El futuro de nuestro pasado

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El futuro de nuestro pasado1
Aldo Ferrer2
El Segundo Centenario de la Revolución de Mayo es un mal siglo, plagado de
conflictos, pésimo desempeño económico, mucha pobreza y desigualdad social.
Tenemos sobradas razones para el descontento predominante y para preguntarnos
que habremos hecho mal para semejantes resultados en un país que, como todo el
mundo sabe, cuenta con una amplia dotación de recursos para alcanzar un alto nivel
de desarrollo económico y social.
En muchas expresiones de la cultura, Argentina produjo logros notables en el período.
Pero no logramos construir reglas de convivencia, consensos, liderazgos capaces de
abrir oportunidades para todos, visiones del mundo consistentes con el despliegue del
talento y los recursos propios y, en definitiva, gestionar el conocimiento para impulsar
el bienestar material. Como hemos visto en notas anteriores, la insuficiencia de
nuestra densidad nacional, constituye el origen de nuestras frustraciones.
El crecimiento económico fue muy pobre e inestable a lo largo del segundo siglo. En el
mismo, el PBI total creció a menos del 3% anual y el per capita a menos de 1%. La
inestabilidad predominó la mayor parte del tiempo. El ejemplo más elocuente es la
inflación que, instalada a partir de 1945, confirió a la Argentina el lamentable record del
país con la más alta y prolongada del mundo, con varias hiper incluidas. Las cosas
fueron de mal en peor. En el tramo final, tuvo lugar el pésimo período (1975-2002), el
más negativo de la historia económica argentina.
Lo peor, sin embargo, no fue la economía. En 1930, se derrumbaron las instituciones
de la República y, durante más de la mitad del segundo siglo, el país vivió en la
alternancia de gobiernos de facto y transitorios periodos constitucionales. La ausencia
de reglas para transar los conflictos de una sociedad compleja y de una economía en
transformación, culmino en la tragedia de la violencia y, finalmente, en la aventura y la
derrota de la Guerra de Malvinas. Muchas de las ilusiones del Primer Centenario, del
país invicto en sus lides militares, capaz de vivir en democracia y de construir, entre
todos, un destino común, naufragaron en el transcurso de los últimos cien años.
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Artículo publicado en BAE, el 17 de agosto de 2009
Profesor Emérito de Estructura Económica Argentina. UBA.
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Estos hechos se reflejaron en la pérdida de posición relativa del país en la economía
mundial y en el inevitable deterioro de su respetabilidad internacional. La habitual
comparación de nuestra trayectoria con la de los otros “espacios abiertos” dotados de
una gran oferta de tierras fértiles (Estados Unidos, Canadá y Australia), revela un
fuerte aumento de la brecha en los niveles de vida y el atraso relativo del
correspondiente a la Argentina, particularmente en los tramos 1930-45 y 1976-2002.
Lo mismo sucede en el escenario latinoamericano. Hasta promediar el siglo XX, el
país contaba con el ingreso medio más alto y la distribución del ingreso menos
inequitativa de la región. Actualmente, ambos indicadores figuran en el promedio
latinoamericano, el peor del mundo en cuanto a la equidad distributiva.
La experiencia de este Segundo Centenario contrasta con la del Primero. En aquel
entonces, la economía argentina registraba aún el impulso de la expansión de sus
exportaciones agropecuarias, que le habían permitido, en la segunda mitad del periodo
(1860-1910), crecer en el PBI total al 5,5% anual, el per capital al 3,3% y la población
al 3,2%. Es decir, indicadores decrecimiento entre los más altos del mundo. La
modernización del país y los hábitos de vida de buena parte de la población, se
elevaron hasta niveles comparables a los de países avanzados. Buenos Aires, la
“Reina del Plata”, era el testimonio más elocuente de las conquistas que Rubén Darío
celebró en su “Oda a la Argentina”. El país parecía destinado, en aquel entonces, a
constituirse en la réplica sudamericana de los Estados Unidos de América.
