Unión Europea. - El chantaje de la deuda en Europa

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Unión Europea. - El chantaje de la deuda en Europa
Jesús Rodríguez Barrio
02/02/2012
[Este artículo es una versión ampliada de otro que ha sido publicado, con el mismo
título, en la versión impresa del periódico Diagonal con fecha 19 /01/2012].
1.- El Escenario
El día 1 de enero del año 2002 entró en vigor el euro, como moneda única común, en un
conjunto de países que renunciaban a su soberanía monetaria y la transmitían a una
institución de la Unión Europea (El Banco Central Europeo).
Aparentemente, el cambio fundamental consistía en el hecho de que los precios dentro de la
unión monetaria (zona euro) serían denominados a partir de ese momento en una unidad
de cuenta común, por lo cual los gobiernos nacionales renunciaban a su política de tipos de
cambio.
Eso sería todo según el enfoque clásico-monetarista, según el cual el dinero es (o debe ser)
neutral en la economía y no interviene en los fenómenos de la economía real, limitándose a
producir inflación o deflación (cuando su cantidad es excesiva o insuficiente en relación al
producto).
Y eso fue lo que se vendió a la ciudadanía cuando los países ratificaron los tratados de la
unión monetaria.
Pero ya hace mucho tiempo que sabemos (y lo saben, por supuesto, incluso los economistas
más neoliberales) que el dinero es mucho más que eso: es también un activo financiero (un
depósito de valor) que sirve como garantía última de todos los demás activos financieros del
sistema, incluida la deuda pública que emiten los estados cuando necesitan tomar dinero
prestado para hacer frente al déficit público (exceso del gasto público sobre los ingresos
públicos corrientes). Quien dispone de la capacidad para crear dinero legal, dispone también
de la capacidad para garantizar el pago de las deudas.
Esto significa que la creación del euro como moneda única supuso una enorme transferencia
de poder financiero desde los gobiernos nacionales (elegidos democráticamente por la
ciudadanía de sus países, al menos en teoría) hacia una institución supranacional, el Banco
Central Europeo (BCE) gobernado por tecnócratas, extraídos directamente de los grandes
negocios financieros y representantes directos de estos mismos intereses. Una institución
cuyos gobernantes, nombrados por los grandes poderes económicos, escapan al control
democrático de la ciudadanía europea.
Esta transferencia de poder fue reforzada por el Tratado de Lisboa (en su artículo 123) al
prohibir expresamente que la emisión de la nueva moneda común se utilizase, ni siquiera en
caso de emergencia, para financiar el déficit público o garantizar los pagos de cualquiera de
los países integrantes de la Unión Monetaria. La financiación del BCE (incluida la realizada
mediante la creación de nuevo dinero) solo podría ir destinada a facilitar liquidez (el dinero
es el único activo plenamente líquido) a la banca privada para que esta, a través del libre
mercado financiero, financiase la producción y el intercambio de mercancías y comprase la
deuda pública de los estados de la unión monetaria. Los estados que necesitasen emitir
deuda pública para financiar su déficit deberían venderla en los mercados financieros porque
el BCE (a diferencia de los antiguos bancos centrales nacionales) en ningún caso compraría
deuda pública de nueva emisión a cualquier estado de la unión monetaria.
El argumento que se utilizó para defender toda la arquitectura que debía soportar la nueva
moneda fue que de esta forma (con un banco central autónomo y totalmente independiente
de los estados) se evitaba el riesgo de que la financiación directa de la deuda por el BCE
diera lugar a una hiperinflación como la que la que sufrió la Europa Central entre las dos
guerras mundiales (1).
En la práctica, esto significó un golpe de estado financiero en toda regla, por el cual un
poder fundamental del estado, la creación de dinero como activo de reserva y garantía de
las deudas, fue transferido a las élites financieras multinacionales al margen de los
gobiernos democráticamente elegidos (2).
