La Habana de Hemingway

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La Habana de
Hemingway
LITERATURA
MARIO
PARAJÓN
Al llegar a este punto el relato
del sirviente habíamos salvado
la distancia existente entre el
portón de la entrada y la casa.
Ahí
estaba
Hemingway
acompañado por su mujer y por
una pareja de invitados.
e cumple este año y
precisamente en verano
el
centenario
del
nacimiento
de
Hemingway. A mí no se me
olvida la mañana en que se
recibió la noticia de que le
habían otorgado el Premio
Nóbel. Para entonces vivía
Hemingway en La Habana y en
su finca de San Antonio de
Baños. Yo era el redactor más
joven del periódico El mundo
cuyo subdirector, Jorge Luis
Martí, ensayista notable, me
localizó temprano en la mañana
para pedirme que fuera a
entrevistarlo.
S
Media hora después se detenía
frente a mi casa un Jeep del
periódico. En su interior había
un fotógrafo (olvidé decir antes
que El mundo tenía también su
canal de televisión) y dos
camarógrafos
con
el
correspondiente equipo.
Al llegar a la puerta de la finca
me sorprendió un cartel: “no
pase si no está invitado”. Había
un gran aldabón de hierro que
dejé caer con fuerza sobre la
madera y no pasó un minuto
antes de que un sirviente
uniformado me abriera la
puerta. Era de mediana
estatura, de complexión fuerte,
de raza negra y muy sonriente.
Se apresuró a decirnos que
encerrado en la habitación de
marras. La señora Hemingway
no osaba penetrar nunca en
aquel sagrado recinto, pero él
sí podía: le llevaba el café a
Papa y más tarde entraba de
nuevo con la correspondencia.
Lucía muy mayor, la cabeza
completamente blanca, grueso,
tímido,
quizá
dando
la
impresión de inseguro en
exceso. Había una enorme
bandeja con muchas copas de
Martini.
pasáramos, que ese día Papa
estaba dispuesto a recibir a
todo aquel que viniera a
visitarle. Después nos aclaró
por qué lo llamaba Papa.
Hemingway se lo había
autorizado. Él era la única
criatura de la tierra que podía
entrar en el cuarto de trabajo
del escritor en horas de la
mañana. Papa era un gran
madrugador. Se despertaba
alrededor de las seis y media,
se duchaba rápidamente y antes
de las siete ya se había
Hemingway se apresuró a
decirme que el día siguiente ya
no recibiría a nadie, que estaba
terminando una novela y que
no le quedaba mucho tiempo de
vida. Le pregunté ¿por qué?
Me respondió que después de
un premio Nóbel no estaba
bien que viviera muchos años.
Le recordé que Benavente había vivido muchísimos. Él
insistió en su obligación de
darse prisa. El fotógrafo quiso
retratar a la señora Mary y él
comentó
con
expresión
distraída: “Sí, retraten a Mary.
Está encantadora”. En ese momento entraron dos nuevos
visitantes y uno de los técnicos
de televisión me advirtió que
en breve tendrían preparados
los equipos. Hemingway y yo
nos colocamos a una cierta
distancia de los demás. Me
contó que siempre había
querido ser escritor. Había
empezado como periodista,
pero pronto se había arriesgado
a lanzar todo por la borda para
probar fortuna como novelista
y autor de relatos. El mayor
placer de su vida era entregarse
a la lectura, de manera que
soñaba con proporcionar a los
demás un placer igual: sólo por
eso escribía.
lado a otro y sin tomar asiento.
Si tenía que escribir un
diálogo, entonces empleaba
una máquina de escribir
pequeña y colocada a una
altura suficiente como para
teclear de pie.
