anúncialo a todos: dios te ama - Josefinos de San Leonardo Murialdo

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DIOS TE AMA
El amor de Dios en la experiencia de San Leonardo Murialdo
de
GIUSEPPE FOSSATI
N.B. Las frases escritas en cursiva entre comillas están tomadas de los escritos de Murialdo:
Manuscritos, Epistolario, Testamento Espiritual.
ANÚNCIALO A TODOS: DIOS TE AMA
Es una frase que con frecuencia vemos escrita con grandes caracteres en los paneles de
publicidad, en postales, adhesivos...
Creer en el amor es el secreto de la experiencia cristiana, porque «Dios es amor».
El mayor riesgo que un hombre puede encontrar en su vida, es ceder la tentación de no
admitir la necesidad de amar y ser amado.
«Lo que convierte este maravilloso mundo en un reino de desesperanza e irracionalidad, es
el no haber comprendido el amor. Aunque sea un mundo en que todas las canciones hablan
de amor, es un mundo que muere sin saber de verdad qué es el amor» (Theilhard de
Chardin).
La soledad sin el amor de Dios conduce inevitablemente a la desesperación.
Con todo, continúa siendo muy difícil creer en el amor que Dios nos tiene, aunque el solo
descubrimiento de este amor puede dar el auténtico sentido a la vida del hombre.
L. Murialdo vivió la maravillosa experiencia del descubrimiento del amor de Dios: amor
que él admira, no tanto en la misma vida de Dios, cuanto en su entrega a nosotros, a cada
uno de nosotros. El contempla este amor, lo escucha como se escucha una melodía:
saboreando cada una de sus notas.
Habiendo descubierto - y sobre todo vivido - la realidad del mensaje cristiano «Dios es
amor», todos los acontecimientos de su vida, como los mismos de la historia, se
transforman en acontecimientos de gracia y salvación.
¿Qué sentido puede tener hoy su mensaje? El mensaje de L. Murialdo es un mensaje de
esperanza: Dios me ama con amor personal, tierno, profundo. Hacer de esta certeza una
fuerza impulsora de su propia vida, no quiere decir engañarse con una seguridad infantil. Al
contrario, tomar conciencia de que Dios me ama ahora, en el momento presente, en la
situación en que estoy viviendo, me obliga a ser de un modo u otro la expresión del amor de
Dios hacia la persona que está a mi lado.
El amor de Dios me garantiza que puedo asumir la vida en su autenticidad; y no una vida
cualquiera porque ahora es de Dios y Dios es quien le da sentido.
La certeza de que Dios me ama con amor íntimo y personal no sólo salva mi interioridad y
reaviva sin interrupción la fuente de mi amor - sintiéndome aceptado, amado, perdonado
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por Dios, seré siempre un hombre de empuje y de esperanza - sino salva también mis
relaciones amistosas con los demás y justifica las características y fronteras del amor en
toda relación educativa.
SAN LEONARDO MURIALDO
UN MUCHACHO COMO LOS DEMAS
Nace en Turín (Italia) el 26 de octubre de 1828. De familia acomodada, unida,
profundamente cristiana. En 1833 muere su padre, agente de cambio (hoy diríamos agente
de bolsa). Cuando Nadino (así lo llamaban en familia) tiene ocho anos, su madre, Teresa
Rho, lo envía con su hermano Ernesto al Colegio de los Escolapios de Savona. Es una
manera de proveer adecuadamente a su formación escolástica y religiosa, y de robustecer
con el aire del mar su delicada constitución física.
Entre los catorce y quince anos, Leonardo sufre una crisis muy complicada y dolorosa.
Algunos compañeros ridiculizan su buena conducta y sus éxitos escolares. Leonardo lucha
entre alinearse con sus compañeros y ser aceptado por ellos o permanecer fiel a la
sensibilidad y educación recibidas.
La separación de la familia y los problemas efectivos propios de la edad, agravan la crisis.
Para no sentirse marginado, empieza a separarse de los superiores y a mostrarse, al menos
externamente, como los demás compañeros, a estar con ellos y a participar en sus
conversaciones, a veces inconvenientes y vulgares.
Después de una larga lucha interior, decide comportarse como los demás, no rezar como lo
había hecho antes, formar grupo con los peores y estudiar menos. Ha preferido ser aceptado
por los compañeros aún a costa de renunciar al bien y a Dios.
Pero no puede vivir mucho tiempo así. Y en septiembre de 1843, regresa a Turín y hace una
confesión general. Se inscribe luego al bienio de Filosofía. Con el afecto familiar, el
entusiasmo por los nuevos estudios y la alegría de nuevas amistades, renace su vida.
SACERDOTE
Mientras tanto se siente llamado al sacerdocio.
Se inscribe en la facultad de Teología de la Universidad de Turín. En 1850 es doctor en
Teología, y el 20 de septiembre de 1851 es ordenado sacerdote. No olvidará jamás sus
devaneos juveniles. De ellos sacará enseñanzas y experiencias fundamentales para su vida y
su espiritualidad: certeza del amor di Dios hacia él y hacia todos los hombres.
Emplea sus primeros años de sacerdocio en dar catequesis a los niños, en la predicación, en
el trabajo educativo en los primeros oratorios turineses a favor de la juventud pobre de la
periferia.
En el otoño de 1865 viaja a París para pasar un curso en el Seminario de San Sulpicio. Allí
completa su formación teológico y pastoral.
Durante este tiempo toma contacto con las actividades educativas y asistenciales francesas.
