Anne Stuart - Ardiente calor - Anne Stuart - triion

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Anne Stuart - Ardiente calor.doc
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Anne Stuart
ARDIENTE CALOR
ANNE STUART
ARDIENTE CALOR
ÍNDICE
Uno
Dos
Tres
Cuatro
3
12
20
28
Cinco
36
Seis
44
Siete
53
Ocho
61
Nueve
70
Diez
78
Once
86
Doce
95
Trece
103
Catorce
110
Quince
118
Dieciséis
125
Diecisiete
133
Dieciocho
140
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
144
-2-
ANNE STUART
ARDIENTE CALOR
Uno
Ese hombre causaría problemas. No resultaba difícil darse cuenta de ello y Jassy
Turner era un poco más observadora que la mayoría. Como tenía que estar pendiente de
los detalles, de las minucias que podían convertir el éxito en desastre, la agradable velada
en estridente alboroto, un acto para recaudar fondos en una debacle, su perspicacia se
había agudizado.
Se había empleado a fondo con el fin de asegurarse de que todo saliera bien en Belle
Rive ese caluroso día de agosto. La extensa y cuidada pradera de césped que descendía
hasta la orilla del río estaba salpicada de puestos de verbena de vivos colores, entre los
cuales se movían los invitados. Los hombres vestían trajes de hilo de colores claros,
impecables, y las mujeres llevaban vestidos de cóctel, veraniegos, vaporosos. A sus pies,
los niños, ya sucios y pringosos, correteaban y gritaban, y sus voces llenaban de vitalidad
el aire cargado de bochorno. Si de ella hubiera dependido, la fiesta anual del hospital, el
acto destinado a recaudar fondos que los Turner organizaban todos los años, habría sido
únicamente para niños. Sólo que los niños no podían rascarse el bolsillo y donar los
fondos que permitían que el pequeño hospital continuara funcionando.
Así que, mientras en la pradera continuaba girando el tiovivo que habían llevado
desde Sarasota, en la amplia terraza, ocupada por largas mesas cubiertas con manteles de
hilo, su madre, Claire, presidía el té sentada ante una enorme tetera de plata. Para atenuar
el temblor de manos, se había tomado un trago de vodka de carácter estrictamente
medicinal.
Conocía a todas esas personas desde pequeña, pensó Jassy mientras avanzaba entre
la gente en dirección a la barandilla de piedra de la terraza y apoyaba sus manos en ella.
Había vivido allí toda su vida, sus ausencias nunca superaban unos cuantos meses, y
sabía perfectamente lo que cada uno de los invitados estaría pensando del desconocido
que en ese momento se dirigía a la terraza.
—Dios mío, Jassy, ¿quién es ése? —le siseó al oído Mary-Louise Albertson con ojos
llenos de admiración.
Jassy no podía fingir que no entendía a qué se refería. En la terraza se produjo un
momentáneo silencio y se impuso la algarabía infantil procedente de la pradera, pero los
aproximadamente cuarenta invitados que disfrutaban del té de Claire no tardaron en
reponerse y el murmullo de sus conversaciones pronto volvió a dominar el ambiente.
Jassy sabía perfectamente que, al menos, la mitad de esas conversaciones versaban sobre
el desconocido en cuestión.
—No sé —contestó. Le entraron ganas de desaparecer, pero era incapaz de moverse.
Tenía las manos frías y sudorosas a pesar de que el calor era agobiante, y las restregó
sobre el vestido de color melocotón.
—Pues hacía mucho tiempo que no veía un hombre tan hombre —dijo Mary-Louise
con un suspiro—. Los de por aquí parece que hubieran venido al mundo de traje y
corbata, te lo juro. No había visto un pecho así desde la última película de Patrick Swayze,
el año pasado. Ese tipo es un pecado, es guapísimo...
—¿Quién, Patrick Swayze? —murmuró Jassy.
