Homilía en el día de todos los difuntos. Cementerio Parque

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“En Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección”
(Prefacio de difuntos)
Homilía en la conmemoración de todos los fieles difuntos
Mar del Plata, capilla del Cementerio Parque Municipal
2 de noviembre de 2011
Al día siguiente de la solemnidad de todos los santos, en que hemos contemplado a
la Iglesia triunfante en el cielo, la liturgia nos enseña a llevar nuestro pensamiento hacia
los fieles difuntos y a ofrecer nuestra oración por todos ellos.
La Santa Misa es lo mejor que tenemos para ofrecer. Se trata del mismo sacrificio de
Jesús por el cual nos reconcilió con Dios. Y es el mismo Dios quien lo pone en nuestras
manos para que nosotros lo ofrezcamos como propio y nos ofrezcamos con él.
Nos dice la Palabra de Dios que la muerte de los hombres no fue querida por Dios,
pues de haberse mantenido en la obediencia a Él, el hombre no hubiese experimentado
la muerte ni el sufrimiento. Dios que había creado al hombre, lo llamaba a gozar de su
amistad. El paso de esta vida a la eterna no se verificaría por la experiencia de la
muerte.
En el libro del Génesis leemos: “El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el
jardín del Edén, para que lo cultivara y lo cuidara. Y le dio esta orden: «Puedes comer
de todos los árboles que hay en el jardín, exceptuando únicamente del árbol del
conocimiento del bien y del mal. De él no deberás comer, porque el día que lo hagas
quedarás sujeto a la muerte»” (Gn 2,15-17). Y es después de su trágica desobediencia
que el hombre escuchó la sentencia: «¡eres polvo y al polvo volverás!» (3,19).
En el relato, rico en símbolos, de la creación del hombre, de su tentación y caída, se
nos transmiten las verdades más profundas sobre nuestra condición humana. El pecado
de nuestros primeros padres marcó la historia de la humanidad, y de este modo el
hombre introdujo el desorden en la obra divina. Así hicieron su ingreso el sufrimiento y
la muerte, la división y el odio entre hermanos, el desequilibrio entre el hombre y el
mundo. Desde entonces, como lo decimos en la conocida oración de la Salve, nos
sentimos como “los desterrados hijos de Eva”, y marchamos por la vida “gimiendo y
llorando en este valle de lágrimas”.
La muerte aparece como nuestro destino y nos llena de interrogantes graves. ¿Todo
se acaba en el sepulcro? ¿Qué hay después de la muerte? A diferencia del simple
animal, los hombres sabemos que morimos y por eso nos rebelamos interiormente ante
lo inevitable. No sólo nos cuestiona nuestra propia muerte, sino que la sentimos como
propia en la muerte de los seres más queridos. ¡Cómo cuesta aceptar la separación de
aquellos con quienes nos unen los vínculos más profundos! Nos rebela pensar que esa
separación será definitiva. Nos horroriza sobre todo la muerte de los inocentes.
Ante este panorama, el mensaje de Jesús aparece como una luz, como una buena
noticia, como una esperanza cierta. Al hacerse hombre como nosotros asumió la
condición humana que incluye la muerte, e hizo de ella el principio de nuestra
redención. Nos enseñó que el sentido de la vida es el amor, y que la misma muerte
queda superada por nuestro amor. En su muerte murió nuestra muerte, en su
resurrección nos dio vida verdadera, vida eterna, vida en resurrección.
“Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos –nos dice San Pablo–.
Porque la muerte vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un
hombre viene la resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también
todos revivirán en Cristo” (1Cor 15,20-22). Y más adelante el mismo Apóstol añade:
“Cuando lo que es corruptible se revista de la incorruptibilidad y lo que es mortal se
revista de la inmortalidad, entonces se cumplirá la Palabra de la Escritura: «La muerte
ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?»” (1Cor 15,
54-55).
Los cristianos creemos en la resurrección de la carne, como lo proclamamos en el
Credo. Es lo que acontecerá al fin de la historia. Así también lo afirma el Apóstol San
Pablo en su Carta a los Filipenses: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos
ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Él transformará
nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder
que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio” (Flp 3,20-21).