A lo largo de su estancia en París y del mes pasado en Londres, durante el verano de 1866,
está presente el deseo de estudiar, de tomar notas, de respirar aires nuevos, de ponerse al día
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para mejorar su propio trabajo. Es la exigencia de la calidad, una de las características del
L. Murialdo.
RECTOR DE JOVENES ARTESANOS
De regreso a Turín, el año de 1866, acepta el rectorado del colegio de jóvenes artesanos,
que acoge a jóvenes pobres, huérfanos y abandonados, y les proporciona, con la educación
religiosa, una instrucción técnico-profesional.
Con abierta mentalidad y voluntad firme, pero sobre todo con gran amor se da lleno al
trabajo y en poco tiempo levanta el nivel profesional de manera ostensible. Como punto de
partida, intenta crear un buen clima de moralidad y armonía: una seria formación religiosa y
una disciplina familiar pero no exenta de firmeza.
Se rodea de colaboradores competentes: docentes, técnicos, maestros de talleres. Concede
mucha importancia a la instrucción, «básica» sí, pero no superficial. El joven aprendiz ha de
estar capacitado para el trabajo, y, a la vez, para enfrentarse al ambiente de trabajo con
actitud crítica ante la nueva situación creada por la industria.
Hace del colegio de jóvenes artesanos una obra compleja y completa, que asegura a los
muchachos una adecuada formación cristiana, cultural y técnica, y los acompaña hasta
encontrar un trabajo y, para quienes lo necesiten, más allá todavía.
No hay en toda la Italia de entonces otra institución que abarque campesinos, obreros y
estudiantes de humilde procedencia.
Tiene la capacidad de acoger niños de edad escolar (Instituto de Volvera, cerca de Turín),
de asegurarles una seria formación profesional (Colegio de jóvenes artesanos) o agrícola
(Bruere-Rivoli Torinese) y de acompañarlos hasta conseguir un trabajo (Casa familia de
Turín) siguiendo el ciclo de la vida del niño desde los 8 hasta los 24 años.
LA PEDAGOGIA DEL AMOR
Murialdo ama a sus jóvenes como sólo los santos saben amar. Ellos están en el centro de
toda su acción educativa y se ven comprometidos a colaborar con los educadores a su
propia formación humana y cristiana.
Comprende a sus muchachos y les ayuda, de manera especial en la búsqueda de la propia
vocación, de la profesión y del trabajo.
Quiere que sus institutos religiosos sean «familias» caracterizadas por la confianza y el
amor entre educadores y muchachos. Conoce a sus jóvenes uno a uno: personalidad,
carácter, proveniencia social y familiar. Da poca importancia a la educación de conjunto y,
por eso, procura adaptarse a las exigencias de cada uno en particular. Es paciente y sabe
esperar dando tiempo al tiempo y confianza a los muchachos.
LAS DEUDAS
Murialdo habla encontrado al internado de los jóvenes artesanos en una preocupante
situación financiera: deudas en abundancia por construcciones, por manutención, por
maquinaria de talleres. Hace todo lo posible para remediar la situación; paga, hasta que
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puede, con dinero de su bolsillo, organiza loterías, pide subvenciones al gobierno, busca
ayuda por todas partes, pide limosna a la puerta de las iglesias.
Hacia 1881-1882 tiene que pensar en alimentar, vestir, educar, instruir y preparar para el
trabajo a más de 750 jóvenes. La mayor parte de ellos gratuitamente.
A pesar de las dificultades, Murialdo quiere que nada falte a sus muchachos y mantiene una
gran serenidad y una inmensa confianza en la Divina Providencia. Sólo un año antes de su
muerte, en 1899, los jóvenes artesanos recibirán una importante ayuda del Conde Roero de
Guarene; por fin Murialdo podrá pagar todas sus deudas.
PARA CONTINUAR CON LOS JOVENES
El 19 de marzo de 1873, Murialdo funda la Congregación de San José con el «fin de educar
en la piedad y en la instrucción cultural y técnica a los jóvenes pobres, abandonados y
necesitados de corrección».
Sus características habrán de ser las virtudes de la humildad y caridad. En el plano de la
metodología pedagógica se presenta come una «familia bien unida».
La nueva institución nace en el día de S. José porque Murialdo es muy devoto del santo
artesano de Nazareth. Quiere dedicársela y lo escoge como Patrono y Padre porque la
Congregación ha nacido para los muchachos pobres, para los obreros, y San José es el
modelo de los educadores y el Patrono de los obreros.
La Institución se desarrollara primeramente en Piamonte, luego en otras Regiones de Italia y
actualmente está en España, Argentina, Chile, Ecuador, Brasil, Colombia, Estados Unidos
de América, México, Albania, Rumania, India y en las misiones de África: Sierra Leona y
Guinea Bissau.
EN PRIMERA LINEA
La acción apostólica y social de Murialdo no sólo se desarrolla entre las paredes y el trabajo
de los jóvenes artesanos, sino que sus ideas y aspiraciones son conocidas en la ciudad y
fuera de Turín.
Porque desea formar una sociedad cristiana crea asociaciones y propone iniciativas de
carácter educativo y social para la defensa de los derechos de los trabajadores primordialmente de los jóvenes -, de la Iglesia y de la sociedad.
En 1869 se preocupa - quizás el primer sacerdote en Italia - por la legislación laboral y
solicita del gobierno una amplia reforma. Pide que la escuela obligatoria se prolongue hasta
los 14 años y que sea suprimido el trabajo nocturno no indispensable. Propone los 16 años
como edad mínima para entrar en las fábricas, y que el horario de trabajo se reduzca a ocho
horas diarias.
Insiste en el descanso festivo obligatorio y en una ley sobre salarios para que no queden a
voluntad de los empresarios.
Los obreros encuentran en Murialdo y en sus colaboradores una voz que habla por ellos a
los patrones, a las autoridades y a los gobiernos.
