De cómo la teoría lesbiana modificó a la teoría feminista (y viceversa)

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Autora: Beatriz Suárez Briones. Profesora de la Universidad de Vigo. Correo: [email protected]
Publicado en Internet en la dirección: http://webs.uvigo.es/pmayobre/pc/profesorado_11.htm#beatriz
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De cómo la teoría lesbiana modificó a la teoría feminista (y viceversa)
Beatriz Suárez Briones. Universidade de Vigo
La teoría feminista fue pionera, desde los años 1960 de este siglo, en el
desenmascaramiento de la política sexual (Millett, 1969) que construye la realidad en todas
las sociedades que conocemos, y pionera también en la puesta a punto de un nuevo
instrumento de análisis que abría puertas insospechadas para la evaluación crítica de las
construcciones culturales. Este instrumento fue el género. En manos de las primeras
teóricas feministas el género se convirtió en una herramienta cada vez más sofisticada con
la que emprender una disección de la cultura hasta entonces inédita y todavía hoy, treinta
años después, revolucionaria.
La crítica literaria feminista de los años 1960 y 1970 promocionó una determinada
actitud crítica que proponía e invitaba a leer el género, o a leer desde el género: esa táctica
de lectura que se conoce como "leer como mujeres". La cultura (tanto el legado cultural
como la que se urde aquí y ahora) es puesta bajo sospecha, sometida a inspección y
encontrada culpable de misoginia, heterosexismo, etnocentrismo y clasismo. El
revisionismo cultural se convierte en imperativo categórico. Leer como una mujer
demuestra ser una actividad de resistencia a la inmasculación y convierte a la lectora en una
lectora resistente. La re-visión de la cultura para la lectora feminista es un acto de
supervivencia y resistencia en/a la cultura patriarcal y sus dictados ideológicos
androcéntricos. A esta actividad feminista debemos la reescritura de la historia literaria,
radical y sin precedentes (en castellano y para la literatura producida en el Estado español
desde la Edad Media hasta el presente están los seis volúmenes de la Breve historia
feminista de la literatura española emprendida por Iris Zavala).
Desde mediados de los años 1980 y en los 90, sin embargo, las críticas feministas
someten a escrutinio la propia labor feminista: el nuevo sujeto generado de las políticas
feministas se evidencia como una ficción unitaria, que encubre (es decir, margina y
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silencia) otras dimensiones de la construcción de la identidad individual y colectiva. Las
críticas feministas negras y lesbianas y el psicoanálisis feminista han sido protagonistas de
este nuevo impulso autocrítico. Desde este nuevo mirador abierto en el edificio teórico
feminista un territorio inédito se ofrece a la especulación; desde aquí podemos y debemos
preguntarnos para qué sirvió la teoría feminista del género en el ámbito de relaciones en
que los individuos son (pero...¿son?) del mismo género: en el espacio de la teoría lesbiana.
¿Tiene validez el género entre mujeres? Aquí pretendo esbozar un fragmento de historia del
pensamiento de género en la teoría lesbiana y sus críticas al pensamiento de la diferencia
sexual por excluyente y heterosexista.
Sin duda alguna, la teoría feminista, en alianza con la teoría psicoanalítica, ha sido
pionera en el cartografiado del continente oscuro de la sexualidad femenina y la encargada
de problematizar toda una serie de cuestiones verdaderamente complejas: la sexualidad de
mujeres y hombres ¿es distinta por naturaleza o, por el contrario, es producto de la cultura
y, en consecuencia, producto de condiciones sociales y culturales específicas? ¿Qué
relación hay entre la sexualidad y las diferencias biológicas entre mujeres y hombres? Y, si
la sexualidad humana es una construcción cultural, ¿cómo afectan las ideas de la cultura
acerca de la sexualidad a nuestros deseos y conductas individuales? ¿Nos limitamos los
humanos a interiorizar y reproducir las formas de sexualidad apropiadas para nuestra
cultura o la relación entre mores culturales y subjetividad individual es fluida y no
mecánica?
Más allá del pensamiento de la diferencia sexual, la teoría lesbiana de la sexualidad
se interna en un territorio más oscuro todavía: ¿qué diferencias hay entre la sexualidad de
las mujeres hetero y homosexuales?¿Somos todas las mujeres del mismo género? ¿Cómo se
relaciona la sexualidad con otras construcciones culturales como el género, la raza, la
clase? Género y sexo, ¿cómo y dónde coinciden y en qué divergen; qué efectos tiene la
coincidencia de sexo y género y su divergencia en la vida individual de las personas, y en la
existencia social de los colectivos? El género y el sexo son indisociables de las formas en
que cada persona individual y cada cultura en general piensan sobre lo humano. El sentido
de identidad de género es complejo y pleno de desasosiegos; todas las personas sufrimos a
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lo largo de nuestra vida ataques de ansiedad de género, que nos llevan a hacernos preguntas
del estilo de estas: ¿seremos -o no- lo suficientemente femeninas -o masculinas-? ¿nos
comportamos -o no- como una mujer -o un hombre-? ¿somos igual de mujer -u hombretodos los días de nuestras vidas? Plantearnos estas cuestiones nos permite preguntarnos
también sobre la propia autopercepción vinculada al género: ¿es ésta -el sentimiento del
propio género- fija, discreta, coherente, intrínseca a nuestra experiencia de lo que somos?
