Bautismo

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Bautismo
Sacramento por el que se confiere a quien lo recibe la categoría de miembro de la Iglesia, con todos los
derechos y deberes derivados de ello.
Las abluciones, en religiones bien diversas entre sí, tienen siempre un mismo significado: purificación y
renovación. El bautismo cristiano, con todo, se origina en el bautismo de Jesús en el río Jordán, donde tomó
conciencia de su identidad y de su relación con Dios, a cuya luz entrevió el sentido de su vida y de su muerte,
algo que va mucho más allá de una purificación ritual. En el Nuevo testamento, el bautismo, sumergirse en
agua, parece coronar un proceso de iniciación−transformación de la conciencia, por el cual, en el ser humano,
sumergido en Espíritu, se opera el paso experimental de la muerte a la vida, del hombre viejo al hombre nuevo
(Romanos, 6), por un camino singular para cada uno. Para los católicos, el rito esencial del bautismo consiste
en una ablución durante la cual se invoca a las personas de la Trinidad. Su materia es agua verdadera y
natural. Puede realizarse por inmersión total o parcial (uso de la Iglesia de Oriente), por infusión, derramando
agua sobre la cabeza del neófito (práctica común en la Iglesia de Occidente desde el siglo XV), o por
aspersión, rociando con agua al bautizado. A los niños sin uso de razón, en la disciplina católica actual, se les
administra el bautismo con el consentimiento de los padres. Es dado a los adultos después de manifestar su
expreso deseo de recibirlo. El concilio de Trento ordenó a los párrocos la confección y la custodia de los
libros de registro bautismales. Desde el punto de vista protestante, la doctrina y la práctica del bautismo no
son unánimes: en la Iglesia luterana, perdona los pecados y regenera al creyente; en la Iglesia reformada de
Zwinglio, es rito introductorio que significa la gracia, aunque no la confiere; en la calvinista, deben bautizarse
los hijos de los fieles, porque por su nacimiento pertenecen a la alianza de gracia; la Iglesia anglicana admite
la regeneración mediante el bautismo; los cuáqueros rechazan el rito exterior, al que los liberales reconocen
tan sólo un valor pedagógico; los baptistas lo administran por inmersión sólo a los adultos.
Dios
En las religiones monoteístas, ser supremo, trascendente, único y universal, creador y autor de todas las cosas,
principio de salvación para toda la humanidad que se revela en el desarrollo de la historia. En esta acepción
suele escribirse con mayúscula. En las religiones politeístas, ser superior de poder sobrenatural sobre los
hombres. La historia comparada de las religiones muestra que la revelación hecha a Moisés inauguró un
monoteísmo de carácter único, sin equivalente en las religiones anteriores. La revelación bíblica de Dios como
ser único se presenta como la expresión, en una tradición particular y por medio de un determinado pueblo
dotado de una peculiar idiosincrasia, de la religión universal llamada a ser conocida por todos los pueblos. Por
lo mismo, las otras religiones se hallan ligadas a ella. Puede constituirse en el corazón y centro de las restantes
religiones, pues no se presenta como una religión, en el sentido de los cultos politeístas, ni como una
revelación particular, sino como el acontecimiento de un encuentro directo con Dios de un pueblo que
inaugura la historia de Dios con los hombres. A partir de ese momento comienza una historia nueva entre
Dios y aquel pueblo, cuya originalidad estriba en el hecho de que Dios habla por distintas vías: las coyunturas
históricas, que recuerdan el hecho primordial de la salida y de la liberación de Egipto; por medio del azar y de
los sueños y, sobre todo, por medio de la palabra inspirada y poética de los profetas. El pueblo judío estará
destinado a escuchar durante toda su historia la revelación que le fue hecha a Moisés y a recordar como un
hecho siempre actual el don de la Torá (enseñanza recibida y transmitida). Para el judaísmo, Dios no es ni
visto ni conocido. Ni tan siquiera puede ser nombrado. Cuando Dios revela su nombre (Éxodo 3, 14): «Yo soy
el que soy», o mejor: «Yo seré el que seré» (para vosotros, es decir, «vosotros me reconoceréis por mis
obras»), este nombre sólo tiene un sentido inmediato para Israel, que experimenta la proximidad y la presencia
activa de Dios, ya que el nombre misterioso no es ninguna definición de Dios, sino sólo la afirmación de una
potencia activa para Israel. De esta forma, el Dios del Sinaí es más reconocido caminando conforme a unas
vías que «creyendo» en Él. La alianza es sellada con la observancia de la Torá (que es enseñanza y ley) dada
por Dios a los hombres. Esta noción bíblica de Dios inaugura el particularismo de una tradición y es la más
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universal posible. El Dios de la Biblia es el Padre de todos los hombres. Así, pues, la revelación hecha al
pueblo judío no le ha sido dada como un privilegio, sino que ha de ser compartida con toda la humanidad.
Ahora bien, para el judaísmo actual, esta extensión a los demás pueblos ha de producirse a través del pueblo
judío como intermediario y, para los cristianos, está ligada a la persona de Jesucristo (el Emmanuel, el «Dios
con nosotros»), y se realiza en un nuevo contexto: Jesús, ajeno a la Ley (que transgrede cuando entra en
conflicto con la vida de los hombres) y al Templo, interioriza la presencia de Dios, inscrita en la más honda
intimidad humana («Abba»), que ya no se da a través de la obediencia a un mandato extrínseco, sino mediante
la fidelidad al Espíritu, que en el interior del corazón humano clama anhelante por la Presencia total, sediento
de vida eterna. La realidad viviente de Jesús, el Hijo, es la nueva ley y el nuevo templo. Creer en su filiación
divina (y en la propia, aun potencial) es admitir que no existe un conocimiento perfecto de Dios, tal como Él
quiere ser conocido, fuera de Jesús y fuera de la propia e íntima existencia, en la que el creyente adivina como
en filigrana la acción divina (para la que no encuentra un nombre más apropiado). Para el cristianismo, la
herencia del judaísmo culmina en la persona de Jesús, lo que es impensable siguiendo la tradición judía, para
la que Jesús no es más que un hombre como todos los demás.
Trento, concilio de
Concilio convocado para establecer la ortodoxia católica frente a las reformas protestantes del siglo XVI. Se
dividió en tres períodos de sesiones: el primero en Trento de 1545 a 1547 y en 1547 en Bolonia; el segundo,
en 1551−1552, de nuevo en Trento y el tercero a su vez en Trento, en 1562−1563. Se afirmó en las cuestiones
siguientes: la Sagrada Escritura y la tradición como fuentes de revelación; los siete sacramentos,
especialmente en cuanto a la presencia real en la Eucaristía, el pecado original, la justificación por la fe y la
gracia, el culto de los santos y las indulgencias. Todo ello se recogió en una confesión de fe o credo tridentino.
También se dedicó a la reforma de las costumbres del clero (refiriéndose, entre otras cosas, al celibato
obligatorio de los clérigos), a la reorganización de la vida eclesiástica y la instrucción de los fieles. Tuvieron
gran influencia en él los teólogos españoles, en particular Cano, Suárez y Salmerón. En cuanto instrumento
central doctrinal de la Contrarreforma, tuvo gran influencia en todos los órdenes de la vida religiosa católica,
incluidos sus aspectos formales y artísticos.
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