NOCIONES DE SAN AGUSTIN

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NOCIONES DE SAN AGUSTIN
PRIMERA NOCIÓN:
Escepticismo académico y certeza de la
propia existencia.
Uno de los problemas fundamentales que nos plantea el
texto de San Agustín es el de su diatriba con los Académicos y el
rechazo del santo de Hipona al escepticismo que estos
preconizaban.
El fundador de la primera escuela escéptica fue Pirrón de
Elis (360-270). Su pensamiento fue recogido por la Academia
Nueva y por algunos pensadores independientes. El escepticismo
tiene dos vertientes: una teórica, que es una teoría del
conocimiento, según la cual no hay ningún saber seguro, y otra
práctica, que es una actitud que consiste en no apegarse a
ninguna opinión, suspender el juicio y conseguir la ataraxía o
serenidad.
El lema del movimiento escéptico era "Nada es más", es
decir, ninguna cosa es más, ni más cierta, ni más falsa, ni mejor,
ni peor. Sostenían que, después de hacer todo lo posible por
conseguir un criterio para saber la verdad, el resultado es que
ningún argumento resulta claramente definitivo; por tanto, lo más
acertado es suspender el juicio. A partir de esta decisión uno
consigue liberarse de la inquietud, consigue la ataraxía, es decir,
la serenidad de ánimo, que nos permite alcanzar la felicidad. Pero
la suspensión del juicio no quiere decir que haya que abandonar
toda investigación ni toda crítica.
El filósofo dogmático piensa que ya ha encontrado la verdad,
mientras que el escéptico se define como un buscador de la verdad
y afirma que es imposible encontrar una verdad definitiva. Su
principal tarea es destruir los argumentos de los dogmáticos.
Todas nuestras percepciones tienen un valor relativo, sólo
nos dan a conocer como aparecen las cosas en nuestros sentidos.
Todas nuestras opiniones se fundan en la tradición y son
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convencionales. No hay ninguna razón para decir que una
aserción es más verdadera que su contraria. La única postura
sensata es suspender el juicio y no decir nada.
La orientación neoplatónica de san Agustín le llevará a
defender que la verdad no ha de buscarse en el mundo exterior
por medio de los sentidos, sino reflexionando, volviendo la mirada
hacia el interior de uno mismo: "No te vayas fuera. Vuélvete hacia
dentro de ti mismo, por
que en el interior del hombre habita la
verdad.”
Su pensamiento, centrado en la idea de la verdad, concluye
en Dios: la Verdad es Dios.
El pensamiento que busca la verdad ha de comenzar por la
evidencia de sí mismo. Es así como se puede superar la duda de
los escépticos de la Academia nueva. "Todas las mentes se
conocen a sí mismas con certidumbre absoluta". En la
autoconciencia, es decir, el testimonio de la propia conciencia, se
encuentra un punto de partida irrebatible: “Somos, conocemos
que somos, y amamos este ser y este conocer”
Quien duda de la verdad, está cierto de que duda, esto es, de
que vive y piensa; tiene, por consiguiente, en la misma duda una
certeza que le sustrae a toda duda y le lleva a la verdad. Esta
movilidad del pensamiento por la cual el mismo acto de la duda se
toma como fundamento de una certeza, significa que el alma
puede elevarse por encima de sí misma hacia la verdad. A esto se
le conoce como el autotrascendimiento agustiniano.
La búsqueda de la verdad no se detiene en esta primera
certeza., Agustín busca la verdad necesaria, inmutable y eterna, la
cual no puede ser facilitada por los objetos sensibles, que siempre
están cambiando. También el alma es contingente y mudable. Sólo
Dios es la verdad. Hay que seguir buscando en el interior del
alma.
Por tanto, la búsqueda va de lo exterior (las cosas) a lo
interior (el alma); en ella se realiza el descubrimiento de verdades
eternas que nos permiten juzgar sobre todas las cosas sensibles.
Como esas verdades no pueden proceder del alma o del mundo,
que son mudables, sólo pueden explicarse por una iluminación
divina (Agustín rechazó expresamente la reminiscencia platónica y
la transmigración del alma). No es fácil comprender cómo concibe
Agustín esa iluminación divina en el alma. Se inspira, sin duda en
Platón (la Idea del Bien como “sol” del mundo inteligible), pero
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sobre todo en el cuarto Evangelio (el que escribió san Juan), del
que cita textualmente: “El Verbo (Jesucristo) era la luz verdadera
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 9).
