obstáculos en la oración

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OBSTÁCULOS EN LA ORACIÓN
¡No hay vida cristiana sin oración! ¿Cómo ser apóstoles, cómo ser santos, si no
rezamos, si rezamos poco, o rezamos mal?
Ante el esfuerzo que supone la oración encontramos algunas dificultades, que nos
invitan a no exigirnos lo suficiente, a descuidarla o a abandonarla... Es bueno conocer
e identificar estas dificultades u obstáculos con que nos encontramos comúnmente a la
hora de rezar o cuando se trata de perseverar en aquellos momentos fuertes de oración
que nos nutren y sostienen en la vida y el apostolado.
Así, pues, ¿qué obstáculos dificultan nuestra vida de oración, haciendo que
recemos mal, que recemos poco o que abandonemos la oración?
1er Obstáculo: “Tengo muchas cosas que hacer, no tengo tiempo para rezar”.
Sencillamente, ¡tienes que hacerte el tiempo! Es cosa que te organices. ¡El que quiere,
puede! Y recuerda que la oración no es algo que puedas dejar de lado sin que ello
tenga graves consecuencias en tu vida: es como la respiración a nuestro cuerpo... ¡es
una necesidad! ¿Cómo va a crecer el amor a Dios y la confianza en Él si no rezas?
Nuestra vida interior se asfixia, se seca y se marchita si no rezamos. Si
verdaderamente quieres ser santo, santa, si verdaderamente amas al Señor, recuerda
que ese deseo y ese amor se nutren y alimentan en la oración perseverante. Si falta la
oración, tu amor se secará y marchitará poco a poco. ¡Dale, pues, la debida prioridad a
la oración! Y hazle caso al Señor que nos enseña: es «preciso orar siempre sin
desfallecer» (Lc 18,1).
2º Obstáculo: “Yo rezo: un Padrenuestro antes de acostarme”: Mucha gente no
sabe rezar. Algunos, cuando se les pregunta si rezan, dicen “sí”. Y al preguntarles qué
rezan, dicen: “un Padrenuestro antes de acostarme”. ¿Es eso rezar? Sí, evidentemente,
y es rezar con la preciosa oración que el Señor enseñó a sus discípulos cuando luego
de verlo largo rato en oración le preguntaron: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
Pero, ¿es esto suficiente? ¿Es rezar acaso recitar rápidamente al final de la jornada
esta u otra “fórmula”, como para poder decir que “cumplí” con Dios? ¡No! Quien se
limita a hacer eso, cree que reza, pero en realidad...
Pero entonces: ¿Qué y cómo debo rezar? Si de verdad quieres saber lo que de verdad
es rezar, también tú debes acercarte hoy al Maestro como lo hicieron en aquél
entonces sus discípulos, para decirle: «Señor, ¡enséñame a rezar!». Él te va a enseñar,
de Él has de aprender. Y Él te enseña con su palabra y con el ejemplo de su vida... ¿Y
qué vemos en Él? Del Señor Jesús «podemos decir perfectamente que “oraba todo el
tiempo sin desfallecer” (mira Lc 18,1). La oración era la vida de su alma, y toda su
vida era oración»1. Él, ¡y para eso debes esforzarte en conocerlo!, te ofrece un vivo
ejemplo de cómo superar cualquier división entre oración y acción. No se trata de que
todo el día vivas y actúes olvidado de Dios, sin rezar nada, sin hablar con el Señor, y
que sólo al final, antes de acostarte, reces “un ratito”... Se trata de que le dediques al
1 S.S. Juan Pablo II, La oración del Hijo al Padre, 22/7/1987, 1.
Señor momentos “fuertes” de oración a lo largo de la jornada, logrando que esa
oración se prolongue incluso cuando no estés rezando propiamente, cuando te
encuentres realizando tus tareas cotidianas, cuando estudies, trabajes, cocines, estés
jugando o divirtiéndote, ya estés comiendo o bebiendo, o en cualquier otra
circunstancia de la vida ordinaria (mira 1Cor 10,31). Esos momentos fuertes deben
“impregnar” toda tu acción. Debe ayudarte a que todo lo hagas buscando cumplir el
Plan de Dios. De ese modo tu oración se prolonga en la acción, y hace que la misma
acción se transforme en una oración sin interrupción una oración continua. Este es el
ideal: no sólo que le dediques más tiempo y más tiempos a dialogar con el Señor, sino
que en realidad no dejes de rezar ¡en ningún momento! Como decía San Agustín: «No
cantes las alabanzas a Dios sólo con tu voz, haz que tus obras concuerden con tu voz.
