Referência Completa

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DAHL, Robert Alan. La primera transformación: hacia la Ciudad-Estado
democratica, in, DAHL, Robert Alan. La democracia y sus criticos. 2.
ed. Barcelona: Paidos, 1993. p. 019 – 034.
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Primera parte
FUENTES DE LA DEMOCRACIA MODERNA
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(Em branco)
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Capítulo 1
LA PRIMERA TRANSFORMACION:
HACIA LA CIUDAD-ESTADO DEMOCRATICA
En la primera mitad del siglo V a .C. tuvo lugar una transformación en
las ideas e instituciones políticas vigentes entre griegos y romanos que,
por su importancia histórica, es comparable a la invención de la rueda o
al descubrimiento del Nuevo Mundo. Dicha transformación fue el reflejo
de una nueva manera de comprender el mundo y sus posibilidades.
Dicho del modo más simple, lo que aconteció fue que varias ciudadesEstados que desde tiempos inmemoriales habían sido gobernadas por
diversas clases de líderes antidemocráticos (aristócratas, oligarcas,
monarcas o tiranos) se convirtieron en sistemas en los cuales una
cantidad sustancial de varones adultos libres tenían derecho a participar
directamente, en calidad de ciudadanos, en el gobierno. Esta
experiencia, y las ideas a ella asociadas, dieron origen a la visión de un
nuevo sistema político en que un pueblo soberano no sólo estaba
habilitado a autogobernarse sino que poseía todos los recursos e
instituciones necesarios para ello. Dicha visión sigue constituyendo el
núcleo de las modernas ideas democráticas y plasmando las
instituciones y prácticas democráticas.
No obstante, las modernas ideas e instituciones democráticas constan
de muchos otros elementos, que desbordan esa visión simple; y como la
teoría y las prácticas de la democracia moderna no sólo son el legado
del gobierno popular de las ciudades-Estados antiguas, sino que derivan
además de otras experiencias históricas, tanto evolucionarias como
revolucionarias, conforman una amalgama no siempre coherente de
elementos. Como resultado de esto, la teoría y las prácticas
democráticas contemporáneas exhiben incongruencias y contradicciones
que a veces se manifiestan en problemas profundos.
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Para que podamos comprender mejor cómo se generó esa amalgama a
la que llamamos “democracia”, voy a describir sus cuatro fuentes más
importantes, señalando al mismo tiempo algunos problemas que
demandarán nuestra atención en los capítulos siguientes. Esas cuatro
fuentes son: la Grecia clásica; una tradición republicana proveniente
más de Roma y de las ciudades-Estados italianas de la Edad Media y el
Renacimiento que de las ciudades-Estados democráticas de Grecia; la
idea y las instituciones del gobierno representativo; y la lógica de la
igualdad política. La primera de estas fuentes será el tema de este
capítulo.
La perspectiva griega
Si bien las prácticas de la democracia moderna sólo guardan escasa
semejanza con las instituciones políticas de la Grecia clásica, nuestras
ideas actuales (como señalé en la “Introducción”) han experimentado la
poderosa influencia de los griegos, y en particular de los atenienses.
Que las ideas democráticas de los griegos hayan sido más influyentes
que sus instituciones es irónico, ya que lo que sabemos sobre esas ideas
no deriva tanto de los escritos o los discursos de los defensores de la
democracia (de los cuales sólo han sobrevivido algunos fragmentos)
como de sus críticos [Nota 1]. Estos abarcaron desde adversarios
moderados como Aristóteles, a quien le molestaba el poder que, según
él, necesariamente le iba a dar a los pobres la expansión de la
democracia, hasta francos opositores como Platón, quien condenó la
democracia juzgándola el gobierno de los incapaces y abogó por
implantar en su lugar un sistema de gobierno de los ciudadanos mejor
calificados, sistema que tendría más tarde perenne atractivo. [Nota 2]
Como en la teoría democrática no contamos con el equivalente griego
del Segundo tratado sobre el gobierno, de Locke, o del Contrato social,
de Rousseau, es imposible citar el capítulo y versículo de cada una de
las ideas democráticas griegas. Es indudable que la demokratia
implicaba igualdad, en alguna forma, pero... ¿exactamente qué tipo de
igualdad? Antes de que la palabra “democracia” entrara en vigor, los
atenienses ya se habían referido a ciertas clases de igualdad como
características positivas de su sistema político: la igualdad de todos los
ciudadanos en cuanto a su derecho a hablar en la asamblea de gobierno
(isogoria) y la igualdad ante la ley (isonomia) (Sealey, 1976, pág. 158).
Estos términos siguieron utilizándose y, evidentemente, a menudo se
consideró que designaban características propias de la “democracia”;
pero durante la primera mitad del siglo Va .C., cuando fue cobrando
aceptación que “el pueblo” (el demos) era la única autoridad legítima
para gobernar, al mismo tiempo parece haber ganado terreno la idea de
que democracia” era el nombre más apropiado para el nuevo sistema.