La voz del obrero se titula precisamente el periódico fundado por Murialdo: periódico que
constituye un importante capítulo en la historia del movimiento de los trabajadores
italianos. Este movimiento tiene su centro propulsor en la Unión Obrera Católica entre
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cuyos fundadores se encuentra Murialdo. Su nombre está ligado a realizaciones de
vanguardia como. Oficina de colocación de obreros cesantes (1876); Caja pensiones y
previsión para ancianos y a inválidos en accidentados en el trabajo (1 879); Obra de la
catequesis nocturna para jóvenes obreros (1888); Liga del Trabajo (1899)...
Murialdo vive intensamente el tiempo del nacimiento de la Acción Católica Italiana y del
movimiento organizado de los católicos italianos y se encuentra entre los primeros
promotores de su desarrollo en Piamonte.
En 1871 colabora en la preparación del primer Congreso Católico del Piamonte (reunión de
sacerdotes y laicos más comprometidos en el apostolado social). Promociona la
participación de los católicos en la vida política creando los Comités electorales católicos y
haciendo crecer en los laicos la conciencia de una participación cristiana en la sociedad y en
la política.
Asiste a los Congresos Nacionales de Florencia y Nápoles y desempeña un papel importante
en la comisión de prensa. También asiste a muchos Congresos en el Extranjero.
El apostolado de la prensa también tiene un lugar privilegiado en el corazón de Murialdo.
En 1871, junto con algunos amigos, funda la primera Biblioteca ambulante católica de
Turín; en 1883, la Asociación para la difusión de la buena prensa con el fin de difundir a
través de la prensa una visión cristiana de la vida. El año siguiente funda y dirige el boletín
La buena prensa y da vida a los Comités femeninos de la buena prensa, organización
fundada sobre una nueva presencia de la mujer.
¿CÓMO LO CONSIGUE?
La jornada de Murialdo está muy repleta: una amplia e intensa actividad que se desarrolla
hacia diferentes trayectorias y sobre diferentes planos.
Pero en medio de tanta actividad, siempre encuentra tiempo para el Señor. Reza mucho: de
día y de noche, en la iglesia y en su habitación, en los viajes y cuando camina, en la vida
normal y en situaciones especiales.
Murialdo tiene una recia espiritualidad arraigada en el hecho de creer, con toda la mente y
con todo el corazón, en el amor de Dios. Se siente centro de una historia de amor, de un
milagro de amor, de un misterio de amor: el amor personal, tierno, infinito, misericordioso
de Dios hacia él y hacia todos los hombres.
El convencimiento de este amor se transforma en él en una actitud de confianza y de
abandono a la voluntad de Dios en todo lo que Él manda y permite y en todo lo que
aconseja y recomienda.
Así, empujado por el amor de Dios y por el amor a Dios, se hace amigo- educador de los
jóvenes pobres y abandonados, apóstol de la clase obrera y del laicado militante.
Murialdo es una persona con un alma sensible y noble.
Mantiene los lazos efectivos con la familia, mediante frecuentes visitas y cordial
participación en sus alegrías y desgracias. Cultiva con fidelidad y sincera delicadez las
amistades, y establece con sus amigos relaciones de colaboración.
Curiosos por conocer lugares, personas e instituciones, en los viajes y en las excursiones
encuentra una inspiración y un mejor ambiente para su amor y para la contemplación del
universo y de las criaturas.
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LA LLAMA SE APAGA
Murialdo goza de sana y robusta salud, que le permite enfrentarse
interrumpidamente, por muchos anos, con un trabajo agobiador. En 1885 empieza la pesada
cruz de la enfermedad, que acepta con resignación y paciencia. En los años siguientes
padece algunas pulmonías peligrosas pero milagrosamente las supera
A primeros de marzo de 1900 sufre una fiebre que ya nunca va a abandonarle. El día 20
celebra su última misa. Unos días después, a pesar de la fiebre alta, se levanta para escribir
de su propio puño una carta de consuelo y ayuda a un ex artesano pobre que se encuentra en
dificultades.
La situación se precipita.
El día 30 de mano, viernes previo al domingo de pasión, Jesús muerto y resucitado por
nosotros, llega y toma su vida.
La Iglesia lo proclama santo el día 3 de mayo de 1970.
NO SE CREE EN EL AMOR
«Reina en el mundo el escándalo, el error, estoy por decir la impiedad: no se cree en el
amor que Dios nos tiene. Venimos oyendo desde nuestra infancia que Dios nos ha amado y
que nos ha amado sobremanera; nosotros, entonces, nos hemos acostumbrado a oírlo y
casi hemos llegado a creer que, cuando se hable del amor de Dios al hombre, eso no son
más que palabras, sin ninguna realidad ni fundamento. Reflexionemos seriamente sobre
nosotros mismos: ¿Creemos de verdad en que Dios nos ama? ¿Creemos realmente que
nosotros somos el objeto de su amor infinito? ¿Que Él nos quiere como a las niñas de sus
ojos y que Él nos ama como una madre ama a su único hijo?
Si lo creyésemos, le amaríamos también nosotros porque también nosotros tenemos un
corazón que palpita. ¿Y qué corazón no devuelve amor por amor? Pero el amor, dice santa
Teresa, no es amado porque no es conocido, porque no se cree en él ».
Murialdo pronunció éstas palabras durante la novena de Navidad de 1860; contienen no
sólo el mensaje central de la revelación cristiana sino que expresan también una profunda
profesión de fe suya: «Dios es amor» (1 Jn. 4,8).
Esta verdad fue vivida por Murialdo en su propia carne, durante la crisis juvenil que tuvo a
los 14-15 años en el Colegio de Savona, cuando experimentó la tristeza del pecado, y, sobre
todo, la alegría del perdón de un «Dios infinitamente bueno e infinitamente
misericordioso».
