Biopolítica, resistencia y problemática de género Patricia Chantefort

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Biopolítica, resistencia y problemática de género
Patricia Chantefort
Universidad Nacional de Cuyo
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La perspectiva biopolítica elaborada por Foucault ha sido probablemente una de las
temáticas que más ha impactado en los abordajes filosóficos de las últimas décadas.
Desde el propio Foucault y también desde otros autores. Ella ha resultado sumamente
fértil para analizar muy diversas problemáticas en relación con espacios particulares de la
vida de los sujetos.
La biopolítica -a diferencia de la anatomopolítica que es el poder ejercido sobre el
cuerpo de un sujeto individual- debe entenderse como el conjunto de las relaciones de
poder cuyo objeto es ese nuevo sujeto colectivo, plural: la población.
Mucho se lo ha criticado a Foucault porque se ha interpretado que ese ejercicio de
poder sólo presenta una su dimensión negativa, es decir, como aquello que domina,
prohíbe, reprime. Por lo que se sostiene que este autor sólo pensó en un poder
desplegado “sobre” la vida, un poder que somete y sojuzga a la vida.
Si entendemos la
concepción de poder foucaultiana de modo cabal debemos
pensarla a partir de la comprensión de su ineludible dimensión relacional. El poder no es
algo que algunos individuos o instituciones poseen sino aquello que los sujetos ejercemos
siempre en distintas direcciones y en forma de relaciones que se manifiestan en todos los
ámbitos de la vida de los sujetos.
La categoría de resistencia constituye el elemento que quizás con más profundidad
permite entender dicha dimensión relacional. La resistencia es el otro eje, el otro polo del
ejercicio de poder que nunca está en posición de exterioridad respecto del poder, es
aquello sin lo que no puede percibirse acabadamente qué es el poder ya no de un modo
estático y esencialista como fue conceptualizado en las teoría tradicionales.
Desde la noción de resistencia puede pensarse no sólo en un poder “sobre” la vida
sino también en un poder “de” la vida, partiendo de la comprensión de las propias
afirmaciones del autor acerca de la función positiva, creadora y productora sobre
discursos, prácticas y sujetos.
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La noción de resistencia ha sido trabajada como eje de diversas discusiones, es
sumamente productiva fundamentalmente para entender la concepción de poder
foucaultiana que no puede pensarse nunca como ejercicio de poder ejercido por algunos y
desde arriba.
Desde estos supuestos desde donde creemos puede llevarse a
cabo la
problematización de la cuestión de género, incluyendo bajo esa denominación los
distintos modos en que dicho tema se ha impuesto en los últimos tiempos como imperiosa
necesidad de teorización, no sólo desde el ámbito de la filosofía sino también desde la
psicología, el psicoanálisis y la sociología.
Los debates sobre el “género” han provocado el cuestionamiento y la interpelación
de todas las posturas biologicistas, universalistas y esencialistas que entienden el género
desde la lógica binaria y jerárquica varón/mujer. Desde aquí pueden problematizarse la
exclusión, el silenciamiento y la estigmatización de todas aquellas formas que pretenden
concebir el género por fuera de esa lógica.
El género se construye y de ningún modo puede admitirse como aquello que es
dado por naturaleza y que tiene su soporte en una determinada constitución anatómica.
Durante mucho tiempo fue particularmente el “género femenino” el que estaba en
cuestión y ello fue posible gracias a los movimientos feministas ocurridos durante la
década del sesenta del siglo XX. La realidad se fue imponiendo y la mujer ya no podía
continuar siendo pensada desde su rol de esposa/madre, ocupando un lugar de sumisión
y haciendo de su posibilidad de procreación la característica fundamental de su existencia
y de su sensibilidad y debilidad las notas particulares.
Si aceptamos que toda experiencia y caracterización personal es política, podemos
entender la categoría “mujer” como construida dentro de ciertos procesos socio-históricos
entrelazados siempre por relaciones de poder que determinan qué debe incluirse en ella y
qué debe permanecer excluido.