¿cuánta cantidad de feminidad se requiere par ser mujer o para dejar de serlo? ¿qué actos o
qué prácticas nos colocan dentro o fuera de la feminidad? ¿y qué relación tiene la
percepción del propio género con nuestro cuerpo sexuado? Para ilustrar la forma en que la
cultura ha venido haciendo pasar por coincidente sexo y género basta con pensar en que
una forma tradicional de considerar a lesbianas y gais es que no somos "mujeres" u
"hombres" "de verdad". Y es que todas las culturas penalizan de diversas maneras la
insurrección de género. En muchos casos con la persecución e incluso con la muerte. Sin
embargo, una de las características principales de la sexualidad es, precisamente, su
profunda complejidad, que se deriva del hecho de que en la sexualidad humana confluyen
lo individual (el cuerpo, el deseo, la fantasía, los sentimientos) y lo colectivo (las
autorizaciones, prohibiciones y valoraciones que cada cultura construye alrededor de las
prácticas de la sexualidad).
Lo que parece indudable a estas alturas es que la sexualidad humana tiene poco de
"natural". Es más, la antropología contemporánea sugiere que ni siquiera hay una fórmula
infalible para decidir a priori qué acto(s) son (o no son) específicamente sexuales1. Y, en
cualquier caso, todos los discursos históricos sobre la sexualidad comparten el actuar -lo
dice Foucault- en “beneficio del locutor” (13). Por ello la nueva actitud crítica posmoderna,
de estirpe foucaultiana, atiende a los discursos sobre el sexo, a la voluntad que los mueve y
a la intención estratégica que los sostiene. La explosión discursiva sobre la sexualidad de
los siglos XVIII y XIX desplazó el centro de interés a las sexualidades “periféricas”. Esta
caza de las otras sexualidades produce “una incorporación de las perversiones y una nueva
Freud, en su ensayo “El tabú de la virginidad”, observa cómo, en ciertas sociedades “primitivas” (sic),
incluso la cópula heterosexual, el “acto sexual” por excelencia, tenía, en ciertas circunstancias, más valor
ritual que sexual.
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especificación de los individuos” (56). Este impulso taxonómico y de control tendrá, no
obstante, como resultado que la sexualidad se constituya como una razón de ser en sí
misma, como un centro característico del ser y núcleo del que irradie un sentido de
identidad colectiva, alrededor del cual irán fraguando históricamente las políticas
identitarias.
Desde una posición posmoderna, difícilmente una política identitaria se puede sustentar
en postulados esencialistas. En este sentido, la teoría lesbiana ha dado una nueva vuelta de
tuerca al concepto y la práctica del género. Los análisis más significativos en su
desvelamiento lo han emprendido feministas lesbianas: una antropóloga, Gayle Rubin2, una
escritora y ensayista, Monique Wittig, y una filósofa, Judith Butler –una de las figuras cuyo
pensamiento es más sugerente y a la vez más perturbador del actual panorama de los
feminismos-.
Para Wittig, "sexo" es una categoría social, no natural. La idea de la diferencia sexual
enmascara, al hacerla pasar por natural e inevitable, la oposición antinatural (es decir
social) entre hombres y mujeres. Masculino/femenino, varón/mujer son categorías que
ocultan el hecho de que las diferencias siempre se crean dentro de un orden económico,
político, ideológico. Todo sistema de dominación establece divisiones al nivel material que
favorecen a un grupo y desfavorecen al resto (construidos
como "los otros": raros,
anormales, anómalos). Lo mismo ocurre con el sexo: es la opresión de las mujeres por los
hombres la que crea el sexo, y no al contrario; creer que el sexo es la causa de la opresión
implica creer que el sexo es algo que preexiste a lo social. Sin embargo, la categoría de
sexo no existe a priori, antes de que exista la sociedad humana, y como categoría que
produce relaciones de dominio y sumisión no puede ser producto de la naturaleza, porque
la categoría de dominio es una categoría social.