Mediante la experiencia del pecado-perdón, Murialdo descubre la verdad del amor de Dios
no tanto a nivel intelectual cuanto a nivel existencial hasta tal punto de que este amor dará
ya sentido a toda su vida.
De hecho, su mundo espiritual y su acción apostólica tienen como origen y punto constante
de referencia, el amor de Dios: todo nace del amor, todo expresa el amor, todo tiende hacia
el amor. Murialdo está embargado por este amor de Dios y nada para él, está fuera de esta
perspectiva.
Esta certeza de fe que se ha ido interiorizando a través de un largo camino de maduración,
ha despertado en él actitudes y comportamientos que han sostenido su vida, marcada por
toda clase de dificultades.
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Para Murialdo, creer en el amor de Dios significa creer que Dios es «un padre bueno» que
«nos ama, que nunca nos olvida y que nos acompaña siempre»; significa hacer «siempre,
pronta y alegremente» su voluntad favorable siempre a nosotros, porque nos ama; significa
«un total abandono de una confianza inmensa en la providencia, que todo lo hace bien»;
significa vivir el amor de Dios en el detalle de cada día porque es vano decir que se cree en
lo que no se vive.
Sólo así el amor de Dios es una convicción.
Si se queda en simple sentimiento, sirve poco o nada para «reavivar nuestro amor a ÉI» y
es incapaz de engendrar, como acontecía en Murialdo, una vida nueva plasmada, sobre
todo, de intensa oración y de generoso apostolado.
Amor de Dios-amor a Dios: aquí está todo Murialdo.
Expresivas son las frases que escribió con relación a esta verdad y manifiestan no sólo su
profunda convicción y la vitalidad de su fe, sino también el corazón con que las vivía:
«Dios me ama. Es verdad, Dios me ama. ¡Qué alegría! ¡Qué consuelo!» y al mismo
tiempo: «¡Qué felicidad amar a Dios!» A la luz del amor de Dios, la vida es alegría,
esperanza, optimismo, compromiso.
Se hace... «vida».
De todo esto Murialdo es un ejemplo.
AMOR INFINITO Y ETERNO
«Dios me ama con un amor tan grande, tan perfecto, que es igual a Él, infinito, eterno...
porque todo lo que está en Dios, es Dios: grande, inmenso, eterno, infinito como Dios.
Dios me ama, pues, con amor infinito».
Murialdo ha madurado esta convicción no sólo en la oración sino también en el estudio y
meditación de la Sagrada Escritura. Las abundantes citas de la Biblia, presentes en los
apuntes de sus sermones y conferencias, y en el texto de la Biblia que Murialdo usó cuando
estudiaba teología y por el resto de su vida, lleno de subrayados y notas demuestran su
profundo conocimiento y su gran pasión por la Palabra de Dios.
Leer la Sagrada Escritura significaba para Murialdo contemplar, sobre todo, el misterio del
amor de Dios tal como nos ha sido revelado: infinito, eterno, gratuito, personal,
misericordioso... y profundizar aquel conocimiento afectuoso de Dios que fortalecía cada
día más el sentido de su vida: amor de Dios amor a Dios. Escribió a un amigo en 1850, año
anterior a su ordenación sacerdotal: «Cuánto más me adentro en el estudio de la teología y
de la Sagrada Escritura, más creo comprender la reconfortante verdad que Dios es amor».
Y esta « verdad » no era para Murialdo una idea abstracta sino una realidad que le
interesaba personalmente. Inspirándose en un texto del Profeta Jeremías (31,3) escribe en su
Testamento Espiritual (es Dios quien habla a Murialdo): «Te he amado con amor eterno...
Desde toda la eternidad pensé en ti, llamé por tu nombre y decidí salvarte, santificarle y
glorificarse eternamente, por el inmenso amor con el que te he amado desde toda la
eternidad».
Así entendía Murialdo el amor de Dios: «El buen Dios me ha amado con un amor eterno»;
y así lo proclamaba.
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«¿Cuál y cuánto es este amor con el cual Dios se complace amar a los hombres? Es un
amor eterno, un amor infinito. Desde toda la eternidad Dios ama al hombre: te he amado
con amor eterno... Su amor es eterno por su duración e infinito por su intensidad...».
Esta certeza ha despertado en Murialdo el deseo y el empeño de una respuesta de amor
total.
Escribe en el Testamento Espiritual: «¡Ah! ¡Qué grandeza la del amor de Dios hacia mí! Y
yo, ¿cuánto amor debería tener hacia Él? Debería amarlo con amor infinito. Pero no
puedo tener un amor tan grande. mi corazón no es capaz... Te ameré, al menos, Señor, con
todo mi ser. Tú me amas con todo tu ser y yo, yo, te amo con todo mi ser ».
De aquí brota su firme compromiso de santidad, su vida orientada única y totalmente hacia
Dios, y el sentimiento, que le ha acampanado a lo largo de toda su vida, de su escasa
correspondencia al amor infinito de Dios por su incapacidad de amarle «sin medida».
A la luz de esta fe, se comprende porque Murialdo, en su Testamento Espiritual, invite a
«estudiar la grandeza e infinitud del amor de Dios», y muestre el deseo de «difundir el
conocimiento del amor infinito... que Dios tiene a todos los hombres ... ».
AMOR GRATUITO
El tema de la gratuidad del amor de Dios es un tema bíblico. Toda la historia de la
salvación habla, en efecto, de un Dios que ama a su pueblo, incluso cuando no es
correspondido, cuando responde con la infidelidad. Dios ama porque es amor, porque es
bondad.
