El libro de los relatos perdidos de Bambert; Jung Reindhardt

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Reinhardt JUNG.- EL LIBRO DE LOS RELATOS PERDIDOS DE BAMBERT. Edic. Vicens Vives.
Bambert.
Es un hombre muy bajito al que le duelen todos sus huesos, consecuencia de las múltiples operaciones que le
habÃ−an hecho en su infancia para corregir el “raquitismo” que padecÃ−a. Era un gran escritor, aunque
jamás habÃ−a permitido que nadie leyese sus cuentos.
Cuando murieron sus padres, Bambert reformó la casa; la planta baja se la dejó a Blümcke, donde
tenÃ−a una tienda una tienda; la planta superior y el desván los habilitó y preparó para él, con todo lo
necesario, incluso con montacargas y raÃ−les en la escalera para una silla electromecánica.
LeÃ−a la prensa, pero no veÃ−a la TV, pues le tenÃ−a verdadero pánico a las imágenes que se sucedÃ−an
velozmente.
Los relatos que escribÃ−a lo hacÃ−a en un grueso libro que tituló “Libro de los deseos”. Un dÃ−a, hojeando
el libro, se dio cuenta de que solo quedaba espacio para un relato más, por lo que pensó que deberÃ−a ser
especial. Como sus relatos no los leÃ−a nadie, decidió liberarlos y que cada uno de ellos encontrase su
marco apropiado: una ciudad, una playa… Encargó a Blümcke que le consiguiese “cuanto antes once
globos chinos de aire caliente, de papel de seda, de esos que llevan una candelita debajo y vuelan muy lejos”.
Mientras esperaba el pedido escribió una carta que pensaba adjuntar a cada uno de los cuentos cuando
echaran a volar, explicando que cuando los relatos encontrasen su sitio apropiado, su escenario, quien los
encontrase se los devolviera y le informara del lugar en que los habÃ−an hallado.
Recibidos los globos esperó a que llegaran las noches frÃ−as, y luego echó los once relatos a volar,
elevándose lentamente hacia el cielo. ¡Nunca se habÃ−a sentido tan feliz! Pasó mucho tiempo y Bambert
no tenÃ−a noticias, por lo que pensó también que habÃ−a sido estúpido haber confiado sus relatos al
viento, y poco a poco el “Libro de los deseos” se fue convirtiendo en el “Libro de los relatos perdidos”.
Un dÃ−a descubrió en el interior del montacargas un sobre; los sellos pertenecÃ−an a un paÃ−s extranjero,
de la bahÃ−a de Donegal, en Irlanda. El relato que encontró ese escenario era el de “El ojo en el mar”.
El ojo en el mar.
Un muchacho que vive en la costa occidental (Oeste) de Irlanda, cuando la marea está baja, acompaña a su
padre, que se ha quedado en paro, a la playa, en busca de todo lo que las olas empujan hasta la arena, para
venderlo y lograr salir adelante.
Una mañana el muchacho no encuentra nada, y cuando va a regresar, divisa un gran bulto en las aguas
menos profundas; corre hasta él, y pensando que es una enorme peña, oye un profundo suspiro.
Examinando la roca descubre el ojo, abierto de par en par, al que echa agua que recoge con sus manos para
protegerlo del viento seco que sopla desde la arena.
“¿De dónde vienes? ¿Quién te ha traÃ−do hasta aquÃ−?, pregunta el muchacho.
La roca, en voz muy baja, dice: “He estado buscándote durante mucho tiempo…? ¿Es que no recuerdas lo
que ocurrió hace cien años cuando era pequeña como tú?
No; responde el muchacho.
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La ballena le cuenta que unas algas invisibles la arrastraron hasta allÃ−, y allÃ− fue golpeada con arpones,
hiriéndola, hasta que por la noche, unos niños como él, la acariciaron, le cortaron las algas invisibles y
le enseñaron el camino para salir de aquella laguna cuando vieron que aparecÃ−an los mayores con
intenciones de matarla. Desde entonces no he dejado de buscarte; tú sigues igual que entonces, yo he
envejecido; dijo la ballena, que querÃ−a volver a verlo para darle las gracias y despedirse de él.
“Debo estar soñando”, dice el muchacho.
La marea comienza a subir; el ojo de la roca ya se ha sumergido en el mar, libre de todo peligro.
Cuando llega a casa, el padre le pregunta si ha visto la ballena, que según dicen, ha quedado embarrancada
en la bahÃ−a de Donegal.
