HISTORIA DE LA ÉTICA ( a partir de extractos del tema 10 del libro

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HISTORIA DE LA ÉTICA
( a partir de extractos del tema 10 del libro de Adela Cortina y otros: "Filosofía y
Ciudadanía. 1º Bach". Editorial Santillana. Madrid, 2008)
Los filósofos morales, al intentar aclarar las tareas de la ética, han ido creando
distintas teorías. Todas se ocupan de los mismos conceptos: valores, bienes, deberes
o normas, fines, virtudes y felicidad, pero cada una los organiza de distinto modo,
porque utilizan métodos diversos y porque cada una considera alguno de ellos como
central y los restantes como dependientes de él.
Aristóteles y el bien como la felicidad a través autorrealización de la razón :
eudemonismo
El pensamiento griego no podía aceptar la idea de que una serie de elementos
subordinados entre sí fuera infinita. Por eso, Aristóteles insistía en que si todas las
actividades humanas se realizan por un fin, que a su vez se supedita a otros, los fines
serán medios para un fin último, que da razón de los demás.
El fin último es la felicidad (eudaimonía), y todos lo llaman así, porque mientras que
tiene sentido preguntar «construir casas, ¿para qué?», «dinero, ¿para qué?», «estudiar,
¿para qué?», y responder «para ser felices», carece de sentido preguntar «felicidad,
¿para qué?».
Sin embargo, unos la cifran en el dinero; otros, en recibir honores. Por eso es preciso
trazar los rasgos que ha de tener una actividad para que la identifiquemos con la
felicidad y después buscar cuál de nuestras actividades tiene esos rasgos. La felicidad
será, según lo que hemos dicho:
•
un bien perfecto, que se busca por sí mismo y no por otro superior a él;
•
un bien suficiente por sí mismo, de manera que quien lo posee ya no desea otra cosa;
•
el bien que se consigue con el ejercicio de la actividad más propia del ser humano,
según la virtud más excelente;
•
el bien que se consigue con una actividad continua.
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Para aclarar estas dos últimas características intentará Aristóteles dilucidar cuál es la
función más propia del ser humano, y distinguir entre las acciones que tienen el fin en sí
mismas y las que se realizan por un fin externo a ellas.
Cada persona ejerce una función en su sociedad (soldado, gobernante, madre/padre) y
para desempeñarla bien ha de adquirir virtudes que le ayuden a hacerlo. Pero si hay una
función propia del ser humano como tal, la felicidad consistirá en ejercerla a lo largo de
la vida, y la virtud que ayude a ello será la más perfecta. Esta función será la razón, por
tanto, habrá que ejercitar la razón.
Por otra parte, las acciones que tienen el fin en sí mismas son más perfectas que
aquellas cuyos fines son distintos de ellas, porque en este caso los efectos son más
importantes que las acciones. Por ejemplo, pasear o charlar con los amigos son acciones
que se realizan por sí mismas, mientras que ir a un lugar determinado se hace por llegar
a él. Si existe una actividad propia del ser humano, que tiene que ser un bien perfecto y
auto- suficiente, será del tipo de acciones que tienen el fin en sí mismas.
Estos caracteres se encuentran en el ejercicio de la actividad teórica de la razón, de la
actividad contemplativa, y de ahí concluirá Aristóteles que la felicidad consiste en el
ejercicio de esa actividad.
Pero es imposible mantener siempre una vida contemplativa, es preciso encontrar otra
forma de vida que procure también la felicidad: se realizará también moralmente quien
viva según su intelecto práctico o razón práctica. En esta tarea nos ayudarán dos tipos
de virtudes: dianoéticas (de la inteligencia) y éticas (del carácter).
La virtud dianoètica en relación con la dimension ética es la prudencia, que constituye
la «sabiduría práctica» porque nos ayuda a deliberar bien, proponiéndonos lo que nos
conviene en el conjunto de nuestra vida. La prudencia nos ayuda a encontrar el término
medio entre el defecto y el exceso, y es la que orienta a las virtudes éticas: el valor, por
ejemplo, será el término medio entre la cobardía y la temeridad. Lo mismo ocurre con
las demás virtudes éticas. Además del valor o coraje destacamos como importantes
virtudes éticas la templanza (o moderación de los apetitos físicos) y la generosidad.
Un hombre que vive según las virtudes es un hombre feliz, pero para serlo necesita
vivir en una ciudad regida por leyes buenas, porque el logos que nos capacita para la
vida contemplativa y para tomar decisiones individuales prudentes nos habilita también
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para vivir en sociedad. Por eso la ética exige la política; el bien supremo individual, la
felicidad, requiere una polis, una ciudad con leyes justas.
