Nocturno de la Victoria

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NOCTURNO DE LA VICTORIA
Seudónimo: Carlos Franz
A Lisette
Trazó el óvalo del rostro sin levantar el lápiz del papel. Luego hizo los ojos, las cejas, la
nariz, la boca, las orejas, en ese orden. Buen pulso, maestro, carraspeé. Pareció no
oírme. Agrandó los ojos, alargó las pestañas, acentuó las cejas. Bebí. Un calorcito bajó
por mi garganta, quemándome las tripas. Levantó la mirada: sus ojos parecían desnudar
a la polilla del vestido rojo. Se puso a dibujar la cabellera con líneas ondeadas y
oblicuas apenas visibles. Ni el quejido lastimero de Flor Pucarina cantando Déjame
nomás, que brotaba de la rockola, ni los brindis a viva voz de los borrachitos lograban
sustraerlo de su afán. Para él solo parecía existir la polilla del vestido rojo y su espalda
desnuda y su muslo desnudo. Volví a beber. Tenía seca la garganta de tanto declamar en
parques y plazas públicas esos versos con los cuales me ganaba el pan y el trago. El
lápiz parecía un palito de fósforo en su enorme mano. Sus dedos eran como las
extremidades de una criatura regordeta. Una criatura de múltiples colores como un arco
iris. El aguarrás había resecado la piel de sus manos. Con el índice derecho difuminó las
líneas de la cabellera para dejarla blonda como el de su Marilyn. Hizo el cuello, delgado
y largo; el inicio de los senos. Volvió a mirar a la polilla. Me miró. ¿Se parecen?,
preguntó. Como dos gotas de pintura, dije. Soltó una risa estentórea. Ladeó su
sombrero. Y eso que está hecha a la diabla, dijo. Pero es perfecta, maestro. ¿Crees que
me la cambie por un polvo?, preguntó, esperanzado. Claro, maestro, ¿qué es un polvo
para ella si la estás inmortalizando? Recítate algo en honor suyo, me pidió. Abrí la boca:
La noche es una copa de mal. / Un silbo agudo / del guardia la atraviesa, cual vibrante
alfiler. / Oye, tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste, / la onda aún es negra y me hace
aún arder? Callé, bebí, fumé: el tabaco se encendió como una brasa. ¡Bravo, bravo!,
exclamó, aplaudiendo con sus manazas. ¿Es de tu inspiración? Boté el humo por boca y
nariz. Ya quisiera, dije. Las volutas de humo se perdían entre los innumerables focos de
la araña que pendía sobre nuestras cabezas. Es de Vallejo. ¿Sabes?: yo también estuve a
punto de dejar mis pobres huesos en París como el poeta. También moría de hambre y
de frío como él y no sabía ni una sola palabra en francés como para decirle a la gente le
hago un retrato a cambio de un sancochado caliente. Debe haber sido terrible, maestro.
Aja. Y lo peor es que no vendí ni un puto cuadro. Será que pinto mal o los franchutes
saben de arte, a pesar de haber tenido a Matisse, Ingres, Courbet, a ese monstruo de la
pintura que fue mi maestro Toulouse-Lautrec, menos que esa belleza, dijo, señalando a
la dueña de sus obsesiones. De puro macho lloré como cuando murió Marilyn. Faltó
poco para que me arrojara al Sena. ¿Te imaginas semejante ironía?: arrojarme al Sena
porque no tenía ni un hueso duro para la cena. Tarareé Hipocresía. Rió hasta las
lágrimas. ¡Salud por ese gusto, maestro! Dijo salud, pero solo se limitó a acariciar su
copa. Era falsa esa fama de borracho incurable que se le achacaba. Calumnias de mis
enemigos los académicos que no perdonan que yo no me arrastre como ellos por una
plaza en Bellas Artes para recién hacer realidad el sueño del taller propio y, si es con
vista al mar, mucho mejor, decía. Pobres cojudos. Para pintar, me basta mirar a mi
alrededor. ¡Me voy a arrastrar por una plaza! ¡Ni por Marilyn! Aunque por ella lo habría
soportado todo, el hambre, el frío. Garabateó su firma debajo del dibujo. La voz de Flor
Pucarina fue sustituida por el de Olga Guillot. Campanitas de cristal, dije. Canta bien,
¿no? Lo sé, dijo, aunque mis preferencias musicales son otras: Beethoven, Bach,
Tchaikovsky. ¿Has escuchado Capricho italiano, La pasión según san Mateo, Claro de
luna! No, maestro. Escúchalos y verás que el resto es mierda. ¿Qué decirle? Bebí, fumé.