Aunque en gran parte el carácter de las ideas y prácticas democráticas
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griegas sigue siendo desconocido y tal vez nunca logremos asirlo, los
historiadores han revelado suficientes datos como para reconstruir en
forma razonable las opiniones que podría haber tenido un demócrata
ateniense a fines del siglo V (digamos en el año 400 a.C.). Esta
conveniente fecha es algo más de un siglo posterior a las reformas de
Clístenes (que inauguraron la transición hacia la democracia en Atenas),
una década posterior a la restauración democrática luego del
desbaratamiento del régimen en 411, cuatro años posterior al
reemplazo del breve pero cruel y opresivo régimen de los Treinta
Tiranos por la democracia y un año después del juicio y muerte de
Sócrates.
Un demócrata griego habría partido de ciertas premisas,
aparentemente muy difundidas entre todos los griegos que
reflexionaban acerca de la índole de la vida política, yen particular
acerca de la “polis” —incluso entre críticos moderados como Aristóteles
o antidemocráticos, como Platón—. Podemos imaginar, entonces, que
nuestro ciudadano ateniense, caminando por el ágora con un amigo, le
expone de la siguiente manera sus puntos de vista.
Naturaleza de la “polis” [Nota 3]
Sabemos, desde luego —diría nuestro ateniense—, que sólo
asociándonos a otros tenemos esperanzas de llegar a ser plenamente
humanos o, por cierto, de realizar nuestras cualidades de excelencia
como seres humanos. Ahora bien: la asociación más importante en la
que vive, crece y madura cada uno de nosotros es, a todas luces,
nuestra ciudad: la polis. Y así les pasa a todos, pues tal es nuestra
naturaleza como seres sociales. Aunque una o dos veces oí decir a
alguien (quizá sólo por el afán de provocar una disputa) que un hombre
bueno puede existir fuera de la polis, es evidente por sí mismo que, no
compartiendo la vida de la polis, ninguna persona sería capaz de
desarrollar o de ejercitar jamás las virtudes y las cualidades que
distinguen al hombre de las bestias.
Pero un buen hombre necesita no meramente una polis, sino una
buena polis. Para juzgar la calidad de una ciudad, nada importa más que
los atributos de excelencia que ella promueve en sus ciudadanos.
Huelga decir que una buena ciudad es aquella que produce buenos
ciudadanos, que fomenta su felicidad y los estimula a actuar
correctamente. Es para nosotros una fortuna que estas finalidades
armonicen entre sí, ya que el hombre virtuoso será un hombre feliz, y
nadie, a mi juicio, puede ser auténticamente feliz si no es además
virtuoso.
Y lo mismo ocurre con la justicia. La virtud, la justicia y la felicidad no
son enemigas entre sí: son camaradas. Siendo la justicia lo que tiende a
promover el bien común, una buena polis tiene que ser una polis justa;
y por lo tanto debe empeñarse en formar ciudadanos que procuren el
bien común. Quien meramente persigue su propio interés no puede ser
un buen ciudaPágina 24
dano: un buen ciudadano es el que en las cuestiones públicas apunta
siempre al bien común. Sé que al decir esto parezco estar estableciendo
una norma imposible de cumplir, tanto en Atenas como en cualquier
otra ciudad. Sin embargo, la virtud de un ciudadano no puede tener otro
significado que éste: que en las cuestiones públicas se empeñe siempre
por lograr el bien de la polis.
Como una de las finalidades de la ciudad es producir buenos
ciudadanos, no podemos dejar librada su formación al azar o a su
familia. Nuestra vida en la polis es una educación, y debe formarnos de
tal modo que interiormente aspiremos al bien de todos, con lo cual
nuestras acciones externas reflejarán nuestra naturaleza interior. Las
virtudes cívicas deben además ser robustecidas por las virtudes de la
constitución y las leyes de la ciudad, y por un orden social que vuelva
posible la justicia; ya que no sería dable alcanzar la excelencia si para
ser un buen ciudadano uno tuviera que actuar mal, o para actuar bien
uno tuviera que ser un mal ciudadano.
Creo, pues, que en la mejor de las polis los ciudadanos son a la vez
virtuosos, justos y felices. Y como cada cual procura el bien de todos, y
la ciudad no está dividida en otras tantas ciudades menores de los ricos
y los pobres, o pertenecientes a distintos dioses, todos los ciudadanos
pueden convivir en armonía.
No quiero decir que todo sea válido para Atenas o cualquier otra ciudad
actual, pero sí que es un modelo que debemos contemplar con el ojo de
nuestra mente al alabar a nuestra ciudad por sus virtudes o criticarla
por sus faltas.
Por supuesto, todos nosotros creemos en esto que acabo de enunciar.