San Agustín se anticipa a Descartes con su Si enim fallor,
sum (si me engaño existo), pero no se interesaba como Descartes
por la cuestión de si el mundo exterior existe realmente o no. En
las Confesiones Agustín nos dice: “Quiero conocer a Dios y el
alma. Nada más deseo". Además la duda de Descartes es
metódica, los argumentos escépticos le sirven para alcanzar
verdades evidentes, a partir de ellas puede construir el
conocimiento del mundo. Parten de una misma verdad pero con
intenciones muy distintas. Como en San Agustín, el cogito en
Descartes abarca toda actividad de conciencia. El cogito es una
cosa que piensa. Lo que significa dudar, aprehender, afirmar,
negar, querer, imaginar y sentir.
En su obra De Trinitate san Agustín dice: "nada conoce el
hombre que le sea más cercano ni que le sea más inmediato a su
mente que su identidad consigo mismo". A su vez, en la segunda
meditación Descartes dice: "nada hay que me sea más fácil de
conocer que mi propio espíritu".
SEGUNDA NOCIÓN.
Amor a la existencia y amor al conocimiento.
La noción del amor a la propia existencia y al conocimiento la
presenta san Agustín de manera explícita en los dos apartados del
capítulo XXVII, libro XI, de su Ciudad de Dios.
Dios crea el mundo sin utilizar ningún elemento preexistente y
sólo por amor, para comunicar a las criaturas el bien que Él
posee, haciéndolas partícipes de sus propias perfecciones. El mal
surge porque el hombre está vuelto hacia la materia, no porque la
materia sea mala, la ha creado Dios. El mal es la negación del
amor a Dios o, también, la ausencia de bien.
El mal físico, por ejemplo, las enfermedades, los dolores anímicos
y la muerte, son la consecuencia del pecado original, es decir, una
consecuencia del mal moral. “La corrupción del cuerpo que pesa
sobre el alma no es la causa, sino el castigo del primer pecado: la
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carne corruptible no es la que ha vuelto pecadora al alma, sino el
alma pecadora la que ha hecho corruptible al cuerpo.” En la
historia de la salvación, sin embargo, todo esto posee un
significado positivo.
La ética antigua arranca del concepto de felicidad. Esto puede
llevarnos a una subjetivación del bien moral, dado lo variado que
parece ser el sentimiento de la felicidad. Agustín conoce esta
variedad, pero sabe también que el alma humana tiene su “lugar
natural” (expresión platónica). Hacia él gravita, hacia el Uno, que
es la verdad y el bien: en una palabra, gravita hacia Dios. “Nos
has creado para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en ti.”” El amor del hombre, si es lo suficientemente
profundo, halla el verdadero camino en Dios.
En su obra autobiográfica Las confesiones busca proyectar luz
sobre los problemas de su existencia. La inquietud que ha
dominado la primera parte de su vida, le conducía a su perdición.
Se da cuenta de que nunca ha deseado otra cosa que la verdad, y
que la verdad es Dios mismo, y que Dios se halla en el interior del
alma. De ahí su famosa expresión: “Nolite foras ire, in te redi; in
interiore hominis habitat veritas= No te vayas fuera; métete dentro
de ti mismo, porque en el interior del hombre habita la verdad”.
La posibilidad de buscar a Dios y de amarle está fundada en la
misma naturaleza del hombre. Si fuésemos animales, podríamos
amar solamente la vida carnal y los objetos sensibles. Si fuésemos
árboles no podríamos amar nada de lo que tiene movimiento y
sensibilidad. Pero somos hombres, creados a imagen de nuestro
creador, que es la verdadera Eternidad, la eterna Verdad, el eterno
y verdadero Amor; tenemos, pues, la posibilidad de volver a Él, y
en el que nuestro ser no volverá a morir, nuestro saber no tendrá
más errores, nuestro amor no tendrá más ofensas.