Las polillas se llevaban a los borrachitos para bailar con ellos, les ofrecían sus caricias.
Los ojos de la del vestido rojo se paseaban entre los parroquianos como mariposas
Víctor se acomodó el sombrero, ajustó su corbata, esbozó una sonrisa. La polilla lo miró
con desdén. Quizá ignoraba quién era el maestro, o su belleza, de entre todas era la más
hermosa, le permitía darse ese lujo. Incluso se atrevió a pasar tan cerca de nosotros que
las copas y la botella tintinearon y la fragancia a rosas que emanaba de su cuerpo se
metió por nuestras narices, embriagándonos. Se llevó a un borrachito de la mesa del
costado delgado como un alfiler y con cara de tuberculoso. No sabe lo que es el arte,
dije. De mi mano aprenderá, así como Ivette, Nancy y Elizabeth, dijo. Así será, maestro.
¿No tienes otro poemita? Bebí para aclararme la garganta. Abrí la boca: Esta tarde
llueve, como nunca; y no / tengo ganas de vivir, corazón. /Esta tarde es dulce. Por qué
ha de ser? / Viste gracia y pena; viste de mujer. Vallejo, dije. Suena a bolero cantinero.
Aja. Con esa labia, tendría a esa mujercita sometida a mi voluntad. ¿Con tan poco te
conformas, maestro, después de Marilyn? A veces me pasa eso: me obsesiono de quien
no debo, dijo, mientras volvía a hacer garabatos en su libretita. Tú que has estado por
otros lares, habrás tenido la oportunidad de cabalgar potrancas de pura sangre, ¿verdad?
Rió. Eso es lo que cree todo el mundo, dijo, sin dejar de garabatear. ¿Me creerías si te
dijera que durante ese mal viaje por el viejo mundo no me tiré ni un miserable polvo?
¿Tan feas son las españolas y las francesas o le eres fiel a manuela? No, no, al contrario,
pero, si no tenía ni para el té, menos iba a tener para un polvo. Cuando el hambre
aprieta, ni la vaina funciona. Soltó una carcajada. Donde sí la pasé bastante bien fue en
Argentina pero, ¿sabes?: las gauchas son más insípidas que un pan con palta sin sal.
Para polvos, las del Cinco y Medio, las de la Nene, las de Huatica. ¡Salud por nuestras
mujeres! ¡Salud! Se llevó la copa a los labios, le dio un beso y continuó garabateando
líneas en todas direcciones. ¿Cuántos años le echas? Le di una ojeada a la polilla que lo
tenía loco: veintidós, veintitrés añitos, calculé. Tan tierna y ya en el infierno. Como
nosotros. Aja. ¿Qué te parece?, preguntó, empujando su libretita hacia mi lado. De las
líneas confusas había brotado un arlequín bailando con la polilla del vestido rojo. Una
de las manos enguantadas del arlequín estaba puesta en la espalda desnuda de la mujer y
la otra en sus nalgas. Reí. Si lo ve, va a pensar que estás loco. Loco de amor por ella.
¿Crees que sea imposible?, preguntó, con el rostro sombrío. No creo. Escucha: Íbamos a
vivir toda la vida juntos. /Íbamos a morir toda la muerte juntos. / Adiós. / Adiós quiere
decir ya no mirarse nunca, / reírse de otras cosas, vivir entre otras gentes. Mujeres
imposibles, solo en los poemas y en los boleros, maestro. Carajo, no me hagas llorar que
ya no tengo lágrimas desde la muerte de mi amada Marilyn, dijo. ¿Es de tu inspiración?
Le iba a decir que eran versos de Manuel Scorza pero preferí mentirle. Para mí que ella
termina en tus brazos y no en los míos, dijo. Le puso un par de cuernos al arlequín. Rió
con estruendo. Un grupo de hinchas del Alianza Lima ingresó ruidosamente agitando
sus camisetas blanquiazules, celebrando el reciente triunfo del equipo grone sobre su
eterno rival por la mínima diferencia. Clásicos, los de mis tiempos, dijo Víctor. Nadie
como Manguera Villanueva o el gran Lolo Fernández, para no menospreciar al rival.