El amor de Dios está al margen de la reciprocidad.
«El ama primero». Siempre.
Escribe Murialdo: «Dios quiere estar cerca de nosotros, dársenos gratuitamente; no nos
ama porque nosotros seamos buenos sino porque Él es bueno; no nos ama por nuestros
méritos sino por nuestras necesidades». Dios, por tanto, nos ama gratuitamente.
«¡Dios amante! ¿Qué título? Gratuitamente, de por sí. Con amor gratuito».
Esta es otra faceta que Murialdo ve en el amor de Dios. El se siente amado así, de manera
gratuita, sin merecerlo e incluso a pesar del pecado: «yo tendría que ser objeto de la
maldición de Dios y, en cambio, soy objeto del amor y de los beneficios de Dios». Escribe
en su Testamento Espiritual al inicio del pasaje que tituló: «¡La incomprensible gratuidad
de los dones de Dios!».
Para Murialdo todo es un don de Dios: nacimiento, padres, educadores, amigos, vocación
sacerdotal y religiosa... La vida, dice Murialdo, es «un conjunto de beneficios divinos».
Con relación a sí mismo, escribe: «No conozco otra historia o biografía en que
resplandezca mejor la incomprensible gratuidad de los dones de Dios». Así Murialdo da
gracias a Dios por todo, se alegra de todo, también de las cosas pequeñas; está contento con
todo porque todo es don gratuito de Dios, un don inmerecido.
De esta certeza nace en Murialdo el empeño de hacer de su vida un don de amar
gratuitamente a los demás, sobre todo a los necesitados. No nos maravilla, entonces, su
apostolado entre los pobres, su caridad sin medida, su dinamismo en tomar iniciativas. Esta
total dedicación suya lo llevó a superar dificultades, a soportar pruebas, a dar su vida por
los demás siguiendo el ejemplo de Cristo: «En esto hemos conocido el amor: en que él
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(Cristo) dio su vida por nosotros; por tanto, nosotros debemos dar la vida por los hermanos»
(1 Jn. 3,16), pues «nadie tiene mayor amor que él que da la vida por sus amigos» (Jn.
15,13).
Si no estamos convencidos de esta absoluta gratuidad del amor de Dios, estaremos
incapacitados para acoger y para vivir el misterio del amor de Dios y para hacer de nuestra
vida un don a los hermanos.
Murialdo, sostenido por una gran fe en esta realidad maravillosa, supo realizar en su vida
grandes proyectos porque supo dar sin pedir ni exigir nada a cambio. Esta es la caridad
evangélica. La superación de todo egoísmo. La libertad de amar de verdad. ¡Cómo Cristo!
COMO SI FUERA EL ÚNICO
Dios no ama a «todos», sino a cada uno en particular. El amor, en efecto, es siempre una
relación personal, no masiva. Dios, que es amor, ama así, personalmente. Dios ama «a cada
hombre... como si existiese él solo en el mundo, Dios nos ama como una madre ama a su
unigénito», ha dejado escrito Murialdo. En el Testamento Espiritual expresa con claridad
esta certeza suya. He aquí, por ejemplo, el inicio de un fragmento en el Dios habla a
Murialdo y le recuerda el amor que le tuvo y le tiene: «Desde toda la eternidad pensé en ti;
te llamé por tu nombre... Y cuando, luego, tú debías venir al mundo, Yo contemplaba la faz
de la tierra. Estaba poblada de casi mil doscientos millones de hombres; cinco sextos de
entre ellos eran infieles o herejes; el sexto restante, ocupado por católicos, no alcanzaba
por lo tanto los 250.000.000. Pues bien, Yo decidí que nacieras entre esta afortunada sexta
parte de la tierra, que tú vinieras al mundo entre gente católica... ».
Murialdo se siente amado particularmente por Dios y ve toda su vida conducida por este
amor personal de Dios, que, como «Padre bueno», piensa continuamente en él, le guía, le
sostiene y le llena de «innumerables beneficios».
Para Murialdo, Dios es presencia permanente en su vida, camina junto a él y no lo
abandona nunca. También, cuando se ha alejado de Dios por el pecado, Murialdo se siente
amado y buscado personalmente por Dios, como Adán en el paraíso terrenal: «Leonardo,
Leonardo, ¿dónde estás?».
Y en el perdón de Dios Murialdo reconoce un inmenso signo de su amor hacia él porque
restablece una «amistad» traicionada por el pecado, que siempre es una elección personal
de rechazo a Dios.
El día de su confesión general, dirigiéndose al Señor, dice: «... Tú has vuelto a ser dueño de
mi alma».
La alegría del perdón es la alegría del amor recuperado. En realidad, nada, como el perdón,
hace que nos sintamos personalmente amados por Dios.
La vida de Murialdo estuvo caracterizada por el empeño de corresponder al amor personal
de Dios y esta voluntad suya está patente, sobre todo, en su intensa vida de oración.
Padre Reffo, su primer biógrafo, que vivió 34 anos a su lado, escribe que Murialdo «fue
hombre de acción y oración más de oración que de acción». Rezaba en la iglesia, en su
habitación, por las calles, en el tren... Particularmente por la noche continuaba la oración
«durante largas horas en la pobre capilla de los jóvenes artesanos».
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Para Murialdo, la oración era el momento privilegiado para vivir su relación personal con
Dios; era una experiencia en la que todo su ser se abandonaba a la intimidad con Dios; era
un acontecimiento de intensa comunión con Dios. Y esta oración no encerró a Murialdo en
una interioridad estéril sino que lo abrió a un infatigable apostolado.