Esta posibilidad de volver a Dios en la triple manera de su
naturaleza (existe, conoce y ama) está inscrita en la triple forma
de la naturaleza humana, en cuanto que es imagen de Dios. “Yo
soy, yo conozco, yo quiero. Soy en cuanto sé y quiero; sé que soy y
quiero; quiero ser y saber”. En estas tres cosas hay una vida
inseparable, una vida única, una única esencia. La distinción es
inseparable, y, sin embargo, existe.
Dios ha creado al hombre para que este sea (exista); pero el
hombre puede apartarse del ser (Dios) y pecar. La constitución del
hombre como imagen de Dios le da la posibilidad de llegar a Dios,
pero no se lo garantiza. El hombre es en primer lugar, un hombre
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viejo, el hombre exterior y carnal, que nace y crece, envejece y
muere. Pero, en segundo lugar, puede ser también un hombre
nuevo, que puede renacer espiritualmente. Este renacimiento se le
presenta como la alternativa entre la cual debe escoger: o vivir
según la carne y debilitar y romper su relación con el ser, esto es,
con Dios, y caer en el pecado; o vivir según el espíritu estrechando
su relación personal con Dios y prepararse para participar en su
misma eternidad.
TEMAS DE SAN AGUSTIN
TEMA PRIMERO:
El hombre como imagen de Dios.
El hombre como imagen de Dios es el tema que aparece
explícitamente expuesto en el primer párrafo del capítulo 26 del libro
XI de la Ciudad de Dios.
S.Agustín rechaza la idea pitagórica de que el cuerpo es la
prisión del alma, pues la encarnación del Verbo obligó a los cristianos
a ensalzar el cuerpo humano. Agustín se muestra un tanto fluctuante.
Fiel a la tradición bíblica, considera al hombre como una unidad de
cuerpo y alma. Pero cuando aborda la cuestión desde un punto de
vista estrictamente filosófico adopta el dualismo platónico: “El
hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y
terreno” Por supuesto, rechaza la preexistencia del alma, la pluralidad
de almas en el hombre y que la unión con el cuerpo sea consecuencia
de un pecado anterior.
Respecto al origen del alma, Agustín se confiesa incapaz de dar
una solución adecuada. Dos eran las teorías que circulaban en aquel
momento (además de la teoría platónica de la preexistencia y
transmigración): el traducianismo de Tertuliano (el alma es
engendrada por los padres) o el creacionismo de San Jerónimo. Sin
duda, piensa, el alma de Adán y la de Cristo fueron creadas por Dios;
pero la existencia del pecado original le hace difícil admitir lo mismo
para el alma de los demás hombres En general, se inclina por un
traducianismo calcado del emanatismo de los neoplatónicos: el alma
del hijo aparece “como se enciende una antorcha a partir de otra
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antorcha, de tal manera que, sin detrimento de un fuego, surge un
nuevo fuego”.
La psicología de Agustín destaca el papel de la memoria en la
vida interior. No es ninguna casualidad que el análisis de esta
facultad se encuentre al final del libro de las Confesiones, junto con el
estudio del concepto de temporalidad. Gracias a la memoria, en
efecto, el hombre consigue hacerse presente su propia intimidad y
construir, a través del tiempo, su identidad personal:
«Mediante ella me encuentro conmigo mismo, me acuerdo de
mí y de lo que hice, y cuándo y dónde y cómo, y de qué modo me
hallaba afectado» (Conf, X, 8, 15).
La memoria pues, posibilita la vida interior y abre el camino de
la introspección y de la búsqueda interior. Pero el abismo del espíritu
es demasiado profundo para que pueda ser sondeado totalmente:
«¿Quién ha llegado a su fondo? A pesar de poseer esta facultad,
no consigo abarcar todo lo que soy» (X, 8,15).
«Soy un enigma para mí mismo. Abismo grande es el hombre»
(V, 9, 22).
Los temas fundamentales para S. Agustín son el alma y Dios.
Plantear el problema del hombre significa plantear el problema de
Dios. El hombre no se encuentra plenamente si no se encuentra con
Dios.
El alma humana es imagen de la Trinidad, porque también ella
es una y trina, en la medida en que es mente, y como tal se conoce y
se ama: “Por lo tanto, la mente, su conocimiento y su amor son tres
cosas, y estas tres cosas no son más que una y, cuando son
perfectas, son iguales.”