El padre le cuenta que hacÃ−a cien años que no se veÃ−a una ballena por allÃ−, desde que una ballena
joven habÃ−a quedado atrapada en una red y los pescadores la habÃ−an arrastrado hasta la laguna, para
matarla y hervir su grasa para fabricar aceite para las lámparas, pero unos niños se habÃ−an compadecido
de ella, y cuando llegó la noche la ayudaron a escapar. El bisabuelo del niño lo contaba muy a menudo,
pues por ser tan compasivo le habÃ−an dado una buena zurra.
El muchacho se dio cuenta de que no era un sueño, cuando su padre se lo cuenta y le dice que si no lo cree
que consulte el archivo parroquial.
El padre le dice que si ha encontrado algo que puedan vender.
El muchacho le dice que no, y guardó silencio.
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Bambert coloca en una carpeta vacÃ−a el manuscrito de “El ojo en el mar”, con la esperanza de que los diez
relatos restantes regresen a sus manos.
Una semana después recibe el segundo relato, que Blümcke le sube personalmente. Tras examinar la
carta, procedente de España, ve el remite, que reza: “MarÃ−a González Oliva, calle del Palacio Moro,
Córdoba”.
Alisando con sus manos el manuscrito, escribe en el espacio reservado para el escenario de la historia:
“Córdoba”, añadiendo “Guadalquivir”, y diciendo que el relato se titularÃ−a “La princesa de Córdoba”.
La princesa de Córdoba.
En el siglo X, el califa de Córdoba tenÃ−a una hija tan sabia como hermosa; según las costumbres, cuando
llegó a la adolescencia el califa decidió casarla. La joven princesa no estaba por la labor, no querÃ−a
contraer matrimonio con alguien al que no quisiese, por lo que impuso una condición: solo se casarÃ−a con
el pretendiente que, como dote, le ofreciera la llave de la verdad.
Muchos fueron los pretendientes: el conde de Valpolicella, que le ofreció a la princesa un tonel de vino, pues
sólo los borrachos dicen la verdad; pero la princesa, tras hacerle beber el tonel, lo rechazó. Luego llegó el
prÃ−ncipe heredero de Bután, desde el Himalaya a lomos de un elefante, que le ofreció un pesado cofre
lleno de oro; la princesa, ante el asombro de los ministros y consejeros, también lo rechazó. En tercer
lugar se presenta PolÃ−crates, prÃ−ncipe heredero del tirano de Samos e Icaria, quien le presenta, tapado con
un lienzo, un cesto de mimbre repleto de serpientes venenosas, quien ante el asombro y susto de los ministros
y consejeros, explica a la princesa que el miedo es la llave de la verdad. La princesa lo rechaza también,
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comentando que el poder del Amor aún es mayor que todo cuanto le han presentado. El resto de
pretendientes desapareció, unos desalentados por la riqueza del prÃ−ncipe heredero de Bután, y otros por
miedo a PolÃ−crates, aunque la mayorÃ−a se habÃ−a marchado al percatarse de la sabidurÃ−a de la
princesa.
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Bambert se sorprendió a sÃ− mismo, y soñó que él podÃ−a más que todo eso, que la princesa le
recibÃ−a gentilmente y le agradecÃ−a que, en su cuento, la hubiera salvado de la afición al vino del conde
Valpolicella, del orgullo del prÃ−ncipe heredero de Bután y de la frialdad de PolÃ−crates.
Tras recibir un abrazo y un beso lleno de ternura de la princesa, Bambert despertó.
Blümcke aparece con otra carta, cuyo remitente le descifra a Bambert el propio Blümcke, que habÃ−a
aprendido ruso cuando era niño en la zona ocupada por los rusos: “Andrei Korchunov, Secretario de Cultura
del Ministerio de Educación y Literatura, Kremlin, Moscú, Rusia”.
Bambert abrió el sobre y encontró el cuento de “La luz errante”.
La luz errante.
Antiguamente Rusia era gobernada por los zares, que vivÃ−an en el Palacio del Kremlin en Moscú, capital
del paÃ−s. Algunos zares eran bondadosos, otros eran tiránicos. Los zares tiránicos persiguieron sin piedad
a los escritores, encarcelando en el calabozo que se encontraba bajo el empedrado de un patio interior del
Kremlin a los que no cantaban las alabanzas del zar y se limitaban a escribir cuentos de hadas, mientras que a
los poetas que contaban la verdad sobre los zares, se les decapitaba.