Cuando cantas con la voz callas de tiempo en tiempo. Tú canta con la vida de forma
que nunca calles… Cuando Dios es alabado por tu buena obra, con tu buena obra
alabas a Dios»2.
Como verás, rezar de este modo no es sencillo. ¡Hay que aprender a rezar! Por eso, no
dudes ni tengas reparo en pedirle a alguien que sepa que te enseñe.
3er Obstáculo: “No siento nada”. “Al principio sentía algo increíble: una emoción,
mucha intensidad cuando rezaba. Sentía al Señor, su amor... Pero ahora, ¡ya no siento
nada!” ¡Cuántas veces juzgo y califico como “mala” mi oración cuando no
experimento algo intenso, un consuelo o un “arrullito místico”, cuando no me ofrece
ninguna experiencia sensible de su Presencia! Y cuando se suceden los días y se
prolonga esta experiencia de sequedad, de “desierto”, abandono la oración. Ya no
rezo porque ya no siento nada. Entonces queda de manifiesto lo que verdaderamente
buscaba en la oración: no a Dios, no amarlo, no escucharlo o encontrar en Él la fuerza
para perseverar en las dificultades de la vida cotidiana, ¡sino a mí mismo! Lo que
buscaba era utilizar a Dios para yo “sentirme bien”, para “sentir algo intenso”!
¡Cuánto egoísmo y qué falso era mi amor a Dios! Y cuántas personas que se casan y
luego se divorcian deben pensar lo mismo: “antes lo/a amaba, sentía algo intenso por
él/ella... ahora ya no siento nada”, y con eso justifican el poder quebrar sus
compromisos, ser infieles, irse detrás de otra/o que en ese momento sea capaz de
hacerles “sentir” algo intenso... ¿Alguna vez sabrán lo que es amar de verdad?
¡Confunden amor con “sentir algo intenso”, con un sentimentalismo de momento (¡el
sentimiento siempre es tan variable!)! Tú, ¿amas de verdad al Señor, cuando
abandonas la oración “porque ya no siento nada”, “porque ya no siento lo que antes
sentía”? ¿No es que te está amando más a ti mismo/a, a tus sentimientos, antes que al
Señor? ¿Y en qué quedaron todas las promesas que le hiciste al Señor cuando vivías
esos momentos intensos? Ya pasó el sentimiento bonito, ¿y ahora qué? ¿Vas a decir
que todo eso fue falso, que en realidad sólo fue fruto de la emoción del momento, y
que por lo tanto todo lo que prometiste en ese momento de “ilusión” no tiene ya
validez alguna? ¡Ahhh... pobre de ti! ¿Alguna vez madurarás? ¿Alguna vez sabrás lo
que es el amor verdadero? El verdadero amor —¡mira a Cristo!— es fiel, aunque ello
signifique dar la propia vida por el amigo, aunque ello signifique “no sentir nada” de
momento, aunque ello signifique incluso sentir el peso de la cruz! ¡El verdadero amor
es FIDELIDAD a prueba de todo! ¿Eso significa algo para ti?
2
San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 146,2.
Así, pues, el “sentimiento” o la “experiencia intensa” jamás deben constituirse en
“EL” criterio o “LA” motivación para rezar o dejar de rezar. Y es que sencillamente
no siempre vas a “sentir algo intenso”, es más, lo más común será que no sientas nada
especial, y eso a veces puede durar mucho tiempo, años, ¡acaso toda la vida! Y es que
el Señor así pone a prueba la autenticidad de nuestro amor: luego de permitirnos
experimentar la intensidad de su amor y de suscitar el nuestro, no es raro que permita
estas experiencias de “desierto”, tiempos más o menos largos en los que no sentimos
nada. Si permanezco tercamente fiel y perseverante en la oración y en la vida cristiana
especialmente cuando “no siento nada”, entonces mi fe se purifica, se muestra
auténtica, no convenida. Entonces es cuando creer en Dios no depende de sentirlo en
el momento. Recuerda asimismo, cuando te llegue ese momento de prueba, que Dios
te está ofreciendo una oportunidad para purificar y hacer madurar el amor que le
tienes.
