Jesús Torres: compositor de la luz “La música reposa sobre la armonía entre el cielo y la tierra, sobre la concordancia entre las tinieblas y la luz”. Lu Bu we (Primavera y Otoño) He convivido felizmente con la música de Jesús Torres durante los últimos doce años. Hoy día sigo siendo un enamorado ejemplar, y como tal, recuerdo vívidamente el primer encuentro con esa música que, como a la amada ideal, yo ya había soñado y anhelado aún antes de conocerla. Como cualquier relación verdadera, nuestra mutua atracción surgió desde la más pura y salvaje intuición, tornándose paulatinamente, a través de la convivencia y el descubrimiento de numerosas afinidades, en una relación fértil, simbiótica, y madura que sigue revelando extraordinarios frutos. Mi privilegiada posición de intimidad con Jesús y su música, y mi creciente aversión por los estériles y absurdos entramados teórico-analíticos con los que insistentemente nos torturan los “sabios” de la música actual, me eximen de explicar esta música con los tics propios de nuestro gueto, concediéndome licencia para celebrarla desde la más desaforada pasión, desde el amor, desde el disfrute infinito que me produce su conocimiento y su escucha, y también desde la convivencia, la fraternidad, y la euforia de sabernos afortunados por nuestro fructífero encuentro. Solo desde esta vivencia personal quiero y puedo hablar de la música de Jesús Torres, que también es momentáneamente mía cuando se encarna a través de mis manos en la sala de conciertos. ¿No es esta acaso la única y verdadera forma posible de escribir sobre el gran Arte sin que el esfuerzo devenga en letra muerta? Si tuviera que definir someramente la música de Jesús diría que es bella, generosa, y luminosa. Es bella simplemente porque así lo desea el compositor: Su sistema vital, su extrema sensibilidad rechazan sistemáticamente todo arte que no aspire a un ideal de belleza. Pocos compositores poseen hoy día ese raro y necesario don de perseguir la belleza, de intuirla y de plasmarla en su obra, haciéndola aflorar tanto en los más pequeños detalles como en la gran forma. Lo bello expresado a través de un infalible sentido de la proporción que permite experimentar la escucha de sus obras como unidades compactas, talladas y pulidas, siempre imbuidas de un intenso hálito poético. ¿Poesía? Sí. A raudales. Jesús conoce y ama profundamente la poesía -algo evidente en sus exquisitas selecciones de textos- y es precisamente en el mantenimiento constante de un ideal poético de altura donde encuentra el “nervio” estético para proseguir tenazmente esa búsqueda personal de la belleza. La generosidad de la música de Jesús radica en esa extraordinaria capacidad que tiene de exorcizar su propia humanidad a través de la música. Jesús vuelca sus pasiones, estados de ánimo, temores, dudas, certezas, tragedias y amores (su más descarnada humanidad, en definitiva) en el proceso de creación musical con la naturalidad que implica la realización de una necesidad vital. En un acto de absoluta generosidad, Jesús nos regala su biografía más íntima transmutada en sonido mediante una suerte de alquimia imposible. Jamás hallaremos, ni en los títulos ni en el contenido programático, la menor traza de su vivencia cotidiana; sin embargo, en esta música abstracta, incluso críptica por momentos, late con fuerza una poderosa humanidad sublimada en conocimiento puro, aquel necesario para intuir las cuestiones más trascendentes y elusivas de la existencia. Para el intérprete, como es mi caso, que se entregue sin reparos a la enorme complejidad técnica de la música de Jesús, las recompensas son también numerosas: Una vez franqueadas las monumentales trabas iníciales de destreza y entendimiento, el intérprete experimenta un genuino agradecimiento hacia una música con la que todavía es posible crecer. Las altas dosis de precisión, disciplina y concentración necesarias para aprehender las exigencias extremas de la música de Jesús son un reto al que los intérpretes asiduos de esta música creemos firmemente que merece la pena someterse. En correspondencia personal reciente con el compositor, descubro el siguiente párrafo en referencia a su obra Manantial de luz para piano solo y seis instrumentos, dedicada a mí y estrenada con el Ensemble Residencias en junio de 2007: “El título de la obra será, casi con total seguridad, Manantial de luz (…) Es una imagen que me deslumbró cuando la leí, curiosamente, en varios poetas: Aleixandre, Colinas, Brines, que yo recuerde (es posible que también en un poema catalán de Gimferrer). La metáfora es de una riqueza sonora apabullante y –tú lo sabes bien- que parece pensada para una obra mía.” Este “tú lo sabes bien” hace referencia probablemente a mi particular costumbre de escuchar la música en términos lumínicos y a las numerosas charlas que ambos hemos mantenido acerca de este asunto. Si hay algo que siempre me ha llamado poderosamente la atención en la música de Jesús Torres es, sin duda alguna, su carácter luminoso; su conciencia absoluta de la luz como elemento primordial asociado al sonido en un permanente juego de presencia, ausencia y de infinitos claroscuros intermedios. Luz y sonido comparten al fin y al cabo una misma forma de propagación, la de las ondas. Mi sensación es que la música de Torres trastoca como por arte de magia las leyes de la física para ofrecernos acordes como relámpagos, texturas sombrías que anhelan un hilo de luz, trazos cegadores de luz blanca, destellos de alba, centelleantes arabescos, tenues reflejos crepusculares… En esta música intensa y a veces hiperactiva las ondas sonoras parecen aumentar gigantescamente su frecuencia y acortar su longitud para salir despedidas vertiginosamente hacia el ámbito de la luz. No es casualidad encontrar numerosos títulos referentes a diferentes estados de luz en el catálogo de Torres: Manantial de luz, Splendens, Aurora, Crepuscular, Itzal (“sombra” en euskera), etc.; sin embargo, la necesidad del compositor del compositor de expresar su afinidad por la cualidad lumínica de su música va más allá de lo meramente anecdótico, para adentrarse en el terreno de lo trascendente: La luz como símbolo de la fuerza creadora del espíritu. Como en las antiguas tradiciones iniciáticas, Jesús Torres es un iluminado que, habiendo hallado su centro de luz, avanza convencido y libre compartiendo sus hallazgos con sus oyentes en un acto perpetuo de amor y comunicación. Ya en su primera gran obra como compositor, Víspera de mí (1991), se hace evidente como Jesús da un paso valiente y decisivo hacia delante para desasirse de las tinieblas estéticas que lo amordazaban en su periodo de formación junto a Paco Guerrero. A partir de ahí su luz ha ido creciendo para entregarnos obras tan maravillosas como la reciente Poética (2007) para clarinete, violín violoncello y piano donde las fugaces escalas y patrones diatónicos de los cuatro instrumentos entrelazándose conforman una de las músicas más luminosas que jamás he tenido ocasión de escuchar. Pura luz blanca. Juan Carlos Garvayo