Por otro lado, "sexo" es una categoría política que funda la sociedad como
heterosexual; además, es una categoría totalitaria, con sus propias instituciones, su propio
sistema de leyes, su propia policia... Con-forma el cuerpo y la mente, hasta el punto de que
no podemos pensar fuera de ella. Los seres humanos somos forzados a que nuestro cuerpo y
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nuestra mente se correspondan, rasgo a rasgo, a la idea de "naturaleza" que se ha creado
para nosotros, a la idea de sexo y de género. Con el sexo ocurre lo mismo que con la raza:
ésta, exactamente igual que el sexo, es considerado un hecho inmediato, un dato sensorial,
una serie de rasgos o características físicas que pertenecen al orden de lo natural. Pero lo
que creemos que es una percepción física y directa es sólo una construcción sofisticada y
mítica, una "formación imaginaria" que reinterpreta los rasgos físicos (en sí mismo tan
neutrales como cualesquiera otros pero marcados con significados específicos por el
sistema social) en función y a través del entramado de relaciones por las que son
percibidos. Para Wittig es tarea histórica del feminismo y del feminismo lesbiano definir en
términos materialistas lo que llamamos opresión, hacer evidente que las mujeres somos una
clase, es decir, que la categoría 'mujer' y la categoría 'hombre' son categorías políticas y
económicas y no eternas; Las "mujeres" somos el producto de una relación social de
explotación.
Butler defiende que no sólo el género sino además la materialidad del sexo se
construye y se estabiliza a través de la repetición ritual de normas, y que el primero (el
género) precede y produce al segundo (el sexo). Estos procesos de construcción son
constitutivos del sujeto y constitutivos en el sentido de que, sin ellos, el sujeto es imposible.
No hay un “sexo” prediscursivo, el punto de referencia estable sobre el que actúan y al que
se superponen las prácticas del género: el “sexo” ya está generado. Y la repetición ritual de
normas culturales produce tanto cuerpos inteligibles como cuerpos abyectos3:
“Sex” is, thus, nor simply what one has, or a static description of what one
is: it will be one of the norms by which the “one” becomes viable at all,
that which qualifies a body for life within the domain of cultural
intelligibility (1993a, 2).
2
Aunque las pésimas relaciones de Rubin con un sector del movimiento feminista norteamericano hacen
incómodo, tanto para ese sector del feminismo como para ella misma, supongo, llamarla "feminista".
3
A esta cuestión se volverá un poco más adelante. Por ahora debemos entender lo abyecto como el dominio
exterior del sujeto, aquello que todavía no es o ya no es sujeto, su afuera: zonas inhabitables o invivibles de la
vida social cuya existencia, no obstante, es imprescindible para la existencia del adentro –para la existencia
del sujeto-.
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De modo que el sexo funciona como un principio de identidad que impone (una ficción
de) coherencia y unidad “on otherwise random or unrelated set of biological functions,
sensations, pleasures" (Butler, 1993b, 89). Como imposición ficcional de uniformidad, el
sexo es “an imaginary point” y “an artificial unity” (1993a, 90-91), pero, ficcional y
artificial, su poder es enorme: el poder del sexo es tal que para ser “apropiadamente”
humano, el ser humano ha de estar adecuadamente sexuado; el sexo discrimina, sin duda, lo
normal de lo abyecto, y lo inhumano de lo reconocible como humano. Las normas de
regulación y codificación del “sexo” operan de modo performativo para constituir la
materialidad de los cuerpos y para materializar el sexo del cuerpo; también, y por
añadidura, para materializar la diferencia sexual en servicio de la consolidación del
imperativo heterosexual4.
Por lo dicho hasta aquí debe quedar claro que, tanto la investigación feminista como la
lesbiana sobre la sexualidad5 parten de posiciones construccionistas, desde las que han
apuntado que hay ciertos rasgos persistentes del pensamiento sobre la sexualidad que
inhiben el desarrollo de una teoría radical (también de una teoría feminista y lesbigay
radical) sobre la sexualidad. Quizás el más importante sea el esencialismo sexual: la
creencia en que la sexualidad es una fuerza natural que existe con anterioridad a la vida
social, eterna, inmutable y transhistórica; la creencia en que somos de un determinado sexo
y que nuestra sexualidad emana directa y naturalmente de ese sexo que somos, de que la
sexualidad es el efecto espontáneo y no mediado del sexo. Tanto para la teoría feminista
como para la lesbiana el peligro fundamental que entraña el esencialismo es el de que
postula una sexualidad “natural” no contaminada por la cultura6. Precisamente por esto
En estas ideas de Butler, específicamente en la idea de un “imperativo heterosexual”, resuenan las de
Monique Wittig a las que nos referiremos en su momento.
5
Pensadoras y pensadores como Ann Oakley, Anne Koedt, Jacqueline Rose, Rosalind Coward (estas dos
últimas desde una perspectiva psicoanalítica), Pat Califia, Diane Richardson, Gayle Rubin, Judith Butler,
Henry Abelove, Douglas Crimp, Eve Kosofsky o Stuart Hall son buena prueba de ello.