«Dios me ama. ¡Qué alegría! ¡Desde toda la eternidad pensó... en mí! ¡Qué bondad!», es
la fe de Murialdo. De aquí brota el deseo que él ha dejado por herencia de que creamos y
difundamos «el conocimiento del amor individual que Dios tiene a todos los hombres... del
amor personal que Él tiene a cada uno en particular».
Verdaderamente el hombre nunca está solo. Hay un Dios que, con amor de Padre, lo
acompaña a lo largo de su vida. Siempre. Personalmente.
BONDAD Y MISERICORDIA
«Dios es bondad; más aún: misericordia infinita», escribe Murialdo. El amor de Dios, ante
el pecado, se hace misericordia, se hace perdón. La misericordia es la dimensión
indispensable del amor; es la mirada del amor que gratuitamente se abaja a la miseria del
pecado y perdona.
Así es el amor de Dios. Así lo descubrió Murialdo en su juventud cuando, a causa del
«respeto humano», abandonó «totalmente al buen Dios» y llegó a una vida «de
innumerables pecados».
A pesar de esta situación, Dios en su bondad, escribe Murialdo, «venía a buscarme, a
atraerme hacia Él, a obligarme a regresar al camino de la salvación». Y el amor fiel del
Padre vence el pecado. Dirigiéndose a Dios, Murialdo le recuerda con emoción, cuando
«verdadero hijo pródigo, cargado con mil pecados, vine a confesarte: Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti. Entonces abriste tu corazón paternal a mis súplicas, me
escuchaste y volviste a ser el dueño de un alma destinada a ser templo tuyo y que, desde
largo tiempo, sólo había sido morada de demonios».
«Dios infinitamente bueno, infinitamente misericordioso», es el Dios «que todo lo perdona
y que todo lo olvida»; es el Dios que manifiesta «la grandeza y la inmensidad de su
misericordia» con el perdón que Murialdo llama «prodigio de misericordia».
Para Murialdo el nombre del amor de Dios es, sobre todo, «misericordia».
«Como Dios está siempre y en todas partes, así siempre y en todas partes el amor es
misericordia».
Esta convicción engendró en Murialdo una vida de misericordia, manifestada sobre todo,
hacia los jóvenes oprimidos por la mayor miseria que es el pecado, y por todas las demás
miserias morales y sociales como la pobreza, la ignorancia, la carencia de una familia, que
fácilmente conducen al vicio y al abandono de Dios.
La acción apostólica de Murialdo se encaminó entonces a librar a los jóvenes de la miseria
del pecado, redimiéndolos a la vez de todas las demás miserias.
Escribe Murialdo: «La miseria moral de los jóvenes debe conmovernos más que su miseria
material» y, por eso, recuerda con insistencia el compromiso de hacer cuanto se pueda para
que «no se pierdan y no caigan en el infierno».
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Creer en la misericordia de Dios significa estar seguros de ser siempre amados y
perdonados por Dios; significa volver a encontrar aliento para nuestro caminar y esperanza
en nuestras debilidades.
Aprendan, nos dice Murialdo, «a no desalentarse por muy profundos que sean los abismos
de los pecados en que hubieran caído porque Dios es amor y más misericordioso de lo que
imaginamos. Infinitamente mejor».
Creer en la misericordia de Dios significa también llegar a ser ante los más necesitados,
signos de la misericordia del Padre, constructores de confianza y de esperanza. Dios, «rico
en misericordia» (Ef. 2,4): es nuestra fe.
«Sean misericordiosos como misericordioso es su Padre » (Lc. 6,36): este es nuestro
compromiso. El ejemplo de Murialdo nos anime a este testimonio evangélico.
CUANTAS CARICIAS
El amor de Dios gratuito, misericordioso, está siempre cargado de ternura: «Bueno es el
Señor para con todos y su bondad se extiende a todas las criaturas» (Sal. 145,9).
Murialdo, reflexionando sobre la acción de Dios con relación a él, escribe: «...es demasiado
grande y demasiado tierno el afecto de Dios hacia nosotros», y exclama: «¡Qué bueno es el
Señor! ¡Qué dulce y suave es el Señor!».
En el Testamento Espiritual, comparándose al hijo pródigo que es acogido con alegría por
su padre, escribe: «Pero, sobre todo, por la acogida verdaderamente paternal que recibí de
Dios, es por lo que me parezco al afortunado hijo. ¡Cuántos dones! ¡Cuántas caricias!
¡Qué banquete de fiesta!».
Durante los ejercicios espirituales de 1864, Murialdo apuntó: «Es de fe que si yo doy un
paso hacia Dios, Él viene a mi encuentro, me abraza, olvida todo y me prepara una fiesta
envidiable».
Es significativo el hecho de que sienta la ternura de Dios en el momento del perdón, cuando
arrepentido regresa a la casa del Padre.
Dios se muestra a los pecadores con «una bondad sin límite» y los acoge con «una profunda
ternura» (Jr. 31,20) que no tiene en cuenta el pecado en el momento del perdón.
Murialdo, recordando la experiencia familiar, compara el entrañable amor de Dios con el
amor de una madre: «Existe un Dios que es todo amor hacia nosotros. Es de fe: nos ama
ardientemente, sufre por amor, ¿no os conmueve? Os ama más que vuestra madre,
infinitamente más...».
Y llega a decir: «Dios es nuestra madre. Oh sí, ¿no es verdad que las madres quieren tener
un amor cada vez más dulce, más afectuoso? Pues bien, Dios nos tiene a nosotros un amor
de madre» y continua: «Dios nos ama como una madre a su unigénito, todavía más, con
amor infinito».
Leyendo estas frases, nos viene al pensamiento el texto del profeta Oséas que describe el
entrañable amor de Dios desde esta misma perspectiva: «Tomé a mi pueblo entre mis
brazos pero no comprendió que Yo cuidaba de él. Con lazos de afecto y amor lo atraía. Fui
para él como quien alza un niño contra su mejilla. Me incliné hacia él para darle de comer»
(Os. 11,3-4).