Más recientemente el “género masculino” se ha impuesto, también, como un
problema que debe repensarse a partir de los nuevos modos de disposición de las
relaciones sociales y desde la misma interpretación de la constitución del género. Ya no
se puede seguir concibiendo al “hombre”, como el protector, el proveedor, el activo, el
valiente, el fuerte, el que no debe expresar sus sentimientos y que, por lo tanto, persigue y
trasmite un modelo sexista y homofóbico.
Aceptando la premisa de que construimos nuestra sexualidad e identidad en un
complejo entramado de hilos que remiten a aspectos socioculturales, históricos, políticos,
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económicos, sostenemos como necesario el debate acerca de esa oposición de lo
masculino y lo femenino, producto de una lógica dualista que tiene su raíz en la razón
patriarcal fundada y sostenida en nuestra cultura occidental y cristiana.
Los estudios basados en la categoría de género se han abocado a la crítica
sistemática de “lo femenino” y “lo masculino” no sólo en los discursos del sentido común
sino también en los científicos, y que han proporcionado las definiciones y explicaciones
que asumimos como legítimas y verdaderas acerca de las diferencias sexuales y sociales
entre varones y mujeres.
Podríamos preguntarnos: ¿quién habla en esa forma de teorización?, ¿bajo qué
condiciones sociales, económicas y políticas se formulan esos discursos?, ¿para quién y
cómo ese conocimiento circula y es usado en el marco de las relaciones asimétricas de
poder? Todas las afirmaciones de corte tradicional ocultan dichas condiciones y sólo
podrán entenderse acabadamente si son pensadas desde las relaciones de poder y
desde noción de resistencia, resistencia frente a lo impuesto, lo instituido como
supuestamente natural.
Es posible sintetizar en algunos puntos los cuestionamientos fundamentales que en
la actualidad se ubican en el centro de la problematización de este tema y que
demuestran que no hay una teoría de género sino varias según sea el énfasis puesto en
un asunto o en otro. Por ejemplo:
a) la crítica al binarismo sexo/género que sirvió para diferenciar lo supuestamente
natural e inmodificable -el sexo- de lo cultural y por lo tanto modificable -el género-. Este
tratamiento sería parte de una práctica de poder regulatoria que produce los cuerpos de
varones y mujeres como diferentes y complementarios y que asumen la heterosexualidad
como norma. Ese dualismo de lo biológico y cultural se constituye en expresión de aquella
lógica binaria que funda y legitima ordenamientos jerárquicos al oponer hombre y mujer,
cuerpo y espíritu, razón y emoción.
b) el cuestionamiento del supuesto de que existen solamente dos géneros, el
femenino y el masculino, y que constituyen categorías inamovibles y universales.
c) la crítica del sustancialismo que pretenden presentar al género femenino como
una categoría única y deshistorizada. Este fenómeno activa otras políticas de exclusión al
ignorar la heterogeneidad de mujeres dentro de la categoría mujer y, fundamentalmente,
la diversidad existente en tanto que sujetos no unitarios sino múltiples y fragmentados, en
diversas posiciones genéricas y sociales.
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El género es un constructo y, por tanto, nunca acabado sino que productor y
producto de los diversos condicionamientos sociales. Así, sólo podemos concebir a cada
sujeto como sujetado a dispositivos de poder. Ya no queda, entonces, reducido a la
pasividad, a la repetición de un destino, de un designio divino, y en cambio sí pensado y
formado por otros. La realidad en su historicidad nos demuestra que los sujetos resisten,
resignifican y crean nuevas representaciones y prácticas sociales en relación con los
diferentes órdenes discursivos y dispositivos institucionales que a su vez los han
constituido.
