la vida religiosa: terapia de shock del espíritu santo para la iglesia

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LA VIDA RELIGIOSA: TERAPIA DE SHOCK DEL ESPÍRITU SANTO PARA LA IGLESIA
Tomamos prestada la expresión de Metz y nos adentramos en la tarea de
presentar a grandes rasgos la situación actual de la vida religiosa, que es poco más
o menos lo mismo que trazar los bordes del molde que nos contiene. Evidentemente esto implica en nosotros el compromiso por examinarnos y ver de qué forma nos
amoldamos o no al recipiente. Si nos sentimos cómodos en él o nos resulta demasiado estrecho o demasiado amplio.
LA CRISIS QUE NOS CIRCUNDA
La palabra “crisis” aparece con frecuencia a la hora de hablar de todo lo relacionado con la religión. Se habla de crisis de fe en Dios, crisis de la práctica religiosa, crisis de la Iglesia, crisis del sacerdocio, crisis de la vida religiosa, crisis de
vocaciones… Estamos, pues inmersos en una transformación del entorno eclesial en
el que nos movemos. Los indicadores de estas crisis no afectan solamente a individuos o situaciones personales. La crisis de la fe en Dios, la crisis religiosa y la crisis
de la Iglesia se nos muestran como un proceso que afecta a la sociedad, a la cultura, a la manera de situarnos en el mundo y de interpretar cuanto nos rodea desde
lo más humano hasta lo más divino.
Crisis eclesial
Con motivo de la Cuaresma del año 2005, los obispos del País Vasco y Navarra escribieron una carta valiente y realista, titulada Renovar nuestras comunidades cristianas. En ella hacen, en mi opinión, un acertado análisis de la realidad con
honradez y sinceridad, lo cual en los tiempos eclesiales que vivimos no deja de ser
sorprendente. Comentando con algunos compañeros y laicos decíamos –entre risas–
que los verdaderos destinatarios de esta Carta debían ser el resto de los obispos.
«La Iglesia está ya inventada, aunque necesitamos creatividad, valentía y
paciencia para colaborar con el Espíritu en su renovación. La Iglesia no necesita ser restaurada según el modelo de tiempos recientes ya caducados,
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aunque habrá de redescubrir y reincorporar valores evangélicos que se han
debilitado en ella. La Iglesia necesita algo más que simples retoques que dejan prácticamente intactas sus brechas y sus heridas actuales; habrá de implicarse en una renovación profunda que le conduzca a aceptar a Jesucristo
como único Señor y a situarse en actitud de servicio evangélico a la comunidad humana»1.
Ante la increencia reinante, la Iglesia se repliega cada vez más. Por un lado,
crea una red de instituciones sociales, pedagógicas, comunicativas y eclesiales con
las que hacerse presente en la sociedad y ofrecer un contexto católico a sus miembros. Por otro, vuelve a inspirarse en las viejas estructuras de la Contrarreforma en
una línea opuesta a la sociedad democrática y pluralista en que vivimos.
Cuanto más secular es la sociedad, más clerical se hace el cristianismo;
cuanto más aumenta la selectividad de credos, doctrinas y valores, más se insiste
en la aceptación global y total de la doctrina oficial, sin atender a la jerarquía de
verdades ni a la creciente contestación por parte del pueblo y teólogos de algunos
contenidos de la doctrina oficial. La pérdida de influencia social, sobre todo entre
los jóvenes, se quiere compensar con el robustecimiento de la autoridad (papal,
episcopal y presbiteral), sin comprender que el estilo de vida y la figura misma de
los ministros se ha quedado obsoleto. El cristianismo se eclesializa e institucionaliza, y la pérdida de autoridad institucional en la sociedad se quiere compensar
con su radicalización a nivel interno. La Iglesia se aísla de la sociedad en cuanto
exige pautas de comportamiento interno a los católicos, que contrastan con las que
se exigen para la reevangelización de la sociedad. Advierte José Mª Castillo: «Una
Iglesia que no puede mantener una relación transparente con la opinión pública es
una Iglesia que ni puede ser coherente consigo misma, ni tampoco puede realizar
debidamente su misión en este mundo»2. El clero se profesionaliza y envejece3, y
ante la creciente contestación sobre las formas de ejercer la autoridad, en lugar de
recurrir a argumentos que puedan convencer se remite a la autoridad formal del
cargo. Estos elementos reactivos son contraproducentes para la misión en la sociedad y se legitiman socialmente desde la apelación a valores evangélicos proféticos
y de contestación mesiánica, cuando, sin embargo, cada vez hay más gente que se
escandaliza por el comportamiento antievangélico de muchos eclesiásticos. «La
1 DIÓCESIS DE PAMPLONA Y TUDELA, BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA, Renovar nuestras
comunidades cristianas, Cuaresma-Pascua 2005, n. 3. (en adelante RNCC.)
2 José Mª CASTILLO, Comunidad eclesial y opinión pública, en Iglesia Viva 212 (2003), p.
34.
