MAS (Bellas Artes)

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MAS (Bellas Artes)
Mario Crespo López
Juan Martínez Moro, miembro de Cantabria Nuestra, publicó en “El Diario
Montañés” un artículo titulado “Cuando más es menos” (28 de julio), al que quiero
sumarme plenamente. Ha pasado desde entonces el tiempo suficiente para que se haya
ponderado y, si hubiera sido el caso, debatido, la denuncia que llevaba a las prensas el
artista santanderino con su autoridad y razón. El artículo trataba el cambio de la
colección permanente del antiguo Museo de Bellas Artes de Santander y a él remito al
lector interesado. Desde esta primavera el Museo de Bellas Artes se denomina Museo
de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria (“MAS” en su capciosa
abreviatura que borra, he de suponer, lo de “Moderno y Contemporáneo”). El concejal
de Cultura ha justificado el cambio porque “el contenido actual de la colección del
Museo en más de su noventa por ciento consta de piezas que pertenecen al arte moderno
y contemporáneo y las actividades complementarias y auxiliares actuales de la
institución han sido y son de arte moderno”. Sin embargo, para empezar, no entiendo
tanta referencia a las épocas históricas cuando el proyecto museográfico pasa
olímpicamente de criterios históricos y apela a una “transversalidad” tan manida como,
por cierto, vieja como el catarro, o a un “todo vale” injusto y anticultural. Es decir, con
el proyecto de Museo de Las Llamas en el limbo (¿se acuerdan de aquello?), y a falta de
usar la nave aneja de la imprenta Martínez (que Dios nos coja confesados), a los ojos de
la ciudadanía se ha trastocado lo que era un Museo de Bellas Artes, con una historia,
unos fondos y un poso patrimonial evidentes (así se siguen llamando los de Bilbao y
Asturias, por ejemplo), en un Museo que es, al menos para el visitante, un no se sabe
qué, a medio camino entre expositor de mueblería, galería de arte focalizada en ARCO
y sucursal de lo más prescindible del Reina Sofía. Una vulgaridad vestida con la moda
de lo eventual, con exageradas concesiones de espacio a la fotografía, por ejemplo, y un
gusto por el feísmo y la instalación de fluorescentes que no sé yo muy bien si de veras
forma parte de lo que verdaderamente puede seleccionarse para el público, víctima
acaso inocente de criterios muy dudosos. En este sentido, está muy bien que se haya
cambiado de nombre, aunque con ello se desprecie a la contemporaneidad: “Bellas
Artes” no son estas. Se dirá que, entre dos modelos museísticos, uno histórico y otro
híbrido, se ha preferido este último. Y tal vez se opinará que quienes lamentamos este
cambio venimos a negar las aportaciones del arte de las últimas décadas y habrá
posmodernísimos que nos llamen tradicionales y ultramontanos, aparte de
indocumentados y profanos en las dinámicas del arte reciente. Pero el caso es que hay
que ser muy prudentes con el patrimonio que es de todos, que forma parte de la
municipalidad pública y que ha de ser gestionado, pero no oculto en quién sabe qué
almacenes. Esa deseable prudencia falta en este Museo desde hace años, desde el mismo
momento en que se ha dado prioridad a unas manifestaciones artísticas en detrimento de
otras; un patronato eficaz podría poner algo de mesura en ello. El visitante del Museo
(me gustaría saber cuánta gente lo visita, por cierto: sospecho que bastante poca) ya no
contempla en sus paredes, con una cierta organización, una selección de los fondos
históricos de la entidad (algunos procedentes, por cierto, de los donantes que
propiciaron la historia del Museo, lo crearon y lo mantuvieron en pie), sino un absurdo
desordenado en el que da igual Ana que su hermana. Planta superior. En un paño, sin
venir muy bien a qué, se cuelgan casi pegados dos Iturrinos, cuatro Martín Sáez (¡4!),
un Bernardo, dos Caprichos de Goya, un Quintanilla y un Fernández Balbuena. En otro
paño, que podríamos llamar folklórico, antiguos anónimos, Blanchard, Solana, Trueba
Cossío, Egusquiza y fotos de Lamarca. El resto, un festival de tías en pelota picada y
mucho videoarte. Este criterio (¿) continúa en la planta siguiente; en un rincón, juntos
como si fueran lo mismo, apenas una veintena de apuntes de paisajistas montañeses, que
es lo que la mayor parte de la gente viene a ver. Aparte, otras otras de Raba, Cossío o
Riancho desperdigadas entre mamarrachadas diversas que, en algún caso, han costado
una pasta al erario público, que esa es otra. No se asuste el lector: el retrato de Goya está
muy bien acompañado por obras de Yasumasa Morimura y Cristina García Rodero; las
piezas de Egusquiza de la escalera, sustituidas por irreverentes modelos de hábitos de
monja. Todo muy moderno y transgresor. La planta de acceso y la inferior se dedican a
muestras temporales donde otros amigos tienen opción de exponer sus colecciones
privadas, que habitualmente son un insulto a la inteligencia y educación estética del
espectador. En el exterior, invadiendo la fachada de la Menéndez Pelayo, han colocado
una estructura de PVC de la que están dando buena cuenta las palomas y su ritmo
digestivo. Yo creo que el Museo debería tener obligación de mostrar los fondos
históricos de la ciudad, no los que le apetezca mostrar al director de turno. En vez de
tanto discurso superguay y el embalaje de cientos de obras del siglo XIX y primera
mitad del XX, quizá sea mejor arreglar la fachada del edificio de Rucabado, que a este
paso, maltratada por el tiempo y la desidia, pronto se caerá. Aunque, claro está,
Rucabado también debe de ser un autor olvidable y pasado de moda.
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