El esquema de Aristóteles se mantiene, con modificaciones, en la ética de Santo Tomás
de Aquino y la corriente que arranca de él, el tomismo, y sigue presente en nuestros
días en la obra de autores como Alasdair Maclntyre.
Los estoicos y la paz interior o serenidad
El término «estoicismo» viene de stoa poikile, que era el pórtico pintado del ágora, en
el que enseñaba Zenón de Citio (332 a. C.), fundador de esta escuela. También los
estoicos creen que es sabio el que vive según la naturaleza, pero para averiguar qué
significa esto les pareció indispensable descubrir cuál es el orden del cosmos, ya que
solo así sabremos cómo hemos de comportarnos en él.
Para ello recurrieron a Heráclito de Éfeso (siglos vi a v a. C.). Heráclito explica el
orden del cosmos indicando que hay una razón común que gobierna las cosas y es para
ellas destino y providencia. De aquí concluyen los estoicos que, como los hombres
también participamos de esa razón mediante la nuestra, el sabio ideal será el que se
percata de que todo está en manos del destino y por lo tanto, más vale asegurarse la paz
interior, haciéndose insensible al sufrimiento y a las opiniones ajenas. El sabio es
aquella persona que sabe dominar sus emociones y no hacerse ilusiones con respecto al
futuro. La serenidad, la imperturbabilidad es la única fuente de felicidad, por la que el
sabio es autosuficiente.
Junto con Zenón, los estoicos más conocidos fueron Crisipo de Soli (281- 208 a. C.) y
los romanos Séneca (3 a. C.-65 d. C.), Epicteto (50-138) y Marco Aurelio (121-180). El
estoicismo es, además de una doctrina, una actitud vital permanente. Su idea de libertad
interior es un anuncio de la autonomía kantiana.
El epicureismo y el placer
El epicureismo nace en Grecia en la época helenística y suele contraponerse al
estoicismo: mientras los estoicos cifran el ideal de sabiduría en la imperturbabilidad, el
epicureismo lo hará consistir en un goce bien calculado. Es sabio quien sabe organizar
su vida calculando qué placeres son más intensos y duraderos, cuáles tienen menos
consecuencias dolorosas, y los distribuye a lo largo de su vida.
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La sabiduría, así, tiene dos raíces: placer e intelecto calculador. Estas dos raíces son la
constante del hedonismo que, si en el caso del epicureismo es individualista, en la
Modernidad se convertirá en hedonismo social.
Epicuro de Samos (341 a. C.) es el fundador de esta escuela, que ha tenido una gran
influencia filosófica y que, como el estoicismo, es una actitud vital permanente.
Ética tomista
Lo mismo que para Aristóteles, también vale para Santo Tomás la siguiente afirmación:
el bien es aquello a lo que tiende cada ser por naturaleza.
El fin supremo del hombre, al que sirven los fines particulares, es la felicidad
(beatitudo). La cual se consigue a través de la actividad racional del alma, puesto que el
hombre está determinado en su forma por el alma racional.
Santo Tomás divide las virtudes en virtudes teologales y virtudes cardinales. Las
primeras son accesibles para el hombre sólo por la gracia de Dios (fe en Dios, amor a
los hombres y a Dios y esperanza en la vida eterna). Las virtudes cardinales se definen
como el mejor estado posible de las facultades naturales. Son la prudencia, la templanza
( moderación de los deseos físicos), el valor y la justicia.
El utilitarismo
El utilitarismo nace en el mundo anglosajón en la época moderna y es un hedonismo
social, porque considera que los seres humanos tenemos unos sentimientos sociales,
cuya satisfacción es fuente de placer. Entre ellos se encuentra la simpatía, que es la
capacidad de ponerse en el lugar de cualquier otro, sufriendo con su sufrimiento,
disfrutando con su alegría. La simpatía nos lleva a extender a los demás nuestro deseo
de obtener la felicidad.
La meta de la moral consiste en alcanzar la mayor felicidad (el mayor placer) para el
mayor número posible de seres vivos. Ante dos cursos de acción actuará
correctamente quien elija el que proporciona «la mayor felicidad para el mayor
número». Este principio de moralidad, llamado "principio de utilidad", es a la vez un
criterio para tomar decisiones racionales y, aplicado a la vida social, ha dado lugar a la
economía del bienestar y a un gran número de reformas sociales.