3 Juan Martín Velasco ofrece un excelente análisis sobre la realidad del clero. En España
por los años ochenta la formación en los seminarios sufre una Contrarreforma que dura hasta
nuestros días con estos nuevos sacerdotes vestidos de negro y en muchos casos con una idea del
ministerio sacerdotal muy alejada de las concepciones eclesiales del Vaticano II. No hay tiempo
para detenerse ahora en esto pero recomiendo una lectura reposada de este artículo: Juan MARTÍN VELASCO, Los avatares del clero español en los últimos decenios, en Sal Terrae, 84 (1996), p.
445-458.
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3
Iglesia deforma su ser mismo cuando se empeña en aparecer con una imagen pública que poco o nada tiene que ver con la imagen que ofrecía aquel humilde y sencillo Jesús del Evangelio»4. Acertadamente afirman los obispos vascos en el número
20 de su Carta que «La cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy
en España no se encuentra tanto en la sociedad o en la cultura ambiental cuanto
en su propio interior; es un problema de casa y no sólo de fuera»5. La Iglesia está
llamada a ser secular, pero no a ser mundana. Ser secular significa ofrecer al mundo su mensaje y su colaboración humanizadora. Ser mundana significa acomodarse
a los criterios, actitudes y comportamientos vigentes en la sociedad, desviándose
de los criterios evangélicos. «Si la Iglesia se vuelve idéntica al mundo... no tiene
nada que decirle, sino repetirle maquinalmente lo que éste ya sabe»6.
Ante esta situación de crisis, quienes pretenden vivir la fe cristiana con
coherencia, no tienen en este momento nada más que dos salidas: el fundamentalismo que se identifica incondicionalmente con la estructura organizativa de la
Iglesia, y con la doctrina oficial; o la marginalidad de quienes quieren ser consecuentes con el evangelio y no dejan de sorprenderse ante algunas actitudes que
poco tienen que ver con el comportamiento de Jesús. Además, el creyente tiene
que obrar con fidelidad y firmeza no sólo en la adhesión a Jesús, el Señor, sino
también en cuanto se refiera a la comunión con la Iglesia en la que hemos de permanecer pero manteniendo con la misma firmeza, la libertad, sin la cual no podemos ser fieles al Evangelio7.
No creo que sea necesario por este momento extendernos más en la crisis
institucional de la Iglesia. Vamos a pasar a analizar la situación de crisis de Dios o
silencio de Dios, o en palabras de Juan Martín Velasco, ausencia de Dios.
Crisis de Dios
Vivimos en nuestra sociedad tiempos de inclemencia. El ocaso de la cristiandad está dando lugar a un tiempo de ausencia de Dios al que curiosamente acompaña un interés bastante notable por las nuevas religiones y también por un cierto
sincretismo espiritual que combina a la carta elementos de unas y otras.
Este silencio acerca de Dios se impone en las mismas iglesias. Cada vez resulta más difícil oír hablar de Dios, ya que el discurso sobre la moral y la doctrina
es el que se impone en sermones, homilías, documentos magisteriales y otros pronunciamientos. «La cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy en
España no se encuentra tanto en la sociedad o en la cultura ambiental cuanto en
José Mª CASTILLO, Comunidad eclesial y opinión pública, p. 36.
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Plan Pastoral 2002-2005, n. 10.
6 E. SCHILLEBEECKX, Dios, futuro del hombre, Ed. Sígueme (Salamanca 1971), p. 89.
7 Cf. José María CASTILLO, Espiritualidad para insatisfechos, Madrid, Trotta, 2007, p. 804
5
82.
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su propio interior; es un problema de casa y no sólo de fuera»8, afirmaban los prelados españoles en el Plan Pastoral 2002-2005. Vivimos en una sociedad e Iglesia
pobre en experiencias, y los místicos, carismáticos y profetas son frecuentemente
desplazados por funcionarios, burócratas eclesiales y profesionales de la teología.
En lo que concierne a la espiritualidad, la ruptura con las prácticas tradicionales del pasado (el rosario, visitas al santísimo, adoración de la eucaristía, meditaciones y tiempos de retiro, oración cotidiana…) no ha llevado tampoco a crear
nuevas formas desde las que se haga posible la búsqueda de Dios y una mayor creatividad en los sacramentos. No hay una espiritualidad contemporánea comparable a
las grandes tradiciones del pasado, que frecuentemente se ignoran y no se transmiten a las nuevas generaciones. La paradoja está en ciudadanos ignorantes de las
riquezas de su propia tradición religiosa, que buscan fuera del cristianismo (en religiones orientales, sectas y grupos eclécticos y sincretistas), lo que no encuentran
en su propio pasado. Se ignoran los clásicos de la espiritualidad y no hay tampoco
conocimiento de los actuales, que podrían ofrecernos pautas renovadas de cómo
compaginar la identidad cristiana y la pertenencia a la cultura de comienzos del
milenio. La mística comprometida que exige la sociedad actual está imposibilitada
por la crisis general de la oración y la espiritualidad, que impregna a los mismos
religiosos y sacerdotes, vistos por la gente como especialistas en Dios. Para que vayamos tomando nota, sólo cuando el lenguaje de Dios remite a la propia vida y
cuando la biografía se expresa apelando a la experiencia de Dios, como instancia
decisiva a la hora de asumir opciones, es posible interpelar a una sociedad hambrienta de experiencia y de humanismo. La superficialidad de la cultura consumista
y el descontento que suscita constituyen una buena oportunidad para un cristianismo exigente y con hondura, pero para ello es preciso vivir en la modernidad sin
caer prisionero de ella. Esto es lo que más se echa de menos en los cristianos, cada
vez más similares al resto de los ciudadanos en los valores que dan sentido a la vida. Entonces el cristianismo se convierte en una superestructura ideológica, también a veces moralista, que, a la larga, acaba siendo innecesaria. La crisis generacional que afecta al cristianismo, que cada vez tiene más dificultades para atraer a
los jóvenes remite a la escasa interpelación que perciben en los mayores, cada vez
más acomodados a la realidad sociocultural y, por tanto, con escaso potencial interpelador. Sólo recuperando el potencial mesiánico, profético y martirial del cristianismo, que pasa por una Iglesia que sirva de contraste a la sociedad, se puede
replantear la tarea de una re-evangelización de las viejas cristiandades europeas.
