Hondonada

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Categoría: Cuento
Seudónimo: Tere
Hondonada
La noche estaba oscura y más fría que nunca. De un momento a otro, el típico gris de la ciudad
había dejado de pintarla, dando paso a una ciudad en penumbra. Sentado en la cama, de
espaldas a ella, Osvaldo acababa de terminar el último habano de la noche y aunque hacía
mucho rato que había dejado de sentir el olor a tabaco, sabía que seguía presente en la
habitación. En el momento en que la ciudad había quedado completamente a oscuras, mirándola
por la ventana, Osvaldo había pensado que no era la misma de hacía diez años, cuando llegó de
su país, huyendo de la dictadura de un matrimonio concebido bajo la ilusión de una
adolescencia que acabó exactamente el día en que se casó con Karina, su primera esposa. La
ciudad gris, que tiempo después fuera su nuevo hogar, le brindó en bandeja de plata el mejor de
sus frutos: Isabel, la segunda mujer que le entregaba su vida firmando un papel.
Aquella noche, en la habitación de un hotel, donde el olor a humedad había reemplazado al del
tabaco, Osvaldo miraba a Romina caminar desnuda por el filo de la cama, extendiendo los
brazos como un ave que quiere iniciar su vuelo. Ella cerraba los ojos confiando en su equilibrio
y sintiendo el interior de Osvaldo, como el día en que lo conoció y cayó como un incauto, sólo
porque le adivinó un par de cosas con esa astucia que muchas veces dejaba en el aire a hombres
que nunca antes había visto. Intuición femenina, como muchas personas, tontamente, solían
llamar a la facultad que Romina poseía en la mirada. Los años viviendo bajo la carpa de un
circo, con fenómenos y genios, le habían enseñado los trucos que sabía y a perfeccionar su
equilibrio, el mismo con que esa noche le regalaba a Osvaldo una prueba de su existencia.
-Por favor, Romina, baja ya, me pones nervioso…
-¿Cuándo fue la última vez que fuiste a un circo?
-Hace unos meses. Llevé a Isabel y a mis hijos sólo porque me lo pidieron mucho, ya sabes lo
que pienso de los circos y de la manera en que lucran con animales. Baja ya de ahí…
-Una vez un hombre desconocido se enamoró de la mujer que me enseñó a pasar por la cuerda
floja. Ella le decía que la única manera de probarle su amor era caminando por la cuerda. Tenía
que pasarla sin red alguna que lo proteja, ella lo estaría esperando al otro lado para recibirlo
entre sus brazos…
-Una de dos, el tipo se murió o sigue en el hospital…
-Se la llevó del circo. No la volvimos a ver.
-¿Nunca le pediste eso a un hombre?
-Nunca te lo he pedido…
Osvaldo conoció a Isabel meses después de su llegada a la ciudad. Aquel día, ella presentaba sus
pinturas más recientes y en una de ellas había pintado a un hombre de terno y sombrero
caminando en una isla, a su lado decía El Hombre Perfecto. Isabel era una mujer de mirada
apagada y con aspecto de madre abnegada sin hijos. La mayor parte de su tiempo se la pasaba
encerrada pintando; hasta que se casó con Osvaldo. Luego habrían de venir las ocupaciones de
la casa, los hijos, las responsabilidades, las infidelidades, la costumbre. Romina sabía todo eso;
él se lo había confesado en una de esas noches. A pesar de sus grandes diferencias, ella lo
conocía mucho más que cualquiera de esas mujeres, pero que al igual de ellas, jamás le había
pedido nada que él no hubiese podido dar. La mujer de la cuerda, su madre, entre otras cosas le
había enseñado mucho sobre las personas. El circo era un mundo real, cuando se terminaban los
aplausos se caían una por una las máscaras. Se desvestía la ficción.
Romina se incorporó a la cama, había pasado intacta su prueba de equilibrio. Echada boca
abajo, sólo podía ver, de entre la oscuridad, el fulgor del perfil de Osvaldo. Sabía que pensaba
en su vida antes de la ciudad, en el olor a sal de la isla que dejó años atrás soñando con
encontrar mujeres que él mismo había inventado. Con una mano y dos ojos cerrados, Romina
buscó la mano de Osvaldo para llevársela a su corazón y así supiera que no era una mujer
inventada, que pronto pasaría esa noche y antes de que aquella habitación viera la luz del día,
ella ya se habría marchado nuevamente a su vida fuera del circo y de sus días de funámbula.
Volvería a su trabajo eventual de mesera y a sus noches sin él. Osvaldo despertará solo y
volverá a su hogar. Caminará torpemente por las calles de una ciudad congestionada, hasta
llegar al lugar donde su familia lo espera. Como todos los días, entrará a la habitación en la que
el dulce olor a esposa que estira los brazos sobre una cama matrimonial, le da la bienvenida.
Olvidará la noche anterior, la oscuridad, la habitación, el olor a humedad, las pruebas de
equilibrio… olvidará todo eso para completar sus horas de sueño al lado de Isabel. Por lo pronto
la noche aún no había acabado y Romina seguía a su lado. Él apartó la mano de la hondonada de
su pecho, pidiéndole que descanse hasta que llegue la hora de olvidar y volver.
En el hotel, duerme Romina entre sábanas azules, soñando con trapecistas que caen al vacío,
arañas y con Osvaldo caminando por su isla. En sus sueños, ella es la mujer que le enseña a una
niña los secretos de la cuerda floja y es la mujer que espera al otro lado de la cuerda las manos
de un hombre para poder escapar.
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