Ni siquiera el joven Platón discreparía. Por cierto que a veces lo he oído
hablar sagazmente —y él afirma que lo hace en nombre de Sócrates —
sobre la necedad de esperar que la gente ordinaria gobierne con
prudencia, y cuánto mejor sería Atenas si fuese gobernada por filósofos
sabios —como él imagina que lo es, supongo yo —. Pero aun alguien
que desprecie a la democracia como Platón lo hace concordaría
conmigo, me parece, en cuanto he dicho hasta ahora. En cambio, me
disputaría lo que ahora voy a declarar, sumándose sin duda a esos otros
que siempre critican a la democracia por sus defectos, como Aristófanes
y, huelga añadirlo, todos los atenienses que apoyaron a los Treinta
Tiranos.
Naturaleza de la democracia
La polis que nosotros, los demócratas —continuaría diciendo nuestro
ateniense—, nos empeñamos en alcanzar debe ser ante todo una buena
A polis; y para serlo, debe poseer los atributos que he descripto, como
todos pensamos. Pero para ser, además, la mejor de las polis, debe ser
también, como lo es Atenas, una polis democrática.
Ahora bien: a fin de que los ciudadanos se afanen en pro del bien
común,
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en una polis democrática, no es preciso que seamos todos iguales, o que
no tengamos ningún interés propio de cada cual, o que dediquemos
nuestra vida exclusivamente a la polis. Pues... ¿qué es una polis si no un
lugar donde los ciudadanos pueden vivir una vida plena y no estar
sujetos al llamado de sus deberes cívicos en cada uno de sus momentos
de vigilia? Así lo quieren los espartanos, pero no es ésa nuestra
modalidad. Una ciudad necesita tener zapateros y constructores de
barcos, carpinteros y escultores, agricultores que atiendan a sus olivares
en la campiña y médicos que atiendan a sus pacientes en la ciudad. La
finalidad de cada ciudadano no tiene por qué ser idéntica a la de los
demás. Lo que es bueno para uno, entonces, no necesita ser
exactamente lo mismo que es bueno para otro.
Pero nuestras diferencias no deben ser tan grandes que no sepamos
coincidir en lo que es bueno para la ciudad, o sea, lo que es lo mejor
para todos y no meramente para algunos. De ahí que, como cualquier
buena polis, la polis democrática no debe dividirse en dos, una ciudad
de los ricos y una ciudad de los pobres, cada una de las cuales
perseguiría su propio bien. No hace mucho lo oí hablar a Platón de este
peligro, y aunque no es amigo de la democracia ateniense, en esto, al
menos, concordamos. Pues una ciudad de tal suerte sería maldecida por
los conflictos, y la lucha civil desalojaría al bien común. Tal vez fue
porque crecieron dos ciudades en el seno de Atenas, y los pocos
acaudalados que en ella había llegaron a odiar a la ciudad gobernada
por los muchos menesterosos (o así los consideraban los ricos), que la
ciudad de los acaudalados instigó la instauración del gobierno de los
Treinta Tiranos.
Además, una democracia debe tener modesto tamaño, no sólo para
que todos los ciudadanos puedan congregarse en la asamblea y actuar
así como cogobernantes de la ciudad, sino también para que se
conozcan entre ellos. Para perseguir el bien de todos, los ciudadanos
deben ser capaces de conocer el bien de cada uno y de comprender el
bien común que cada cual comparte con los otros. ¿Pero cómo podrían
los ciudadanos llegar a comprender lo que todos tienen en común, si su
ciudad fuese tan grande y su demos tan numeroso que jamás se
conociesen mutuamente o pudieran ver la ciudad en su conjunto? El
imperio persa es abominable no únicamente por su despotismo sino
porque, siendo tan gigantesco que entre sus fronteras cada persona
queda empequeñecida hasta el tamaño de un enano, nunca podría ser
otra cosa que un régimen despótico. Hasta Atenas, me temo, ha crecido
demasiado. Se dice que nuestro demos abarca ahora alrededor de
cuarenta mil ciudadanos. [Nota 4] ¿Cómo podemos conocernos si somos
tantos? Los ciudadanos que no acuden a las reuniones de la Asamblea,
como con muchos sucede ahora, no están cumpliendo su deber de
ciudadanos. Sin embargo, si todos concurrieran, el número sería
excesivo. No habría cabida para todos en nuestro sitio de reunión, en la
colina de la Pnyx,[*] y aunque la hubiera, de los cuarenta mil asistentes
apenas podrían hablar unos pocos oradores, y... ¿qué orador
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posee una voz tan estentórea como para ser escuchado por tantos? La
enormidad de nuestro demos no se adecua a nuestra democracia, como
un atleta que hubiese engordado hasta perder su presteza y agilidad y
ya no pudiese participar en los juegos.