6
Para una reflexión más amplia sobre los excesos y los límites tanto del esencialismo como del
construccionismo véase el capítulo segundo, “El cuerpo: semejanza, desigualdad y diversidad” (57-112),
del libro de María Jesús Izquierdo (1998).
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mismo una posición esencialista impide explicar la variedad cultural e histórica de las
formas de la sexualidad; y lo que es todavía más grave desde una perspectiva intelectual es
que el esencialismo pasa por alto que la sexualidad es objeto de regulación (es decir, de
manipulación) por el poder, que la sexualidad humana es también un campo de batalla
donde se juega el poder: el poder de un género sobre el otro, el poder de las mayorías
sexuales sobre los colectivos sexuales minoritarios. Y la interiorización de las normas
sociales que ordenan la sexualidad sirve al refuerzo del status quo, que, no lo olvidemos,
ratifica la hegemonía de los varones occidentales, blancos, heterosexuales y de clase media
y media alta. La sexualidad entra por esta vía en el contrato social, que une al individuo y al
estado. A medida que los estados se arrogan mayores derechos sobre el control de la
sexualidad, las luchas sexuales cobran forma como un modo de resistencia pública y
política al control por parte de las mayorías sobre los colectivos sexuales minoritarios7.
El feminismo primero, y más recientemente las lesbianas y gays hemos protagonizado
buena parte de esas luchas, y con nuestra militancia y nuestra presencia hemos llamado la
atención, una y otra vez, sobre el hecho de que todos los movimientos sociales progresistas
deben tener en consideración la sexualidad y no ceder el campo a los grupos reaccionarios
que están más que dispuestos a hablar.
La explosión discursiva sobre el sexo nos ha conducido, también, a postular o formular,
alrededor de la sexualidad, la identidad personal y las políticas identitarias, “a formular al
sexo la pregunta acerca de lo que somos”, según Foucault (1976, 96). En esta misma línea,
la crítica posmoderna lesbigay (Vicinus, Farwell, Fuss, Weeks, Dollimore, etc.) sostiene
que lesbianas y gays son el producto de la historia, y sólo han comenzado a existir en un
momento histórico específico, cuando, con el advenimiento del capitalismo8 se hizo posible
la creación en las ciudades de comunidades de lesbianas y gays y, más recientemente, la
formación de políticas basadas en la identidad sexual (D’Emilio, 1992). Del hecho de que
la homosexualidad sea vista como amenaza a la organización social se deriva la
7
Aunque no sólo de grupos minoritarios: ahí están las luchas del feminismo por la legalización de los
anticonceptivos en los años 70, por la legalización del aborto en los años 80; en contra de la esterilización
masiva y forzada en muchos de los países del Tercer Mundo o la denuncia de las políticas erráticas y
antidemocráticas en el caso de la reproducción asistida y las nuevas tecnologías reproductivas.
8
Estamos hablando, obviamente, de Occidente.
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importancia de saber quién es la/el homosexual, y cómo reconocerla/lo. Esta actitud
inquisitiva e inquisitorial alrededor de las homosexualidades está en marcado contraste con
la construcción de la heterosexualidad, cuya posición privilegiada como norma hegemónica
ha hecho que la expresión identidad heterosexual parezca un concepto redundante: es toda
otra identidad sexual la que tiene que definirse contra la norma; ésta, precisamente por su
estatuto de norma, permanece en un estadio no teorizado e incluso pre-teórico. No obstante,
historiar las políticas identitarias ha puesto de manifiesto que toda identidad es una ficción
y el resultado de toda una serie de procesos -históricos, sucesivos o incluso simultáneos- de
narrativización, es decir, de ficcionalización. Escribir la historia de la sexualidad ha sacado
a la luz las operaciones del poder y los modos en que éste se ha ejercido a través de los
discursos sobre la sexualidad. Ahora bien, toda vez que la etiqueta (‘lesbiana’, ‘gay’) y el
rol social existen, se hace posible la existencia de individuos que se califiquen a sí mismos
y a otros con ella, y resignifiquen sus experiencias individuales y sociales con significados
que no eran posibles antes.