En la mazmorra, en medio de una obscuridad total, vivÃ−an a pan y agua, y tan solo una vez al dÃ−a, cuando
el sol alcanzaba su punto más alto, entraba por un agujero del techo un rayo de luz que, durante escasos
minutos, iluminaba el calabozo.
Un dÃ−a, cuando el rayo de sol iluminó el calabozo, los presos vieron a un niño que escribÃ−a en un
diario; pensaron que era una alucinación, hasta que un preso, tras un largo silencio, dijo: “Vosotros
también habéis visto al crÃ−o, ¿verdad?”.
¡Soltad al niño!, gritaron.
Los guardias dijeron que allÃ− no habÃ−a ningún niño, y éste permaneció en silencio.
Cuando al dÃ−a siguiente el rayo iluminó de nuevo el calabozo, el niño volvió a aparecer, y les dijo a los
presos que en su diario contaba la historia de nuestra evasión: “Todos huiremos en este rayo de sol. Nos
iluminará y nos guiará...”.
Algunos lloraban, pues no querÃ−an estropear la belleza del cuento.
Al dÃ−a siguiente, cuando el rayo de sol entró en la celda, el niño se puso a gritar: “¡Guardias!
¡Traición! ¡Un motÃ−n! Los guardias acudieron con sus antorchas, y uno de ellos cogió el diario y se
puso a leer, mientras los escritores y el niño salÃ−an y cerraban la puerta de la celda dejando encerrados a
los guardias.
Pasaron dos dÃ−as hasta que en el Kremlin echaron de menos a los guardias, que luego fueron despedidos. En
el patio, una losa que nadie habÃ−a visto antes fue devuelta a su lugar. Desde entonces ningún otro rayo de
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sol ha vuelto a ecorrer el calabozo de las profundidades del Kremlin.
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Bambert respiró profundamente, pues él habÃ−a escrito el cuento, él habÃ−a liberado al niño y a los
escritores… ¡con un rayo de sol! Durmió como nunca, incluso quizá roncó. Cuando despertó y se
acercó al montacargas en busca de los panecillos para el desayuno, vio dos cartas, una procedente de Francia
y otra de Italia. Decidió abrir primero la de Francia, que con matasellos de ParÃ−s, en el remite rezaba:
“Jean Baptiste Cordonnier, Quai d'Orsay, número 16”. Bambert puso estos datos a la historia titulada “El
pañuelo de seda”.
El pañuelo de seda.
Jean Baptiste es un joven aprendiz de zapatero, que vive en ParÃ−s. Un dÃ−a, sentado a la vera del rÃ−o
Sena, tuvo una reacción extraña que le llevó a casa del zapatero, y agarrando a éste y a su esposa, los
sacó de casa; al instante la casa fue alcanzada por un rayo y se derrumbó. Jean Baptiste les habÃ−a salvado
la vida, y desde entonces le trataron como si fuese un hijo.
Pasados unos dÃ−as, el joven vuelve a las orillas del Sena, en el Quai d'Orsay, y ve una botella navegando por
el rÃ−o; con un palo consigue acercarla a la orilla, la abre y ve que dentro hay un pañuelo de seda, con un
texto que decÃ−a: “Este pañuelo fue sacado del agua por el aprendiz de zapatero Jean Baptiste el catorce de
julio de 1851 hacia el mediodÃ−a en el Quai d'Orsay”.
Corre a casa y constata que hoy es el dÃ−a y el año que reza en el pañuelo.
Revisando el pañuelo ve que la etiqueta corresponde a un fabricante que vive en un cercano barrio. Sin
pensárselo dos veces corre a la tienda, y su dueño, recordando quién lo habÃ−a comprado, le da a Jean
la dirección. Cuando Jean llega, ya habÃ−a muerto, no obstante, un joven se le acerca y constatando que es
Jean Baptiste, le entrega un libro que el maestro le habÃ−a entregado para él.
En el interior del libro, una carta manuscrita decÃ−a: “Querido Jean Baptiste: Ya no nos veremos en este
mundo. Pero sé que eres pobre. Cava en el sótano de la casa donde vives y encontrarás un pasadizo que
conduce a…y piensa en esto: el futuro está escrito…”.
Cuando llega al lugar señalado encuentra el cofre lleno de monedas de oro, y una nota que decÃ−a: “Jean
Baptiste, comparte este tesoro con los pobres, porque te ejecutarán por poseerlo…”. Asustado cumple lo
escrito, y aquel 14 de julio de 1851 los mendigos celebraron una gran cena bajo los puentes de ParÃ−s.