Pues, ¿cómo puede una ciudad ser una democracia si no pueden todos
sus ciudadanos reunirse a menudo para ejercer su gobierno soberano en
los asuntos públicos? He oído quejarse a algunos atenienses de que
trepar la colina de la Pnyx cuarenta veces por año, como se supone que
debemos hacer, para iniciar nuestra reunión en la mañana temprano y
permanecer hasta bien entrada la noche, es una carga excesiva, sobre
todo para quienes deben llegar la noche antes desde distantes sitios del
Atica y regresar la noche siguiente a sus haciendas. Sin embargo, no
veo cómo podríamos, con menos reuniones, concluir nuestros asuntos,
si a veces hasta necesitamos sesiones extraordinarias.
Pero no es sólo merced a la Asamblea que gobernamos en Atenas.
Además, debemos turnarnos en las labores administrativas de la ciudad:
en el Consejo, que prepara el temario de la Asamblea, en nuestros
jurados de ciudadanos y en las innumerables juntas de magistrados.
Para nosotros, la democracia no significa simplemente tomar
importantes decisiones y sancionar leyes en la Asamblea, también
significa actuaren los cargos públicos.
De modo, entonces, que una polis no sería una auténtica polis, y nunca
podría ser una polis democrática, si tanto su ciudadanía como su
territorio excediesen el tamaño de los nuestros; y aun sería preferible
que fueran menores. Conozco bien el peligro: somos vulnerables,
corremos el peligro de ser derrotados en una guerra por un Estado más
grande. No me refiero a otras ciudades-Estados, como Esparta, sino a
imperios monstruosos como Persia. Y bien: debemos correr ese riesgo, y
según los persas bien lo han aprendido, en alianza con otros griegos nos
hemos equiparado a ellos y hasta los hemos superado.
Aunque precisemos aliados en tiempos de guerra, ni siquiera entonces
renunciaremos a nuestra independencia. Algunos afirman que
deberíamos formar con nuestros aliados una liga permanente, donde
pudiésemos escoger conciudadanos que nos representen en alguna
suerte de consejo, e1 cual tendría a su cargo decidir en cuestiones de
guerra y de paz. Pero no entiendo cómo podríamos transferir nuestra
autoridad a un tal consejo y seguir siendo una democracia, y aun una
polis genuina, ya que en ese caso dejaríamos de ejercer en nuestra
asamblea el poder soberano sobre nuestra propia ciudad.
Treinta años ha, mi padre estuvo entre quienes asistieron al funeral de
los caídos en la guerra contra Esparta, y allí escuchó a Pericles, elegido
para hacer la alabanza de los héroes muertos. Más tarde me contó
tantas veces lo que ese día dijo Pericles, que aún hoy lo escucho como si
hubiese estado presente yo mismo.
Nuestra constitución, dijo Pericles, no imita las leyes de los Estados
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vecinos, más bien somos los que establecemos la pauta a seguir y no
los imitadores. Nuestra forma de gobierno favorece a los muchos en
lugar de favorecer a unos pocos: por ello se la llama democracia. Si
examinamos las leyes, brindan igual justicia a todos en sus diferencias
particulares; si atendemos a la posición social, veremos que el progreso
en la vida pública depende de la capacidad y de la fama a que ésta da
origen, y no se permite que las consideraciones clasistas interfieran con
el mérito; tampoco la pobreza es un obstáculo, pues si hay un hombre
útil para servir al Estado su oscura condición no es un impedimento. La
libertad de que gozamos en el gobierno se extiende a nuestra vida
corriente. Lejos de ejercer una celosa vigilancia sobre cada uno de
nuestros semejantes, no nos sentimos enfadados con nuestro vecino por
hacer lo que a él le gusta, ni somos dados a dirigirnos esas miradas
afrentosas que no pueden sino injuriar. Pero esta soltura en nuestras
relaciones privadas no nos convierte en ciudadanos ajenos a la ley.
Nuestra mejor salvaguardia contra la anarquía es nuestro respeto por
las leyes, en especial por las que protegen a los perjudicados, ya sea
que estén inscriptas en los estatutos o pertenezcan a ese código que,
pese a no estar escrito, no puede quebrantarse sin deshonra.
Nuestros hombres públicos, afirmó Pericles, atienden a sus cuestiones
privadas además de la política, y nuestros ciudadanos ordinarios, pese a
sus laboriosas ocupaciones particulares, siguen siendo jueces probos en
las cuestiones públicas. En vez de considerar la discusión como un
estorbo en el camino de la acción, pensamos que es el paso previo
indispensable para cualquier acción sensata.
En suma, dijo Pericles, como ciudad somos la escuela de la Hélade
(Tucídid es, 1951, págs. 104-06).