Un poder que, al menos en teoría, debía ser utilizado para defender intereses sociales fue
privatizado, como un anticipo de todo lo que estaba por venir.
Lo que estaba por venir empezamos a descubrirlo cuando estalló la crisis financiera a finales
del año 2008.
Entonces empezamos a saber lo que significaba la expresión facilitar liquidez a la banca
privada como principal finalidad del BCE.
Significaba, en primer lugar, comprar la basura financiera tóxica en manos de la banca
privada (carente por completo de valor) mediante dinero de nueva emisión.
A pesar del carácter masivo de la intervención, eso no produjo la tan temida inflación: en la
práctica no añadió nuevo dinero a la circulación. Significó, únicamente, que el nuevo dinero
sustituyó, como reservas bancarias, a los activos tóxicos carentes de valor. Es decir: sirvió
para garantizar las deudas financieras de la banca privada que, dentro de la unión
monetaria europea, parecen ser las únicas totalmente garantizadas.
En segundo lugar, y hasta hoy, ha venido significando la apertura de una línea de crédito
preferente a muy bajo interés (el 1%) por la que la banca privada europea puede tomar
dinero prestado del BCE, prácticamente de forma ilimitada tanto en la cuantía como en el
tiempo. Esta expansión monetaria a través de la banca privada tampoco ha provocado
inflación porque para ello debería haber sido utilizada para expansionar el crédito con
destino a la industria y el comercio (creación de dinero bancario) lo cual habría revertido en
un aumento de la demanda agregada de bienes y servicios. Pero ha sido utilizada para una
actividad mucho más rentable: la especulación financiera sobre la deuda soberana de los
estados europeos, particularmente de aquellos más necesitados de financiación, apostando
a la baja (en perfecta sintonía con las agencias de rating) sobre los precios de la deuda ante
cada nueva emisión (es decir: elevando el tipo de interés real) con la expectativa de vender
al alza posteriormente.
Esta expectativa ha sido garantizada por el BCE comprando esta deuda en los mercados
secundarios para sostener su precio cuando su pérdida de valor lo ha hecho necesario. Pero,
en contra de la propaganda oficial, no lo ha hecho para defender la deuda de los países en
dificultades financieras sino para asegurar los balances de la gran banca europea,
principalmente alemana y francesa, frente a la pérdida de valor de la deuda. Es decir: una
vez más para facilitar liquidez (dinero legal) a los especuladores, en este caso a cambio de
la deuda soberana de dudosa solvencia.
El caso extremo ha sido el caso de la deuda griega, en el cual se ha retrasado la quita
(restructuración a la baja del valor capital de los bonos) para dar tiempo a que el BCE
comprase los títulos de la deuda griega acumulados por los grandes bancos europeos: una
vez más, la pérdida de capital de los especuladores ha sido socializada por las instituciones
financieras supuestamente públicas.
Es imposible imaginar una maquinaria más perfecta al servicio del capital financiero: el
mismo BCE, que no puede garantizar la deuda soberana de los estados en crisis, facilita
financiación casi regalada a los especuladores para comprarla y garantiza la reventa en el
mercado secundario para asegurar sus ganancias.
2.- El chantaje
Hay una frase que resume perfectamente el significado de la deuda pública dentro del
capitalismo: la compra de deuda pública es un sistema por el cual los ricos prestan al estado
el dinero que no han pagado en forma de impuestos.
En realidad el fenómeno del déficit y el endeudamiento público no ha sido consecuencia, tan
solo, de la crisis económica ni se ha limitado de forma exclusiva a los países periféricos de la
zona euro. El problema hunde sus raíces en la fiscalidad neoliberal, que provocó importantes
rebajas en la presión fiscal sobre las rentas más altas y redujo especialmente los impuestos
directos sobre las rentas del capital.
