar de pagarse
mujeres. Por su parte, las productoras serán remuneradas en muchachos, que
serán mantenidos por los que poseen mujeres como medios de pago, mujeres
que serán mantenidas, a su vez, por las otras mujeres. Este trueque imaginado
ya existe cuando se trueca mano de obra, recursos vivientes, bajo el simulacro
del inerte dinero.
Al evaluarse al viviente como suministro, la subsistencia queda asegurada,
puesto que la posesión de esclavos reemplaza el antiguo sistema salarial, a la
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vez que hace posible que el trabajo se remunere con objetos vivos de
sensación a bajo costo.
Pero para que el viviente pueda valer una cantidad x de trabajo hace falta que
de antemano constituya algo tan valioso como el producto del trabajo.
Ahora bien ¿cuál es la relación entre el valor de un bien inerte y el precio que le
damos a un ser viviente? Aparentemente ninguna, pero el hecho fortuito de ser
fuente de emociones vale más que su mantenimiento físico, pues el valor es
tan arbitrario como la emoción que provoca. Esta emoción es autosuficiente e
inseparable del objeto tasable, vivo, así como es inútil y pasajera, y por ello es
arbitrariamente tasada según la emoción que provoca. Para que prevalezca
como moneda será obligatorio que haya alcanzado un desarrollo psíquico que
se manifieste en prácticas de trabajo indiscutibles.
Pero, no se trata de que desaparezca la práctica monetaria sino que
paralelamente a ella se despliegue otro mercado que modifique los intercambio
y suprima la función neutralizante del dinero y así fundara el valor de cambio a
partir de la emoción procurada que, como el oro, sea también metáfora de la
emoción de ser rico, es decir, que sea tan práctica como inhumana.
No olvidemos que lo que legitima la ley, el trabajo pago, aún conserva su
antigüo carácter punitivo. Del mismo modo la esclavitud se legitima al superar
su valor el costo de manutención del esclavo (Guerra de secesión u, hoy,
China), genera un plus de goce. Los sacrificios que se le infligen al poseedor
de ése bien raro e inútil por su manutención representan el precio a pagar, que
sólo dependerá de la demanda y al que no se le puede poner una cifra.
Veamos ahora a la moneda viviente no como bien intercambiable sino como
moneda:
1. debe equivaler al salario,
2. debe ser patrón de acumulación,
3. carecer de proporción entre cantidad de trabajo (valor) y objeto vivo,
4. requiere una mayor inversión de capital en la herramienta viva, fuente de
sensaciones,
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Debe quedar claro que no se trafica con seres humanos sino con los productos
que la emoción provoca en los consumidores.
El esclavo industrial como moneda viviente, como capital vivo, es signo de
valor y constituyente de su propia calidad, que corresponderá a una
satisfacción inmediata, no ya de una necesidad sino de la inicial perversión:
comprar o venderse.
El esclavo industrial en tanto moneda vale al mismo tiempo como signo que
garantiza riqueza y como ella misma. En tanto signo es como equivalente
universal y en cuanto riqueza representa la demanda cuya satisfacción
asegura, aunque sea tan sólo un simulacro.
Hay una diferencia entre el esclavo industrial y la moneda viviente: éste debe
diferenciar lo que él vale para sí de lo que acepte recibir en pago para
reivindicarse como equivalente universal o dinero. Debe hacer explícita esa
diferencia: significar la satisfacción sin jamás alcanzarla, recibir un pago por lo
que él no es para si como moneda viva, a la vez que manifiesta una cierta
moralidad oculta la confusión fundante, esto es, que el término esclavo expresa
sino la oferta a una demanda, al menos la disposición o disponibilidad a una
demanda que subyace a las limitadas necesidades.
Una vez aislada la emoción de su fuente viviente se la convierte en “factor
productivo” y se la dispersa en objetos fabricados para desviar de la demanda
impronunciable, la fabricación de objetos convierte en irrisoria o gratuita la
demanda, la enfrenta a la seriedad que imponen las condiciones del trabajo.
El esclavo industrial depende de la moneda inerte, esta disponible como mano
de obra, esta lejos de constituirse él mismo como moneda o signo. Su dignidad
queda a salvo ya que es libre o no de aceptar su salario y el dinero al conservar
su valor también queda a salvo. Como si el dinero implicara la posibilidad de
elegir y ésta función respetara la integridad de la persona, aún ejerciendo su
imperio como medida de evaluación sobre el rendimiento de las capacidades
productivas de esa persona, como si se refiriera de una manera imparcial a
estas capacidades y, a la vez, asegurando la neutralidad de los objetos. Esto
es un círculo vicioso ya que, desde el punto de vista de la producción industrial,
la eficacia de alguien sólo es evaluable en moneda y allí reside también su
integridad. Esta aparente distinción entre la persona y su trabajo encaja muy
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bien con la evaluación de su producción, en tanto su presencia corpórea es
también mercancía, además de lo que ella produzca.
Entonces quedarán dos opciones: que el esclavo relacione estrechamente su
presencia corporal con el dinero que produce o que sustituya el dinero
convirtiéndose él mismo en equivalente de riqueza y en la riqueza misma.
Queda pendiente de aclaración la diferencia entre el esclavo industrial y una
deseable moneda viviente.
26
Bibliografía.
Pierre Klossowski: “La moneda viviente” (1970). Edit. Las cuarenta. 2010.
Pierre Klossowski: “Sade, mi prójimo”. Edit. Sudamericana. 1970.
Georges Bataille: “La parte maldita”. Edit. Edhasa. 1974.
Charles Fourier: “El falansterio”.
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