En general lo femenino ha sido pensado como opuesto al otro masculino y se ha
entendido como lo subordinado frente al género hegemónico, en sus márgenes, en el
espacio oculto. ¿No tenemos razones suficientes para problematizar en la actualidad
también ese género masculino que durante siglos parecía no ser materia de discusión?
Ya muchos lo reclaman en sus trabajos teóricos, en las presentaciones en los distintos
medios de comunicación -televisión, periódicos, cine- y en las concretas prácticas
sociales, económicas y políticas que admiten nuevas formas de familia y de distribución
de roles en ella.
En la historia del feminismo, de una u otra manera está planteado desde los
comienzos que la diferencia entre lo masculino y lo femenino está basada en términos de
diferencia sexual y que las mujeres han sido invisibilizadas en tanto sujetos, en virtud de
esa diferencia. Pero, a pesar de que el feminismo avanzó en la toma de conciencia de
cuáles son los mecanismos sociales de opresión de las mujeres y en considerar que las
diferencias son culturales y no naturales, se observa que en términos reales todavía
queda en el contexto cultural un núcleo que se resiste a ser examinado y que es la
relación heterosexual como determinante de la distinción y la respectiva ubicación de los
géneros.
Es necesario salir del énfasis puesto en ese contrato heterosexual como una de las
instituciones sociales opresoras que determinaron las posiciones “mujer” y “varón” y que
muestran su incidencia profunda en la concepción de los sujetos sujetados a esa lógica.
Se hace necesario postular un nuevo tipo de sujeto que se encuentre por fuera de ese
sistema. Como diría Teresa de Lauretis, en su planteo de la “tecnología del género”
debemos pensar en sujeto excéntrico.
Para comenzar a materializar otra clase de sujeto y articularlo con un campo social
heterogéneo, necesitamos de una noción de género que no esté ligada a la diferencia
sexual y que presente de manera explícita ese lazo sujeto/sociedad/poder.
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Podemos tomar como punto de partida pensar al género en paralelo con las líneas
de la teoría de la sexualidad de Michel Foucault, como una “tecnología del sexo”, y
proponer que también el género en tanto representación o auto-representación, es el
producto de
variadas tecnologías sociales y de discursos institucionalizados, de
epistemologías y de prácticas críticas tanto como de experiencias de la vida cotidiana.
Por lo tanto, la sexualidad como el género no son una propiedad de los cuerpos o
algo originalmente existente en los seres humanos, sino el conjunto de efectos producidos
en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales por el despliegue de una
tecnología política compleja.
Foucault, en el primer volumen de La Historia de la Sexualidad, La Voluntad de
Saber (2009), sostiene que la sexualidad -frente a lo que pudiera suponerse- no es un
impulso natural de los cuerpos sino que el sexo, por el contrario, es el elemento más
teórico, más abstracto y constituido mediante un dispositivo de sexualidad que el poder
organiza en su apoderamiento de los cuerpos, su materialidad, sus fuerzas y sus
placeres. Es decir, según Foucault, no se debe entender la sexualidad como un asunto
privado, íntimo y natural, sino que es íntegramente construida por la cultura y las formas
de normalidad aceptadas.
Paralelamente a esa "tecnología del sexo" Teresa de Lauretis habla de "la
tecnología del género", entendiendo que el género -de la misma forma que la sexualidadno es una manifestación natural y espontánea del sexo o la expresión de unas
características intrínsecas y específicas de los cuerpos sexuados en masculino o
femenino. Entre las prácticas discursivas preponderantes que actúan en dicha "tecnología
del género" incluye el sistema educativo, los discursos institucionales, las prácticas de la
vida cotidiana, los medios de comunicación, los discursos literarios, históricos etc., es
decir, todas aquellas disciplinas, costumbres, acciones y conductas que utilizan en cada
momento la praxis y la cultura dominantes para nombrar, definir, plasmar o representar la
feminidad (o la masculinidad), pero que al tiempo, al mismo tiempo, la crean.