No olvidemos que la experiencia y el testimonio, que sirvan de interrogante y de
confirmación, son los elementos decisivos de la evangelización actual. Hay que vincular la contemplación y la acción, el compromiso sociopolítico y la oración, la in-
8
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Plan Pastoral 2002-2005, n. 10.
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serción social y la gratuidad de lo espiritual. Nos tenemos que acercar más al cristianismo de los primeros siglos que al del segundo milenio.
En resumen, estamos sufriendo una crisis de Dios. El mayor problema de la
evangelización es, en mi opinión, que los evangelizadores no acabamos de creernos
totalmente aquello que anunciamos. Esta afirmación a simple vista puede resultar
escandalosa; pero si no, ¿por qué estamos tan carentes de testimonio? ¿Por qué
nuestro lenguaje huye de la narración experiencial y se refugia en lo sistemático o
doctrinal? Esto no quiere decir tampoco que la evangelización consista en un “contagiar” a partir del testimonio. Se contagian las enfermedades, la risa, pero no el
ser cristiano. Ser cristiano sabemos muy bien que lleva consigo un asentimiento de
la voluntad y eso no se consigue de la noche a la mañana sino después de un proceso.
Esta crisis de Dios en la que estamos sumidos tiene un hábitat que le permite
mantenerse: la indiferencia religiosa, es decir, la despreocupación total hacia lo
religioso de forma que la problemática religiosa carece totalmente de interés con
lo cual no existe un pronunciamiento ni a favor ni en contra de Dios. Algunas características de esta indiferencia son:

Masiva: Está presente en todas las capas y sectores de la sociedad.

Postcristiana: La indiferencia es vivida por muchos de nuestros contemporáneos
como el estadio final de una evolución tanto histórica como biográfica que aunque haya pasado por una etapa cristiana, una vez que ha llegado a su madurez
ya no necesita del cristianismo y puede prescindir indoloramente de él.

Relevancia social e influjo en el horizonte cultural de nuestra época9.
La indiferencia religiosa, como todas las cosas, no surge de la noche a la
mañana sino que tiene un humus que le favorece. Vamos a ver algunos tipos de
indiferentes:

Indiferencia por abandono: Paso de la religiosidad a la no religiosidad, al abandono de la fe, como consecuencia de un alejamiento de la vivencia religiosa.

Indiferencia irreligiosa: Esta es provocada por el ambiente. No se debe a un alejamiento, sino a una situación cotidiana de vacío religioso.

Indiferencia comprometida y responsable: Actitud que nace ante el fracaso de
los grandes ideales religiosos; de la falta de coherencia entre lo que se dice y lo
que se hace.

Indiferencia como salida a un conflicto personal: La estructura creyente se ha
visto minada por una serie de conflictos ya sea en la transmisión de la fe o en
9 Cf. Juan de Dios MARTÍN VELASCO, Indiferencia, en Ángel APARICIO (ED.), Suplemento al
Diccionario Teológico de la Vida Consagrada, Madrid, Publicaciones Claretianas, 2005, p. 516517.
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experiencias de tipo moral. Se busca la indiferencia como una tierra de nadie,
un territorio ausente de preguntas que cuestionen su equilibrio interior10.
Como decíamos antes, se está produciendo en nuestra sociedad una metamorfosis de los sagrado de forma que en muchas ocasiones, la experiencia religiosa
se sustituye por la estética, la ética o el compromiso con los otros. La experiencia
religiosa no es ajena a las mediaciones con lo cual, si nos fijamos en la escasez de
vocaciones, podemos pensar que si en tiempos, con otro molde religioso, aquellos
que sentían impulsos a dar su vida generosamente por un valor religioso ingresaban
en un convento o en un seminario; en nuestros días esa inquietud se encauza mayoritariamente en el voluntariado y las ONGs. La mediación de la generosidad y el
entusiasmo religioso constituían en otra época los ámbitos sagrados tradicionales.