Detenido por la policÃ−a fue encerrado en prisión, a pesar de afirmar que no lo habÃ−a robado; pero solo
los mendigos le creÃ−an.
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Mientras Bambert guarda la historia del pañuelo de seda, sospechaba que los relatos que habÃ−a lanzado al
aire estaban eligiendo no solo su propio escenario, sino su propia época.
Tras dejar la carta de ParÃ−s, toma la que habÃ−a llegado desde Italia. Leyendo el remitente ve que el relato
habÃ−a sido encontrado por una mujer, donna Silvia Crespo, cuya letra era tan elegante como su dirección
“Palacio Bertini del Gran Canal”. Sacando el manuscrito del sobre, Bambert escribe: “Venecia”, en el
espacio correspondiente al escenario, y añade: “Palacio Bertini” y “Silvia Crespo”. El relato era el titulado
“Una belleza congelada”.
Una belleza congelada.
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Silvia Crespo, con tres o cuatro años de edad pierde a sus padres, y no contando con más familia que su
abuelo, se va a vivir con él al Palacio Bertini, en Venecia (Italia).
Cuando tiene once o doce años y su belleza comienza a florecer, su abuelo ordena al criado que tape con
paños negros todos los espejos del salón, ya que a los ojos del abuelo, la hermosura de la muchacha
representa la tentación y el pecado.
Una noche de tormenta, el viento rompe una ventana del Palacio Bertini, arrancando los paños negros que
cubrÃ−an los espejos.
Al dÃ−a siguiente la muchacha barre los pedazos de cristal de la ventana rota, y ve que todos los paños
negros están arremolinados en un rincón del salón; no les presta mucha atención. De repente nota algo
que la sorprende mucho: al otro lado del salón habÃ−a una chica que hacÃ−a lo mismo que ella, recogÃ−a
los trozos de un cristal roto.
¿Por qué nadie me ha dicho nunca que en esta casa vive otra chica?, se preguntó. La otra muchacha
parecÃ−a pensar lo mismo que Silvia, por lo que en el último instante, tras recoger los cristales, se gira y
saluda con la mano a la muchacha, observando con alegrÃ−a que la desconocida le devuelve el saludo.
Cuando lleva los cristales al criado, le dice que enseguida bajará la otra chica con los cristales que ha
recogido. Silvia esperó, pero la desconocida no apareció.
¿Qué esperas?, le preguntó el criado.
Sorprendida le contestó que nada, que si querÃ−a que le llevase también los paños.
¿Es que no están en su sitio?, preguntó el criado; ¿has visto lo que habÃ−a detrás de ellos.
No queriendo descubrir a la otra chica, y sospechando que vivÃ−a oculta tras los paños, Silvia dijo que no.
El abuelo ordenó al criado volver a tapar los espejos y, sospechando del nerviosismo de Silvia, ordenó
también al criado que cerrase el salón con llave dÃ−a y noche, para que su nieta no se viese en un espejo
hasta que fuese mayor.
Una tarde, mientras dormÃ−a la siesta el criado, Silvia le cogió la llave del bolsillo de la chaqueta, y
corriendo abrió la puerta y entró al salón, en el que todos los espejos estaban tapados excepto el que se
encontraba enfrente de la puerta, que probablemente hubiese descubierto el viento que entraba por la ventana
aún no reparada. Silvia ve a la desconocida a la que tanto añoraba; al principio se quedan mirándose, se
saludan, y con los brazos abiertos, gritando de alegrÃ−a, corren a abrazarse. Se produce un estrepitoso ruido,
y el cristal del espejo se hace añicos, malhiriendo el rostro de Silvia y despierta al abuelo y al criado.
¿Por qué escondisteis a la niña? ¿Por qué no me dejasteis ver su hermosura?
La cara de Silvia quedó desfigurada para siempre, no obstante, el antiguo rostro de la muchacha, tan bello y
atractivo, reapareció en los fragmentos de la luna rota, como si hubiese quedado impreso en su superficie.
El abuelo Crespo se dio cuenta del error cometido: “el de haber sido incapaz de ver en la juventud y la belleza
de su nieta un motivo de alegrÃ−a, en lugar de una incitación al pecado”.
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Bambert recordó su desdichada infancia, su pequeño cuerpo, dentro del que se encontraba un gran
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espÃ−ritu
De nuevo llega en el montacargas la correspondencia que le pone Blümcke, esta vez una carta que viene de
Londres. El nombre del remitente era ilegible; abre el sobre y dentro ve el relato titulado “El Gabinete de las
Figuras de Cera”; anota en los lugares apropiados los nombres de “Londres”, “Támesis”, “reina Victoria”,
“Lord Vyron”.