Síntesis de la visión griega
El ideal democrático descripto por nuestro hipotético ateniense es una
visión política tan enaltecedora y encantadora que difícilmente un
demócrata moderno dejaría de sentirse atraído por ella. Según esta
visión griega de la democracia, el ciudadano es un ser total para quien
la política constituye una actividad social natural, no separada del resto
de la vida por una nítida línea demarcatoria, y para quien el gobierno y
el Estado (o más bien, la polis) no son entidades remotas y ajenas, sino
que la vida política es una extensión armoniosa de sí mismo. No vemos
aquí valores fragmentados sino coherentes, porque la felicidad está
unida a la virtud, la virtud a la justicia, y la justicia a la felicidad.
Empero, sobre esta visión de la democracia debemos agregar dos
cosas. En primer lugar, siendo la visión de un orden ideal, no debe
confundírsela con la realidad de la vida política griega, como se ha
hecho a veces. Hasta la célebre oración fúnebre de Pericles — al igual
que el discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg en una ocasión
semejante
—
es
un
retrato
idealizado,
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como corresponde a la alabanza de los caídos en una guerra importante.
En segundo lugar, no puede juzgarse la relevancia de esa visión para el
mundo moderno (o posmoderno) a menos que se entienda cuán
radicalmente difiere de las ideas y prácticas democráticas tal como se
desarrollaron a partir del siglo XVIII.
Según hemos visto, de acuerdo con la visión griega del orden
democrático, éste debía satisfacer como mínimo seis requisitos:
1. Los ciudadanos debían tener intereses suficientemente armónicos
entre sí, de modo de compartir un intenso sentimiento de lo que es el
bien general (y actuar en forma acorde a dicho sentimiento), bien
general que no presenta una contradicción marcada con sus objetivos o
intereses personales.
2. De este primer requisito se deduce el segundo: los ciudadanos
deben mostrar un alto grado de homogeneidad respecto de
características que, de otra manera, tenderían a generar entre ellos
agudas discrepancias y conflictos políticos respecto del bien público.
Según esto, ningún Estado podría confiar en convertirse en una buena
polis si hubiera una gran desigualdad en los recursos económicos de sus
ciudadanos o en su tiempo libre, si adhiriesen a distintas religiones,
hablasen distintos idiomas o difiriesen significativamente en su grado de
instrucción, o por cierto si fueran de diferentes razas, culturas o (como
hoy decimos) grupos étnicos.
3. La cantidad de ciudadanos debería ser pequeña; en el caso ideal,
más pequeña aún que los cuarenta o cincuenta mil que poblaban la
Atenas de Pericles. El pequeño tamaño del demos era necesario por tres
razones: a) contribuiría a evitar la heterogeneidad, y por ende la
inarmonía, resultante de una extensión de las fronteras que llevase a
agrupar, como en el caso de Persia, a pueblos de diversa lengua,
religión, historia y grupo étnico, pueblos que no tendrían casi nada en
común; b) los ciudadanos podrían adquirir un mejor conocimiento de su
ciudad y de sus compatriotas, gracias a la observación, la experiencia y
el debate, y esto los ayudaría a discriminar el bien común
diferenciándolo de sus intereses privados o personales; c) por último,
era esencial para la reunión conjunta de todos los ciudadanos a fin de
actuar como gobernantes soberanos de su ciudad.
4. En cuarto lugar, entonces, los ciudadanos debían estar en
condiciones de reunirse para decidir en forma directa acerca de las leyes
y las medidas políticas. Tan arraigada estaba esta convicción que a los
griegos les resultaba poco concebible el gobierno representativo, y aun
les era más difícil aceptarlo como alternativa legítima frente a la
democracia directa. Por cierto, de tanto en tanto surgieron ligas o
confederaciones de ciudades-Estados; pero si no ocurrió lo mismo con
sistemas auténticamente federales de gobierno representativo, ello se
debió en parte, al parecer, a que la idea de representación no podía
congeniar con la creencia profunda en la conveniencia y legitimidad del
gobierno directo mediante asambleas primarias. [Nota 5]
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5. La participación ciudadana no se limitaba, empero, a las reuniones
de la Asamblea: incluía asimismo la administración de la ciudad. Se ha
estimado que en Atenas debían cubrirse más de un millar de cargos
públicos (unos pocos mediante elecciones, el resto echando suertes),
casi todos los cuales eran de un ario de duración y sólo podían ocuparse
una vez en la vida. Aun en un demos comparativamente “grande” como
el de Atenas, era casi seguro que todo ciudadano ocuparía algún cargo
por un ario, y un alto número formaría parte del importantísimo Consejo
de los Quinientos, que establecía el temario de la Asamblea. [Nota 6]
6. Finalmente, la ciudad-Estado debía ser por completo autónoma, al
menos en el caso ideal. Por más que las ligas, confederaciones y
alianzas fuesen a veces necesarias a los fines de la defensa o de la
guerra, no debían privar a la ciudad-Estado de su autonomía suprema,
ni a la asamblea de ese Estado de su soberanía. En principio, entonces,
cada ciudad debía ser autosuficiente no sólo en lo político sino además
en lo económico y en lo militar. De hecho, debía poseer todas las
condiciones requeridas para una vida buena. No obstante, si se
pretendía depender lo menos posible del comercio exterior, esa vida
buena tenía que ser por fuerza frugal. De este modo, la democracia
estaba ligada a la virtud de la frugalidad, y no a la opulencia.