Es cuando la oración se hace “seca”, como “un desierto”, cuando la abandona quien
busca al Señor sólo para “sentirse bien”, pues en realidad sólo se buscaba a sí mismo.
Es también entonces cuando se forja el corazón de quien verdaderamente ama y busca
al Señor para entregarle su vida, para cumplir su Plan, para hacer lo que Él le diga.
Finalmente, ten la certeza en esos momentos de que la terca perseverancia en la
oración tendrá una fecundidad muy grande, aunque de momento no entiendas cómo.
La clave está en perseverar y ser paciente. Si eso haces, con el tiempo verás llegar
frutos preciosos.
4º Obstáculo: “Me es difícil llevar una vida de oración constante”: “Me cuesta ser
constante, muchas veces abandono la oración luego de haber empezado con buen pie,
porque se me hace cuesta arriba, aburrido, exigente... ¡Cómo me cuesta perseverar!”
Muchas veces esta falta de perseverancia está asociada al “caos y desorden” de la
propia vida: “no tengo un horario, y si alguna vez me propuse alguno no lo cumplí por
mucho tiempo porque soy poco disciplinado... Voy actuando como las cosas se van
presentado en el momento”... Otras veces, por esa falta de disciplina no sólo no nos
sentamos a rezar sino que “cuando logro sentarme a rezar, si alguien me llama o
interrumpe mi oración la dejo para otro momento”, y muchas veces ese momento
sencillamente no llega...
La verdad es que no es nada sencillo alcanzar una vida de oración constante.
Para ello lo primero será proponérmelo. Luego debo crearme las condiciones
necesarias para llevar una vida espiritual ordenada y constante: un horario que me
ayude a ser más ordenado y disciplinado con mis actividades espirituales es básico, y
dentro de ese horario una hora fija para la oración, que de ser posible debe ser todos
los días a la misma hora. Eso es esencial si la causa para faltar en la constancia es tu
poco orden y disciplina, así como tu pereza.
A la hora de la ejecución de tu horario es esencial que consideres esa hora de oración
como “inamovible”, es decir, el espacio que le has dedicado a la oración no debe
ceder ante nada, salvo que realmente sea NECESARIO. ¡No te dejes llevar por las
“urgencias del momento”, aquellas que aparecen en el momento con aires de “tengo
que hacer esto inmediatamente”, invitándote a posponer la oración “para más tarde”...
Ya sabes que ese “más tarde” muchas veces es cuando el día ya acaba, antes de
acostarte, a una hora en que lo único que harás es rezar rápido, mal o... quedarte
dormido. ¡No te engañes a ti mismo! Y acostúmbrate a ser exigente contigo mismo en
el cumplimiento de las horas que le tienes dedicadas a la oración.
5º Obstáculo: “Me incomoda”, “Me exige demasiado”: “Huyo de la oración,
porque ya sé lo que me va a pedir el Señor, y no lo quiero escuchar, no lo quiero
aceptar”. El encuentro con el Señor siempre es exigente, pero a veces es más
exigente para aquél o aquella que experimentan que el Señor les pide más!
Cuando uno reza de verdad se pone ante el Señor, lo escucha, escucha lo que Él le
tenga que decir, escucha cuando Él le pide “¡¡¡más!!!”, ¡y cuántos huyen de eso!
¡Cuántos/as no quieren acercarse al Señor en la oración porque saben que Él les va a
pedir más, y no quieren! Rezar verdaderamente se convierte tantas veces en un
momento incómodo que hay que evadir, implica un conflicto interior para quien se
descubre llamado por Él a seguirlo de cerca, a emprender un camino de mayor entrega
renunciando a sus propios planes para hacer lo que Él le diga...
¡Cuántas veces es la cobardía, la poca confianza y generosidad con del Señor lo que
hace que encuentre mil excusas para no rezar! Prefiero dejarme llevar por cosas
superficiales, las vanidades de la vida, para no tener que entrar en mí mismo,
encontrarme con mi propio corazón que me exige “más”, para no escuchar la voz del
Señor en el silencio de mi corazón... En vez de buscar los momentos de oración los
evado, “porque sé que el Señor me va a pedir algo que intuyo o sé que es, y no lo
quiero asumir por miedo, por mezquindad, o porque aún ando con un corazón
terriblemente dividido entre el Señor y el mundo, entre el Señor y esta persona, pues
vivo aún en la ilusión de que el mundo con sus seducciones y vanidades, o esta
persona, van a poder darme la felicidad que anhelo, llenar esa sed de infinito que
palpita fuerte en mi corazón”.