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Este principio aparece por vez primera en el libro de Cesare Beccaria Sobre los delitos
y las penas (1764), pero los utilitaristas considerados clásicos son fundamentalmente
Jeremy Bentham (1748-1832), John Stuart Mill (1806- 1876) y Henry Sidgwick (18381900).
Jeremy Bentham introduce una aritmética de los placeres, que descansa en dos
supuestos:
•
El placer es susceptible de medida, porque todos los placeres son iguales en cualidad.
Teniendo en cuenta criterios de intensidad, duración, proximidad y seguridad se
podrá calcular la mayor cantidad de placer.
•
Los placeres de las distintas personas pueden compararse entre sí para alcanzar un
máximo total de placer.
Más tarde, Mill rechaza esto y afirma que los placeres se diferencian sobre todo por la
cualidad, de suerte que hay placeres superiores y placeres inferiores. Son las
personas que han experimentado ambos quienes están legitimadas para decidir cuáles
son superiores y cuáles inferiores, y sucede que estas prefieren siempre los placeres
intelectuales y los volcados al bienestar común. Por eso puede decir Mill que es mejor
ser «Sócrates insatisfecho que loco satisfecho»: los seres humanos necesitan más para
ser felices que los animales. El utilitarismo de Mill ha sido calificado de «idealista»
porque, hasta tal punto valora los sentimientos sociales como fuente de placer, que
asegura que en las condiciones desgraciadas de nuestro mundo la doctrina utilitarista
puede exigir a un hombre sacrificar su felicidad por la felicidad común.
En la actualidad el utilitarismo sigue siendo patente en la obra de autores como Urmson,
Smart, Brandt, en las teorías económicas de la democracia y ha tenido gran influencia
en la constitución del llamado «Estado del bienestar».
El formalismo ético de Kant
Crítica a las éticas materiales y heterónomas
Kant denomina a las éticas anteriores a él «éticas materiales de bienes», porque
indican cuál es la materia, el contenido de lo bueno (el placer, ejercer la vida
contemplativa, buscar la paz interior, Dios, etc.), y también «éticas heterónomas»,
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porque identifican lo moralmente bueno con un fin que la voluntad humana no se da a
sí misma, sino que le viene dado por la naturaleza. Las critica porque, si tuvieran razón:
•
La voluntad sería heterónoma y no autónoma: los seres humanos seríamos incapaces
de darnos nuestros propios fines.
•
Solo consideraríamos como deberes morales aquellos que nos ayudaran a alcanzar
ese fin ya dado. Los deberes solo obligarían de forma condicionada al fin.
Sin embargo, los seres humanos tenemos conciencia de unos deberes que nos
imponemos a nosotros mismos, de forma autónoma, y que mandan universal e
incondicionalmente. A esa conciencia la llamamos «conciencia moral» y, para
explicar en qué se fundamenta, la ética ha de empezar aclarando en qué consisten esos
deberes, no cuál es el contenido del bien.
La conciencia moral: el imperativo categórico
Llamamos imperativos a los mandatos que nos ordenan obrar de una manera u otra.
Estos imperativos son de dos tipos:
•
Hipotéticos
-
Obligan solo a las personas que quieren alcanzar un fin.
-
La acción expresada en el mandato es un medio para alcanzar el fin. Por ejemplo, «si
quieres ser buen deportista, no fumes».
-
La forma del mandato es «si quieres x, debes hacer y», y manda solo
condicionadamente a los que estén interesados en x.
-
Son consejos de una razón prudencial o calculadora, no mandatos morales.
•
Categóricos
-Obligan de forma universal e incondicional. Por ejemplo, «no se debe matar».No se
debe matar o no se debe mentir porque no es propio de personas hacerlo.
-Son mandatos morales. Si no matamos o no mentimos solo por miedo a la cárcel,
estamos «rebajando la humanidad en nuestra persona» )- actuando de forma inmoral:
hay orientaciones que no deben seguirse sencillamente porque son inhumanas. ¿Cómo
podemos saber cuáles son?
La forma de los deberes morales
Son deberes morales los que tienen unos rasgos formales que proceden de la razón.
Para descubrirlos Kant propone una especie de test que expone a través de lo que llama
«las formulaciones del imperativo categórico». La persona que desee saber si una
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máxima, un principio por el que orienta su acción, puede convertirse en ley moral, debe
preguntarse si esa máxima o principio reúne una serie de rasgos que resumimos en dos
puntos:
•
Es universal. Será ley moral aquella máxima que creo que todos los hombres
deberían cumplir. «Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo
que se torne ley universal.»