—Swayze también —reconoció Mary-Louise—, pero no está aquí. Me refiero al que
viene hacia nosotras a torso desnudo. Y qué torso tan maravilloso... Cielos, ¿eso que lleva
es un pendiente?
—Efectivamente. Me parece que será mejor que te vayas olvidando de él, MaryLouise. Tu madre nunca te dejaría salir con un hombre con pendiente —dijo Jassy con un
toque de humor, el primero.
—Mi madre no me dejaría salir con un hombre de pantalones raídos, camisa abierta
hasta la cintura y pelo por el hombro. Sin embargo, su hija no es ninguna idiota. Ojos que
no ven, corazón que no siente. No tengo intención de contarle todos mis pecadillos.
Jassy sintió una punzada de consternación.
—Mary-Louise, pero si la sentencia de tu divorcio todavía no es firme...
—Lo único que quiero es divertirme un rato, Jassy, no voy a casarme con él. Ahora
tengo que planear cómo voy a lanzar mi ataque.
Mary-Louise se apartó, absorta en sus pensamientos. Jassy ni siquiera se giró para
ver cómo se alejaba.
El desconocido se hallaba a medio camino y se había detenido para hablar con un
niño cuyos desesperados sollozos se dejaban oír por encima del barullo general. A los
pies del crío, estrellada contra el suelo, había una bola de helado con su cono de barquillo
correspondiente, y el niño de pelo negro lloraba con el entusiasmo propio de los muy
jóvenes.
Al cabo de un momento, después de una conversación breve y sincera con el
desconocido, dejó de llorar como por arte de magia. A continuación, otro helado se abrió
camino hasta la manita sucia de Tommy Lee Philips. Su madre observaba con suspicacia
al desconocido, y Jassy fue testigo de cómo éste hechizaba a la madre con la misma
facilidad con la que había encantado al hijo.
Problemas, pensó de nuevo Jassy, y notó un ligero ardor en la boca del estómago. Y
el desconocido seguía avanzando hacia el porche.
No podía darse cuenta de que ella, en concreto, lo estaba observando, puesto que
todos los demás invitados, con mayor o menor descaro, hacían exactamente lo mismo.
Un par de ojos no cambiaría mucho las cosas.
Mary-Louise tenía razón: era el hombre más hombre que veía por allí desde hacía
mucho tiempo. Estaba rodeada de caballeros sureños, todos muy altos y enfundados en
sus inmaculados trajes de hilo, jugadores de baloncesto de Princeton y terratenientes;
entre estos últimos se contaba su propio hermano, Harrison. El hombre que subía por la
pradera de césped no estaba cortado por el mismo patrón.
Era alto, aunque no tanto como los caballeros que la rodeaban; probablemente no
rebasaba el metro ochenta. Calzaba unas botas de cuero muy gastadas y polvorientas, y
llevaba una camisa de faena abierta hasta la cintura que dejaba al descubierto gran parte
de su pecho bronceado. Los hombres que la rodeaban no sudaban, probablemente porque
no trabajaban tanto como para ponerse a sudar, pensó con humor.
El desconocido llevaba gafas de sol para protegerse de la luz deslumbrante de
primera hora de la tarde. Tenía el pelo rubio, peinado hacia atrás y, efectivamente, llevaba
un aro de oro en el lóbulo de la oreja izquierda. Era pequeño, pero se imaginaba
perfectamente el desdén de Harrison cuando el intruso tuviera el valor de llegar por fin
hasta ellos.
Aunque no parecía que careciera de valor. Avanzaba de modo resuelto, firme, y su
manera de andar formaba, inexplicablemente, parte de su personalidad. No se
pavoneaba, estaba demasiado seguro de sí mismo como para eso, ni tampoco vagaba
entre la gente. Su manera de andar era una combinación de ambas cosas, una zancada
decidida que, no obstante, permitía distracciones tales como detenerse a consolar a un
niño, pero que luego continuaba inexorablemente su camino.