¿Sabías que en una oportunidad Lolo metió semejante cañonazo que por poco se tumba
a Manco Cápac? No, maestro. Pues ahora lo sabes. Debe haber sido algo espectacular.
Lo fue. Imagínate un pelotazo desde Matute hasta aquí. ¡Salud por ese gusto, maestro!
Levanté mi copa, levantó la suya, las chocamos. Solo yo bebí. Víctor devolvió la copa a
su lugar. ¿Siempre has sido abstemio? No, dijo. Antes chupaba hasta aguarrás. Ahora
solo me conformo con el néctar que mana de las féminas. Bendito licor. ¡Salud por ese
gusto, maestro! Brindamos de nuevo. Hablando de mujeres, ella te está mirando,
susurró. Sospecho que serás su próxima víctima. Volví el rostro para mirar a la polilla
de rojo: me sonrió a la distancia. Hice lo mismo. Palabréale bonito por mí, me pidió. Lo
haré, maestro, le dije, no te preocupes. No te olvides de darle la dirección del taller:
hotel Lima 283, a unas cuantas cuadras de aquí nomás. No lo olvidaré. El aroma a rosas
de nuevo, embriagándonos. Una mano de porcelana, unos dedos delgados, finos, un
anillo de oro, las uñas largas, puntiagudas, pintadas de rojo intenso. El muslo en todo su
esplendor a través del corte del vestido. Volteó la copa de Víctor como por casualidad.
Ay, perdón, dijo, con la voz meliflua. El líquido ámbar manchó la libretita, empezó a
diluir el dibujo que la mujer ni miró. ¿Bailamos, guapo? Miré a Víctor: me hizo un
movimiento de asentimiento casi imperceptible. Tomé la mano que se me ofrecía.
Estaba tibia y húmeda. Nos abrimos paso entre las mesas llenas de borrachos que
miraban con ojos lascivos a la chica, que le decían frases obscenas. La espalda desnuda
como un vasto desierto, la hendidura de la columna vertebral, el trasero abundante,
redondo. El cabello derramándose como una lluvia dorada. Las voces de Los Panchos
interpretando Solamente una vez. Puse una mano sobre su hombro y la otra en su
cintura. Sentí arder su piel bajo mis manos. Los cuerpos moviéndose al vaivén de la
música como una barca sobre las olas. La cara bonita, los ojos verdes e inmensos, la
boca de fresa. Medio loco tu compañero de juerga, ¿no? Su aliento tibio abrasándome el
rostro. ¿Quién, el pintor? ¿Es pintor? Aja. ¿No lo conoces? No, ¿quién será? ¿Qué pinta,
casas? Cuadros. La risita aguda, chillona, los senos agitándose, saltando. Pintor como
Picasso, Dalí, Leonardo da Vinci. ¡Pintor! No me hagas reír así que me hago pis. Qué va
a ser pintor el cara de sapo ese. Lo es. Y tú eres su musa. Te quiere pintar. ¿Estás loco o
qué, ah? Es que le recuerdas a Marilyn, su ex. ¿Qué Marilyn? Monroe. ¿Marilyn
Monroe, la actriz? Aja. Se dobló de la risa. Oye, tú estás más chiflado que el cara de
sapo ese. ¿Sabes?: no quiero perder mi tiempo ni que lo pierdas tú. ¿Tienes para pagarte
un polvo? Metí la mano a uno de mis bolsillos, saqué el puñado de monedas y billetes
que había juntado durante todo el día y los puse en su escote. Ahí tienes para más de un
polvo, le dije. Víctor no pide mucho... Soltó una carcajada que atrajo todas las miradas.
La música había cesado. Arrojó el dinero que había puesto en su escote. Dile a tu amigo
que vaya a buscar a su Marilyn, chilló. A mí que no me joda, ¿ya? Mujerzuela, le
espeté, dándome la media vuelta. Víctor me esperaba de pie. Salimos a la noche
victoriana. Era una noche cálida, de luna llena. Allí estaba el inca, apuntándonos con su
dedo acusador. Echamos a andar en dirección a La Parada. Me cansééé de rogarleee, /
me cansééé de decirleee / que yo sin ella de pena muerooo, empecé a cantar. Víctor
continuó la siguiente estrofa: Ya no quiso escucharme, / si sus labios se abrieron / fue
pa' decirme ya no te quierooo. El ladrido de un perro cortó la noche como un cuchillo.
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