En nuestros días, este tipo de experiencias se cristalizan bien en las relaciones humanas, en los compromisos éticos o bien con experiencias relacionadas con lo estético o con la felicidad compartida con otras personas. Sea de la forma que fuere, la
vivencia de la fe ha de centrarse en la lucha sin descanso contra la injusticia e inhumanidad. A mayor humanidad mayor vida de fe y experiencia de Dios. Afirma José María Castillo:
«El centro de la fe cristiana no se vive en el proyecto de divinización del
ser humano, sino en su radical humanización. No porque la vida divina no
sea importante, sino porque no puede haber vida divina donde la vida humana se ve amenazada, limitada, humillada o deteriorada de la manera que
sea»11.
Crisis de la vida religiosa
Después de todo lo dicho llegamos a nuestro punto de llegada. No somos impermeables al mundo y mucho menos a la vida de la Iglesia. La crisis generalizada
nos afecta a nosotros de igual manera. Hemos de ser conscientes que atravesamos
un momento crucial. Que no hablar de crisis en la vida religiosa no se debe a una
estrategia editorial o de cursillos. La crisis está instalada, y bien instalada en el corazón de la vida religiosa. Podemos cifrar la crisis solamente en el hecho de la reducción de personal y el envejecimiento; pero ese análisis resultaría demasiado superficial. No podemos dejar de sumergirnos un poco más para llegar a ver cómo en
el fondo nuestra crisis es cualitativa. Felicísimo Martínez se inclina más por una crisis de realismo:
«La crisis actual es una crisis causada por la conmoción que ha producido en
nosotros el cambio en la realidad social, eclesial, cultural… entorno. Es una crisis
Cf. José María MARDONES, La indiferencia religiosa en España. ¿Qué futuro tiene el cristianismo, Madrid, HOAC, 2003, p. 25-27.
11 José María CASTILLO, Espiritualidad para insatisfechos, p. 89.
10
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de reajuste o de adaptación a las nuevas cualidades sociales, culturales, eclesiales; reajuste y adaptación que no debe ser sin juicio, sin sentido y sin criterios
evangélicos»12.
Si nos asomamos a la realidad con honradez y confrontamos los ideales soñados con los logros conquistados, hay una gran distancia y desproporción entre aquellos y éstos. Entre los fervores postconciliares y la constatación de que en la actualidad nuestra vida en muchas ocasiones carece de una calidad evangélica aceptable
y la misión no siempre es eficaz y significativa evangélicamente.
Quienes vivieron el Concilio, pueden advertir cómo la vida religiosa apostólica no coincide exactamente con lo esperado. He aquí algunas de esas paradojas a
las que mirar de frente y sin demasiadas justificaciones previas13:
a) Si algo bullía en la vida religiosa apostólica antes del Concilio, era un ansia de mayor libertad personal, de mayor participación en la toma de decisiones,
de mayor reconocimiento y respeto de la propia individualidad, de mayor pluralismo interno... El viejo esquema de la observancia como eje de la vida religiosa se
vino abajo estrepitosamente, y el Vaticano II no frenó su caída. Lo que hizo, más
bien, fue reconocer y ratificar esas aspiraciones como buenas y queridas por Dios.
Con matices, es cierto, pero decididamente.
Muchos de aquellos deseos se cumplieron. Salvo raras excepciones, lo común
hoy entre nosotros es el respeto a la individualidad, la posibilidad de expresar las
propias ideas, necesidades y deseos, el diálogo previo en los destinos, una amplia
participación en la toma de decisiones, un gran pluralismo interno... Y ello, no como simple cesión a la presión ambiental, sino como una adquisición cristiana, justificada a nivel teológico, antropológico y eclesial.
Pero, siendo todo ello verdad, ¿por qué no acaba de satisfacernos la situación religiosa, comunitaria y apostólica a que dio lugar? ¿Qué elementos ajenos a lo
que en principio habíamos imaginado enmarañaron el proceso y le hicieron derivar
hacia situaciones que no nos entusiasman? Mucho se ha escrito sobre las causas de
esta deriva. Su denominador común estaría en que aquella aspiración se vio muy
contaminada de elementos ambientales, no necesariamente evangélicos, que llevaron en muchos casos a sustituir un modelo de vida religiosa ya caduco, el de la observancia y el pensamiento único, por otro al que se ha dado en llamar «modelo
liberal», «de autorrealización» o «terapéutico».
Lo que en ese modelo de vida consagrada hay de nuevo y valioso es mucho;
¿quién de nosotros querría volver al modelo anterior? Él hizo posible un mayor despliegue de las identidades personales, de la propia creatividad, de la dicha de viFelicísimo MARTÍNEZ DÍEZ, Vida Religiosa y Calidad de vida. ¿Bienestar o vida evangélica?, Vitoria, Cuadernos Frontera Egian nº 48, p. 14.
13 Cf. José Antonio GARCÍA, Llamados, convocados, enviados… ¿Qué vida religiosa y para
qué misión? en Sal Terrae, 92(2004), p. 947-950.