El Gabinete de las Figuras de Cera.
En las orillas del Támesis un muchacho está sentado, con las piernas colgando, sin un penique para
comer… Un hombre rechoncho se acerca.
-Hola, chico, ¿conoces el Gabinete de las Figuras de Cera?, le pregunta.
Y entablan una conversación que les lleva al Gabinete de las Figuras de Cera.
El hombrecillo le ofrece trabajo, consistente en mantener limpias las figuras, vestirlas y acicalarlas. El niño
lo acepta, y el hombrecillo le da un anticipo de la paga para que almuerce y se compre ropa.
Comenzando con su trabajo se acerca al poeta Lord Byron para peinarle sus cabellos; luego a la reina
Victoria; llega a Jack el Destripador, repasa la sangre de su cuchillo con pintura roja, y al hacerlo, ya que el
cuchillo era de verdad, se corta en un dedo; levanta la vista y nota un extraño brillo en los ojos de la figura
de cera…
Corrió, lleno de miedo, hacia el despacho del hombrecillo, y allÃ− estaba sentado tras el escritorio. El chico
le cuenta lo ocurrido, pero no obtiene respuesta, por lo que le toca la mano, y horrorizado comprueba que
estaba frÃ−a como el hielo “¡¡¡Era la mano de una figura de cera!!! Corrió hacia la calle, pero la puerta
estaba cerrada; bajó de nuevo las escaleras, y al entrar en el Gabinete vio asombrado que las figuras
celebraban una gran fiesta, a la que se unió. Bebió y bailó, bailó y bebió, y agotado, quedó tendido en
el suelo, perdiendo poco a poco el color hasta que se quedó pálido como la ceniza…
Al dÃ−a siguiente todas las figuras volvÃ−an a ser de cera, y todas ocupaban su lugar correspondiente, si bien
algo habÃ−a cambiado, se habÃ−a incorporado una nueva figura, las de un joven mendigo sentado en un
muelle y con la mirada perdida.
El hombrecillo fue a la tienda donde el muchacho habÃ−a comprado su ropa el dÃ−a anterior, y dijo al
dependiente si le podrÃ−a devolver las prendas que el muchacho habÃ−a comprado el dÃ−a anterior, ya que
le quedaban pequeñas.
Después el hombecillo volvió al muelle, a orillas del Támesis, y encontrando una jovencita sentada
contemplando el agua, muy educadamente le dice: “¿Conoces el Gabinete de las Figuras de Cera?”
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Bambert ll ama a Blümcke y le regala los seis sobres recibidos, con sus sellos, pues éste tenÃ−a una gran
colección de sellos. Blümcke le pregunta de dónde los ha sacado, que le parecen conocidos a pesar de ser
tan raros y tan viejos, pues los sellos parisienses estaban timbrados en el año 1851, y Bambert le responde
que claro que le suenan, pues es él quien le hace llegar la correspondencia a través del montacargas.
Al dÃ−a siguiente, junto a los tres panecillos del desayuno encuentra dos nuevas cartas en el montacargas;
una venÃ−a de Bosnia y la otra de Francia, de Bayona. Sin dudarlo, Bambert abre la carta de Bosnia,
expedida en Sarajevo, comprobando que el relato que contenÃ−a era la historia del insólito juego.
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El insólito juego.
Durante el sitio de Sarajevo, los francotiradores disparaban desde los montes que rodean la ciudad y los
habitantes se refugiaban en los sótanos de los edificios. Ni siquiera tenÃ−an comida; por la noche en los
sótanos, y durante el dÃ−a salÃ−an a respirar aire fresco.
Una mañana un niño pequeño sale de uno de los sótanos, y en el suelo polvoriento va dibujando con un
palito todo cuanto va ocurriendo, los bombardeos que destruyen sus objetivos. La abuela manda al hermano
del pequeño a buscarlo y decirle que entre al refugio, pero el pequeño no hace caso, dice que está
dibujando. El hermano insiste, pero el pequeño dice que tiene que acabar el juego, pues ahora dice que el
siguiente obús caerá sobre la fábrica, la dibuja, y al instante asÃ− sucede. El hermano insiste en que lo
van a matar, que entre, y finalmente lo consigue, y el pequeño, arrojando el palito y con lágrimas en los
ojos entra dentro.