Cuando llegó al primer escalón, el desconocido miró en dirección a donde ella se
encontraba. El educado murmullo de los grupos que ocupaban la amplia terraza de
piedra apenas decayó, pero Jassy sabía perfectamente que los ojos y oídos de la flor y nata
de Turner's Landing estaban pendientes de aquel intruso de apariencia tosca.
A pesar de que llevaba gafas de sol, Jassy, al igual que todas las mujeres allí
presentes, notó su ardiente mirada, distante, seductora, un flirteo instintivo que no
significaba absolutamente nada. Si Mary-Louise quería algo con él, probablemente no le
costara conseguirlo, pero no por mucho tiempo.
—Jassy... —la voz tranquila y fría de su madre articulaba a la perfección. Tenía que
dar gracias al cielo por esos pequeños favores. Últimamente, Claire no solía encontrarse
bien.
Jassy se obligó a apartar la vista del desconocido y se acercó tranquilamente a su
madre, sin prisa.
—¿Quieres que te sustituya, mamá?
—No, no. Me encuentro perfectamente. Quiero que me digas quién es ese hombre
y qué hace aquí.
Incluso la vista algo borrosa de su madre era capaz de detectar una presencia
problemática en el césped delantero de su casa.
—No lo sé, mamá —respondió—. A lo mejor se ha enterado de que dábamos un té
y ha decidido acercarse.
—¿Así vestido? —su madre arrugó la nariz con desaprobación—. Puede que las
cosas hayan cambiado, cariño, pero no podemos relajarnos tanto. Me niego a servir el té
a un hombre sin corbata.
—Y casi sin camisa... —murmuró Jassy—. La verdad es que no creo que haya venido
a tomar el té ni a donar fondos.
—Entonces ¿qué hace aquí? —la voz de Claire era quejumbrosa y la madre de MaryLouise les lanzó una mirada de desaprobación.
—No lo sé. Mamá, baja la voz. La señora Stevenson nos está mirando.
—Mi eterna rival —dijo Claire—. Albergaba esperanzas de que me encontrara mal
esta tarde para poder reemplazarme y dárselas de gran señora. Mientras viva, seré yo
quien sirva el té en la fiesta del hospital, ¿me oyes, Jassy?
—Sí, claro, mamá —contestó vagamente—. Te oigo yo y te está oyendo todo el
mundo —la verdad era que nadie prestaba atención a Claire y a su hija. Aquel comentario
en voz alta, que normalmente habría alimentado los chismorreos, no era nada comparado
con el hombre que en ese momento subía los amplios escalones de piedra de la terraza y
avanzaba sin prisa hacia el grupo que se hallaba en el centro.
Jassy fue hacia allí. No sabía qué esperar del desconocido, ni cómo podría detenerlo,
pero debía intentarlo.
Tenía esperanzas de que, visto de cerca, el intruso no fuera tan atractivo como
parecía, pero se equivocaba. Cuanto más se acercaba, más irresistible resultaba. Se detuvo
a sólo unos centímetros de ella, justo delante de su hermano mayor, Harrison, el señor de
aquel feudo y, de facto, amo de todo Turner's Landing.
Ya nadie fingía conversar cortésmente. Los vecinos de Turner's Landing eran gente
bien educada, pero incluso ellos tenían sus límites. El ruido distante de los gritos
infantiles proporcionaba un telón de fondo al silencio que rodeaba a Harrison Turner y
al desconocido.
Harrison, tan impecable y educado como siempre, miró al recién llegado. La
expresión de sus ojos marrones denotaba cierta incomodidad.
—¿Puedo ayudarlo en algo?
El intruso sonrió. Tenía la boca grande, expresiva, y su sonrisa debería resultar
encantadora, contagiosa. Y, efectivamente, los hombres que estaban alrededor de
Harrison esbozaron a su vez vacilantes sonrisas. Jassy no estaba de humor para sonreír.