12
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vir... Pero es igualmente cierto que con él se fue introduciendo en nuestras comunidades una «fragmentación» tal de los soportes intelectuales, espirituales y apostólicos que habían aunado nuestras vidas, y un individualismo calificado más tarde
de «enfermedad mortal» (P.-H. Kolvenbach), que la cohesión interior y la convergencia apostólica, sin las cuales no es posible un seguimiento corporativo del Señor, quedaron profunda y peligrosamente socavadas. Aquellos «soportes compartidos» que daban sentido, cohesión y estabilidad a la vida religiosa en su etapa anterior no han sido todavía sustituidos por otros. Existen ciertamente, han sido ya teorizados, pero encuentran mucha resistencia a ser «socializados», en parte porque
el mismo paradigma liberal impide interiorizarlos corporativamente.
He ahí una primera paradoja de la vida religiosa que está siendo necesario
analizar y afrontar.
b) Algo similar sucedió con aquel otro ideal preconciliar de dar más cabida a
la comunicación e intercambio personal en nuestras vidas, superando así el excesivo formalismo y la frialdad del modelo anterior. Ciertamente, mucho de eso se logró para bien de la vida consagrada, y no en contra de la doctrina del Concilio, sino
a favor de ella.
Los frutos humanos y evangélicos de aquel cambio están ahí; pero, paradójicamente, también están otros fenómenos con los que no contábamos y de los que
difícilmente podemos sentirnos orgullosos. La esperanza de unas comunidades religiosas fundamentadas en la fraternidad y la comunicación, en el discernimiento
compartido de la misión, en la oración y el trabajo en equipo, en el apoyo mutuo,
el perdón y la fiesta, no se ha convertido en tónica general de la vida consagrada.
Diríamos, por el contrario, que, salvando muchas excepciones, lo que más domina
entre nosotros es una identidad corporativa de bajo perfil, nuevas formas de soledad, una notable incapacidad de generar proyectos apostólicos compartidos, etc.
Y, sin embargo, el presente y el futuro de la vida religiosa apostólica están condicionados a lo que seamos capaces de imaginar y de hacer en este punto.
¿Qué nos sucedió en el camino? ¿Por qué se malogró la promesa? ¿Qué podríamos hacer para reconducir esta segunda paradoja?
c) Una tercera paradoja gira en torno al programa de «renovación acomodada» trazado por el Concilio para la vida consagrada. ¿Quién podría dudar del
espíritu evangélico y de la necesidad apostólica de dicha renovación? Fruto de
aquel deseo preconciliar de apertura al mundo, ratificado después por el Vaticano
II y otros documentos posteriores, fue el reconocimiento de los valores religiosos y
humanos presentes en otras culturas y religiones; el interés y la práctica subsiguientes de la inculturación de la fe en ellas; la generalización de la opción preferencial por los pobres formulada por todas las congregaciones religiosas, una tras
otra, y el consiguiente éxodo de una gran parte de la vida religiosa apostólica del
centro a la periferia de las ciudades, y del primer mundo al tercero; los mártires
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que esta decisión evangélica trajo consigo, etc., etc. Tantas y tantas cosas de las
que sí podemos sentirnos orgullosos y dar gracias a Dios...
Pero también en este terreno hizo su aparición la inacabable ambigüedad
humana, alimentada por la presión cultural, al igual que por las infecundas peleas
y rupturas interiores a que esta renovación dio lugar. Adaptarse al mundo no resultaría posible sin radicarse cada vez más en Dios, Padre del mundo. Adecuarnos al
mundo no podría equivaler a convertirnos a él. Optar evangélicamente por los pobres sólo sería posible como una experiencia de gracia, no de hybris humana o de
mera ideología de cambio social.
En fin, que también en un asunto tan santo como éste se interpusieron, o
bien nuestra cerrazón espiritual para percibir el paso de Dios por las nuevas circunstancias y su invitación a realizar profundos cambios personales y apostólicos, o
bien nuestra superficialidad y falta de «gracia» para intuir que esa tarea no sería
posible realizarla corporativamente sin una radicación mayor en Dios y un cuidado
exquisito en no fragmentar destructivamente el Cuerpo apostólico. Otro reto para
nuestro momento actual.
Ahí nos encontramos, en esa frontera socio-cultural y puente de paso hacia
no sabemos bien dónde, y en una situación espiritual y apostólica transida de profundas paradojas.
¿Una situación catastrófica y sin futuro? Vista con una mirada plana, de simple análisis social, así puede parecerlo. Vivida, sin embargo, a la luz de la fe, podríamos descubrirla como «lugar de revelación». ¿No forma parte integrante de
nuestra fe la convicción de que Dios se comunica preferentemente a los humildes,
a los que no tienen, no saben, no pueden, y que las carencias humanas vividas en
la apertura y la confesión de Dios son el lugar donde Dios se revela? ¿De quién es la
vida y el futuro de los hombres y mujeres a quienes somos enviados: nuestros o del
Señor? ¿Qué se nos pide en este momento histórico: la titánica e imposible tarea de
«salvar el mundo» o «que caminemos humildemente con nuestro Dios», cooperando
fiel y creativamente en la eclosión de su Reino?