Es evidente que siempre ha habido mujeres que amaron a las mujeres 9, hayan tenido o
no relaciones sexuales con ellas, pero también es evidente que siempre han existido y
siguen existiendo circunstancias reales que impiden o dificultan la autoidentificación y la
conciencia comunitaria lesbiana. Teresa de Lauretis caracteriza este segundo estadio de
crítica lesbiana por la investigación en las estrategias utilizadas por las escritoras lesbianas
para tratar con el género y la sexualidad:
to escape gender, to deny it, transcend it, or perform it in excess, and to
inscribe the erotic in cryptic, allegorical, realistic, camp, or other modes
9
Para la recuperación de la presencia lesbiana en la historia de la literatura se puede y debe consultar un
pionero y valiosísimo libro, ya clásico, que cubre 2600 años de historia lesbiana: el de Jeanette H. Foster,
publicado por primera vez en 1956 (y de ahí el título un tanto peculiar), Sex Variant Women in Literature,
que existe en una edición reciente y accesible: Tallahassee, Fl.: The Naiad Press, 1985. También los
libros de Jane Rule: Lesbian Images. Trumansburg, New York: The Crossing Press, 1982; Mab Segrest:
My Mama’s Dead Squirrel. Lesbians Essays on Southern Culture. Ithaca, New York: Firebrand Books,
1985; Judy Grahn: The Highest Apple: Sappho and the Lesbian Poetic Tradition. San Francisco:
Spinsters, Ink, 1985.
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of representation, pursuing diverse strategies of writing and of reading the
intransitive and yet obdurate relation of reference to meaning, of flesh to
language (1993, 144).
Basándome en las estrategias de tratamiento del género sobre las que reflexiona de
Lauretis (pro)pongo a continuación como modelos de estética lesbiana dos ejemplos,
sacados el primero de la práctica de vida (e.d., de la experiencia vivida) de la comunidad
lesbiana, y el segundo de la escritura de una escritora lesbiana. Ambos constituyen dos
actitudes -dos maniobras- de supervivencia lesbiana en su relación con la normativa del
género; ambos proponen la transgresión del género a través del exceso: convirtiéndolo en
actuación, en máscara, o en abyección. El juego de roles, con su regusto por lo camp y la
mascarada es el primero; la escritura lesbiana de Monique Wittig, el segundo. Veámoslo.
Uno de los modos favoritos de la estética homoerótica ha sido lo camp10. Susan
Sontag describió lo camp como “a certain mode of aestheticism (...) one way of seeing the
world as an aesthetic phenomenon (...) not in terms of beauty, but in terms of the degree of
artifice” (1966, 275). Lo camp funciona contra el modo de representación realista en su
presentación y preferencia por el artificio, en su uso de la ironía y la parodia. Claro que lo
camp, tan lesbigay, se ha vuelto una de las parafilias de lo posmoderno, en evidencia señera
del modo en que las estéticas marginales, liminales, se mueven hacia el centro y éste se
descentra, se fragmenta, se abre -o tal vez simplemente se apropia de ciertos rasgos de los
movimientos marginales y, al apropiárselos, los fagocita y desactiva: ¿son los pequeños
cambios imprescindibles para que nada cambie?-.
Y una fórmula tradicional de expresión de lo camp lesbiano es la hiperfeminidad: lo
femmenino11, se ha vuelto una forma de enunciación por exceso de algo (¿lo femenino?).
Véase el artículo de Kim Michasiw “Camp, Masculinity, Masquerade”, en Weed y Schor (eds) (1997),
157-186
11
Permítasenos el neologismo para denominar la hiperfeminidad de la lesbiana femme.
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10
Para la psicoanalista Joan Riviere12 la feminidad es la máscara con que ciertas mujeres
ocultan o encubren su aspiración a “una cierta masculinidad” (sic). La feminidad, llevada
como una máscara,
tomaba el sentido de una exhibición tendiente a demostrar que ella poseía
el pene del padre, después de haberlo castrado. Una vez hecha la
demostración, era presa de un miedo horrible de que el padre se vengara.
Se trataba evidentemente de un manejo tendiente a apaciguar la venganza
tratando de ofrecerse a él sexualmente (1979, 14).
La feminidad se porta como una máscara, con la que poder a la vez disimular la existencia
de la masculinidad y evitar las represalias que el descubrimiento del robo (del pene paterno)
produciría sin duda. La feminidad no es una esencia, una forma esencial de ser de las
mujeres sino una construcción interesada. La pregunta que surge ahora es obligada: ¿acaso
toda feminidad es una máscara, la feminidad es siempre un hacer-como-si? Y si no es esto,
¿cómo trazar la línea que separa la “genuina feminidad” de la “mascarada”, cómo distinguir
“la femineidad verdadera y el disfraz” (Rivière, 1979, 15). La respuesta de Rivière es
contundente: “sostengo que tal diferencia exista. La femineidad, ya sea fundamental o
superficial, es siempre lo mismo” (1979, 16) (cursivas mías). La feminidad es una máscara,
un disfraz, una parodia, una ficción: una mascarada.
Retengamos esta idea para ver las vueltas que le ha dado, setenta años después, la
crítica feminista, y su productividad para explicar cierta(s) estética(s) lesbiana(s). Porque,
curiosamente, el artículo de Joan Rivière, publicado en 1923, encontró resonancias tanto en
la sensibilidad moderna (el primer feminismo que veía al género como imposición, no
como naturaleza) como ahora en la posmoderna (que entiende el género como actuación y
sobreactuación, como exceso), tanto en buena parte de la teoría lesbiana posmoderna
12
Ver Joan Rivière: “La femineidad como máscara”, en Alicia Roig (ed)(1979), 11-24.
