Eutanasia y sociedad - Asociación Derecho a Morir Dignamente

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Eutanasia y sociedad
Luis Sánchez de Movellán de la Riva
EL SEMANAL DIGITAL.COM
27 de octubre 2004. El acto de promover la muerte antes de lo
que sería de esperar, por motivo de compasión y ante un
sufrimiento penoso e insoportable, siempre ha sido motivo de
reflexión por parte de la sociedad. Ahora, esa discusión se
vuelve todavía más presente y más actual cuando están en
discusión los derechos individuales como consecuencia de una
amplia movilización del pensamiento de sectores organizados de
la sociedad y cuando la ciudadanía exige más derechos. Todo
ello, promovido por la aparición creciente de tratamientos y
recursos capaces de prolongar por mucho tiempo la vida de los
pacientes desahuciados, lo que puede llevar a un dilatado y
penoso proceso de morir lentamente.
La medicina actual, a medida que avanza la posibilidad de salvar
más vidas, suscita inevitablemente complejos dilemas éticos
que ocasionan mayores dificultades en orden a la concreción de
un concepto más ajustado sobre el fin de la existencia humana.
El aumento de la eficacia y la seguridad de las nuevas
modalidades terapéuticas motivan también problemas en
aspectos económicos, éticos y legales como resultado de un
empleo exagerado de tales medidas y de las posibles
indicaciones inadecuadas de su aplicación. El escenario de la
muerte y la situación del paciente terminal son las condiciones
que muestran mayores conflictos en este contexto, teniendo en
cuenta los principios, algunas veces antagónicos, de la
preservación de la vida y del alivio del sufrimiento.
De este modo, disfrazada, disminuida y deshumanizada por los
rigores de la moderna tecnología médica, la muerte va
cambiando su cara a lo largo del tiempo. Cada día que pasa, es
mayor la idea de que es posible una muerte digna; las familias
ya admiten el derecho de decidir sobre el destino de sus
enfermos insalvables y torturados por el sufrimiento físico, para
los cuales los medios terapéuticos disponibles no dan resultado.
El médico va siendo influenciado para seguir los pasos de los
moribundos y adoptar una nueva ética fundada en principios
sentimentales y preocupado por entender las dificultades del
final de la vida humana: una ética necesaria para suplir una
tecnología indispensable.
A pesar de los avances científicos, si observamos más
atentamente la realidad sociológica actual en las comunidades
de nuestro entorno cultural, vamos a comprender ciertamente la
complejidad y la profundidad del tema. Hay que dejar claro que
la realidad se presenta con una complejidad muy superior, que
dificulta la valoración de la oportunidad de la decisión a tomar.
Afirmaciones como "incurable", "proximidad de la muerte",
"perspectiva de curación", "prolongación de la vida", etc., son
posiciones muy relativas y de una referencia, en muchas
ocasiones, poco fiable. De ahí la delicadeza y la escrupulosidad
necesarias a la hora de enfrentarse con el caso concreto.
El "derecho de matar" o el "derecho de morir" siempre tuvo en
todas las épocas sus más acérrimos defensores. En la India de
antiguamente, los incurables eran ahogados en el Ganges,
después de taparles la boca y las narices con limo sagrado. Los
espartanos, nos cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas,
lanzaban desde lo alto del monte Taijeto a los recién nacidos
deformes y a los ancianos, pues "veían en sus hijos a los futuros
guerreros que, para cumplir tales condiciones, deberían
presentar las máximas condiciones de robustez y fuerza". Los
brahmanes eliminaban a los viejos enfermos y a los recién
nacidos defectuosos por considerarlos extraños e
impresentables a los intereses del grupo.
En Atenas, el Senado tenía el poder absoluto de decidir sobre la
eliminación de los viejos y de los incurables, dándoles el conium
maculatum –bebida venenosa– en rituales especiales. En la
Edad Media, se ofrecía a los guerreros heridos un puñal muy
afilado, conocido por misericordia, que les servía para evitar el
sufrimiento y la deshonra. El pulgar para abajo de los Césares
era una indulgente autorización para morir, permitiendo a los
gladiadores heridos evitar la agonía o el ultraje.
Hay también quién afirma que el gesto de los soldados romanos
cuando dan a Jesús una esponja empapada en vinagre, antes
que constituir un acto de burla y crueldad, habría sido una
manera piadosa de aliviar su sufrimiento, pues lo que le
ofrecieron, según se sabe, fue simplemente el vino de la
muerte, en una actitud de extrema compasión. Según
Dioscorides, esta sustancia producía un sueño profundo y
prolongado, durante el cual el crucificado no sentía ni los más
cruentos castigos, y por fin caía en un letargo que le conducía a
la muerte de forma insensible.
Admitida así en la Antigüedad, la eutanasia sólo fue condenada
a partir del judaísmo y del cristianismo, en cuyos principios la
vida tenía carácter sagrado. Solamente a partir del sentimiento
que encierra el derecho moderno la eutanasia tomó carácter
criminal, como protección irrecusable del más valioso de los
bienes: la vida humana. De igual forma, en los momentos más
tensos, como los conflictos internacionales, cuando todo parece
perdido, en medio de las condiciones más precarias y
excepcionales, el bien de la vida es de tal importancia que la
conciencia humana procura protegerla contra la insania, creando
reglas para impedir la práctica de crueldades irreparables. Otras
veces, la ciencia, de forma desesperada, incita a los científicos
del mundo entero a descubrir, sobre las mesas de sus
laboratorios, las soluciones y los medios para salvar la vida.
La medicina moderna tiene delante de sí un dilema: o continuar
siendo una profesión humanística y humanitaria, siendo así
respetada, o una nueva y despersonalizada ciencia, cuya
finalidad es prolongar la vida en vez de mitigar el sufrimiento
humano. Mas finalmente una cosa es cierta: si un individuo está
vivo, trátalo. Si se muere, no hay porque mantenerlo
artificialmente ligado a los aparatos. No hay media vida, ni
media muerte.
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