Permanecía allí, junto a Harrison, dispuesta a plantar batalla para proteger a su hermano
si hacía falta. Tal vez Harrison todavía no se hubiera dado cuenta de que aquel hombre
era problemático, pero ella, desde luego, sí.
—Me llamo Caleb Spenser —arrastraba las palabras con facilidad. Su voz era suave,
ligeramente enronquecida por el tabaco, como miel líquida disuelta en whisky—. Acabo
de comprar la casa que está un poco más abajo y se me ha ocurrido parar para
presentarme y conocerlo, pero tal vez no sea el momento más adecuado.
Jassy vio que los hombros de Harrison se relajaban.
—No, no. Es el momento perfecto —dijo éste, y el sonido de su voz parecía indicar
que todo volvía a la normalidad—. Es una fiesta destinada a recaudar fondos para
nuestro modesto hospital, y confiamos en que todos los vecinos hagan su aportación. Yo
soy Harrison Turner y éstos son algunos de mis vecinos y amigos —presentó al grupito
de hombres que había a su alrededor, omitiendo deliberadamente a Jassy, que seguía
junto a él.
La sonrisa de Caleb Spenser no varió. Harrison, al parecer creía a pies juntillas que
se trataba de una muestra genuina de afabilidad y buenos deseos. Jassy no estaba tan
segura.
—Será un placer contribuir con mi parte —afirmó Caleb con una voz tan profunda
que la mitad de las mujeres presentes en la terraza, incluida la propia Jassy, sintió que un
escalofrió recorría su espina dorsal.
—¿Por dónde ha comprado? —preguntó Harrison. Todavía sonaba como el
terrateniente dirigiéndose al pobretón blanco—. No he oído que estuviera en venta
ningún terreno por aquí —su tono condescendiente indicaba que, de haberlo sabido,
desde luego lo habría comprado o, al menos, se habría encargado de que el posible
comprador reuniera ciertos mínimos.
—Es un caserón viejo, cerca del pantano —respondió Caleb—. Creo que antes fue
un burdel, o eso he oído.
El cutis ligeramente rosado de Harrison palideció.
—¿Moon Palace?, ¿ha comprado Moon Palace? ¿Y para qué, si puede saberse?
Caleb Spenser se encogió de hombros.
—La verdad es que me gustó. Y, además, a eso me dedico, a comprar edificios viejos,
restaurarlos y venderlos.
—No va a encontrar compradores para Moon Palace —afirmó Harrison con
contundencia—. Ésta es la única ciudad de todo Florida que ha quedado fuera del boom
inmobiliario. Si cree que va a encontrar algún promotor interesado, será mejor que vuelva
a pensarlo, hijo. Somos una comunidad muy unida y nos gustan las cosas como están.
—No lo dudo —murmuró Caleb—. Pero las cosas cambian, supongo que ha vivido
lo suficiente como para saber eso —se quitó las gafas de sol y se las puso en la cabeza.
Jassy sintió que le faltaba el aire e inhaló con fuerza, y eso atrajo la atención del
desconocido.
Los ojos de Caleb eran algo extraordinario. Eran de un gris traslucido, casi plateado,
con un ligero toque de azul, como la luz trémula de una mañana helada, e igualmente
fríos. En contraste con el rostro bronceado, revelaban todo el cinismo de su sonrisa. Si
alguien albergaba todavía alguna duda de que Caleb Spenser podía ser un adversario
temible, no tenía más que mirar esos ojos claros, fríos, para disiparla. Causaría problemas,
pensó Jassy mientras los ojos de ambos se encontraban por encima del hombro de
Harrison. Muchos problemas.
—¿Nos conocemos? —preguntó Harrison, ajeno al cruce de miradas—. Su cara me
suena.
Cuando la hipnótica mirada de Caleb se posó de nuevo en su hermano, Jassy se
sintió como si la hubiera despachado. La sonrisa de Caleb Spenser no era un espectáculo
agradable, parecía un tiburón a la hora de comer.