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(Judith Butler, Sue Case, Eve Kossofsky, Elsepeth Probyn, Biddy Martin, etc.) como en la
feminista no lesbiana (Mary Russo, Mary Ann Doane, Ann Kaplan, etc.).
Sirviéndose de estos dos modelos de representación de lo femenino como máscara y
como exceso, un sector de la crítica lesbiana (Judith Butler13, Teresa de Lauretis14, SueEllen Case15, Biddy Martin16, Joan Nestle17...) insiste en que la pareja butch/femme habita
lúdicamente, juega, actúa (y sobreactúa en) el espacio camp –espacio de la estilización, la
ironía, del artificio ingenioso, del exceso constructivo- “free [la pareja butch/femme] from
biological determinism, elitist essentialism, and the heterosexist cleavage of sexual
difference” (1993, 305). El género se convierte en parodia, se marca hasta convertirlo en
mascara(da).
La segunda la ofrece Monique Wittig, sin duda la autora representativa por antonomasia
de una (si existe) escritura lesbiana. Su obra literaria se ofrece como modelo para
desarmar el cuerpo femenino y construir un cuerpo lesbiano: un cuerpo indócil, exagerado,
intemperante, transgresor a las leyes de la diferencia sexual. Y para des-domesticar el
cuerpo femenino una de las fórmulas es la de reinscribirlo en forma de exceso, o, como dice
Teresa de Lauretis, “in provocative counterimages sufficiently outrageous, passionate,
verbally violent, and formally complex to both destroy the male discourse on love and
13
En Gender Trouble. New York: Routledge, 1990.
En The Practice of Love. Lesbian Sexuality and Perverse Desire. Indiana University Presss, 1994.
15
En “Toward a Butch-Femme Aesthetic”, en Abelove, Barale, Halperin (eds) (1993), 294-306.
16
En Feminity Played Straight. New York: Routledge, 1996.
17
Para Joan Nestle, una femme, la pareja butch-femme es parte de la herencia erótica de la comunidad
lesbiana. Lejos de ser copias de varones -como quiere la sexología popular- las butch “announce
themselves as tabooed women who were willing to identify their passion for other women by wearing
clothes that symbolized the taking of responsibility. Part of this responsibility was sexual expertise. In the
1950s this courage to feel comfortable with arousing another woman became a political act” (1987, 101).
El revulsivo que la existencia butch-femme significa(ba) puede ser medido por la (per)turbada respuesta a
ella tanto de la comunidad lesbiana (“The butch-femme couple embarrased other lesbians (and still does)
because they made Lesbians culturally visible, a terrifying act for the 1950s”) como de los hombres
heterosexuales (“we were a symbol of women’s erotic autonomy, a sexual accomplishment that did not
include them. The physical attacks were a direct attempt to break into this self-sufficient erotc
partnership”(1987, 101 y 102). Para entender la experiencia butch-femme y reflexionar sobre la historia
de la comunidad lesbiana son imprescindibles dos libros de Joan Nestle: A Restricted Country. Ithaca.
NY: Firebrand Books, 1987, y The Persistent Desire. A Femme-Butch Reader. Boston: Alyson, 1991.
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12
redesign the universe” (1993, 149). El texto emblemático de esta ruptura con la cultura
masculina ha sido El cuerpo lesbiano18, un texto lesbiano por y para lesbianas.
La radical ruptura del sujeto en su imposible lingüístico y/o en El cuerpo lesbiano, la
parodia y la impúdica repersonización de los héroes mitológicos o literarios19, la mezcla de
lo épico, lo lírico, el bildungsroman20, el dicccionario enciclopédico21... tiene poco que ver
con la écriture feminine22, a la que Wittig considera cómplice en la reproducción de la
feminidad y el cuerpo femenino como Naturaleza. Lo que tiene lugar en El cuerpo lesbiano
es la descomposición del cuerpo femenino miembro a miembro, secreción a secreción,
órgano a órgano: desmembramiento y remembramiento, reconstitución del cuerpo en una
nueva economía, la del exceso. La barra en el y/o de El cuerpo lesbiano es un signo de
exceso, es su marca formal; y, como recuerda Susan Sontag, el exceso es “an exaltation of
the “I” through costume, performance, mise-en-scène, irony, and utter manipulation of
appearance” (1966, 150). No escritura femenina sino escritura lesbiana. Este es el ejercicio
de escritura de Monique Wittig.
