El examen de conciencia

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EL EXAMEN DE CONCIENCIA
¿Qué es?
El examen de conciencia es un acto de reflexión por el que uno “entra en sí mismo”,
en el ámbito íntimo y sagrado de la propia conciencia, para analizar su conducta, para
tomar conciencia de lo que en el propio comportamiento y motivaciones está bien o está
mal.
¿Qué examinamos más específicamente?
Examinamos o revisamos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras
acciones. El examen abarca un determinado lapso de tiempo.
¿Cuál es el criterio de evaluación?
Para examinarme sobre el bien o el mal cometido necesito un referente, un criterio
claro que me diga qué cosa es el mal y qué cosa es el bien. Esta norma objetiva son en
primer lugar los mandamientos de Dios. Es Dios que me conoce hasta lo más profundo,
es Dios quien me ha pensado y creado, es Él quien sabe qué camino debo seguir para
realizarme plenamente como ser humano, desde el ejercicio pleno de mi libertad, es Él
quien por el amor que me tiene me dice qué debo hacer y qué no debo hacer, para ser
verdaderamente aquello que estoy llamado a ser. Esta “luz divina” es necesaria para no
engañarnos a nosotros mismos y para no ser engañados por otros, porque el mal siempre
se va a presentar ante nosotros como algo “bueno para ti”, bueno para ser “más”, para ser
“como dioses”, para ser “felices”. La tentación, la sugestión a obrar el mal, siempre
disfraza de bueno. Y una vez que lo cometemos, es muy fácil justificarnos y engañarnos,
convenciéndonos de que en realidad todo es relativo, y de que “a mí no me hace daño.”
Para no caer en subjetivismos, para no caer en la temeridad de pretender definir yo
sólo que es el bien y qué es el mal, llevado en realidad de mis propios intereses o deseos,
es necesario asumir esta norma objetiva y divina en mi vida, que son los mandamientos.
¿Cuál es el Modelo con el que debo confrontarme?
Para examinarme necesito asimismo un modelo con el cual confrontarme. Ese
modelo de perfección es el Señor Jesús. Luego de mirarlo a Él y confrontarme con Él, me
miro a mí mismo/a y puedo decir: estuvo bien o mal este modo de pensar, de sentir o de
actuar.
Recordemos que nuestra vocación es la de SER SANTOS: «así como el que os ha
llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la
Escritura: Seréis santos, porque santo soy yo.» (1Pe 1,15-16)
¿Y cómo alcanzaremos esa meta anhelada? Asemejándonos cada vez más al Señor
Jesús, teniendo cada vez más su misma mente (ver 1Cor 2,16), tendiendo cada vez más
sus mismos sentimientos (ver Flp 2,5), actuando cada vez más como Él (ver 1Jn 2,6).
Ciertamente es Dios quien por su Espíritu realiza esa transformación interior, pero cada
cual debe poner todo el empeño de su parte (ver 2Pe 1,5), su máximo esfuerzo para
conquistar la meta, para correr la carrera de modo que consiga el premio (1Cor 9,24). Si
nosotros, sostenidos por la gracia, ponemos todos los medios y el esfuerzo necesario
desde nuestra propia insuficiencia y pequeñez, el Señor hará el resto, Él nos trasformará
interiormente y nos santificará: «Santificaos y sed santos… Yo soy Yahveh, el que os
santifico» (Lev 20,7-8).
Así, al mirar a Cristo, y al mirarme en Él como quien se mira en un espejo, puedo
ver qué me sobra o qué me falta para asemejarme más a Él. Su modo de pensar, los
sentimientos y afectos que Él guarda en su corazón, su modo de actuar, se convierten en
el referente necesario para examinarme y ver si mis pensamientos, sentimientos /afectos o
acciones son buenos o no, si me acercan al ideal de la perfección o me alejan de él.
A la hora de examinarnos también es bueno mirar a Santa María, la Madre del
Señor, pues Ella, como una bella luna, refleja intensamente y de modo muy femenino
cada una de las virtudes que como rayos luminosos brotan de quien es el Sol de Justicia.
María es modelo para todos sus hijos, pero lo es especialmente para las mujeres, que
encuentran en Ella un modelo para llegar a ser santas mujeres, verdaderamente
femeninas.
¿Cuál es el objeto del examen de conciencia?
El objeto del examen de conciencia no es sentirnos mal, llenarnos de culpas y
castigarnos por lo que hicimos mal, o hundirnos en la tristeza por el pecado cometido.
