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RELATO DEL HOMBRE AZUL
No hay cuento, mito o leyenda comparable a un recuerdo para hacer entender
algo. Abrir tu mente para que otros comprendan y así compartir lo que un día te hizo
crear experiencia, pues lo vivido nunca será semejante a las planas palabras de un libro
o a los susurros incierto de una historia.
En mi caso, solo pude transmitir mi exiguo, si bien significativo conocimiento, a
un par de jóvenes personitas a las que me sentía orgulloso y privilegiado de dotar con
una digna educación, aunque sé que si lo hubieran escuchado más personas las cosas
irían de otra manera.
Les hablé sobre el amor de mi infancia, que muy lejos estuvo de ser un alguien,
a pesar de tener nombre y disolver mi soledad en momentos oscuros. Se trataba de un
lago que había a las afueras de la pequeña ciudad en lo que vivía, donde el limitado
paisaje de las laderas se reflejaba haciéndose infinito entre las ondas circulares que
mecían las aguas.
Cada hora y minuto del día mi mente se llenaba de las agujas de aquel lago, mis
cuadernos que debía usar en la escuela derramaban palabras, dibujos y letras de
canciones, no muy buenas para mi pesar, inspiradas en él. Siempre que tenía tiempo
libre estaba allí, ya fuera verano y el agua estuviera templada, o invierno con una fina
cubierta de copos de nieve, con amigos jugando en la orilla o simplemente solo,
meditando en aquel silencio azul.
Si en aquel momento me hubieran concedido un deseo, habría hecho de mi
cuerpo barca para estar acunado siempre por aquel paisaje hídrico que era mi hogar.
Con el tiempo tuve que dejar mi casa, mi pueblo y mi querido lago para poder ir
a estudiar y aquello me entristeció terriblemente y me provocó contrariedad. Deseaba
acumular conocimientos, hacer de mí un hombre con una buena cabeza amueblada. Por
así decirlo, pero para eso tuve que dejar mi lago.
Cuando rara vez llovía, por suerte, en el lejano emplazamiento donde se
encontraba mi universidad, sentía que cada gota me agujereaba el alma y rebotaba
contra mi corazón quedando incrustada en mi pecho como una pequeña bala de cristal.
Me refugié en libros que contaban viejas historias de marineros, demasiado
entretenidas como para ser verdad y en poesías azules, tan llenas de sentimientos que no
llegue bien a entender. Sufrí con agonía aquellos años que pasamos separados, pero no
podía decir que cada vez que se reproducía dentro de mi cabeza uno de los tantos
recuerdos que tenía allí, no me arrancara una sonrisa o provocara una sensación de
calidez.
Me costó seis largos años, a base de repetir un par de cursos, terminar la carrera
que había elegido, que no había sido otra que la de la enseñanza, para encaminar mis
pasos en un futuro. En cuanto tuve el diploma en la mano, hice la maleta y me subí en
el primer autobús que tuviera rumbo a mi ciudad, como llevaba queriendo hacer desde
que pisé aquel suelo extranjero años atrás.
Echaba de menos el olor de la brisa, el escalofrío que me recorría el cuerpo
cuando dejaba que el suave vaivén del agua me lamiese los pies en la orilla y, sobre
todo, la sensación de vitalidad que me invadía cada vez que estaba allí.
Nada más llegar, dejé las maletas a prisa en casa y me desasí del acogedor
abrazo de bienvenida, entusiasmado por ver de nuevo aquello que de algún modo me
hacías se yo más que cualquier otra cosa en el mundo. Corrí el corto tramo que quedaba
con grandes y enérgicas zancadas deseoso de tenerlo ante mis ojos.
Pero cuando llegué, encontré algo que no me esperaba y que hizo que mi alma se
rompiera como una vidriera de color siendo quebrada por guijarros. El agua que en su
día había sido cristalina, ahora lucía turbia y ponzoñosa por el vertido de fluidos, las
orillas verdes en las que había pasado mi infancia estaban atestadas de viejos
electrodomésticos y otros enseres, que rompían la vista de las laderas como horrendas
torres de óxido y metal. Mi lago, un vertedero.
Y ante aquella horripilante escena, lo único que pude hacer fue llorar siendo
adulto como no había llorado de niño. Lágrimas del agua que un día había contenido
aquel lago, porque al fin y al cabo aquel lugar no había sido una forma de vida para mí,
sino mi vida en sí. Mi alma, mi cuerpo y mi mente estaban hechos gota a gota con el
agua de aquel lago.
Vi las caras de los niños al terminar mi relato y supe que dentro de ellos se había
roto algo, igual que en su tiempo me pasó a mí, ya que comprendieron que cada vez que
contaminamos un río, lago o mar no solo acabamos con el paisaje, los animales o las
plantas, sino también con las personas que forman parte de ellos, porque para esos
individuos el agua es vida.
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