¡Estaba a punto de conseguirlo! gimoteó a la abuela.
¿Conseguir qué?, preguntó la abuela.
El pequeño le explicó que al principio jugaba a lo que estaba pasando; luego me imaginé que podrÃ−a
pasar otra cosa, y asÃ− sucedÃ−a de verdad; ¡querÃ−a dibujar el final de la guerra! ¡no pretendÃ−a otra
cosa! Y también habrÃ−a ocurrido; estuve a punto de conseguirlo…
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Bambert sintió un nudo en la garganta, y se preguntaba, ¿cuántos cuadros habrán destruido las guerras
Incluso antes de pintarlos? ¿cuántas grandes ideas latentes aún en las mentes de los niños habrán
destruido? ¿desde cuándo devoran los padres a sus propios hijos? Sin ganas de abrir el otro sobre, se
durmió.
A la mañana siguiente, después de desayunar, abrió la carta de Bayona, y al ver su contenido, se le
escapó una sonrisa de alivio, pues aquel relato era más esperanzador que el de Sarajevo; lo tituló “las
muñecas escapan a ParÃ−s”.
Las muñecas escapan a ParÃ−s.
Un fin de semana llega a las costas de Bayona una niña con sus padres, que venÃ−an de Paris para disfrutar
del aire fresco del mar y descansar del ajetreo de la gran ciudad.
Paseando por la playa, los padres enfrascados en su conversación, dejaron tras sÃ− a la pequeña, que
jugaba con las conchas y caracolas de la playa. Al volver la cabeza comprueban que la pequeña ha
desaparecido, y corriendo y gritando regresan al punto de partida, donde encuentran la chaqueta roja que
llevaba la niña, a la que ven sentada entre la arena abstraÃ−da en uno de sus juegos.
¿Qué haces?, peguntó la madre.
Tengo que curarlas; replicó la niña.
No sabiendo de qué se trataba, al final la niña le muestra el brazo de una muñeca.
La playa estaba sembrada de muñecas desmembradas, brazos, piernas, cabezas, torsos, y una a una, luego
con ayuda de los padres, la niña las fue recomponiendo.
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A cualquier explicación que le daba el padre del por qué podÃ−an estar allÃ− las muñecas, la niña
rechazaba la explicación.
Cuando ya tenÃ−a recompuestas unas treinta, la niña dice que necesitan una casa, a lo que la mamá
responde que eso si que no, que en casa no tienen espacio para todas ellas.
¿Qué pretendes, que vuelvan al sitio de donde han venido?, dice la niña, enfadada. ¡Mira lo que les
han hecho allÃ−!
Esa misma tarde, cuarenta y tres muñequitas desnudas y rosadas viajaron en el asiento trasero de un coche
desde Bayona a ParÃ−s, mientras la niña sonreÃ−a de felicidad dormida en su sillita.
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Bambert se sintió orgulloso de aquella niña, a la que puso el nombre de Odile, si bien solo él sabÃ−a
que se llamaba asÃ−.
Un dÃ−a quizá hablara a Blümcke de todo sobre sÃ− mismo.
Mientras, Blümcke continuaba leyendo en la tienda el relato que la señora Fingerle habÃ−a recogido Edel
huerto al que habÃ−a ido a parar uno de los globos de Bambert. Cuando lo terminó, y después de mucho
pensar respecto a Bambert, Blümcke decidió asignarle a aquel cuento un sello y un matasellos polacos.
A la mañana siguiente, Bambert encontró dos sobres en el montacargas: uno de Polonia y el otro de
Hohentwiel, en Suabia (antigua región alemana). En el de Polonia Bambert escribió “rÃ−o à der” y
“Slubice” en los espacios en blanco. El cuento se titulaba “Las balsas de cristal”, y narraba una huida
afortunada.
Las balsas de cristal.
Una noche el rÃ−o à der oye que se acerca una extraña procesión; el ruido es semejante al que hacen los
niños cuando arrastran los pies en lugar de caminar, y asÃ− fue, eran niños enjutos (muy delgados), con
ropas de prisioneros, chaquetas y pantalones tan ligeros como un pijama, que caminaban desganadamente,
empujados por los Ôngeles Negros de la Muerte, que vestÃ−an completamente de negro, calzando botas de
charol y llevando una calavera como insignia.
Solo los Ôngeles Negros de la Muerte conocÃ−an el destino de aquellos niños, una fosa, una gran fosa.