La mayoría de los países desarrollados, dentro y fuera de Europa, habían visto aumentar su
endeudamiento antes del estallido de la crisis. Pero la crisis agravó el problema del déficit
público por el descenso de la recaudación fiscal y el aumento del gasto, en parte por los
estabilizadores automáticos (como el seguro de desempleo) y en parte por la acción
voluntaria de los estados que asumieron (en algunos casos de forma importante) los costes
de la crisis financiera y pusieron en marcha planes de inversión pública para crear empleo.
Los países periféricos de la zona euro (los llamados países PIIGS: Portugal, Irlanda, Italia,
Grecia y España) sufrieron de forma especial el problema porque su estructura fiscal
(basada en gran parte en la imposición indirecta) era mucho más vulnerable ante el
descenso de la actividad económica, a pesar de que en algunos casos (como Irlanda y
España) presentaban presupuestos equilibrados al comienzo de la crisis.
A lo largo de los años 2009 y 2010, el déficit y el endeudamiento aumentaron de forma
imparable dentro de estos países y empezaron a crecer las dificultades para colocar su
deuda en los mercados financieros. Primero Grecia, Irlanda y Portugal, y posteriormente
España e Italia, se enfrentaron al hecho de que las sucesivas emisiones de deuda debían
venderse a un precio cada vez menor (en descuento sobre su valor nominal) o, lo que es lo
mismo, la financiación se obtenía a un tipo de interés efectivo cada vez más alto.
Ello no fue consecuencia, tan solo, de su excesivo endeudamiento. En algunos casos (como
España) el ratio de la deuda sobre el PIB era (y sigue siendo aun hoy) menor que en alguno
de los países considerados solventes de la zona euro (particularmente, Alemania y Francia)
y está muy por debajo del que tienen algunas economías que han conservado su soberanía
monetaria, como Gran Bretaña, USA y Japón, que, a pesar de ello, no han tenido
dificultades para colocar sus emisiones de deuda a tipos de interés relativamente
moderados en comparación con los que pagan los países periféricos de la zona euro.
El endeudamiento público no es un problema especialmente grave en estos países en
comparación con el problema general de la crisis económica: es un problema pero no es el
problema fundamental, ni es percibido así por la mayoría de la población, a pesar de su
utilización por los sectores más conservadores y neoliberales como justificación para los
recortes sociales. El intento de crear artificialmente un problema de solvencia financiera
mediante el techo de la deuda en Estados Unidos fracasó de forma estrepitosa, como se
pudo ver claramente en la subida de su cotización al día siguiente de su recalificación a la
baja: no es creíble que un país con soberanía monetaria real pueda tener problemas para
hacer frente a sus pagos.
El motivo por el cual el endeudamiento público se ha convertido en el problema
fundamental de la crisis económico-financiera dentro de la zona euro ha sido la conjunción
de dos factores:
El factor objetivo: La pésima arquitectura del sistema monetario europeo, destinada
exclusivamente a crear un paraíso para la especulación financiera y que ni siquiera garantiza
la supervivencia futura de la unión monetaria como un espacio económico unificado.
Los estados de la zona euro deben hacer frente a una profunda crisis económica sin
moneda propia y solo pueden modificar su relación real de intercambio mediante costosos y
lentos ajustes del nivel general de precios. Pero, por encima de todo, carecen de capacidad
para garantizar sus pagos mediante la emisión de nuevo dinero.
Un error en el que caen muchos analistas, incluidos algunos de la izquierda económica, es
minimizar la importancia de este factor por considerar inviable (debido a su carácter
inflacionista y devaluatorio) la compra ilimitada de deuda por el banco central. Pero la
evidencia actual de los países con soberanía monetaria (igual que toda la historia
económica) demuestra que la simple existencia de esta garantía hace innecesaria su
ejecución como práctica general, limitando su papel únicamente a intervenciones puntuales.
La deuda pública de un país con soberanía monetaria es fiable, siempre que su economía no
esté excesivamente deteriorada. No tiene riesgo de impago y solo existe el riesgo de
liquidez en el caso de los bonos a largo plazo.