A eso de las doce subía, siempre en pantalón corto, en
dirección a la piscina. Solía
tener invitados a esa hora. Se
zambullía y nadaba. El
Mientras
hablábamos
el
sirviente permanecía como a un
metro y medio de nosotros
sosteniendo la bandeja con los
Martinis. Hemingway dejaba
una copa y sin hacer pausa
tomaba otra. Me habló de París
y de Venecia, de sus amigos
pescadores y de lo que le
gustaba hacer el amor. Trató de
ponerme
en
apuros
preguntándome muy serio si
podía decir algunos tacos que
procedió a enumerar. Yo le
contesté que dijera lo que le
diera la gana, entonces me
miró, me di cuenta del esfuerzo
que tenía que hacer para vencer
la timidez y aparecer ante las
cámaras, y cómo la broma de
los tacos le servía de
escapatoria traviesa ante el
apuro. Terminó diciéndome:
“El día que te den el premio
Nóbel, yo te entrevisto”.
Un cuarto de hora después el
sirviente nos acompañaba en el
camino de regreso. Nos contó
cómo
transcurrían
las
veinticuatro horas del día de la
vida de Papa. Encerrado en su
cuarto de trabajo a las siete de
la mañana, escribía a mano en
una tabla paseándose de un
extremo con la bandeja de los
Martinis. Le alcanzaba una
copa, la bebía y nadaba de
nuevo hacia el extremo
contrario. Allí sacaba otra vez
el brazo del agua para beber
otra copa y en ese movimiento
de uno a otro punto transcurría
su hora de ejercicio. Los
invitados nadaban o charlaban.
Lo frecuente era que se
retirasen todos a la hora de la
comida.
Hemingway
se
quedaba sólo con Mary y entre
los dos bebían una botella de
vino italiano. Él se acostaba un
rato a dormir la siesta y a eso
de las cuatro se levantaba y leía
hasta las seis o las seis y media.
Entonces subía al coche para ir
al Floridita, el más famoso de
los bares habaneros. Esa era la
hora del whisky hasta que le
llegaba la de cenar. Por lo visto
era un hombre muy delicado en
el trato, generoso, amigo de
hablar con todo el mundo,
bromista, nada pedante y
siempre
esforzándose
por
parecer sencillo.
sirviente lo esperaba en el otro
Nunca he olvidado cómo el
sirviente nos estrechó la mano
y con qué acento me despidió
diciéndome: “¡No deje en su
escrito de hablar muy bien de
Papa!”.Se cumple este año y
precisamente en verano el
centenario del nacimiento de
Hemingway. A mí no se me
olvida la mañana en que se
recibió la noticia de que le
habían otorgado el Premio
Nóbel. Para entonces vivía
Hemingway en La Habana y en
su finca de San Antonio de
Baños. Yo era el redactor más
joven del periódico El mundo
cuyo subdirector, Jorge Luis
Martí, ensayista notable, me
localizó temprano en la mañana
para pedirme que fuera a
entrevistarlo.
LITERATURA
Media hora después se detenía
frente a mi casa un Jeep del
periódico. En su interior había
un fotógrafo (olvidé decir antes
que El mundo tenía también su
canal de televisión) y dos
camarógrafos
con
el
correspondiente equipo.
Al llegar a la puerta de la finca
me sorprendió un cartel: “no
pase si no está invitado”. Había
un gran aldabón de hierro que
dejé caer con fuerza sobre la
madera y no pasó un minuto
antes de que un sirviente
uniformado me abriera la
puerta. Era de mediana
estatura, de complexión fuerte,
de raza negra y muy sonriente.
Se apresuró a decirnos que
pasáramos, que ese día Papa
estaba dispuesto a recibir a
todo aquel que viniera a
visitarle. Después nos aclaró
por qué lo llamaba Papa.
Hemingway se lo había
autorizado. Él era la única
criatura de la tierra que podía
entrar en el cuarto de trabajo
del escritor en horas de la
mañana. Papa era un gran
madrugador. Se despertaba
alrededor de las seis y media,
se duchaba rápidamente y antes
de las siete ya se había
encerrado en la habitación de
marras. La señora Hemingway
no osaba penetrar nunca en
aquel sagrado recinto, pero él
sí podía: le llevaba el café a
Papa y más tarde entraba de
nuevo con la correspondencia.
Al llegar a este punto el relato
del sirviente habíamos salvado
la distancia existente entre el
portón de la entrada y la casa.