Las tres facultades del alma humana: la memoria, la
inteligencia, la voluntad, juntas y cada una por separado, constituyen
la vida, la mente y la substancia del alma. “Yo, dice Agustín, recuerdo
que tengo memoria, inteligencia y voluntad; sé que entiendo, quiero
y recuerdo, y quiero querer, recordar y entender”. Y recuerdo toda mi
memoria, toda la inteligencia y toda la voluntad y de la misma
manera, entiendo y quiero todas estas tres cosas; las cuales, pues,
coinciden de lleno en su distinción, constituyen una unidad, una sola
vida, una sola mente, y una sola esencia. En esta unidad del alma
que se diferencia en sus facultades autónomas, cada una de las
cuales comprende las otras, está la imagen de la Trinidad divina:
imagen desigual, pero con todo imagen.
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El alma nos permite concebir vagamente la Trinidad divina. El
Padre se conoce a si mismo y genera un Verbum (el Hijo), la relación
entre ambos es el amor del Padre al Hijo y de este al Padre; fruto de
este amor es el Espíritu Santo. Por la memoria imita el alma la
unidad y la eternidad que es atributo propio del Padre, por el
conocimiento imita el alma la sabiduría, que es atributo propio del
Hijo, por el amor imita el alma la felicidad, que es atributo propio del
Espíritu Santo.
En la Trinidad no existe diferencia jerárquica ni diferencia de
funciones, sino absoluta igualdad. No puede considerarse al Padre
como Dios por excelencia, sino que debe considerarse que, en sentido
absoluto, Dios es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre, el
Hijo y el Espíritu “son inseparables en el ser y, por eso, también
actúan inseparablemente”; “La Trinidad misma es el único y exclusivo
Dios verdadero”.
Entre Dios, que es y conoce todo a la vez, y lo sensible que
pasa sin consistencia alguna, está el alma, que retiene el pasado, de
este modo surge el tiempo. La identidad del alma consigo misma es
la memoria, imagen de la unidad y eternidad de Dios.
El conocimiento del hombre y el conocimiento de Dios se
iluminan recíprocamente, y realizan a la perfección el proyecto del
filosofar agustiniano: conocer a Dios y a la propia alma, a Dios a
través del alma, y al alma a través de Dios. “Deum et animam scire
cupio. Nihilne plus? Nihil omnino = Deseo conocer a Dios y al alma.
¿Nada más? ¡Nada más!”.
TEMA SEGUNDO:
Sabiduría e iluminación.
Este es uno de los temas más controvertidos del pensamiento
agustiniano, debido a la disparidad de interpretaciones que del
mismo han hecho los exegetas posteriores. Dicho tema aparece en
nuestro texto en el segundo apartado del capítulo XXVII.
La filosofía de Agustín de Hipona es una continua búsqueda hacia
lo más interior de sí mismo y hacia lo más elevado de la realidad:
“Quiero conocer a Dios y al alma”. Al proceder así, responde a sus
propios impulsos y preocupaciones, y coincide con la dirección del
pensamiento neoplatónico. Su doctrina será una síntesis de
cristianismo y neoplatonismo.
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El pensamiento que busca la verdad ha de comenzar por la
evidencia de si mismo. Es así como se puede superar la duda de
los escépticos de la Academia Nueva. En la autoconciencia se
encuentra un punto de partida irrebatible:
“Somos, conocemos que somos, y amamos este ser y
este conocer. Y en estas tres verdades no nos turba falsedad
ni verosimilitud alguna. No tocamos esto, como las cosas
externas, con los sentidos del cuerpo [...] ni como damos
vueltas en la imaginación a las imágenes de cosas sensibles
[...] sino que, sin ninguna imagen engañosa de fantasías o
fantasmas, estamos certísimos de que somos, de que
conocemos y de que amamos nuestro ser. En estas verdades
me dan de lado todos los argumentos de los académicos que
dicen. ¿Qué? ¿Y si te engañas? Pues si me engaño, existo. El
que no existe no puede engañarse, y por eso me en-gaño,
existo. Luego si existo, si me engaño, ¿como me engaño de
que existo, cuando es cierto que existo si me engaño?