Y ¿qué es la escritura lesbiana? ¿hay una lengua lesbiana? Permítasenos responder a
esta pregunta con otra propuesta excesiva, inmoderada. La hace Dianne Chisholm (1995)
desde su lectura de ese otro texto provocadoramente lesbiano que es Working Hot (1989),
de Mary Fallon. La lengua lesbiana de Fallon es una de “cunning lingua” –dice Chisholm-,
18
La edición española es de Pre-textos, Valencia, 1977.
Quijota y Sancha en El viaje sin fin -inédita en castellano; se ha utilizado aquí la traducción de la obra
de teatro llevada a cabo por María Jesús Fariña (1989)-, y la infinidad de amazonas y guerreras
mitológicas en Borrador para un diccionario de las amantes, escrito en colaboración con Sande Zweig.
Sobre El viaje sin fin véase el artículo de María Jesús Fariña Busto "Una cuestión de géneros. Inversión y
dramatización del Quijote en Le voyage sans fin, de Monique Wittig", en Problemata Theatralia 1,
Universidade de Vigo, 1996, 91-103.
20
En la (deliciosa) primera novela de Wittig, El opoponax. Barcelona: Seix Barral, 1969 y en Les
guerrillères, novela también inédita en castellano.
21
Véase Borrador para un diccionario de las amantes. Barcelona: Lumen, 1981.
22
A la que ha llamado “the naturalizing metaphor of the brutal political fact of the domination of women”
(cit. en de Lauretis, 1994, 149)
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a la vez acto de habla23 y acto carnal, “speech-sex act”, una lengua del exceso textual,
capaz de jugar “with discourse and dialogue as oral sex toys” (1995, 20). “Cunning lingua”,
is, properly speaking, an erotic-poetics whose fictional dialogues and
sexual dialects perform a blasphemous act of seductive illocution (...) A
perverse performativity, cunning lingua reflects and elaborates the
gestures of cunnilingus (1995, 22).
Una lengua que es lingual, no lingüística –la propia Fallon la describe como “an efficient
pleasure machine”-, que erotiza el cuerpo femenino, que lo desmiembra –como Wittigpero no de manera abyecta –como Wittig- sino concupiscentemente perversa:
Lingual performativity engages the body of speech, the organ of speechmaking which 'talks' in ways/in words which speak most directly to that
other organ at the core of woman's sexual body. Tonguing language so as
to s(t)imulate cunnilingus, cunnig lingua performs the sex that it speaks
(1995, 23).
La poética lesbiana que propone Chisholm desde Fallon es la de una literatura que
“clitoriza” (y “lesbianiza”) a la lectora: es “lit-clit”, literatura carna(va)l antifalogocéntrica.
Porque en la cultura occidental el pene erecto se ha hecho pasar por el único significante
del deseo, y el clítoris ha desaparecido de la representación; porque se ha prohibido a las
mujeres usar partes de su cuerpo para significar su deseo y en la economía fálica hay sólo
un representante de lo sexual y lo erótico, y se ha producido una “clitoridectomía” que es
23
La teoría queer se ha fijado en lo productivo de la performatividad, estrategia (mejor, efecto) de ciertos
actos de habla. “Discussions of linguistic performativity have become a place to reflect on ways in which
language really can be said to produce effects: effects of identity, enforcement, seduction, challenge”,
dice Eve Kosofsky Sedgwick (1993, 11).
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también “textual”24. Por todo esto y contra todo esto surgen las propuestas de el cuerpo
lesbiano de Wittig, o la clitofanía de Mary Fallon.
No obstante, un sector de la teoría lesbiana contemporánea nos alerta sobre la
excesiva “romantización” de la identidad entre mujeres (Gallop, 1986; Zimmerman, 1992),
sobre la utilización de un concepto de identidad basado fundamentalmente en lo anatómico,
y que ignora otras formas de diferencia -la clase social, la raza, la nacionalidad, la edad, la
religión, la ideología...- entre mujeres. También el protagonismo emergente en las prácticas
simbólicas y en las eróticas de los juegos de roles y del sadomasoquismo lesbiano25 plantea
nuevos retos a la utilización de un concepto de identidad restrictivo e ingenuo. Al postular
cualquier definición de la identidad lesbiana -sea cual sea- lo que no se puede olvidar es
que todo discurso es histórico y está al servicio de propósitos políticos y teóricos
específicos. Debemos atender, pues, a las llamadas que nos alertan sobre una
universalización (siempre falsa) de la identidad lesbiana. Biddy Martin afirma que, sólo al
considerar la identidad como un proceso fluido en el que se imbrican por adición múltiples
identidades (la raza, la clase, etc.), “el lesbianismo deja de ser una identidad con unos
contenidos predecibles, deja de constituirse como lugar central de la identificación personal
y política” aunque sigue siendo una “posición de discurso” (1988, 103).