Pero los estados de la zona euro no solo carecen de soberanía monetaria: carecen también
de la garantía y la protección de un estado supranacional con soberanía, capaz de trasladar
flujos fiscales entre sus regiones o estados miembros para corregir los desequilibrios
económicos. El BCE no es el banco central de un estado federal, como si lo es la Reserva
Federal en USA.
Es el peor de los escenarios posibles para las finanzas públicas: los estados de la zona euro
son las regiones de un estado que no existe.
Los intentos de hacer frente al problema de la deuda en Europa mediante fondos de
estabilidad y rescate han fracasado estrepitosamente y han demostrado su completa
inutilidad. Cada nuevo fondo, cada vez mayor, que se ha ido constituyendo con estos fines
ha sido devorado en pocas semanas (a veces, días) sirviendo, únicamente, para continuar
alimentando la maquinaria especulativa europea.
La evidencia demuestra que ningún fondo es lo suficiente grande para garantizar la deuda
soberana en la zona euro si no está respaldado por un banco emisor. No ha servido, ni tan
siquiera, para evitar la restructuración de la deuda griega, el más pequeño de los países
afectados por la crisis de la deuda. Es imposible imaginar el tamaño del fondo que sería
necesario para rescatar a países como España o Italia ante un agravamiento de su crisis
financiera.
Ningún país de la zona euro (ni siquiera la poderosa Alemania) es suficientemente grande o
solvente para considerar que su deuda está exenta del riesgo de contagio en el problema de
la deuda europea. Y la constitución de fondos de rescate, alimentados con los presupuestos
nacionales, amenaza con extender la contaminación a la deuda de todos los países (Bélgica
y Francia ya han recibido avisos por parte de los mercados financieros).
Puede que incluso asistamos a un fenómeno, aparentemente positivo, pero intrínsecamente
perverso: la disminución de la prima de riesgo de España e Italia debida, no a una mejora
en la valoración de su deuda, sino a un empeoramiento de la valoración de los bonos
alemanes a largo plazo que son la referencia para estimarla.
Ante este panorama catastrófico para el euro y las finanzas europeas, la única política
defendida hasta ahora por las élites dirigentes del capitalismo europeo ha sido la reducción
del déficit mediante los llamados Planes de Austeridad que consisten, básicamente, en el
recorte del gasto público y especialmente de sus componentes destinados a sostener los
gastos sociales: sanidad, educación, pensiones, desempleo....., es decir: todo lo que
siempre hemos agrupado en la expresión Estado del Bienestar y que en otro tiempo (ya
muy lejano) formó la base de la filosofía social de la socialdemocracia europea, hoy
plenamente convertida a la religión neoliberal. Esto nos conduce directamente al segundo
factor, imprescindible, para explicar la crisis de la deuda europea:
El factor subjetivo: Como dijo Rahm Emanuel (un alto cargo de la administración Obama)
“Una crisis es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar”.
En España también tenemos un dicho que es perfectamente aplicable a este caso: “No hay
mal que por bien no venga”.
Así lo ha entendido, exactamente, la oligarquía financiera europea: la crisis de la deuda no
es solo un grave problema que pone en riesgo la supervivencia de la moneda única. Es
también la gran ocasión para poner en práctica todo aquello con lo que siempre habían
soñado: el desmantelamiento del Estado del Bienestar en la Unión Europea, reduciendo sus
prestaciones al nivel de la beneficencia para indigentes.
Un estado disminuido permitirá, también, impuestos disminuidos sobre las grandes fortunas.
El empleo público deberá ser privatizado y externalizado al igual que cualquier actividad del
estado o servicio público susceptible de producir beneficios. Todos los salarios, públicos y
privados, deberán ser reducidos para aumentar la competitividad de la economía, lo cual se
conseguirá mediante reformas laborales que privarán a los trabajadores de los derechos
conseguidos mediante la lucha y el sacrificio de muchos años.