—Nunca había estado en Turner's Landing —dijo, sin responder a la pregunta que
Harrison había formulado.
—Pues estoy seguro de que nos hemos visto antes.
Caleb se encogió de hombros.
—Ahora que lo dice, usted también me suena. Se parece mucho a un tipo que conocí
hace tiempo, pero se llamaba Billy Ray Smith, no Harrison Turner.
Por un instante, Jassy pensó que su hermano iba a vomitar. Miraba al sonriente
desconocido con expresión revuelta y sus peores temores se confirmaron. Ignoraba el
cómo y el porqué, pero sabía que allí sucedía algo.
—Lo siento, no tengo por costumbre usar alias —consiguió responder Harrison con
voz estrangulada.
—Nunca hubiera pensado nada distinto de un caballero como usted —dijo
tranquilamente Caleb, y la mayoría de la gente habría pensado que daba el tema por
zanjado, pero Jassy sabía bien que no era así—. ¿Le importa que me dé una vuelta, para
conocer gente? Mis planes son quedarme por aquí algún tiempo y me gustaría saber con
qué gente voy a encontrarme.
Jassy no podía soportarlo más. Su hermano seguía tenso, como si se encontrara mal,
y ella dio un paso al frente.
—¿No es de esta zona, señor Spenser? —preguntó, desplegando todo su encanto.
—Soy de casi todas partes menos de aquí, señorita...
—Es mi hermana pequeña —intervino Harrison, repentinamente protector—.
Jacinthe.
Spenser asintió. Había captado el mensaje.
—Como le decía, soy de muchos sitios, menos del Golfo de Florida. He vivido
mucho tiempo en Louisiana, en Georgia, en Tennessee, en Carolina del Sur... En Florida
sólo he vivido en la costa este, cerca de una ciudad pequeña que se llama St. Florence.
Una vez más Jassy notó el desasosiego de Harrison y se dio cuenta de que la
mención de esa ciudad perdida no era una casualidad.
—Bueno —dijo con entusiasmo—, pues estamos encantados de tenerlo ahora aquí.
Estamos muy orgullosos de nuestra ciudad. Turner's Landing es uno de los pocos lugares
de esta parte de Florida que sigue intacto, nos hemos salvado del desarrollo que ha
echado a perder otras ciudades. Creo que le gustará vivir aquí.
—Oh, eso espero, señorita Turner —respondió—. Estoy seguro de que así será.
Si hubiera llevado sombrero, en ese momento se habría tocado el ala en señal de
despedida. Se limitó a hacer una inclinación de cabeza y se retiró educadamente pero sin
vacilar. Jassy no se movió, se quedó mirándolo mientras él se dirigía hacia un grupo de
mujeres que estaban junto a la barandilla y llevaban un buen rato observándolo con
avidez, entre ellas Mary-Louise. Incluso desde donde ella se encontraba, veía cómo se
pavoneaban y sonreían seductoramente.
No las culpaba. Incluso ella, normalmente indiferente a ese tipo de hombre y a los
coqueteos, había notado el encanto que Caleb parecía desplegar y replegar a voluntad.
No le habría sorprendido que Mary-Louise se lanzara a sus pies en cualquier momento.
De repente se marchó y las chicas observaron cómo se alejaba con miradas voraces.
Jassy vio que se movía entre la gente, iba de un grupo a otro derrochando su innegable
poder de seducción. Harrison seguía junto a ella, observando en silencio, mientras
alrededor de ellos los demás invitados retomaban sus educadas conversaciones en torno
al tiempo. Caleb Spenser estaba todavía demasiado cerca como para hacer comentarios
sobre su persona, que era lo que todo el mundo anhelaba.
