"Descifrar un mensaje" por Mgter. Gustavo Morello S. J.

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Descifrar un mensaje
Por Gustavo Morello l Sacerdote
“De Copérnico a Mendel, de Galileo a Marconi, la historia de la Iglesia y la historia de las
ciencias nos muestran claramente que hay una cultura científica enraizada en el
cristianismo”.
Juan Pablo II, discurso en el Jubileo de los científicos, 5 de mayo de 2000.
Juan Pablo II ha sido un Papa preocupado por restablecer los vínculos de la Iglesia con el
mundo. Uno de los interlocutores privilegiados de esta iniciativa ha sido la ciencia.
El papa Wojtyla favoreció el diálogo a través de la tarea y el impulso dados a la
Academia
de
las
Ciencias
y
al
Pontificio
Consejo
para
la
Cultura.
La preocupación de la Iglesia por la ciencia es anterior a los conflictos, es parte del
diálogo de la Iglesia con el mundo. Si toda realidad viene de Dios, si el universo es una
palabra de Dios al hombre, la ciencia puede ser el idioma que nos ayude a entender ese
mensaje.
El progreso de la ciencia es, en el pensamiento del Papa fallecido, el conocimiento de la
verdad
presente
en
el
misterio
del
mundo.
A través de la investigación, el hombre llega a la Verdad, uno de los nombres que Dios
se ha dado a sí mismo. La ciencia no puede ser considerada por naturaleza como
contradictoria
con
la
fe
en
Dios.
Aprender
a
hablar
Ya en los primeros siglos de nuestra era hubo serios problemas en la asimilación
cristiana de la filosofía, la ciencia más relevante del Occidente antiguo.
Los cristianos convertidos a la Buena Nueva habían descubierto el amor de Dios, no
necesitaban otra cosa. Esta actitud de confianza en lo que tenían los llevó a invalidar
cualquier otra preocupación. Desde el cristianismo se confundió a la fe con el
pensamiento. Desde la filosofía veían a la religión cristiana como algo de gente bruta,
como una actitud mágica de las que tanto había en Oriente, que tranquilizaba los
interrogantes
de
los
hombres
simples.
Alrededor del año 200 surgen los primeros “apologetas”. Con este nombre se conoce a
los cristianos que presentaban la fe con argumentos filosóficos. Al principio no tenían
otra intención que la de expresar en “idioma filosófico” la fe bíblica. Los primeros
cristianos aprendieron filosofía como uno aprende inglés. Para hacerse entender.
Con el correr del tiempo, puede ser que uno se entusiasme con el idioma aprendido y lo
estudie en profundidad. Después de entender lo que se dice, se intenta pensar en la otra
lengua. Pero hay alguna gente, los que más se dedican, los que tienen un talento
especial, que son capaces de apreciar la belleza de una lengua extraña.
Cuando los cristianos de la antigüedad hacen un esfuerzo por “decir” la fe con el
“lenguaje” filosófico, con el reconocimiento de la densidad propia de la filosofía, surge la
teología cristiana. Cuando Orígenes quiso discutir las afirmaciones de Celso, tuvo que
hablar
su
mismo
lenguaje:
la
filosofía
platónica.
Para muchos, Agustín de Hipona fue el que mejor captó la belleza de esa “lengua”. Este
proceso, el aprendizaje cristiano de la filosofía antigua, culmina en el siglo XIII con
Tomás de Aquino y Alberto Magno: si Dios es fuente de toda sabiduría, fe y razón no se
contradicen,
son
dos
manifestaciones
de
la
Verdad
de
Dios.
De
la
sanción
al
diálogo
Esta unidad profunda se rompe cuando algunos niegan la posibilidad de un pensamiento
racional separado de la fe o alternativo a ella. Cuando algunos no toleran que en esa
“lengua” no se respete la “prosa cristiana”; cuando el pensamiento filosófico se aparta de
la
filosofía
cristiana,
estalla
el
conflicto.
Los intentos de acallar razón con religión generaron una reacción lógica: la fe no permite
pensar, entorpece a la gente. La investigación científica, para progresar, debe escapar
del yugo de la fe. La separación fue tan traumática como la vinculación primera. Hubo
graves incomprensiones entre la ciencia y la fe, por malentendidos y errores. La
investigación
y
la
revisión
humilde
y
paciente
los
fueron
disipando.
La Iglesia ha necesitado tiempo para reconciliarse con la ciencia, en especial con los
pensadores que definieron y expandieron las fronteras de los diferentes órdenes del
saber.
La sabiduría cristiana articuló, desde su convicción profunda en el amor de Dios, la fe
hebrea, la filosofía griega, el derecho de Roma; ¿por qué no incluir a la razón moderna?
Juan Pablo II reconoció, a lo largo de su extenso pontificado, una verdad antigua que el
catolicismo necesitaba refrescar: la Iglesia está compuesta por hombres limitados y
condicionados
por
las
interpretaciones
culturales
de
su
época.