Aunque me engañe, soy yo el que me engaño, y por tanto en
cuanto conozco que existo, no me engaño”
Pero la búsqueda de la verdad no se detiene en esta primera
certeza. De acuerdo con la exigencia socrático-platónica, Agustín
busca la verdad necesaria, inmutable y eterna, la cual no puede
ser facilitada por los objetos sensibles, que siempre están
cambiando y que aparecen y desaparecen. También el alma es
contingente y mudable. Sólo Dios es la verdad. ¿Dónde se le podrá
encontrar? Hay que seguir buscando en el interior del alma. El
pasaje es famoso:
“No quieras irte fuera; entra dentro de ti mismo, porque
en el hombre interior habita la verdad; y si hallares que
tu naturaleza es mudable, transciéndete a ti mismo; mas
no olvides que al remontarte sobre las cimas de tu ser, te
elevas sobre tu alma, dotada de razón. Encamina, pues,
tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende”.
Por tanto, la búsqueda va de lo exterior (las cosas) a lo interior (el
alma); en ella se realiza el descubrimiento de «verdades, reglas o
razones eternas (ideae, formae, species, rationes) que nos permiten
juzgar sobre todas las cosas sensibles. Pero no se termina ahí:
como esas verdades no pueden proceder del alma, que es
mudable, sólo pueden explicarse por una iluminación divina
(Agustín rechazó expresamente la reminiscencia platónica y la
transmigración del alma). De este modo, la búsqueda en lo interior
culmina en un movimiento hacia lo superior, del alma hacia Dios,
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No es fácil comprender cómo concibe Agustín esa iluminación
divina en el alma. Se inspira, sin duda en Platón (la Idea del Bien
como “sol” del mundo inteligible), en las imágenes neoplatónicas
de la luz y en la afirmación del Evangelio de San Juan: “El Verbo
(Jesucristo) es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo” (Jn 1, 9).
“Visible es la tierra lo mismo que la luz; pero aquélla no
puede verse si no está iluminada por ésta. Luego tampoco lo
que se enseña en las ciencias como verdades certísimas
puede ser entendido sin la radiación de un sol especial. Así
pues del mismo modo que en el sol visible podemos notar
tres cosas -que existe, que esplende y que ilumina-, del
mismo modo se han de considerar tres cosas en el
secretísimo sol divino que deseamos conocer: que existe, que
resplandece en el entendimiento, y que hace inteligibles
todas las demás cosas” (Sobre la religión verdadera).
La luz divina es excesiva para el entendimiento humano; el Dios
presente en el alma es incomprensible e inefable. Lo cual no
quiere decir que no podamos saber nada de él, al menos de un
modo negativo: si las criaturas son mudables, Dios debe ser
inmutable. Y Agustín interpreta en sentido platónico la palabra dirigida por Dios a Moisés en el libro del Éxodo 3,14: “Yo soy el que
soy”, equivale a decir que Dios es el Ser o la esencia inmutable.
Platón debió de conocer de alguna manera el Antiguo Testamento,
piensa Agustín.
Alma designa el principio animador del cuerpo, los animales
tienen alma. El pensamiento (mens) es la parte superior del alma
racional o humana y se compone de ratio e intellectus. Por el
intellectus el pensamiento recibe la verdad que la luz divina le
descubre al hombre. En el alma además de memoria, percepción y
apetito existe el espíritu, la inteligencia y la voluntad.
La razón superior o intellectus es la facultad suprema de
conocimiento del hombre, le proporciona la sabiduría o
conocimiento filosófico, considera a las ideas eternas e inmutables
en sí mismas, las descubre en el alma pero proceden de Dios.
Las ideas eternas son formas principales o razones permanentes
de las cosas, no han sido formadas, son eternas e inmutables, se
hallan en la Inteligencia divina. Entre ellas se encuentran ideas de
carácter lógico y metafísico (verdad, falsedad, semejanza, unidad,
etc.); ideas de carácter matemático y de orden ético y estético
(bondad, belleza, etc.).