Murialdo dio testimonio de la experiencia del amor entrañable de Dios con su apostolado,
viviendo con los jóvenes pobres una relación de «amabilidad», que expresa -son palabras
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suyas - con «serenidad en el rostro, afabilidad en el habla, cordial acercamiento,
mansedumbre, con trato cortés, decir agraciado, afable, afectuoso».
Dos frases sintetizan bien el contenido de este proceder: con los jóvenes, dice Murialdo, es
necesario «tener amabilidad positiva» y hay que tratarlos «con suavidad de formas y
caridad de corazón».
La amabilidad, para Murialdo, no pertenece en exclusiva al vocabulario de la pedagogía,
sino que encuentra su fundamento en el amor de Dios y se aprende, sobre todo, meditando
la Biblia.
Sólo quien ha entendido la ternura de Dios y está convencido de esta manera de proceder de
Dios, será capaz de manifestar a los hermanos la ternura de Dios.
Ternura no es debilidad o sensiblería, es grandeza de amor, de amor que procede de Dios.
ASÍ DE PACIENTE
Hombre paciente es aquel que «soporta con resignación las adversidades, los dolores y las
molestias», se lee en el diccionario de la lengua.
La paciencia, referente a Dios, supera cualquier definición literaria porque pertenece al
vocabulario del amor de Dios y significa que Dios no se cansa de amar, de perdonar, de
buscar al pecador.
La paciencia de Dios es su amor infinito, gratuito, misericordioso que quiere la salvación
del hombre. Así consta en la Biblia.
Murialdo entendió, especialmente, esta manera divina de actuar durante su crisis juvenil,
cuando «tuvo la debilidad y la cobardía de abandonar completamente al buen Dios»,
llevando una vida de pecado. En esta situación «Dios tan bueno, tan paciente, tan
generoso» no lo abandonó a sí mismo sino que como «un amante despreciado» lo buscó
continuamente poniendo en práctica «todos los recursos de su misericordia para hacer que
volviese a su lado».
Dios «verdaderamente bueno» - son frases del Testamento Espiritual - «siempre lo soportó,
esperó, llamó sin castigarlo». En el momento mismo del pecado, Dios le amaba. «Cuando
transgredía tus mandamientos, el diablo estaba preparado para llevarme al infierno, pero
Tú se lo impedías... yo te ofendía y Tú me defendías» escribe Murialdo. Y continúa: «Yo
abandoné totalmente al buen Dios y el buen Dios no me abandonó. ¡El nunca!, más bien
me esperaba y siempre me llamaba».
Dios es paciente, siempre ama y siempre perdona. Dios es paciente porque no abandona al
pecador y porque toma la iniciativa de buscarle. La lógica de Dios es diferente de la lógica
humana: es la lógica del amor gratuito.
La experiencia de la paciencia de Dios hizo a Murialdo un educador paciente. En su
compromiso formativo de llevar los jóvenes a Cristo, efectivamente soportó toda clase de
dificultades, supo esperar cuando las cosas progresaban muy lentamente y no se dejó vencer
por el pesimismo ante las derrotas y fracasos. «No debemos fácilmente cansarnos,
desanimarnos, desesperarnos» decía Murialdo, lo importante es que «nosotros trabajemos,
sembremos, hagamos cuanto está a nuestro alcance y después recemos, recemos» porque
«es Dios quien obra el bien». La paciencia en el apostolado se alimenta de la fe y esperanza
en Dios.
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En el camino de la vida cristiana el tiempo tiene su importancia. La hora de Dios es
diferente de la hora del hombre. Pretender todo en seguida, no está en el estilo de Dios: «El
Señor es paciente con nosotros, no queriendo que algunos perezcan sino que todos lleguen a
la conversión» (2Pd. 3,9).
Abandonar los jóvenes a sí mismos porque no parece que correspondan a los esfuerzos
educativos, no es conforme a Dios. Ante la infidelidad del pueblo, Dios dice: «Seguiré
haciendo maravillas» (Is. 29,14).
La paciencia no es un método pedagógico sino una actitud religiosa que encuentra sentido
en la paciencia de Dios.
«La caridad es paciente» (1 Cor. 13,14), dice san Pablo. El amor, si es evangélico, es
paciente.
Así se comportó Murialdo, así dio testimonio con los jóvenes de la paciencia que Dios tuvo
con él. Paciencia que es pasión por la salvación de los hermanos.
BONDAD Y GENEROSIDAD
La misericordia de Dios es tan grande y tan infinita que no sólo «perdona» sino que
«obsequia». «Yo veo que debería ser objeto de la condena de Dios y, sin embargo, me veo
objeto del amor y de los beneficios de Dios», escribe Murialdo en su Testamento Espiritual
refiriéndose a su experiencia de pecado y a su vida.
Dios muestra su «bondad y generosidad» no sólo con el perdón, que es el mayor regalo,
sino también con «innumerables beneficios».
En su Testamento Espiritual alude a dos de ellos en particular que parecen estar en
disonancia con su vida de pecado: la vocación al sacerdocio y la vida religiosa, que él
considera «inefables beneficios y extraordinarios privilegios» porque concedidos «al más
desgraciado de sus hijos». Este «favor de predilección», hecho por Dios, manifiesta la
grandeza de su generosidad.
Verdaderamente el amor de Dios, exclama Murialdo, es «incomprensible e increíble». Dijo
en una conferencia: «Todos nosotros somos un compuesto de beneficios divinos y nuestras
vida es un tejido... una cadena de beneficios divinos».