Que todas las fronteras son notoriamente inestables y las identidades sexuales rara
vez son seguras es lo que sostienen también las nuevas sacerdotisas de la posmodernidad
24
Es revelador tener muy en cuenta que Freud, en La interpretación de los sueños dedicó casi setenta
páginas (de la edición española que utilizamos en este trabajo) a la imagineria fálica frente a ninguna (sí,
ninguna) a la imaginería clitoridiana (que sí existe, y la obra de las poetas victorianas da fe de ello), y
frente a las diez páginas destinadas a la imaginería vaginal. Véanse los interesantísimos artículos de Paula
Bennett “Critical Clitoridectomy: Female Sexual Imaginery and Feminist Psychoanalitic Theory”, (1993),
115-139 y, de la antropóloga feminista Shirley Ardener, "A Note on Gender Iconography: the vagina", en
Pat Caplan (ed) (1987), 113-142.
25
La organización de S/M feminista lesbiana Samois editó en 1981 Coming to Power, una antología de
textos que sigue siendo de inmensa utilidad para explorar el sadomasoquismo lesbiano, tanto su
imaginario como sus prácticas. Pero sin duda la abogada de la libertad sexual más radical de la
comunidad lesbiana (junto con Gayle Rubin) es Pat Califia. Ver su Public Sex. The Culture of Radical
Sex. San Francisco: Cleis Press, 1994.
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lesbiana (léase Diana Fuss, Judith Butler, Eve Kosofsky Sedgwick, etc.)26; para ellas el
discurso que ordena la elección de objeto libidinal y el comportamiento sexual ha
dependido hasta ahora de la simetría estructural de dos inescapables opuestos -la jerarquía
hombre/mujer denunciada por la teoría feminista, y el par hetero/homo(sexual) cuestionado
por la teoría lesbiana y gay- y ha dependido también de “la inevitabilidad de un orden
simbólico basado en una lógica de límites, márgenes y froteras” (Fuss, 1991, 1), un orden
simbólico incapaz de darse cuenta de que que las nuevas (o no tan nuevas) posibilidades
sexuales no pueden seguir pensándose en dialécticas formularias. Tanto el feminismo
postmoderno como la teoría lesbiana y gay última apuntan a la deconstrucción de las
jerarquías binarias27. Deconstruir estas jerarquías significa darles la vuelta (literalmente:
poner lo de dentro hacia fuera) para dejar al descubierto su maquinaria de funcionamiento y
su estructura discursiva. Ahora bien, esta labor de zapa deconstructiva va acompañada
siempre de un movimiento hacia la construcción o articulación teórica del espacio exterior
(es decir, del espacio en el que existe desplazado todo lo que no es central: lo marginal, lo
extranjero, lo Otro); es precisamente aquí, en este espacio discursivo, donde trabaja mucha
de la más reciente teoría lesbiana y gay, investigando los complejos procesos a través de los
cuales se construyen las fronteras sexuales, se asignan las identidades sexuales y se
formulan las políticas sexuales (Fuss, 1991; Kosofsky, 1990; Butler, 1991).
Los retos que sigue planteando la teoría lesbiana a la teoría feminista en particular y
a los estudios culturales en general son muchos; también sus méritos son muchos. Entre
ellos está, según Catharine Stimpson:
26
Véanse de Judith Butler: Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. London & New
York: Routledge, 1990 y “Imitation and Gender Insubordination”, en Diana Fuss (ed.): Inside/Out.
Lesbian Theories, Gay Theories; de Eve Kosofsky Sedgwick: Epistemology of the Closet. Berkeley &
Los Angeles: University of California Press, 1990. De Diana Fuss la reseña bibliográfica completa
aparece en la lista de obras citadas. Véase también el libro de Laura Doan (ed.): The Lesbian Postmodern.
New York: Columbia University Press, 1994
27
Buena prueba de ello son casi todos los ensayos recogidos en Lesbian and Gay Studies Reader, editado
por Henry Abelove, Michèle Aina Barale y David Halperin (1993).
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el haber ampliado el horizonte de los Estudios de la Mujer, que tal vez se
hubiesen quedado en una mera interrogación de la heterosexualidad, y el
haber equilibrado los estudios gay, que se habrían quedado en mero
interrrogante de la homosexualidad masculina (1992, 379).
Abelove, Barale y Halperin afirman que la teoría lesbiana y gay ha hecho con la sexualidad
lo que el feminismo hizo una década antes con el género: establecer su centralidad como
una categoría fundamental para el análisis cultural. Género y sexualidad son las
encrucijadas por donde cruzan una y otra vez nuestras emociones, nuestras percepciones y
nuestros discursos. La teoría feminista y la teoría lesbiana nos han enseñado que no es
posible ni la neutralidad genérica ni la neutralidad sexual, y que sólo se puede ignorar estos
hechos pagando el elevado precio de la deshonestidad intelectual.
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