Mi oración termina siendo esta: “Señor, dame la felicidad que busco, la alegría y paz
que veo en quienes te siguen con tanta generosidad, pero no me pidas más de lo que
estoy dispuesto a darte”... “Señor, que mi camino sea el que yo quiero, no el que tú
me pides. ¡Hágase mi voluntad, y no la tuya!”, en vez del: “Señor, pídeme lo que
quieras, pero dame lo que me pides” (San Agustín). ¡Tenemos tanto miedo de dar,
miedo de dejarnos amar por el Señor y de amarlo sin límite, hasta dar el salto al vacío
y seguirlo sin condiciones! ¿No fue esa la experiencia del joven rico, que se aferró a
sus seguridades y riquezas? No quiso dejarse inundar por el amor del Señor,
endureció su corazón ante esa mirada penetrante de amor, y se marchó terriblemente
vacío, entristecido.
6º Obstáculo: “Me distraigo con mucha facilidad”, “no logro concentrarme”.
Otro problema con el que nos encontramos frecuentemente en la oración son las
distracciones: “pienso en las cosas que tengo que hacer más tarde o en tonterías que
me desconcentran”. La falta de concentración y recogimiento ciertamente dificulta
enormemente el entrar en sintonía con el Señor: cuando me falta este recogimiento,
soy atrapado en las múltiples preocupaciones que asaltan nuestra mente, la “loca de la
casa”, la imaginación y fantasía, hace de las suyas. Entonces, de distracción en
distracción se me pasa el tiempo, y cuando se me acaba me doy cuenta de que mi
oración ha sido todo menos diálogo con el Señor, apertura a su presencia.
Un medio sencillo para liberarte de las distracciones es anotar en un cuaderno los
pendientes, los “cabos sueltos”, las ideas que te vienen a la mente... Luego te dices a ti
mismo: “Ya resolveré esto cuando termine de rezar, pues ahora no es el momento”...
Entonces estarás más tranquilo, pues anotar “las urgencias y mil y un pendientes” en
un papel te librará de la angustia del “no vaya a ser que me olvide”... Acostúmbrate a
darle a casa cosa su tiempo: tiempo para rezar, tiempo para resolver problemas. Ya
cuando termines de rezar resolverás los pendientes... Y luego de anotar lo que te
viene a la mente, ¡vuelve a la oración y concéntrate en ella!
Muchas veces llegamos al momento de la oración con poca disposición para rezar,
muy inquietos y atolondrados. Entonces, mil cosas dan vueltas en nuestra cabeza, los
“pendientes”, lo que hice o pude haber hecho en esta situación, etc: “percibo que la
bulla exterior en la que vivo afecta mi interior”.
Ante el problema de las distracciones has de insistir en la necesidad de una
“preparación remota”: no dejes de ejercitarte a lo largo del día en los “silencios”, en
sus diversos aspectos. De ese modo podrás lograr el debido recogimiento en los
momentos fuertes de oración. Además, para disminuir el caudal de distracciones que
te pueden afectar en el momento de la oración, lo mejor será que busques en tu
jornada el momento de mayor tranquilidad para rezar, por ejemplo, en la mañana,
antes de iniciar las actividades de la jornada. A veces levantarse un poco antes de lo
normal para poder rezar es muy conveniente.
Un tipo particular de distracciones, más sutiles y difíciles de vencer, son las que
involucran nuestro afecto. Cuando en la oración recordamos a una persona a la que
queremos mucho, difícil o imposible será dialogar con el Señor. Cuando esa persona
llena nuestra mente y corazón, ¿qué espacio le dejamos al Señor? Poco o ninguno.
Quien de verdad quiera rezar bien, debe entender que al entrar en la oración, no debe
dejar entrar a nadie más: ¡sólo tú y el Señor, en la intimidad de tu corazón!
Finalmente, el rechazo de las distracciones, que muchas veces son una tentación de
aquél que no quiere que recemos, o que quiere que recemos mal para que no nos
beneficiemos del encuentro con el Señor, es también un combate. Por tanto, hay que
procurar rechazarlas rápidamente, con firmeza, volviendo una y otra vez al diálogo
profundo con el Señor.