Cada uno de estos requisitos se halla en flagrante contradicción con la
realidad de cualquier democracia moderna de un Estado nacional o país.
En vez del demos y del territorio minúsculo que presuponía la visión
griega, un país, por pequeño que sea, comprende un conjunto
gigantesco de ciudadanos dispersos a lo largo de un territorio que, de
acuerdo con los patrones griegos, sería muy vasto. Como consecuencia,
esos ciudadanos constituyen un cuerpo más heterogéneo que lo que los
griegos consideraban conveniente. En muchos países son de hecho
extraordinariamente diferentes entre sí en su religión, educación,
cultura, grupo étnico, raza, lengua y posición económica. Esta
diversidad desbarata inevitablemente la armonía con que soñaban los
griegos al pensar en su democracia ideal: no es la armonía, sino el
conflicto político, la señal distintiva del moderno Estado democrático. Y
por supuesto los ciudadanos son demasiados para estar todos reunidos
en una misma asamblea, y como todo el mundo sabe, tanto en el plano
nacional como casi siempre también en el plano regional, provincial,
estadual y municipal, lo que prevalece no es la democracia directa sino
el gobierno representativo. Tampoco es el conjunto de los ciudadanos
quienes ocupan los cargos públicos, que hoy están típicamente en
manos de profesionales que han hecho de la administración pública una
carrera y le dedican todo su tiempo. Por último, en todos los países
democráticos se da hoy por sentado que las unidades de gobierno lo
bastante pequeñas como para permitir algo semejante a la participación
con la que soñaban los griegos no pueden ser autónomas, sino que, por
el contrario, tienen que ser elementos subordinados dentro de un
sistema más
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amplio; y lejos de controlar su propio temario de debate, los ciudadanos
que participan en esas pequeñas entidades de gobierno sólo pueden
controlar, en el mejor de los casos, una estrecha franja de cuestiones
cuyos límites le fija el sistema global.
Tan profundas son, pues, las diferencias, que si por algún milagro
nuestros hipotéticos ciudadanos atenienses aparecieran de pronto entre
nosotros, sin duda dirían que una democracia moderna no es una
democracia. Sea como fuere, enfrentados a un mundo radicalmente
distinto, que brinda una serie de posibilidades pero también fija límites
radicalmente distintos, podemos preguntarnos en qué medida la visión
griega de la democracia es pertinente para nuestra época o para el
futuro imaginable. Abordaré estas cuestiones en los próximos capítulos.
Limitaciones
Es razonable llegar a la conclusión, como muchos lo han hecho, de que
en Atenas (y muy probablemente también en otras numerosas
ciudades-Estados democráticas) el sistema de gobierno y la vida política
eran muy superiores, al menos si se los contempla desde la perspectiva
democrática, que los innumerables regímenes no democráticos en que la
mayor parte de los pueblos han vivido a lo largo de la historia
registrada. Por más que las minúsculas ciudades-Estados democráticas
de la antigüedad clásica fuesen apenas unas isletas dentro del vasto
mar de la experiencia humana, pusieron de manifiesto que la capacidad
humana excede con creces las lamentables muestras que despliegan la
mayoría de los sistemas políticos.
Pero no debemos permitir que esos impresionantes logros nos cieguen
respecto de sus limitaciones. Sin mucha duda, había entonces la brecha
habitual entre la vida política real o ideal que, invariablemente, las
flaquezas humanas provocan. ¿Y cómo era esa realidad? La respuesta,
¡ay!, es que en gran medida lo ignoramos y probablemente nunca lo
sepamos. Apenas hay retazos de datos, [Nota 7] y éstos nos brindan
información principalmente sobre Atenas, que era sólo una (aunque de
lejos la más importante) de vatios centenares de ciudades-Estados
democráticos. Dado que los estudiosos de la época clásica, al igual que
los especialistas en antropología física que recrean un primate a partir
de un fragmento de su mandíbula, se han visto obligados a reconstruir
la democracia griega con esos escuetos datos, sus interpretaciones y
evaluaciones son forzosamente muy subjetivas.
No obstante, hay amplia evidencia como para colegir que la vida
política A de los griegos, como la de otros pueblos antes y después de
ellos, se hallaba en un plano marcadamente inferior a sus ideales.