Ahí
estaba
Hemingway
acompañado por su mujer y por
una pareja de invitados.
Lucía muy mayor, la cabeza
completamente blanca, grueso,
tímido,
quizá
dando
la
impresión de inseguro en
exceso. Había una enorme
bandeja con muchas copas de
Martini.
Hemingway se apresuró a
decirme que el día siguiente ya
no recibiría a nadie, que estaba
terminando una novela y que
no le quedaba mucho tiempo de
vida. Le pregunté ¿por qué?
Me respondió que después de
un premio Nóbel no estaba
bien que viviera muchos años.
Le recordé que Benavente había vivido muchísimos. Él
insistió en su obligación de
darse prisa. El fotógrafo quiso
retratar a la señora Mary y él
comentó
con
expresión
distraída: “Sí, retraten a Mary.
Está encantadora”. En ese momento entraron dos nuevos
visitantes y uno de los técnicos
de televisión me advirtió que
en breve tendrían preparados
los equipos. Hemingway y yo
nos colocamos a una cierta
distancia de los demás. Me
contó que siempre había
querido ser escritor. Había
empezado como periodista,
pero pronto se había arriesgado
a lanzar todo por la borda para
probar fortuna como novelista
y autor de relatos. El mayor
placer de su vida era entregarse
a la lectura, de manera que
soñaba con proporcionar a los
demás un placer igual: sólo por
eso escribía.
Mientras
hablábamos
el
sirviente permanecía como a un
metro y medio de nosotros
sosteniendo la bandeja con los
Martinis. Hemingway dejaba
una copa y sin hacer pausa
tomaba otra. Me habló de París
y de Venecia, de sus amigos
pescadores y de lo que le
gustaba hacer el amor. Trató de
ponerme
en
apuros
preguntándome muy serio si
podía decir algunos tacos que
procedió a enumerar. Yo le
contesté que dijera lo que le
diera la gana, entonces me
miró, me di cuenta del esfuerzo
que tenía que hacer para vencer
la timidez y aparecer ante las
cámaras, y cómo la broma de
los tacos le servía de
escapatoria traviesa ante el
apuro. Terminó diciéndome:
“El día que te den el premio
Nóbel, yo te entrevisto”.
el brazo del agua para beber
otra copa y en ese movimiento
de uno a otro punto transcurría
su hora de ejercicio. Los
invitados nadaban o charlaban.
Lo frecuente era que se
retirasen todos a la hora de la
comida.
Hemingway
se
quedaba sólo con Mary y entre
los dos bebían una botella de
vino italiano. Él se acostaba un
Entonces subía al coche para ir
al Floridita, el más famoso de
los bares habaneros. Esa era la
hora del whisky hasta que le
llegaba la de cenar. Por lo visto
era un hombre muy delicado en
el trato, generoso, amigo de
hablar con todo el mundo,
bromista, nada pedante y
siempre
esforzándose
por
parecer sencillo.
Nunca he olvidado cómo el
sirviente nos estrechó la mano y
con qué acento me despidió
diciéndome: “¡No deje en su
escrito de hablar muy bien de
Papa!”.
Un cuarto de hora después el
sirviente nos acompañaba en el
camino de regreso. Nos contó
cómo
transcurrían
las
veinticuatro horas del día de la
vida de Papa. Encerrado en su
cuarto de trabajo a las siete de
la mañana, escribía a mano en
una tabla paseándose de un
lado a otro y sin tomar asiento.
Si tenía que escribir un
diálogo, entonces empleaba
una máquina de escribir
pequeña y colocada a una
altura suficiente como para
teclear de pie.
A eso de las doce subía, siempre en pantalón corto, en
dirección a la piscina. Solía
tener invitados a esa hora. Se
zambullía y nadaba. El
sirviente lo esperaba en el otro
extremo con la bandeja de los
Martinis. Le alcanzaba una
copa, la bebía y nadaba de
nuevo hacia el extremo
contrario. Allí sacaba otra vez
de las cuatro se levantaba y leía
hasta las seis o las seis y media.
rato a dormir la siesta y a eso
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