Es evidente que esta política de reducción del gasto deprimirá la demanda interior y toda la
actividad económica, por lo cual no sabemos quien comprará las nuevas mercancías
producidas a esos precios más competitivos. A pesar de toda la palabrería sobre el aumento
del empleo mediante los recortes de derechos y salarios, es evidente que eso no sucederá:
solo podría tener efecto si esta práctica fuera limitada a un solo país (o a un área económica
limitada) actuando mediante el aumento de las exportaciones. Pero es muy improbable que
ello suceda porque esta política es la que se propone, y se va a intentar aplicar, en toda la
Unión Europea y especialmente en los países afectados por la crisis financiera. Y Keynes ya
demostró teóricamente hace muchos años (y la evidencia económica lo ha corroborado) que
una reducción general de salarios nunca producirá, por si sola, un aumento del empleo;
porque no puede producir el aumento de la demanda efectiva imprescindible para que el
producto sea comprado.
En consecuencia, el efecto económico de los planes de austeridad será una depresión
económica profunda y el efecto sobre el bienestar social será desastroso.
Ya lo estamos viendo. Como también es claro, y la evidencia lo está demostrando, que la
mayor parte de la reducción del gasto será devorada por la reducción de ingresos fiscales
como consecuencia de la depresión. En consecuencia, la reducción del déficit será dudosa. Y
tampoco se solucionará el problema de la deuda soberana, ni siquiera recurriendo a nuevas
y masivas inyecciones de liquidez, como la realizada en diciembre por el BCE, que ha
significado un nuevo regalo para la maquinaria especulativa europea cuyos supuestos
efectos positivos se han evaporado en muy pocos días.
Es evidente que la ciudadanía se resistirá a aceptar esta nueva forma de esclavitud
económica, impuesta por la oligarquía financiera europea. Pero aquí entra en escena un
instrumento adicional: el chantaje y el terror ejercidos sobre la población a través del miedo
al endeudamiento catastrófico y la quiebra del estado.
La crisis de la deuda europea no es el producto exclusivo de una conspiración, pero sería
inexplicable sin la existencia de una voluntad política deliberada que pretende utilizarla
como una nueva forma chantaje y terrorismo económico al servicio de las políticas más
conservadoras. El miedo y el estado de shock, utilizados de forma tan eficiente en anteriores
ocasiones vuelve a ser, una vez más, la herramienta perfecta para paralizar a la población
ante esta guerra de clases generalizada que ha emprendido la oligarquía europea en contra
de los asalariados.
Los acuerdos impuestos por Alemania en la reunión del 9 de diciembre pasado son una
declaración de guerra social en toda regla contra los asalariados, pero también representan
una apuesta muy arriesgada por parte de la élite financiera europea.
La oligarquía financiera sabe que la supervivencia del euro y el sistema monetario europeo
es vital para sus proyectos económicos de futuro, y sabe también que el problema de la
deuda soberana europea es insoluble a medio y largo plazo sin redefinir el papel del Banco
Central Europeo.
Pero ha renunciado a hacerlo, al menos por ahora, porque ello le privaría de la herramienta
fundamental para implantar sus planes de austeridad y esclavitud económica: el chantaje de
la deuda soberana, la nueva arma utilizada en la lucha de clases para la destrucción masiva
de los derechos sociales.
Jesús Rodríguez Barrio es profesor de Análisis Económico en la UNED, en Madrid
Notas
1/ Semejante paralelismo constituye una enorme falacia histórica, puesto que está
perfectamente documentado que las masivas emisiones de marcos que realizó la República
de Weimar a principios de los años 20 no fueron destinadas a financiar el gasto inflacionista
en servicios sociales sino a la compra de moneda extranjera para hacer frente a las
reparaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles.
2/ El carácter “democrático” de los gobiernos europeos está cada vez más en tela de juicio
con la imposición, como gobernantes en varios países, de los representantes directos del
capital financiero.
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