Apenas sería menester asentar esto si no fuese por la influencia que ha
tenido la opinión de algunos historiadores clásicos, según los cuales el
ciudadano ateniense, en su indeclinable devoción por el bien público, fijó
una norma perenne. [Nota 8]
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En la medida en que es posible imaginarlo a partir de esos datos
fragmentarios, la política era en Atenas, igual que en otras ciudades,
una contienda dura y difícil, donde los problemas comunes a menudo
quedaban subordinados a ambiciones personales. Si bien no existían
partidos políticos en el sentido moderno del término, las facciones
basadas en los lazos familiares y amistosos sin duda desempeñaban un
importante papel. En la práctica, la reivindicación presuntamente
superior del bien común se rendía ante las reivindicaciones más
poderosas de los parientes y amigos. [Nota 9] Los líderes de esas
facciones llegaban incluso a apelar al ostracismo por votación en la
asamblea para suprimir a sus adversarios por un período de diez años.
[Nota 10] No era desconocida la lisa y llana traición al Estado por parte
de los dirigentes políticos, como en el famoso caso de Alciblades
(Tucídides, 1951, págs. 353-92).
Si bien la participación ciudadana en la administración pública era (al
menos en Atenas) excepcionalmente intensa, sea cual fuere el patrón de
medida, es imposible determinar el nivel general del interés político de
los ciudadanos o el grado en que variaba dicha participación entre los
diferentes estratos de la población. Hay motivos para suponer que sólo
una minoría bastante reducida asistía a las reuniones de la Asamblea.
[Nota 11] En qué medida era representativa del demos en su totalidad,
es imposible saberlo. Sin duda, los líderes procurarían que sus
partidarios concurriesen, y bien puede haber ocurrido a menudo que a
las reuniones de la Asamblea fuesen esos grupos de adeptos
principalmente. Como a lo largo del siglo V estos grupos estaban
compuestos por coaliciones basadas en el parentesco y la amistad, es
probable que no asistiesen a las asambleas los ciudadanos más pobres y
menos relacionados. [Nota 12] Con toda probabilidad, la mayoría de los
discursos eran pronunciados por un número comparativamente pequeño
de dirigentes — hombres de arraigada reputación, excelentes oradores,
líderes reconocidos del demos que, por tanto, tenían un auditorio atento
—. [Nota 13]
Sería un error, pues, suponer que en las ciudades-Estados
democráticas los griegos se inquietaban mucho menos por sus intereses
privados que los ciudadanos de los países democráticos modernos, y se
dedicasen más activamente al bien público. Es concebible que así
ocurriese, pero los datos existentes no permiten afirmarlo.
Sin embargo, lo que me parece importante no son meramente las
flaquezas humanas expuestas en la vida política, sino más bien las
limitaciones inherentes a la teoría y práctica de la democracia griega en
sí misma — limitaciones que debió superar la teoría y práctica
democrática moderna, para permanente desconcierto de los autores
según los cuales la democracia griega había fijado la norma para todos
los tiempos —. Aunque podría objetarse que es inapropiado valorar la
democracia griega con patrones distintos de los vigentes en la época, lo
cierto es que no podemos determinar hasta qué punto la experiencia
griega puede sernos útil si no empleamos o nuestros propios patrones.
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Desde una perspectiva democrática contemporánea, una limitación
decisiva de la democracia griega, tanto en la teoría cuanto en la
práctica, era que la ciudadanía era sumamente exclusiva en lugar de ser
inclusiva, como la democracia moderna. Por cierto que la democracia
griega era más inclusiva que otros regímenes de la época; y los
demócratas que analizaban su régimen en términos comparativos sin
duda creían con razón que era relativamente inclusivo, juicio éste que
habrían expresado a la sazón con la ya corriente división de los
regímenes en los gobiernos de uno, de pocos o de muchos. Pero en la
práctica el demos de “los muchos” excluía..., a muchos. Sin embargo,
hasta donde puede uno saberlo, los demócratas griegos no consideraban
el carácter exclusivo de sus democracias como un defecto grave. Más
aún, en tanto para ellos las alternativas eran el gobierno de uno o el de
unos pocos, no deben de haber apreciado la cantidad de personas que
de hecho eran excluidas de “los muchos”.
Tanto en la teoría como en la práctica, la democracia griega era
exclusiva o excluyente en dos sentidos: en un sentido interno yen un
sentido externo. Dentro de la ciudad-Estado, a una gran parte de la
población adulta se le negaba la ciudadanía plena, o sea, el derecho de
participar en la vida política ya sea asistiendo a las reuniones de la
asamblea soberana o actuando en la función pública. Como la población
que tenía entonces Atenas es materia de conjeturas, las estimaciones
porcentuales son poco confiables y muy discrepantes entre sí; pero lo
cierto es que no sólo las mujeres eran excluidas (como continuaron
siéndolo, desde luego, en todas las democracias hasta el siglo XX) sino
también los “metecos” (extranjeros residentes en Grecia desde largo
tiempo atrás) y los esclavos. Como a partir del ario 451 el requisito para
gozar de la ciudadanía ateniense era que ambos progenitores fuesen
ciudadanos atenienses, a todos los fines prácticos la ciudadanía era un
privilegio hereditario fundado en los lazos primordiales del parentesco, y
aun la ciudadanía plena era heredable sólo por los varones.