Dicen los sabios que encauzar positivamente las situaciones paradójicas sólo
es posible desde un nivel más profundo que el de los términos de la propia paradoja, aparentemente irreconciliables entre sí. ¿Cuál sería para la vida consagrada ese
«nivel más profundo» en el que anclar y desde el que ser nuevamente enviados al
mundo?
El problema de fondo de la vida religiosa es un problema de fe, un problema
de experiencia de Dios, de pasión por Cristo. Ciertamente, el problema teologal o
el problema de la fe no es un asunto de intelección académica, sino de pasión existencial. No es el problema de nuestra incapacidad para comprender los hondos misterios de la Trinidad, de la encarnación de Dios, de la presencia eucarística, o incluso el misterio del mal o de la salvación de los no cristianos. Puede uno andar ra-
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cionalmente perdido en estas cuestiones teológicas y seguir siendo un gran creyente. Es hora ya de distinguir con claridad la fe y la teología. Tampoco es cuestión de
requerir fervor o emoción para garantizar la fe radical o la pasión por Dios. También es hora ya de distinguir la fe y el sentimiento religioso.
En la formación tradicional de muchas comunidades religiosas se confundieron con frecuencia esas dos cosas tan distintas: la fe y el sentimiento religioso. La
fe es mucho más consistente que el sentimiento religioso, y puede persistir y resistir, pura y desnuda, cuando el sentimiento, la emoción y el fervor desaparecen.
Cómo diría San Juan de la Cruz, los ojos de la fe son capaces de “saber la fuente
que mana y corre, aunque es de noche”.
Entendemos la fe como confianza, afianzamiento, firmeza en Dios. “El Señor
es mi fuerza, mi roca y salvación”. “Mi fuerza y mi poder es el Señor, él es mi salvación”. Ésta fe constituye la verdadera radicalidad de la vida religiosa. Ésta es la
raíz que permite sostener este proyecto de vida, sobre todo cuando escasean las
garantías humanas, como sucede en la actualidad. No es bueno confundir la radicalidad evangélica con acciones y gestos sensacionales y espectaculares, contaminados a veces con elementos ideológicos y ansias de protagonismo.
La fe entendida como confianza existencial es la verdadera base teologal de
la vida religiosa. Esa es la fe como pasión. Es la fe que se alimenta más del amor
que de las razones. Es la fe que se afianza más en el corazón que en la inteligencia, sin despreciar a ésta. Es una fe-pasión, una fe apasionada. Esta es la pasión
por Dios o la pasión por Cristo, que da sentido a la vida y a la misión de los religiosos. De esa pasión brotan todas las demás pasiones cristianas en la vida religiosa,
especialmente la pasión por la humanidad o la compasión con la humanidad.
Otros géneros de vida pueden tener sentido sin esta pasión por Dios o por
Cristo. Pueden encontrar sentido en el matrimonio, la paternidad o la maternidad,
la familia, los éxitos profesionales, la filantropía… Este género de vida, la vida religiosa, sólo se justifica y recaba sentido último en la fe, en la dimensión teologal,
en la pasión por Cristo y por la humanidad. Ésta es la pasión que proporciona sentido, y proporciona también estímulos y motivaciones para el seguimiento de Jesús
y para las renuncias adyacentes.
LA IDENTIDAD
Hemos analizado hasta ahora la crisis que vive la vida religiosa. Una crisis
que no es ajena a la que sufre el mundo que circunda a los consagrados.
A continuación me parece bueno reflexionar ya un poco más en profundidad
acerca de la identidad de la vida religiosa y, sobre todo, de los religiosos. No me
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gustaría andar demasiado por las ramas. Creo que es bueno aterrizar y comenzar a
pensar las cosas en primera persona.
La vocación
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Toda forma de vida cristiana nace de una vocación, es decir, de una llamada
de Dios; es la encarnación histórica y el despliegue de esa llamada. La vida religiosa no es una excepción. Su dato radical y primario está ahí, en una llamada. Nuestra respuesta forma parte, sin duda, de este estado de vida, pero, mal que le pese
a nuestro innato narcisismo, no es más que un acto segundo. El acto primero y fundante de la vocación religiosa lo constituye la llamada de Dios. Para la antropología
bíblica, cada hombre y cada mujer son «lo que están llamados a ser de parte de
Dios». La decisión del hombre es opción, pero «previamente seducida», como le
gusta decir a Toni Catalá
¿Por qué es importante este dato cuando tratamos de pensar antropológica y
teológicamente la vida religiosa? ¿Por qué nos es más necesario hoy que en épocas
pasadas?
Vivimos en una «cultura sin vocaciones» o, al menos, con un enorme déficit
vocacional. No sólo porque escaseen las vocaciones al sacerdocio o a la vida consagrada, sino porque escasean las «vocaciones» sin más: también al matrimonio,
también a la medicina, a la política, al servicio público... Estaríamos en una cultura de muchas profesiones, pero de profesiones sin vocación, es decir, con un componente muy pequeño o nulo de «llamada».