7º Obstáculo: “No soy digno”. Cuando peco, me aparto del Señor. Huyo, por la
vergüenza me escondo: dejo de rezar, no voy a Misa, o si voy no comulgo, porque eso
significa ponerme en presencia de Dios y enfrentarme necesariamente con mi propio
pecado... En esos momentos recuerda que el “autocastigo” es peor que tu caída, es
signo de una actitud soberbia y te hace más daño, hundiéndote en la muerte. No está
la solución en que te apartes del Señor, en que abandones la oración porque “ya no
tengo solución”, en huir de la confesión porque “siempre caigo en lo mismo”, en no
comulgar porque “soy indigno y pecador”... ¡No! En esos momentos debes reaccionar
como lo hizo en su momento el hijo pródigo: «Y entrando en sí mismo, dijo: (...) Me
levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti» (Lc 15,1718). ¡Arrepiéntete sinceramente y busca la reconciliación, para recobrar la comunión
perdida con el Señor lo antes posible, para que tu corazón no se endurezca por tu
pecado y soberbia!
O acaso eres de aquellos que aún sin haber cometido ningún pecado grave, como de la
nada y sin motivo alguno ya de por sí te sientes indigno cada vez que buscas entrar en
sintonía con el Señor: “mi experiencia es muchas veces de un sentimiento de estar en
falta muy grande”. Entonces no se te ocurre mejor cosa que decirle al Señor: «Aléjate
de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8; ver también: 2Cor 12,8), o lo que
es lo mismo, tú mismo te alejas de Él, huyes de su presencia, fugas de la oración, te
escondes... En ese caso recuerda siempre y ten la firme convicción de que ni tú ni
nadie es digno, pero lo hermoso es que ¡Él te hace digno/a! ¡Y eso es simplemente un
don, un regalo del amor que Dios te tiene, porque tú eres su hijo, su hija! Mira cómo
el padre de la parábola al hijo que no era digno sino de ser rechazado y castigado,
digno de ser tratado con dureza, “como un jornalero más”... Él sale corriendo a su
encuentro, lo abraza, lo besa efusivamente, lo perdona, lo reviste nuevamente con las
vestiduras propias de su dignidad de hijo. Del mismo modo Dios, desde su infinito
amor de Padre, no quiere castigar al hijo/a, ni lo trata como merecen sus pecados, sino
que lo perdona y lo levanta, elevándolo nuevamente a su dignidad de hijo/a! El
encuentro con el Señor en la oración, que es un encuentro de nuestra miseria con la
misericordia de Dios, es siempre un don, un regalo, una gracia que brota de su Amor:
Él nos acoge cada vez que humildes nos acercamos a Él, Él nos perdona y nos
devuelve la dignidad que acaso por nuestros pecados habíamos perdido. ¡Acepta tú
ese don con sencillez! ¡No te castigues a ti mismo, cuando quien debería rechazarte y
castigarte no lo hace! ¡Y si Él te perdona, perdónate tú también a ti mismo! ¡Confía en
la misericordia del Señor y así acércate una y otra vez, con mucha humildad y
sencillez, a Quien tanto te ama! Y así, ¡aprende a amarte a ti mismo/a como Él te
ama! Y eso sólo puedes hacerlo al calor de la oración, de la diaria oración... ¿Ves por
qué es tan necesario que perseveres?
8º Obstáculo: “Me gana la pereza”. Bueno, hay que crearnos hábitos de oración,
generarnos una disciplina, y lo mejor para ello es rezar siempre a la misma hora, una
hora fija todos los días. Eso ayuda mucho. Lo primero es proponerte en qué momento,
a qué hora vas a rezar. Luego, cuando llegue el momento de rezar y experimentes que
te cuesta empezar... pues hazte un poco de violencia. Vendrán a tu mente estos
pensamientos: “ah, ¡qué pereza!, ¡cuánto me cuesta!, mejor rezo más tarde, cuando
esté mejor dispuesto, etc.”... Sencillamente, NO DES CABIDA a estos pensamientos,
RECHÁZALOS INMEDIATAMENTE, pues si los acoges y les das vueltas y vueltas
en la cabeza, ¡ya perdiste! No te consientas aquellos diálogos interiores, “lloriqueos”
del niño o niña engreída que llevas dentro, que te invitan a postergar tu oración “para
más tarde”, un “más tarde” que se dilata tanto que finalmente nunca llega... Lo que en
cambio has de hacer es esto: cuando llegue la hora fijada, sin pensarlo dos veces, ¡ve a
rezar de inmediato!