¿Por qué tanto contraste entre el Primer y el Segundo Centenario?. En parte, porque
la visión que predominaba en 1910 y todavía comparten los que idealizan aquella
época, el sistema, era vulnerable y no tenía futuro. Pero, también es cierto, que el país
no logro en su segundo siglo de existencia independiente, reparar los errores del
pasado y responder con eficacia a los nuevos desafíos del orden mundial que
incluyeron, dos guerras mundiales, la gran crisis de la década de 1930 y la radical
transformación productiva y de las relaciones internacionales impuesta por la
revolución científico-tecnológica.
Se trata entonces, ahora, de entender que nos pasó desde el inicio mismo de la
República, aprender de la experiencia, construir una estructura productiva viable capaz
de desplegar el potencial disponible y de vincularnos, al orden mundial, preservando el
comando de nuestro propio destino. Se trata, en suma, de recuperar la esperanza.
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Las transformaciones del orden mundial, a lo largo de los doscientos años
transcurridos desde mayo de 1810 hasta ahora, no han cambiado los factores
determinantes del desarrollo económico argentino. Desde los tiempos inaugurales de
la independencia, el mundo cambió incesantemente y también la Argentina. El
contrapunto entre los cambios del contexto externo y la realidad interior conformó
nuestra densidad nacional.
La globalización es el espacio del ejercicio del poder, dentro del cual, las potencias
dominantes establecen, las reglas del juego que articulan el sistema global de
comercio, finanzas, inversiones y circulación de conocimientos. Ese orden proporciona
un marco de referencia para comprender el curso del desarrollo argentino de los
últimos 200 años. Pero la forma de inserción del país en su contexto externo,
dependió, depende y dependerá, en primer lugar, de factores endógenos, propios de
nuestra propia realidad interna. Puede decirse, entonces, que la Argentina tuvo y tiene
la globalización que se merece en virtud de la débil consistencia de su densidad
nacional.
La Argentina es todavía una nación en construcción, inconclusa. Para consumar la
tarea iniciada hace dos siglos, es preciso fortalecer la densidad nacional en todos los
planos. Es decir, erradicar la pobreza y distribuir el ingreso con equidad para movilizar
los recursos humanos disponibles, elevar el bienestar y generar el convencimiento de
un destino compartido. Es preciso, consolidar los liderazgos de los creadores de
riqueza de la empresa y del trabajo, de la política con la visión del país capaz de
decidir su propio destino, de la cultura afirmando lo nuestro que es, como decía Arturo
Jauretche, lo universal visto por nosotros mismos. Es imprescindible consolidar las
instituciones de la democracia, su transparencia y representatividad, porque ella es el
espacio natural de la libertad y de la convivencia creativa del pueblo. Y es condición
necesaria ver la realidad del mundo y la nuestra desde las propias perspectivas
porque el sometimiento al “pensamiento céntrico” impide gestionar el conocimiento,
desplegar el potencial de recursos disponibles y acumular. Estas condiciones
primarias de la densidad nacional, como lo demuestra nuestra historia y la ajena, son
las que, en definitiva, posibilitan las políticas de desarrollo nacional, abierto e integrado
al mundo, en el comando del propio destino.
Hace apenas siete años, el país enfrentó una severa crisis económica y política que
fue la culminación de las frustraciones acumuladas en el segundo centenario. Las
instituciones de la democracia resistieron el impacto y la economía argentina se
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recuperó con sus propios medios, sin pedirle nada a nadie, demostrando el potencial
disponible y la capacidad del país de crecer y vincularse al mundo, manteniendo el
comando de su soberanía. Ahora, en las vísperas, de las celebraciones mayas del
segundo centenario, el país vuelve a enfrentarse con antiguos dilemas de su
desarrollo de cuya resolución depende que iniciemos la construcción de un nuevo siglo
con una trayectoria y destino distinto del que concluye.
¿Cuál es, entonces, el futuro de nuestro pasado, el porvenir de la economía
argentina? Si aprendemos de la historia y fortalecemos la densidad nacional, muy
probablemente un buen futuro, un próspero porvenir. La empresa es posible.
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