Consecuentemente, ningún meteco ni sus descendientes podía llegara
ser ciudadano, pese a que muchas familias de metecos vivieron en
Atenas a los largo de generaciones y contribuyeron enormemente a su
vida económica e intelectual en los siglos V y IV a.C. (Fine, 1983, pág.
434). Aunque los metecos carecían de los derechos de los ciudadanos y,
además, se les había prohibido en Atenas al menos poseer tierras o
viviendas, en cambio sí debían cumplir con muchas de las obligaciones
de aquéllos (ídem, pág. 435). [Nota 14] Participaban en la vida social,
económica y cultural como artesanos, comerciantes e intelectuales,
poseían derechos que podían hacer valer en los tribunales, a veces
llegaron a acumular riquezas y, evidentemente, una buena posición
social.
No sucedía lo mismo con los esclavos, a quienes amén de negárseles
todos los derechos ciudadanos también se les negaba cualquier otro
derecho: desde el punto de vista legal, no eran sino la propiedad de sus
amos. Si bien el grado y profundidad que alcanzó la esclavitud en la
Grecia clásica ha sido motivo de grandes controversias (cf. Finley, 1980,
y Ste. Croix, 1981),
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las ciudades-Estados democráticas fueron, en cierto sentido sustancial,
sociedades esclavistas. Los pobres gozaban de cierta protección contra
los abusos en virtud de sus derechos ciudadanos, y los metecos podían
evitar el mal trato gracias a su libertad de movimientos, mientras que
los esclavos estaban indefensos. En Grecia (a diferencia de lo que
ocurrió en Roma), los pocos que fueron liberados por sus propios amos
a través de la manumisión se convirtieron en metecos, no en
ciudadanos. [Nota 15]
La democracia griega era también exclusiva en un sentido externo,
como ya hemos visto. En verdad, la democracia no existía entre los
griegos: existía (y a juicio de los propios griegos, sólo podía existir)
entre los miembros de una misma polis. Esta convicción era tan
profunda que fatalmente debilitó todas las tentativas de unir a varias
ciudades en entidades mayores.
El hecho de que la democracia fuera entre los griegos exclusiva en
lugar de inclusiva no dejó de estar vinculado a una segunda limitación
importante de su teoría y de su práctica: no reconocían la existencia de
una pretensión universal de libertad o igualdad, o al goce de derechos
ya sea políticos o, en líneas más generales, humanos. La libertad era un
atributo de los miembros de una ciudad particular (o sea, de sus
ciudadanos), no de los miembros de la especie humana. [Nota 16] “El
concepto griego de ‘libertad’ no se extendió más allá de la comunidad
misma: la libertad de sus miembros no implicaba ni la libertad jurídica
(civil) de todos los restantes residentes de la comunidad, ni la libertad
política de los miembros de otras comunidades sobre las cuales una de
ellas tuviera poder” (Finley, 1972, pág. 53). Incluso en una polis
democrática, “la libertad significaba el imperio de la ley y la
participación en el proceso decisorio, pero no la posesión de derechos
inalienables” (ídem, pág. 78). [Nota 17]
En tercer lugar, y como consecuencia de las dos limitaciones
anteriores, la democracia griega quedó intrínsecamente restringida a
sistemas políticos pequeños. Aunque esta pequeña escala de la
democracia griega ofreció algunas ventajas extraordinarias, en
particular para la participación, la privó de muchas otras que son
propias de un sistema en gran escala. Como los griegos carecían de
medios democráticos para extender el imperio del derecho más allá del
reducido ámbito de la ciudad-Estado, en lo tocante a sus relaciones
mutuas las ciudades-Estados existían en un estado de naturaleza
hobbesiano, donde el orden natural no era la ley sino la violencia. Les
resultó dificultoso unirse, incluso ante la agresión externa. Pese a sus
proezas militares en tierra y mar, que permitieron mantener a raya a las
fuerzas numéricamente superiores de los persas, sólo débil y
temporariamente pudieron combinar sus propias fuerzas con fines
defensivos. A la postre, los griegos no se unieron por sí mismos sino que
fueron unidos por sus conquistadores, los macedonios y los romanos.
Dos milenios más tarde, cuando el eje de las lealtades básicas y del
orden político se desplazó al Estado nacional, de escala mucho mayor, la
limitación de la democracia griega a sistemas políticos de pequeña
escala fue vista
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como un defecto irremediable. La teoría y práctica de la democracia
tenia que romper los estrechos limites de la polis. Y si bien el
pensamiento democrático no abandonó totalmente la visión de los
griegos, la reemplazó por una nueva visión de una democracia más
vasta, ahora extendida al ámbito gigantesco de la nación moderna.
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