Hay que preguntarse sin tapujos, y reprimiendo cualquier respuesta prefabricada, si nosotros, religiosos, somos o no excepción a ese clima cultural ¿Vivimos
o no de la fe en una llamada de Dios que ha emplazado a nuestro yo a esta forma
de vida?
No todo termina ahí, por supuesto, pero tal vez todo comience ahí, en sentir
y gustar internamente el «principio» de esta forma de vida nuestra que, por carecer todavía de otros conceptos más ceñidos y menos equívocos e invasores, llamamos «vida religiosa» o «vida consagrada»: una misteriosa e inobjetivable llamada
de Dios a existir así, de esta forma tan singular, en la Iglesia y en el mundo.
Demos todavía un paso más. Nuestra vocación religiosa, es decir, la llamada
de Dios a esta forma cristiana de vida que constituye cada congregación religiosa,
es una «vocación con-vocada». La convocación no es aquí un adjetivo de la vocación, es decir, algo secundario y de lo que la vocación podría prescindir. Forma
parte integrante de esta vocación. Tiene su misma densidad teologal y está llama-
14 Cf. Jose Antonio GARCÍA, Llamados, convocados, enviados… ¿Qué vida religiosa para
qué misión?, en Sal Terrae 92(2004), p. 950-953.
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da, por tanto, a ser vivida, orada y expresada con la misma intensidad, a ser cuidada con la misma preocupación, a ser agradecida con la misma gratitud.
¿Por qué recibimos normalmente mucha menos consolación y aliento de la
convocación que de la vocación, cuando, teologal y espiritualmente consideradas,
resultan inseparables? Muchos factores lo explican, es cierto, pero algunos de ellos
tienen su causa en nosotros, en la escasa percepción teologal con que enfocamos el
hecho de la convocación como algo vinculado con el querer y el amor de Dios, y no
sólo como un dato casual o simplemente sociológico. En el primer caso, los otros
que viven conmigo o forman parte de mi propio Cuerpo apostólico son siempre los
convocados de Dios conmigo, un don de Dios a mi vida. En el segundo, quizá no pasen de ser una suma de sujetos más o menos aleatoria, puro accidente. ¿Cómo esperar, en tal caso, que seamos unos para otros fuente de consolación espiritual y
de aliento humano y apostólico?
No me resisto a citar aquí el pasaje de Mc 3,13-15, por el papel tan importante que le reconozco en mi vida: «Al subir a la montaña, Jesús llamó a los que
quiso, y vinieron donde él... Y los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos
a predicar con poder de echar demonios».
La vida consagrada no puede, a mi modo de ver, monopolizar este pasaje
como exclusivamente propio; más bien me inclino a pensar que toda forma de vida
cristiana puede inspirarse en él de un modo real, aunque diversificado. Por lo que a
mí toca, no he encontrado un texto que refleje tan bellamente y con tan pocas palabras lo que nos ha sucedido a nosotros, los religiosos y religiosas, y lo que estamos llamados a que nos suceda. En realidad, creo que es ahí, en los tres «momentos» que ese texto expresa, donde podemos encontrar ese «nivel más profundo» desde el que reconducir evangélicamente nuestra situación y sus paradojas.
El primer «momento», ya largamente aludido, recalca que quien llama es
Jesús; que su llamada precede a nuestro «venir junto a él». El segundo, también
citado, nos recuerda que nuestra vocación religiosa es siempre con-vocación, es
decir, que Jesús nos ha llamado a muchos para el mismo fin: estar con él y ser enviados. El tercero, que el estar junto a él, en torno suyo, es con vistas a un envío al
mundo, a una misión. Una misión caracterizada por tres datos irrenunciables: es
común, no individual; está profundamente afectada por el hecho de ser suya, no
nuestra; y de llevarla a cabo desde una espiritualidad del «estar con él». En su
punto límite, la doble finalidad de la llamada –estar con él y ser enviado– ya no es
más que una.
Entre esos tres momentos evangélicos existe un flujo tal que cualquier polarización en uno de ellos resulta nefasta. Ni siquiera una polarización en la misión
que no sea vivida por dentro como llamada y envío, y como misión de “cuerpo”, se
libra de ese peligro. Tampoco, por supuesto, una experiencia de llamada personal
o de vida comunitaria cuyo destino no sean la Iglesia y el mundo.
La vida religiosa: terapia de shock para la Iglesia
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Ese «nivel más profundo» desde el que enfrentar las paradojas actuales de la
vida religiosa no debería olvidar nunca ese triple momento evangélico. Tampoco su
vital y necesaria conexión interna.
Los religiosos hoy somos…
Timothy Radcliffe, el que fuera Maestro de la Orden de Predicadores respondía a la cuestión de la identidad de los religiosos diciendo que debemos situarnos en el contexto de una sociedad en la que mucha gente sufre una crisis de identidad. El mercado global elimina todo tipo de vocación, lo mismo si eres médico
que si eres sacerdote o conductor de autobús.