Parte de los niños se desplomaba en el suelo por agotamiento, y los compañeros más fuertes les
ayudaban a levantarse, pues los Ôngeles Negros de la Muerte no conocÃ−an la compasión, tenÃ−an unas
órdenes que cumplir y las obedecÃ−an.
A punto de llegar al destino una voz cavernosa brama: ¡Alto!; deteniéndose los niños al instante.
Mientras los Ôngeles Negros de la Muerte fuman y beben, ajenos a lo que estaba sucediendo.
En las aguas del rÃ−o à der comienzan a formarse pequeñas placas de hielo, que poco a poco van
espesando y se van haciendo consistentes como para soporta el peso de un niño, pero no el de un adulto.
El miedo y la desesperación empujan a los niños a subirse en aquellas balsas vacilantes, mientras la bruma
va espesando.
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Los Ôngeles Negros de la Muerte, cuando intentan subirse a las placas de hielo, estas se resquebrajan, se
rompen, como negándose a transportarlos; disparan, pero la espesa bruma no les permite ver su objetivo, y
los niños se salvan de una muerte segura, llegando hasta las humildes y solitarias cabañas de los
campesinos y pescadores, quienes los ayudaron a huir lejos, muy lejos, de los Ôngeles Negros de la Muerte.
A la mañana siguiente, el sol derritió la nieve, y ninguno de los perseguidores pudo cruzar los puentes y
caminos helados que habÃ−an utilizado los niños la noche anterior.
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Bambert sabÃ−a por qué habÃ−a confiado a un rÃ−o la misión de salvar a los niños, pues en aquella
época, la mayorÃ−a de la gente no habÃ−a proporcionado ninguna ayuda a los niños de los campos de
concentración, nadie querÃ−a saber nada de ellos; tan solo unos pocos tuvieron el valor suficiente para
oponer alguna resistencia, y lo pagaron con su vida.
Bamber pensaba en la gente pequeña, como él, en los niños, en los bufones, quizá preparándose para
escribir el penúltimo de sus relatos, pues sabÃ−a muy bien que uno de ellos contaba la historia de un bufón.
¿Cuál de las dos historias aguardaba dentro del sobre cerrado? El remitente era Hohentwiel, Suabia;
pensó que serÃ−a el cuento que escribió para homenajear a todos los bufones, salvo que la historia no
hubiese encontrado un escenario donde desarrollarse. Bambert abre el sobre y no quedó decepcionado: era la
historia de las medias rojas y el gabán negro.
Medias rojas, gabán negro.
Hace Algún tiempo, en la montaña de Hohentwiel, junto a la ciudad de Singen, en Suavia, vivÃ−a un
conde que robaba a los campesino todo su ganado y saqueaba sus bodegas y graneros. A causa de ello, pues ni
siquiera les dejaba semillas para sembrar, los campesinos, sus animales, incluso las liebres, morÃ−an de
hambre. Solo los cuervos engordaban, alimentándose de los animales muertos.
El hijo de un granjero, un buen dÃ−a, viendo que todos los seres vivos que habÃ−a a su alrededor morÃ−an
de hambre, y solo los cuervos y el conde parecÃ−an no sentirse afectados, decide averiguar lo que hacen
aquellos pájaros, para que actuando como ellos poder sobrevivir.
Se pone un gabán (abrigo) negro y unas largas medias rojas, sube a un árbol, y acurrucado sobre las ramas,
espÃ−a a los cuervos.
El chico ya sabÃ−a todo lo que necesitaba, por lo que bajando del árbol, se cubre la cabeza con una piel de
vaca y se tumba detrás de un establo; al rato llegan los orondos (gordos) cuervos con intención de sacarle
los ojos, pero el muchacho, atrapando los pájaros más gordos, los asó en un pincho, mientras los otros
miraban apenados.
Al dÃ−a siguiente se tapa la cabeza con la piel de un caballo y se echa en la cuneta de un camino; acuden los
pájaros y el muchacho actúa como el dÃ−a anterior.
Atemorizados, los cuervos deciden hablar con el chico, y tras las explicaciones de éste, los cuervos le
preguntan que por qué no busca comida entre los suyos, respondiéndole el muchacho que los suyos
también están hambrientos y no tienen nada para comer.
Tras hablar un buen rato, los cuervos, a condición de que les deje en paz, le llevan al chico el conde. Al rato
aparece el conde montado en su caballo, y se dirige al chico, que permanece en la copa del árbol.
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¿Qué haces ahÃ− bufón?, le dice el conde.
Soy el rey de los cuervos; contestó el chico.