Ante semejante manera de actuar, no se puede «dudar de la bondad y de la misericordia de
Dios» y se debe confiar mucho en esa misericordia: «La medida de la misericordia de Dios
es la esperanza que depositemos en Él. Pongan en Dios la máxima esperanza. Espérenlo
todo de Él; nunca se espera en Dios de balde ni demasiado. Quien lo espera todo, lo
obtiene todo, quien espera poco, obtiene poco».
Esperar en Dios es creer en la generosidad de su amor, a pesar del pecado del hombre. Dios
siempre es fiel porque es «bondad infinita». Pero hay un punto de este contesto que merece
ser subrayado.
Hablando de los dones de Dios en su Testamento Espiritual, en el pasaje que titula
Beneficios especiales de Dios, hace una lista de las dificultades y pruebas sufridas a lo largo
de su vida; por ejemplo, las ocho enfermedades de bronquitis.
Para Murialdo la vida está siempre guiada por el amor de Dios; un amor a veces contrario a
la lógica humana, pero que siempre busca el bien del hombre.
«...Todo viene de Dios, está permitido por Él... y Dios todo lo permite para nuestro bien,
también los males los permite para atraernos hacia el bien».
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De ahí que él invite a dar gracias a Dios por las enfermedades «porque dan tiempo,
holgura, ganas y empuje para pensar seriamente en la eternidad» y a considerarlas «como
una gracia que nos ayuda a salvarnos y a santificamos».
Por esto, continua Murialdo, es preciso aceptarlas, «no sólo con resignación sino con cierta
alegría cristianas», seguros que, también en estos momentos de padecimientos, el Señor,
como Padre bueno, está a nuestro lado «nos ayuda y nunca nos olvida».
Creer verdadera y concretamente en el amor de Dios es auténtica fe, la fe de los humildes
que confían en Dios y que se transforma en bienaventuranza: «Bienaventurado el hombre
que confía en el Señor» (Sal. 84,13).
Dios es generoso. Esta convicción llevó a Murialdo a repetir con agradecimiento la frase del
salmista: «¿Cómo podré pagar al Señor el bien que me ha hecho? (Sal. 115,12)». Y la
respuesta fue una vida entregada a Dios y a los hermanos. Es el «gracias» más sincero. Es el
«gracias» de todo él mismo.
AMOR ACTUAL
La plenitud de amor de Dios eterno, infinito, gratuito, personal y misericordioso, se
manifiesta y se expresa «actualmente»; es decir, en el momento presente.
En tal sentido deben entenderse las frases de Murialdo: «Dios me ama con amor actual», y
Dios nos ama con «amor actual». La estrechez del momento presente encierra «la magnitud
del amor de Dios que es infinito», de un amor que es siempre misericordioso porque
constantemente el hombre necesita ser perdonado, ya que su respuesta al amor inmenso de
Dios nunca es total y concluyente.
En la frase que inicia el capítulo Mis dos deseos del Testamento Espiritual, que trata de las
características del amor de Dios, Murialdo subraya dos veces el adjetivo «actual» y lo
explica así luego: «...es aquí y ahora, en este mismo momento, cuando Dios nos ama
verdadera e infinitamente».
En el contexto de la espiritualidad de Murialdo, el momento presente significa el propio
deber y los compromisos que comporta la propia vocación. Hay un amor de Dios que se
encarna en la monotonía cotidiana, en tantas acciones que no son extraordinarias pero que
adquieren grandeza por la magnitud del amor con que se viven. Por esto Murialdo exhorta
«a cumplir con los propios deberes, no rutinariamente sino como voces de Dios» y «a
hacerlo todo por amor de Dios».
Se necesita una fe grande y una decidida voluntad de conversión para vivir en esta
perspectiva la vida diaria. El valor de un hombre no se mide sólo en las grandes ocasiones
sino por la capacidad de vivir con alegre fidelidad el propio deber, frecuentemente reducido
a pequeñas cosas; pues, como enseñaba Murialdo, «la perfección consiste más en las
pequeñas cosas que en las grandes» cuando se viven en la fe. Se necesita, pues, «tener
pureza de intención, ver si en las cosas pequeñas se piensa o actúa con fe y ver también si
en las grandes se piensa y se actúa humanamente».
Cada instante, entonces, es precioso porque está enriquecido por el amor de Dios y porque
puede ser enriquecido por nuestro amor a Dios: un amor que brota del corazón y que se
expresa en las obras.
El día, por tanto, no está medido principalmente por el horario o por las ocupaciones, sino
por el amor de Dios hacia nosotros, que se manifiesta en el propio deber. Volver a amar a
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Dios, para Murialdo, es sumergirse en la realidad del momento presente, aceptarla y vivirla
en la fe.
En lo cotidiano es donde el Señor pide nuestra respuesta de amor. Tanto encarnó Murialdo
este espíritu que se le definió «hombre extraordinario en lo ordinario»: ordinario en la vida,
extraordinario en el amor. Así llegó a ser un testigo y un profeta del amor de Dios, un
hombre «realizado» según el Evangelio. Un santo.
Josefinos de Murialdo en México
Los Josefinos de Murialdo actualizan la espiritualidad y el compromiso de servicio de
Murialdo en modo particular en el CEPTRA. Centro de preparación para el Trabajo.
Leonardo Murialdo IAP.
Av. 606 #231 A Col. San Juan de Aragón. Delegación Gustavo A. Madero.
07979 México, D.F. Tel. 5799 6292
Ellos buscan el “crecimiento personal de los jóvenes en el ámbito técnico-profesional,
social, humano y ético, con el que desarrollen sus potencialidades como seres humanos, a
través de la capacitación”.
Página web www.murialdo.org
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