El valor de la vida religiosa consiste en que ofrece una forma de vida como
expresión del destino de todo ser humano. Pues cada ser humano descubre su identidad en la respuesta a la invitación de Dios a compartir la vida divina. Nosotros estamos llamados a ofrecer una particular y radical respuesta a esa vocación renunciando a cualquier otra identidad que pueda seducir nuestros corazones. Otras vocaciones, como el matrimonio, dan respuestas alternativas a ese destino humano.
No podemos conformarnos con una bonita definición. Necesitamos más que
eso para seguir avanzando en nuestro viaje. Cada orden o congregación religiosa
debe ofrecer el entorno necesario para sostenernos en el camino. Y, si no somos
seducidos por la sociedad de consumo, si vamos a ofrecer islas de contracultura,
entonces tendremos que trabajar mucho para construir ese entorno en el cual
nuestros hermanos y hermanas puedan florecer.
Echando un ojo a nuestras comunidades no es difícil percibir que estamos
envejeciendo, con lo cual resulta más complicada la renovación de las costumbres
y hábitos de vida. Por otra parte los enfermos son cada vez más y no deja de ser
complicado continuar respondiendo a los compromisos apostólicos. El futuro se
presenta incierto y puede también que nos inunde cierto aire pesimista. Algunas
preguntas no pueden eludirse: ¿Qué es lo importante en estos momentos? ¿Qué se
pide hoy a los religiosos? ¿Cómo vivir la vida religiosa en un contexto de indiferencia e incertidumbre?
Me gustaría dejar clara una cosa, el objetivo de la vida religiosa no es mantener el pasado. Es importante recordar las raíces para mantener vivo el carisma,
pero nadie entra en la vida religiosa para ser guardián de un museo de cera o una
colección de sellos. La vida religiosa, ese “shock del Espíritu” para que inquiete,
estimule y comunique evangelio a esta nuestra Iglesia un tanto mortecina. Las iglesias diocesanas no necesitan comunidades religiosas donde sólo se alimentan el recuerdo y la nostalgia. La vida religiosa tiene que ser para la iglesia generadora continua de vida y profetismo.
La vida religiosa: terapia de shock para la Iglesia
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Otro de los errores puede ser ejercer el papel de flotadores para impedir el
hundimiento de la vida religiosa. Limitarnos a seguir flotando con los brazos caídos,
sin rumbo ni timón, con las velas de la pasividad y la resignación y no las de la
creatividad y el profetismo que ha de impulsar la nave de la evangelización. Como
dice José A. Pagola: «Hemos de actuar movidos no por el instinto de conservación
sino por el Espíritu del Resucitado, alma de la Iglesia»15.
Por último, podemos caer en el error de pensar que el objetivo de la vida religiosa es echarse a los dados una posible acción buscando recetas concretas. La
fórmula mágica es tan secreta como la de la Coca Cola, es más, dudo que exista.
Lo único que sabemos es que las bases del futuro las estamos poniendo ahora, en el
presente con nuestra calidad de vida evangélica; la sintonía con los interrogantes
de los hombres y mujeres de hoy… La cuestión no es buscar cuanto antes la salida
de emergencia sino reflexionar, discernir e impulsar nuevas formas y caminos desde un espíritu nuevo.
La verdadera tarea de los religiosos en este momento ha de ser según Pagola:
«vivir con hondura y verdad su propio carisma, su ser de religiosos en la
hora presente. Lo que la Iglesia necesita y pide a los religiosos es que crean
en su propio carisma, que lo amen, que lo vivan con nuevo ardor, descubriendo sus nuevas exigencias, y que, desde su propio ser de religiosos, colaboren junto a los demás creyentes en el impulso de la acción evangelizadora.
No hay excusas para no vivir ahora mismo con radicalidad el carisma, sin
esperar a que cambien las circunstancias. Nuestro verdadero problema no es
el envejecimiento de las comunidades o el descenso de vocaciones sino la
mediocridad y la falta de santidad en estos tiempos de incertidumbre. Es el
momento de reavivar el fuego. La hora de despertar la determinación de ser
auténticamente religiosos. Esa ha de ser la orientación de fondo. Sólo desde
ahí podrán los religiosos poner su aportación original e insustituible en las
iglesias diocesanas. Si esto queda claro en el seno de las comunidades y en el
corazón de los religiosos, será muy fácil luego reavivar, proyectar, crear o
abrir nuevas formas y cauces de colaboración en la acción pastoral y evangelizadora»16.
CONCLUSIÓN
Las sencillas reflexiones que hemos compartido han pretendido hacernos
caer en la cuenta, acerca del panorama que nos circunda. Una Iglesia que vive en
José A. PAGOLA, Religiosos en la Iglesia al servicio del Evangelio, en Revista CONFER
40 (2001), p. 271.
16 Ibid., p. 272.
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un tiempo incierto, aquejada por una crisis institucional, que quizá tiene su punto
álgido en la crisis de fe.
La vida religiosa ha de ser una continua llamada, un aguijón, un lucernario
instalado en el corazón del evangelio. Los religiosos debemos ser esa terapia de
shock del Espíritu Santo para la Iglesia. No deleguemos nuestra función ni nuestra
responsabilidad.
Roberto SAYALERO SANZ
Chiclana de la Frontera
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