No. El examen de conciencia es una mirada serena sobre sí mismo, a la luz de las
enseñanzas divinas, para reconocer mi pecado, para cambiar de conducta y avanzar hacia
una vida plena en el amor, una vida humana auténtica, santa. Ciertamente quien reconoce
con humildad que ha pecado, experimenta el dolor de corazón y el impulso a acercarse al
Señor para pedirle perdón. Pero el objeto último de este ejercicio espiritual es
tremendamente positivo, esperanzador: queremos alcanzar la grandeza de nuestra
vocación a ser plenamente personas humanas, y eso sólo podremos alcanzarlo si nos
asemejamos al Señor Jesús.
Con el deseo de convertirnos y asemejarnos cada vez más al Señor, buscamos
identificar todo lo que en nosotros nos hace desemejantes a Cristo para cambiar de
conducta. Quien reconoce que está mal, en adelante se propone evitar pensar, sentir o
actuar como lo hizo equivocadamente. Y la mejor manera de alcanzar ese cambio será
revestirse de la virtud que se opone al vicio, al pecado, al mal hábito que descubro en mí.
Así, pues, junto con el deseo de pedir perdón a Dios por nuestros pecados y
alcanzar su misericordia, buscaremos, según la recomendación del apóstol Pablo,
despojarnos del hombre viejo con sus obras para revestirnos del hombre nuevo (Col 3,910), para “revestirnos” de Cristo mismo (ver Rom 13,14), de todas sus virtudes.
El horizonte de este trabajo exigente es, pues, eminentemente positivo: apunta a
alcanzar nuestra plena madurez humana en la semejanza con Cristo, el hombre perfecto,
modelo de auténtica humanidad.
¿Qué importancia tiene el examen de conciencia en mi vida? ¿Puedo prescindir de
él?
El examen de conciencia es un ejercicio fundamental de la vida espiritual. Es
esencial para quien aspira a la santidad, y es que sin el esfuerzo continuo de entrar en mí
mismo para conocerme bien es imposible avanzar hacia el horizonte de la perfección que
nos señala el Señor: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial» (Mt 5,48). ¿Y cómo puedo ser santo, ser santa, si no me conozco, si no tomo
una cada vez mayor conciencia de mí mismo, para corregir mis pasos y orientarlos cada
vez más en la dirección de la meta anhelada?
El verdadero creyente, decía San Marcos el Asceta, «debe, ante todo, buscar el
conocimiento y la razón si quiere cargar su cruz y seguir a Cristo; debe examinar
constantemente sus pensamientos, preocupándose por obtener su salvación y adherirse a
Dios con todas sus fuerzas. Debe también interrogar a otros siervos de Dios que tengan la
misma mente y corazón y que realizan la misma tarea, para conocer cómo y dónde
dirigen sus pasos y así no caminar en la oscuridad sin una lámpara brillante» (Epístola al
monje Nicolás, 10).
Quien con la luz que brota del Señor (ver Jn 1,4) ilumina su realidad interior y
continuamente examina su conciencia, aprende a ser un observador objetivo de sí mismo,
se conoce cada vez más y mejor, se comprende verdaderamente.
Quien avanza en este ejercicio aprende a conocer también al enemigo, cómo opera y
la manera como nos seduce y engaña. Todo ese conocimiento es necesario para quien
quiera vencer en el combate, como es necesario a un General conocer las fuerzas y
debilidades del ejército propio como enemigo, para no ser derrotado por su ingenuidad y
poder él a su vez plantear una inteligente estrategia que le lleve a la victoria final.
Finalmente, para que quede más clara aún la necesidad que tenemos de este
ejercicio espiritual de un auto-conocimiento a la luz del Señor, aunque la analogía sea por
vía negativa, te ofrezco esta comparación: el hombre que no realiza el examen de
conciencia se parece a un agricultor que descuida su viñedo: «He pasado junto al campo
de un perezoso –dice el sabio–, y junto a la viña de un hombre insensato, y estaba todo
invadido de ortigas, los cardos cubrían el suelo, la cerca de piedras estaba derruida. Al
verlo, medité en mi corazón, al contemplarlo aprendí la lección: “Un poco dormir, otro
poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados y llegará, como vagabundo, tu
miseria y como un mendigo tu pobreza”» (Prov 24,30-34). Descuidar este medio es como
dormirse, dormitar, tumbarse con los brazos cruzados. Y fruto amargo de ese descuido: el
mal crece en el corazón sin uno darse cuenta, se afianza cada vez más, hasta llevar al
hombre a la propia miseria.
¿Con qué frecuencia debo realizarlo?
Hay un examen de conciencia que se debe realizar antes de la confesión
sacramental. La frecuencia de ese examen de conciencia depende evidentemente de la
frecuencia de mi confesión.
Pero el ejercicio al que nos referimos en esta ocasión se orienta al combate
cotidiano, pues la vida del cristiano es permanente milicia. Por tanto ese examen de
conciencia ha de ser DIARIO.
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