Galileo tuvo que sufrir mucho de parte de algunos hombres y los organismos de la
Iglesia. El Papa no sólo deploró estas actitudes estrechas, sino que en 1992, luego de
una profunda investigación de casi 10 años, rehabilitó a Galileo, símbolo de esta dolorosa
incomunicación.
Además, el Pontífice valoró la ayuda que la ciencia brindó a la Iglesia al purificarla de un
concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos, cuando Dios era un mero
producto de la incapacidad del hombre de conocer científicamente. La ciencia ayuda a la
Iglesia
a
no
caer
en
la
idolatría
o
el
pensamiento
mágico.
Un
lenguaje
distinto
Juan Pablo II retomó en sus discursos y escritos la enseñanza del Concilio Vaticano II.
La búsqueda libre de la verdad por sí misma es uno de los más nobles derechos del
hombre.
Así como la religión exige libertad religiosa, la ciencia reivindica, legítimamente, libertad
de investigación. La Iglesia afirma y defiende la autonomía de la cultura humana y,
especialmente, de las ciencias. Defiende la libertad de investigación, que es uno de los
atributos más nobles del hombre. Se debe reconocer que cada disciplina científica tiene
métodos propios, y hay que respetarlos. El “idioma” científico tiene su gramática, distinta
de
la
de
las
otras
lenguas.
La ciencia pura es parte de la cultura; por eso es muy valiosa en sí misma, más allá de
sus aplicaciones técnicas. La ciencia entra en crisis cuando se la hace meramente
utilitarista, cuando se somete al poder económico o político. Por eso debe contar con una
autonomía legítima, no sólo de la tutela eclesiástica: la ciencia debe ser libre frente a los
poderes económicos y políticos. La verdad científica no tiene que rendir cuentas más que
a
sí
misma
y
a
Dios,
verdad
suprema,
creador
de
todo.
Para Juan Pablo, la investigación científica y técnica es una forma privilegiada del
dominio del hombre sobre la creación. Nada de lo que ayude a conocer nuestra
naturaleza humana puede dejarnos indiferentes. Las victorias del hombre nos hablan de
la
grandeza
de
Dios.
Buscar
la
Verdad
No hay contradicción entre la ciencia y la religión. Fe y razón son instrumentos que Dios
puso en el hombre para conocer la Verdad. Ciencia y religión son dos órdenes distintos
de conocimiento, autónomos en sus procedimientos pero convergentes en el
descubrimiento de la realidad integral que es Dios. Dos modos distintos de nombrar lo
mismo.
Juan Pablo sostuvo que la fe debe ser capaz de asimilar todas las investigaciones,
porque ellas dan al hombre la posibilidad de conocer al Creador, presente en su obra.
Pero no hay que confundir. La ciencia no puede ser empleada de una manera simplista
como base racional de la fe religiosa. Según este Papa, la Iglesia no busca en la ciencia
argumentos apologéticos, “pruebas de la existencia de Dios”. Busca, gracias a los
científicos, extender el horizonte de su contemplación y de su admiración por la
grandeza
de
Dios.
La fe y la razón no pueden separarse porque son palabras del hombre. Cuando hay
diferencias, se debe profundizar la investigación. Tanto la ciencia como la teología,
sostuvo Juan Pablo, necesitan humildad. Esta cualidad crea un clima que favorece la
investigación y el diálogo. Cada profundización es un rejuvenecimiento de la fe, un paso
hacia
la
verdad.
Mientras más sólido sea el vínculo entre la fe y la razón, mejor queda garantizada la
autonomía propia de cada uno: la del dato revelado, la del pensamiento, la del método
científico.
El
respeto
aumenta
la
posibilidad
de
entendernos.
La
Verdad
y
la
Justicia
Tal vez una de las características más interesantes del pensamiento wojtyliano haya sido
la de sostener que la ciencia debe aplicarse al servicio del hombre. De algún modo, la
verdad de la ciencia, al igual que la verdad cristiana, se hacen Verdad cuando llevan a la
Justicia.
El hombre vive humanamente cuando humaniza el mundo. La ciencia es una forma
privilegiada de hacer un mundo más humano. La ampliación y la profundización del
saber
científico
constituyen
un
progreso
innegable
para
el
hombre.
Por eso, afirmó el Papa, la ciencia debe estar al servicio de la gente, respetando la
dignidad de todos los hombres y de toda la creación. Hay responsabilidades morales
ineludibles cuando se trata de aplicaciones técnicas: siempre aparecen peligros y
beneficios. El criterio es preguntarse cómo la ciencia puede servir al hombre. La bondad
moral de un progreso se mide en relación con el bien que proporciona a la gente.
De allí que la ciencia tiene que ser objeto de colaboración internacional, en especial tiene
que ser usada para dar mejores condiciones de vida a los más pobres. Nadie se puede
apropiar del futuro. Los resultados de la investigación científica han de difundirse en el
conjunto de la comunidad científica y no pueden ser patrimonio de un pequeño grupo.
En definitiva, en la concepción cristiana, la ciencia se hace Verdad cuando se convierte
en una palabra de Justicia.
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