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La razón inferior o ratio ocupa un lugar intermedio entre la
sensación y el intellectus, sirve a las necesidades prácticas de la
vida, juzga sobre el conocimiento sensorial, sobre lo sensible y
temporal, por ejemplo "este árbol tiene buena madera". La ratio
utiliza las ideas eternas para hacer juicios con los que hace
ciencia.
Los objetos impresionan nuestro cuerpo al actuar sobre los
sentidos. La estimulación de los sentidos es sólo una ocasión para
que el alma tenga una sensación, las sensaciones son acciones del
alma, no pasiones que sufre. El alma utiliza los órganos de los
sentidos como instrumentos suyos. Lo material no actúa sobre el
alma, sobre lo espiritual. La sensación es el primer grado de luz
del espíritu, pero sólo produce opinión y ata a lo sensible e
imperfecto. Los sentidos captan la multiplicidad pero no la
unidad.
Agustín da primacía al amor y a la voluntad junto al
conocimiento, lo que le permite unir elementos neoplatónicos y
cristianos. El amor culmina el movimiento del alma iniciado en el
conocimiento. El amor es una fuerza ascendente que lleva al alma
a su lugar natural, Dios. La felicidad únicamente se halla en Dios.
Conocer es amar y amar es conocer, pues son dos modos de
nombrar al hombre total o entero.
El error no es sólo un fallo de la mente, una mera cuestión de
lógica, el error es también amor a lo inferior y olvido de lo
espiritual. La razón es alterada por el poder de la voluntad. El
error, lo mismo que el mal, es la negación del amor. El engaño
más difícil de vencer no es el de los sentidos, sino el del intelecto,
el orgullo filosófico hace que la razón se crea autosuficiente. La
fuente de todo error está en el pecado original, en la condición
pecadora del hombre. Las causas principales de error son el
orgullo intelectual, la concupiscencia y el egoísmo, siendo el
primero el más difícil de erradicar. Lo único que puede salvar a la
razón es que reconozca sus limitaciones, pues sólo la gracia de
Dios puede liberarnos del error.
Consecuentemente no existe una distinción clara entre razón y fe.
La fe es la guía más segura. La fe no está en conflicto con la razón,
no es irracional, el hombre debe buscar la "inteligencia" de la fe,
"cree para comprender". Sólo hay una verdad que se alcanza
plenamente con la fe. El conocimiento se fundamenta de arriba a
abajo, del mismo modo que la filosofía platónica, siendo Dios el
fundamento de toda verdad. La filosofía es búsqueda de la
sabiduría que nos permite alcanzar la felicidad. Pero las verdades
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que se alcanzan sin la ayuda de la fe no llegan a satisfacer al
hombre, pues no constituyen la verdad total a la que aspira.
Cuando la razón es iluminada por la fe, se alcanza la verdadera
sabiduría que es la religión cristiana.
La razón en solitario desemboca en el absurdo y en el
escepticismo. La soberbia intelectual lleva a la impotencia y al
perplejidad. La razón tropieza inevitablemente con sus límites. La
filosofía es una actividad que sólo haya su cumplimiento en la fe.
La fe libera a la razón de su soberbia, entonces la razón se
abandona a la gracia y se entrega al amor, que es el acto del
hombre en plenitud.
Los argumentos escépticos sólo son válidos para los que fundan la
verdad en el conocimiento sensible. Para S. Agustín la verdad
pertenece al ámbito inteligible y supone una purificación de la
mente y de la voluntad, para eliminar el apego al mundo y al
cuerpo. Está concepción se encuentra también en el platonismo.
CONTEXTUALIZACIÓN
El Bajo Imperio Romano padece una profunda crisis. Es amenazado
desde el exterior por los pueblos bárbaros y desde el interior por la
crisis económica y política, el desasosiego social y la anarquía militar.
El intervencionismo del Estado es cada vez mayor, los ciudadanos
pasan a ser considerados súbditos de un soberano divinizado. El
mismo año en que Agustín fue nombrado obispo de Hipona, el
emperador Teodosio dividía el Imperio entre dos de sus hijos, dando
Occidente a Honorio y Oriente a Arcadio. Poco después de la muerte
de Agustín, los vándalos invadían Tagaste.