Pero entre la resurrección de Cristo y la nuestra al final de los tiempos, hay un
estado intermedio, donde nuestra alma debidamente purificada podrá estar con Cristo
junto a Dios. En la misma carta recién citada, San Pablo es consciente de que, enseguida
después de la muerte, aun fuera del cuerpo, la vida de amistad con Cristo es mucho más
plena y deseable: “Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Porque si
la vida en este cuerpo me permite seguir trabajando fructuosamente, yo no sé qué elegir.
Me siento urgido de ambas partes: deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho
mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo” (Flp
1,21-22).
La Palabra de Dios que escuchamos en la primera lectura de esta Misa, nos brinda
una lección sobre lo que podemos hacer por nuestros difuntos queridos. Está tomada del
segundo libro de los Macabeos, donde se dice que Judas Macabeo “realizó este hermoso
y noble gesto” de ofrecer “un sacrificio por el pecado”. “Él tenía presente la magnífica
recompensa que está reservada a los que mueren piadosamente, y éste es un
pensamiento santo y piadoso. Por eso, mandó ofrecer el sacrificio de expiación por los
muertos, para que fueran librados de sus pecados” (cf. 2Mac 12,43-46).
En este texto de la Sagrada Escritura la fe de la Iglesia fue descubriendo uno de los
fundamentos de la doctrina del Purgatorio, pues aquí se afirma que existe una
solidaridad de los vivos hacia los muertos. Es por eso que Judas Macabeo hizo rezar y
ofrecer sacrificios expiatorios por sus pecados. Y esto, para nosotros iluminados por
Cristo, acontece principalmente cada vez que celebramos por ellos el santo sacrificio de
la Misa.
De manera misteriosa y muy real, cada vez que celebramos la Eucaristía, se hace
presente Cristo en aquel mismo acto de amor supremo por el cual nos reconcilió con
Dios. Nosotros podemos tomar parte en este sacrificio. Junto con el sacerdote, que hace
las veces de Cristo y consagra las ofrendas de la Iglesia, también nosotros ofrecemos a
Dios un sacrificio siempre grato a Él. Lo ofrecemos por los vivos, presentes y ausentes,
y también por los difuntos, muertos en gracia pero aún no del todo purificados de sus
pecados y tibiezas, de sus resistencias a la gracia y de todas las imperfecciones
inherentes a la fragilidad humana.
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¿Nos gustaría acaso encontrarnos en el paraíso con las mismas debilidades y
defectos y con los mismos egoísmos y manchas de esta vida tan imperfecta? A fin de
volvernos dignos de Él, Dios ejerce su misericordia purificando a sus hijos,
limpiándolos de todo aquello que no condice con la fiesta perfecta del cielo.
El amor increado y eterno, océano y fuente de toda bondad, nos quiere dignos de Él.
Por eso, Él mismo se ocupa de lavarnos, de embellecernos, de desprendernos de toda
mancha y de toda resistencia. Al agua bautismal que inició nuestra vida cristiana, le
sucede el bautismo del morir con Cristo para alcanzar la luz plena de la Pascua.
Debemos evitar, por tanto, concebir el Purgatorio como una existencia sombría y
desdichada. Debemos más bien considerar el amor de Dios que nos purifica y el amor
del hombre que ansía dejarse purificar por Dios. El retraso en ver y poseer a quien
amamos produce dolor y por este dolor somos purificados. El fuego del amor del
Espíritu Santo consume en nosotros la resistencia que impide identificarnos plenamente
con Cristo que es nuestra Vida verdadera. Así como el fuego vuelve incandescente al
hierro, o como se contagia al leño hasta volverlo llama y brasa, así también nos
transfigura el fuego divino del amor.
El día de la conmemoración de todos los fieles difuntos debe convertirse, para los
que continuamos nuestra peregrinación en el tiempo, en una lección de vida y en una
exhortación para llenar de sentido nuestros pasos por este mundo: “A la tarde de la vida
te examinarán de amor”, decía San Juan de la Cruz.
En el Prefacio de la Misa, escucharemos estas palabras llenas de festivo consuelo y
gozosa esperanza: “En Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así a
quienes la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque para los que creemos en ti, la vida no termina sino que se
transforma, y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el
cielo”.
Que la Virgen María nuestra Madre, tan asociada al dolor de la muerte redentora de
su Hijo y al misterio de su resurrección, nos ayude a enjugar toda lágrima de nuestros
ojos, con el consuelo abundante de nuestra invencible esperanza.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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