9º Obstáculo: he abandonado la oración porque “Dios no me habla”, porque “no
me escucha cuando le pido algo”, o porque “Dios me ha abandonado”. Algunos
dejan de rezar porque experimentan un vacío cuando rezan: “parece que Dios no me
escucha”. ¿Es Dios quien no escucha, quien no habla, quien no responde? ¿O somos
más bien nosotros que tenemos el oído endurecido, de modo que no escuchamos lo
que el Señor nos dice, porque sencillamente Dios no me dice lo que YO QUIERO
ESCUCHAR, porque Dios no me responde a mi manera? Dios se deja hallar de quien
lo busca sinceramente. Es sobre todo en su Hijo, en su Palabra hecha carne, en su
Evangelio vivo, que Dios habla y habla, toca y toca a la puerta del corazón de todo
hombre o mujer, invitándole a que haga silencio en su interior para escucharlo. ¿No
nos habla Dios hasta hoy desde la Cruz de su Hijo? Él tiene sus maneras de
hablarnos... ¡hay que saber escucharlo! Dios habla “silenciosamente”: a través de una
lectura, a través de los hechos, a través de la palabra de un hermano o hermana... ¡Hay
que tener la reverencia de la Madre para saber descubrir a Dios que de muchas
maneras nos habla cada día, y nos responde, especialmente en momentos en que más
necesitamos que nos hable!
Y cuando venga a tu mente aquél pensamiento: “Dios me ha abandonado”, piensa en
el Señor en la Cruz: ¿has llegado a experimentar la desolación que Él experimentó, y
que en un momento terrible le hizo exclamar: “Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado”? Y si bien esas son las palabras de un salmo de profunda esperanza y
confianza en Dios (es decir, Cristo está rezando intensamente en la Cruz, rezándole a
su Padre, rezando con las palabras del salmo que en Él se cumplen), no podemos
negar que Él —en la esfera más externa de su sensibilidad— no haya experimentado
realmente la terrible “lejanía de Dios”... Así, pues, ¡mira al Señor! Él experimentó en
grado sumo lo que tú ahora en algo puedes estar experimentando, y desde su propia
experiencia te da una gran lección: Él NO DEJA DE REZAR especialmente en los
momentos más álgidos y oscuros de su vida, en el momento de máxima prueba.
Incluso reza con mayor intensidad en el momento de máximo dolor y sufrimiento, y
en lo que parece ser el momento de máxima desolación y abandono, se entrega
confiadamente a las manos de su Padre: «y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu” y, dicho esto, expiró.» (Lc 23,46).
Por eso, al experimentar tú el silencio y la ausencia de Dios de ninguna manera has de
concluir por ello que “Dios no existe”, o que “no se preocupa por mí”, o que “me ha
abandonado”, cediendo así a la tentación de la rebeldía y desconfianza en Dios. ¡No!
Dios está y estará con nosotros, ahora y siempre, lo sintamos o no! Y cuando vengan
esos momentos en los que la prueba arrecie y acaso te sientas “abandonado por Dios”,
procura mantener clara la diferencia entre la experiencia subjetiva (lo que “siento”) y
la realidad objetiva: Dios está con nosotros siempre, SIEMPRE! Lo ha dicho con
claridad: «he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»
(Mt 28,20) Y esa es la certeza que ha de acompañarte siempre, especialmente en los
momentos más oscuros y dolorosos de tu existencia...
10º Obstáculo: “Me es difícil descubrir el amor que Dios me tiene”. «Aunque esté
convencido de que “Dios es amor”, falta mucho interiorizarlo y trabajar en mi
reconciliación personal con Él. Y es que mantengo en el fondo una imagen
equivocada de Dios. A veces lo experimento como un Dios que me impone cosas más
que un Dios providente que sabe lo que necesito. Otras veces lo veo como enemigo de
mi felicidad. Otras veces me rebelo frente a Él a causa de mi sufrimiento”».
11º Obstáculo: “No sé rezar”, o “No sé qué decirle a Dios, las palabras se me
quedan cortas”. Lo más importante es estar con Él: “Él calla; yo callo”. Elevar
peticiones. Acudir a ayudas tales como la lectura bíblica y espiritual, liturgia de las
horas, textos de meditación, rezar Salmos, etc. Como dice san Agustín: «Cuando lees,
Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios».
12º Obstáculo: “me encuentro sin fuerzas, sin ganas para nada”. La depresión.
13º Obstáculo: La rutina.
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