Por su parte Judith Butler (2007), problematiza el género y la correlación o enlace
entre el sexo mujer y el género femenino, por un lado, y entre el sexo hombre y el género
masculino por otro lado. No tiene por qué haber dicha vinculación o paralelismo desde el
momento en que admitimos que el género es una construcción que no se vincula con la
anatomía de manera exclusiva ni siquiera de modo preponderante sino con los discursos
atravesados de relaciones de poder que lo constituyen. Éste el sentido que da a su
perspectiva de la “performatividad del género”.
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Partiendo del concepto de género, como una categoría relacional que alude a la
forma cómo hombres y mujeres se construyen y se relacionan social y culturalmente es
obvio que restringir el análisis a la situación de las mujeres deja de lado el aspecto
dinámico y explicativo de la construcción de las identidades genéricas, de la femineidad y
masculinidad, como productos históricos que varían de una cultura a otra, en diferentes
contextos socioeconómicos, y a lo largo del ciclo vital.
Así mismo, se parte del reconocimiento de que el derecho a ejercer poder implica
para los varones construir determinadas relaciones y responder a presiones que producen
dolor, aislamiento y alienación en relación consigo mismos, con otros hombres y con las
mujeres. La masculinidad hegemónica se presenta con saldo negativo tanto para hombres
como para mujeres.
Los estudios actuales -bastante recientes- sobre lo masculino o las masculinidades
se constituyen en una de las entradas para captar la complejidad en la comprensión de
las identidades de género como construcciones conflictivas y ambiguas más que unívocas
y, además, para profundizar en el estudio de las dinámicas de poder en las relaciones
entre los géneros, como procesos de empoderamiento y desempoderamiento, de
dominación y resistencia. Las identidades masculinas, así, son entendidas como producto
de un orden cultural que define tanto el sistema de dominación entre géneros como las
jerarquías y competencias entre hombres.
La masculinidad entendida de manera tradicional atraviesa una crisis de identidad,
es decir, se encuentra inmersa en un proceso de cambio cultural donde sus principales
referentes socioculturales van quedando en desuso.
Si entendemos que el género es un elemento de las relaciones sociales fundadas
sobre las diferencias percibidas entre los sexos y que es un primer modo de dar
significado a las relaciones de poder, podemos sostener que son tres los elementos
implicados:
-
Los símbolos culturalmente disponibles que evocan representaciones simbólicas.
-
Los conceptos normativos que ponen en evidencia las interpretaciones de los
símbolos.
-
La construcción de la identidad subjetiva.
Entonces, el género es un primer espacio a través del que el poder es articulado en
el conjunto de los sujetos partes de un grupo poblacional, situado ineludiblemente en su
historicidad.
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Hablar de lo femenino y lo masculino desde una perspectiva de género hoy, implica
sostener fundamentalmente que las culturas, mediante sus entramados de ejercicios de
poder y de resistencia, construyen sus propios modos de “ser mujer”, “ser hombre”.
Bibliografía:
-
Bonder, Gloria. (1998) “Género y subjetividad: avatares de una relación no evidente”.
En: Género y epistemología: mujeres y disciplinas”. Programa Interdisciplinario de
Estudios de Género (PIEG). Universidad de Chile.
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Boscán Leal, Antonio. (2008) “Las nuevas masculinidades positivas”. En: Utopía y
praxis Latinoamericana. Año 13, N° 41 (Abril-Junio 2008).
Universidad de Zulia,
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-
Butler, Judith. (2007).
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-
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http://www.caladona.org/grups/uploads/2012/01/teconologias-del-genero-teresa-delauretis.pdf
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Foucault, Michel. (2009). Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber. Buenos
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López Gómez, A. et all. “Aportes de los estudios de género en la conceptualización de
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-
Mayobre Rodríguez, Purificación. (2007) “La formación de la identidad de género una
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N°26. Caracas.
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