•
Se refiere a seres que son fines en sí mismos. Será ley moral la que proteja a
seres que tienen un valor absoluto (son valiosos en sí y no para otra cosa) y son, por
tanto, fines en sí mismos y no simples medios. Los únicos seres que son fines en sí son
las personas. «Obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la
de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un
medio.»
Si los hombres somos capaces de darnos estas leyes morales, que nos permiten superar
el egoísmo y asumir la perspectiva de la universalidad (ser capaces de ponernos en el
lugar de cualquier otro), es porque somos autónomos y no heterónomos.
Consecuencias de la autonomía
La autonomía tiene consecuencias como las siguientes:
•
La dignidad humana. Los seres que pueden intercambiarse por otros tienen un
precio, porque es posible encontrar para ellos un equivalente. En cambio, un ser
autónomo es único y por eso no tiene precio, sino dignidad. La idea de dignidad
humana es fundamento de los derechos humanos.
•
La buena voluntad. Lo moralmente bueno es tener buena voluntad. Un médico
puede ser competente, pero ser una mala persona; un compañero puede ser muy
educado, pero ser una mala persona; y alguien puede ser buena persona, pero
incompetente o poco educado: la bondad moral no radica en características útiles,
sino en tener buena voluntad. Tiene buena voluntad el que quiere cumplir el deber
por el respeto que le merecen las leyes específicamente humanas. El móvil de la conducta no es entonces el interés egoísta, sino el respeto ante la grandeza de la propia
humanidad.
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El bien supremo. El que tiene buena voluntad, ¿puede esperar ser feliz? Las éticas
griegas afirman que «el virtuoso es feliz» y, sin embargo, dice Kant, no parece que en la
vida cotidiana las personas buenas sean siempre felices. ¿No es esto en definitiva
injusto? La única solución racional consistirá en suponer que el alma es inmortal y que
Dios conciliará en otra vida virtud y felicidad, de modo que los hombres buenos sean
felices. La buena voluntad es, pues, el bien moral, pero la unión de bondad moral y
felicidad constituye el bien supremo, que es posible por la acción de Dios.
Las ética del discurso de Habermas: una ética procedimental.
Las éticas procedimentales nacen en la década de los setenta del siglo xx. Se inspiran en
la ética kantiana, pero a diferencia de Kant entienden que no es una sola persona quien
ha de comprobar si una norma es universalizable, sino que han de comprobarlo los
afectados por ella, aplicando procedimientos racionales. Una de las éticas
procedimentales más importantes es la "ética del discurso" de Karl-Otto Apel y Jürgen
Habermas, que descubre como procedimiento una «situación ideal de habla» entre todos
los afectados por las normas.
El punto de partida de la ética del discurso es el hecho de que las personas
argumentamos sobre normas y nos interesamos por averiguar cuáles son moralmente
correctas.
Argumentamos sobre si la insumisión y la desobediencia civil son moralmente
correctas, pero también sobre la distribución de la riqueza y sobre la violencia. En esas
argumentaciones podemos adoptar dos actitudes distintas:
•
Discutir sin ningún deseo de averiguar si la norma es correcta y si podemos llegar a
entendernos.
•
Tomar el diálogo en serio, porque nos preocupa el problema y queremos saber si
podemos entendernos.
La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace que tenga
sentido y se convierta en una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección de la
norma.
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La ética del discurso intenta descubrir los presupuestos que hacen racional la
argumentación, los que hacen de ella una actividad con sentido, y llega a la conclusión
de que cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que
presuponer:
•
Que todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores válidos, es decir,
personas, y que, por tanto, cuando se dialoga sobre normas que les afectan, sus
intereses deben ser tenidos en cuenta y defendidos a poder ser por ellos mismos.
Por eso las cumbres internacionales o las conversaciones locales en las que no
participan todos los afectados ni se tienen en cuenta sus intereses no son sino
pantomimas.
•
Que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino solo el
que se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo en condiciones de simetría entre
los interlocutores. A este diálogo lo llamamos discurso.
El discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, que se celebra en una
situación ideal de habla, muy distinta de los diálogos cotidianos. Pero es preciso
tender a ella como meta en las diversas esferas de la vida social, como hace la ética
aplicada, que hoy en día cubre una diversidad de ámbitos, como la bioética o ética
médica, ética de la empresa, ética económica, ética de la información, ética de la
ciencia y la tecnología, ética ecológica, ética de la política y ética de las profesiones.
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