Ambas partes del Imperio, la occidental y la oriental, tenían un
sistema político y administrativo común, pero existía una discordia
permanente entre ellas y las condiciones de vida no eran
comparables. Aunque existía la tendencia a dividir el Imperio para
poder gobernarlo mejor, nunca desaparecieron los deseos de unificar
el poder. Esto ocasionaba levantamientos militares apoyados por la
otra parte del Imperio.
El ejército ordinario apenas podía guarnecer las fronteras en tiempos
de paz. Si un punto era atacado sólo podía ser reforzado con tropas
que defendían otra zona de la frontera. Para solucionar este problema
11
se incorporaron tropas bárbaras al ejército, lo que llevó a que se
adoptaran paulatinamente sus tácticas. Como consecuencia de ello la
infantería perdió importancia frente a la caballería, que estaba
constituida por tropas de extranjeros. Además los bárbaros tenían
tendencia a desertar para unirse a las fuerzas invasoras.
Los altos impuestos necesarios para mantener el ejército y la
administración acabaron arruinando a lo campesinos, que
aterrorizados por las incursiones bárbaras se refugiaban tras los
muros de las ciudades o se dedicaban al bandidaje. A su vez los
habitantes de las ciudades ante la presión fiscal huían al campo o a
tierras ocupadas por los bárbaros. La vida en las ciudades estaba
profundamente alterada. En el campo los únicos puntos estables eran
las grandes fincas, que funcionaban como economías autónomas de
tipo feudal y a las que interesaba la debilidad del Estado.
A partir del año 410, fecha en la que las tropas de Alarico tomaron
Roma, los paganos acusan al cristianismo de ser el responsable de la
ruina del Imperio: los cristianos se retiran de los asuntos públicos y
son pacifistas. Los mismos cristianos se sienten abrumados: si Roma
se hundía, ¿arrastraría consigo a la Iglesia?
Agustín se ve obligado a responder e infundir ánimos. Entre 413 y
426 escribe La ciudad de Dios, una obra que él mismo considera
monumental (y lo es), enciclopédica y desordenada. En ella se explica
el sentido de la Historia, desde la creación del mundo hasta el Juicio
final. Es una historia lineal, en consonancia con la tradición
judeocristiana, y no circular (en contra de la concepción griega,
especialmente de los estoicos), dividida en seis edades,
correspondientes a los seis días bíblicos de la creación del mundo.
La tesis es que desde la venida de Cristo se vive en la última edad,
pero que la duración de ésta sólo Dios la conoce. No hay por qué
pensar que se acerca el fin del mundo. El Imperio romano no es nada
definitivo y último. El marco de la Historia es mucho más amplio. Es
la lucha de dos ciudades que existen desde los tiempos de Caín y
Abel, y que, por tanto, no coinciden con Roma y la Iglesia: la ciudad
de los justos y predestinados, y la ciudad de los pecadores y
reprobados por Dios. Precisamente el amor permite dividir a la
Humanidad en dos “ciudades”:
“Dos amores fundaron dos ciudades. El amor propio hasta el
desprecio de Dios fundó la ciudad terrena. Y el amor de Dios hasta el
desprecio de sí mismo fundó la ciudad celestial. La primera se gloría
en sí misma y la segunda en Dios. Porque aquélla busca la gloria de
los hombres y ésta tiene por máxima gloria a Dios” (La ciudad de
Dios IV, 28). Ambas ciudades subsisten mezcladas, hasta que al final
se produzca la separación definitiva y el triunfo de la Ciudad de Dios.
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Roma se tambalea no por culpa de los cristianos, sino por las
miserias del paganismo. Pero no arrastrará consigo sino sus propios
pecados. El triunfo de la Ciudad de Dios está asegurado.
El cristianismo poseía una fuerte carga revolucionaria: oponía el
Reino de Dios al reino del César, y en el libro del Apocalipsis de san
Juan, último libro del Nuevo Testamento, la Jerusalén celestial se
contrapone a Babilonia, que no es sino la misma Roma. El Imperio
representaba el ideal de un mundo cerrado en el que la divinidad
formaba, en cierto modo, parte de la comunidad política. Virgilio liga
la fundación de Roma a los mismos dioses. La concepción cristiana,
con su obstinada voluntad de proclamar la transcendencia de Dios,
arruinaba este universo cerrado sobre sí mismo. Además el
cristianismo se considera depositario único de la verdad. Los
cristianos resultan extraños ideológicamente para los romanos, esto
explica en parte las persecuciones del Imperio hacia el cristianismo.