Incluso Claire le ofreció una taza de té. Aunque, desde luego, su madre no era
precisamente un ejemplo de perspicacia a la hora de juzgar el carácter de las personas,
empezando por el padre de Jassy. Al parecer, Claire se había olvidado de la
desaprobación con que había juzgado el atuendo informal del desconocido y su cara
parecía rejuvenecida mientras lo miraba, sentada en su trono, ante la enorme tetera de
plata. Jassy se daba perfecta cuenta de que Harrison se sentía agraviado. Casi esperaba
que fuera hasta donde se encontraban Spenser y Claire, agarrara al recién llegado por el
pescuezo y lo echara de la terraza.
Pero como Harrison no era de los que afrontan las cosas directamente, dio media
vuelta y desapareció dentro de la casa sin decir una sola palabra.
Jassy no sabía qué hacer. Por una parte, quería ir tras su hermano y pedirle que le
explicara qué era lo que estaba pasando. Estaba más que claro que conocía a Caleb
Spenser de otra época, y que su relación había sido todo menos agradable. Y era obvio,
así mismo, que no quería que la gente se enterara.
No era casualidad que Spenser se hubiera presentado el día que la casa estaba llena
de amigos y vecinos. Y sabía muy bien con quién se encontraría al llegar a la terraza,
puesto que se había dirigido directamente hacia Harrison. Tampoco era casualidad que
hubiera comprado Moon Palace. Ese edificio ruinoso estaba situado cerca de la orilla del
pantano, sobre un montículo. No podía servir para nada, no podía dársele ningún uso
convencional. Incluso reformado y restaurado, difícilmente encontraría comprador. Era
demasiado húmedo y estaba lejos de todo, y, como Harrison se había encargado de
decirle, Turner's Landing era un lugar perdido. Se había mantenido a salvo de los males
que llevaba aparejados el desarrollo no porque los propietarios de por allí fueran
especialmente nobles, sino porque nadie les había ofrecido suficiente dinero por sus
tierras. Nadie estaba interesado en esa zona de Florida.
Jassy echó un vistazo a su espalda, a la puerta por la que había desaparecido
Harrison. La esposa de éste, Lila, por una vez parecía no haberse dado cuenta de la
ausencia de su marido, ocupada en atender sus obligaciones sociales y dar conversación
a la arpía de la señora Stevenson. Al parecer, nadie se había percatado de que Harrison
se había ido, y ella estaba dividida entre la necesidad de ir en su busca y encararse con él
y su sentido del deber, que le decía que debía quedarse y montar guardia en la terraza.
Harrison podía esperar. No abandonaría el campo de batalla hasta que el enemigo
se hubiera marchado. Y, desde luego, Caleb Spenser era eso, el enemigo.
Sintió un repentino estremecimiento en la nuca. Se giró y lo encontró de pie delante
de ella, casi empujándola, tan cerca que percibía claramente el olor a polvo y a sudor de
su piel y sentía el calor de su cuerpo. Quería retroceder, alejarse, pero no se movió ni un
centímetro.
—Señor Spenser —saludó educadamente.
—Sólo Spenser —dijo él—. Al revés que la mayoría de los presentes, no soy del tipo
«señor».
—¿Y cuál es su tipo?
—¿Por qué no lo averigua? —respondió, en voz tan baja que ni siquiera el oído
descaradamente indiscreto de Mary-Louise lo oyó.
Estaba acostumbrada, se recordó Jassy a sí misma. Acostumbrada a los machitos
que se sentían obligados a seducir a cualquier cosa que llevara falda con el fin de afirmar
su masculinidad. Lo que ocurría era que Caleb Spenser lo hacía mucho mejor que la
mayoría.
—¿Está ligando conmigo, señor Spenser? —preguntó fríamente—. Porque si es así,
debo decirle que pierde el tiempo. Puede que todas las mujeres coman de su mano, pero
yo soy un caso perdido. Cualquiera por aquí puede decírselo. No me gusta ligar, y no
sigo el juego a los hombres como usted.
—¿«Los hombres como yo», señorita Turner? ¿Y cómo define a un hombre como
yo?
—Como «problemas a la vista» —respondió sin pensar.
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