Apuntando con una ballesta para disparar al chico, los cuervos se abalanzan sobre el conde, dándole
picotazos.
Intentando zafarse de los cuervos, el chico le ata al conde las manos a la espalda; reuniendo a las gentes del
pueblo, hace al conde prometer que abrirá sus graneros y bodegas para que los campesinos puedan
alimentarse, sembrar y beber.
El conde, que se sabÃ−a vigilado por los cuervos, habÃ−a obedecido al muchacho, que lo desata.
Un conde siempre es un conde, le dice al muchacho; por eso te destierro a la montaña; ese será tu reino y
solo allÃ− podrás librarte de mi, y dado que reinas sobre los pájaros, ellos también serán desterrados
allÃ−; dijo el conde. Desde entonces la montaña se llama la Montaña de los Cuervos.
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Bambert se sintió satisfecho con la victoria del muchacho; guarda su relato en la carpeta titulada “Libro de
los relatos perdidos de Bambert”. Ya eran diez los cuentos que habÃ−an regresado, solo faltaba uno, que aún
no existÃ−a y debÃ−a escribirse solo.
Bambert cree que ha llegado el momento de revelar a Blümcke su secreto y decirle cuánto anhelaba
recibir el último relato, por lo que le envÃ−a una invitación.
Blümcke se excusó con una escueta nota, pues tenÃ−a migraña (fuertes dolores de cabeza). Pasan varios
dÃ−as, incluso semanas, y Blümcke no mejora de su migraña, por lo que Bambert decide bajar a la
tienda, y observa que el tendero habla con la señora Fingerle, a la que Bambert conocÃ−a desde que era
niño.
Bambert le hace un pedido: una botella de vino, otra de coñac, y una caja de puros para cuando aceptase la
invitación, pues a Blümcke le gustaba mucho fumar.
Ansioso por la espera, Bambert se asoma a la ventana, y observa una mancha pálida bajo ella, advirtiendo
que aquella mancha eran restos de uno de los globos en los que envió sus relatos, era el relato no escrito.
Intentando cogerlo, Bambert se precipita y cae al vacÃ−o, con el sobre que instintivamente habÃ−a agarrado
entre sus manos, como si el papel pudiera sostenerlo.
Blümcke oye el ruido, y corriendo a la puerta, ve a Bambert tendido en el suelo, completamente inmóvil y
con un sobre en la mano, pero aún vivo.
Bambert es llevado al hospital, y Blümcke sube a su casa, viendo cómo se encuentra y deduciendo cómo
habÃ−an sido los últimos dÃ−as de Bambert allÃ−. AllÃ− ve la carpeta, los diez sobres, y recuerda cómo
ayudándose de un huevo duro copiaba el dibujo de los matasellos reales para después estamparlo en las
cartas de Bambert. Gracias a todas estas artimañas, Blümcke habÃ−a hecho realidad los deseos y las
esperanzas de su viejo amigo, Bambert.
Mientras piensa en su amigo, Blümcke recibe una llamada de la enfermera del hospital, que le explica que,
al fin, Bambert habÃ−a perdido su batalla contra la muerte.
Blümcke, lo único que deseaba era rendir un último homenaje a un amigo,y comienza a escribir “Al otro
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lado de los sueños”.
Al otro lado de los sueños.
Bambert se encuentra tendido, con los ojos abiertos; apenas puede moverse.
Se vio trepando por la ventana del desván, y cuando estaba a punto de atrapar el objeto blancuzco tras el que
se afanaba, resbaló. Al precipitarse al vacÃ−o consiguió agarrar el sobre.
Unos rostros le miraban y le decÃ−an que no se moviese, que la ambulancia llegarÃ−a en seguida. Estese
quieto y duerma.
No puedo moverme, ¿dónde estoy?, susurraba Bambert.
Aparece la sirvienta de la princesa de Córdoba, sus “hijos” Odile y Jean Baptiste, y el propio obispo Antoine
Godeau, que dicen a Bambert que gracias a Dios vuelve a estar con ellos, al otro lado de los sueños.
De repente Bambert se da cuenta de que las imágenes del otro lado empiezan a desvanecerse poco a poco;
él sabÃ−a perfectamente que este mundo, el del otro lado, estaba aquÃ−!.
~~~~~~
Blümcke dejó la estilográfica encima de la mesa, leyó y releyó lo que habÃ−a escrito, y guardó el
último cuento en la carpeta, junto con el resto de relatos. “Por fortuna nos ha dejado su libro”, pensó.
Y apagó la luz.
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