Roma toleró los cultos de los pueblos conquistados siempre que no
intentaran hacer prosélitos entre los ciudadanos romanos. El
cristianismo se extendía rápidamente y no sólo entre las clases bajas.
No era el credo tradicional de un pueblo conquistado como ocurría en
el caso del judaísmo. No estaba claro si debían ser tolerados o
perseguidos. Si no eran absorbidos o destruidos podían crear un
estado dentro del estado. Constantino, con el Edicto de Milán del año
313, no convirtió el cristianismo en religión estatal pero sí otorgó un
grado de tolerancia a las iglesias que hasta entonces había sido
impensable y el imperio, de manera inesperada, comenzó a
convertirse para muchos cristianos no en un lugar de paso sino en
algo que se contemplaba como propio.
Los cristianos usaron la filosofía para esclarecer la fe, fijando el
dogma en la lucha contra las herejías, y para justificar la fe en un
mundo hostil. San Agustín es una figura central en ambos aspectos,
su influencia es extraordinaria durante toda la Edad Media. Su obra
supone la primera gran síntesis entre el cristianismo y la filosofía
platónica. Aunque inspirado por la fe, el pensamiento de San Agustín
dominará el panorama filosófico cristiano hasta la aparición de la
filosofía tomista (de Santo Tomás, en el siglo XIII), ejerciendo un
influjo considerable en la práctica totalidad de pensadores cristianos
durante siglos. Ahora bien, donde el agustinismo se percibe con más
claridad es en la filosofía posterior, sobre todo en la Edad Media y,
más concretamente, en la escuela franciscana: Alejandro de Hales,
san Buenaventura, Juan Duns Escoto, Guillermo de Ockham, etc. En
el Renacimiento habrá un renovado interés por el neoplatonismo
agustiniano. Ecos suyos se escuchan en Descartes - cuyo cogito, ergo
sum parece ser un eco del si enim fallor, sum agustiniano - en Pascal
y perduran en las voces de algunos pensadores existencialistas,
Kierkegaard sobre todos. Aunque por encima de referencias
concretas, hemos de considerar a nuestro autor como una figura
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perdurable del pensamiento cristiano y occidental; su voz resuena
vigorosa en nuestros días para todo aquel que sepa y quiera
escucharla.
Volviendo a las acusaciones hechas a los cristianos, debemos
recordar que para estos la ética de Jesús incluía mandatos tan
extremos como el de amar al enemigo, perdonar a los que nos han
causado ofensas u orar por los que nos injurian. Todos los teólogos
hasta inicios del siglo IV no sólo condenaron la guerra, sino que
manifestaron que ningún cristiano podía servir en el ejército ni
siquiera en tiempo de paz. Se condenaba de la misma manera que un
cristiano se dedicara a la prostitución, como al tráfico de esclavos o a
servir en el ejército. Semejante posición se vio regada con sangre.
Mártires como Julio, un antiguo centurión, o Maximiliano prefirieron
morir a servir en las filas del ejército. Otros, como Sebastián, jefe de
la primera corte de la guardia pretoriana imperial de Diocleciano, fue
asaeteado por sus propios compañeros de filas por ser cristiano.
Mauricio, jefe de la famosa Legión Tebana, corrió la misma suerte
junto a toda la Legión.
Ante esta situación, Agustín de Hipona fue uno de los primeros
teólogos que intentó conciliar las enseñanzas de Jesús con la defensa
de un Imperio que en buena medida era cristiano y que intentaba
sobrevivir al asalto de los bárbaros. Admitía el pacifismo privado
(todos debemos perdonar a los que nos ofenden y orar por nuestros
enemigos), aceptaba el pacifismo total de unos pocos (los monjes
llamados a seguir el camino de perfección, por ejemplo) pero indicaba
que el Imperio no podía incorporar ese punto de vista como política
pública y que su defensa era lícita. Aún más, los cristianos debían
contribuir a ella como buenos ciudadanos.
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