Economía y sociedad de Al-Andalus

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TEMA X. ECONOMÍA Y SOCIEDAD DE AL−ANDALUS.
• LA ECONOMÍA DE AL−ANDALUS.
I.1. Introducción. La organización profesional y los oficios urbanos.
Al−Andalus se había incorporado al sistema económico del mundo islámico, en el que había elementos que
recordaban a las sociedades antiguas, como la existencia de esclavos, junto a otros que sintonizaban con la
sociedad feudal, como la condición servil de buena parte del campesinado, si bien los autores más recientes
han establecido la inexistencia del feudalismo como tal en la España musulmana.
La sociedad islámica es esencialmente urbana y su economía tiene como centro el desarrollo de las ciudades y
de las profesiones que el crecimiento urbano lleva consigo, es decir, en la industria y en el comercio basados
en una moneda fuerte y estable. La agricultura, en general, tenía en el mundo islámico un cierto carácter
secundario. Por el contrario, las ciudades, base del comercio y de la artesanía, constituían el elemento más
llamativo. Frente a los reinos cristianos del norte, de aspecto rural aplastante, al−Andalus ofrecía en tiempos
del califato la imagen de un mundo fuertemente urbanizado.
Ciertamente, no todas las ciudades tienen una función comercial clara; algunas son simples residencias de
guarniciones militares, otras tienen un carácter rural, y abundan las que deben su importancia al hecho de ser
centros políticos, capitales de provincia. Casi todas están amuralladas y poseen una mezquita cerca de la cual
se sitúa el zoco o barrio comercial mientras en los arrabales se sitúan, cuando existen, las dependencias
artesanales. Por zoco se entiende el mercado permanente o periódico que puede tener lugar en cualquier calle,
aunque generalmente se realiza en las plazas y sobre todo en las proximidades de la mezquita mayor de cada
ciudad.
El centro de la vida económica de al−Andalus eran las ciudades. Heredades de la época romano−visigoda o
creadas ex nihilo (Almería, Madrid, Calatayud), las ciudades eran núcleos de producción artesanal, pero
también centros de activo comercio. A las ciudades acudían los campesinos a vender animales y productos del
campo. En el interior de las ciudades, los negocios se llevaban a cabo en los mercados y en las calles
estrictamente especializadas, todos ellos dedicados al comercio al por menor. Tanto los talleres como las
tiendas eran bienes del Estado o bienes de manos muertas, por lo que su gestión dependía del Tesoro público.
La organización de las diversas categorías profesionales de la ciudad hispanomusulmana aparece atestiguada
desde el siglo IX en la Córdoba omeya. Fabricantes, comerciantes o artesanos venden directamente sus
productos y se agrupan en unas categorías de oficios a las que no puede darse el nombre de corporaciones por
estar desprovistas de las características que éstas tenían en el Oriente musulmán o en el Occidente cristiano.
Al frente de cada una había un hombre bueno, el amin, cuya autoridad reconocen todos los miembros de la
profesión y a la que representa ante la autoridad civil, especialmente ante el muhtasib, el almotacén o
zabazoque, que vigila la conservación de las calles, prohíbe lo que puede entorpecer la circulación,
especialmente en las cercanías de la mezquita, manda derribar las casas que amenazan ruina y, en general,
dirige la actividad comercial y artesanal. El almotacén instala a los gremios de mercaderes en sitios fijos,
regula los pesos y medidas, fija los precios, la tarifa de las alcabalas (tanto por ciento que se cobra sobre los
productos vendidos en el mercado) y los portazgos o derechos de entrada de las mercancías a la ciudad. La
actividad del almotacén, que pronto vio una parte de sus funciones desempeñadas por el sahib al−shurta (jefe
de la policía o prefecto de la ciudad), aparece regulada ya desde el siglo IX en los llamados manuales de
hisba, que son la fuente más importante para el estudio de la industria y el comercio urbano en al−Andalus.
Los artesanos trabajaban normalmente por encargo en talleres familiares de los que eran propietarios. Cada
categoría profesional tenía sus emplazamientos de fabricación y venta fijados en barrios del centro de la
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ciudad o de la periferia. Algunos artesanos se veían relegados a los arrabales debido a que su oficio era
maloliente o exigía grandes espacios. Tal era el caso de los curtidores de Toledo y Granada; los fabricantes de
aceite de Almería; los alfareros, ladrilleros y fabricantes de tejas de Granada, y los preparadores de tierra
jabonera de Toledo.
La información que poseemos acerca de la economía de al−Andalus es, no obstante, sumamente escasa. A
mayor abundamiento, el período comprendido entre los siglos VIII y X está menos provisto de fuentes que la
etapa que se inicia en el primer tercio del siglo XI. Hay que tener en cuenta, por lo que respecta al menos al
mundo agrario, que la ruptura del califato de Córdoba supuso un estímulo positivo al crecimiento y a la
innovación agrícola, como respuesta a una organización de la vida económica a escala regional, en cada uno
de los reinos de taifas. Como es muy probable que dicha reorganización afectase también a otros campos
económicos, la prudencia se hace absolutamente necesaria a la hora de extrapolar ciertos datos de las fuentes
anteriores y contemporáneas a la época califal.
I.2. Industria y minería.
La producción artesanal de al−Andalus destacó en numerosos campos. Dentro de ella hay que distinguir la
que se destina a consumo interno −productos alimenticios (que serán estudiados al hablar de la agricultura) y
textiles fundamentalmente− y la producción de lujo destinada en parte a la exportación. La industria textil y
sus anejas de cardado, hilado, apresto y tinte fueron sin duda las más importantes de la España islámica; se
trabaja el lino, el algodón y la lana para vestidos, mantas y tapices; el cuero y las pieles dan trabajo a
curtidores, fabricantes de pellizas, pergamineros y zapateros; el esparto es empleado en la fabricación de
esteras y cestos...
Entre las restantes industrias, que no cuentan con grandes instalaciones sino con una multitud de pequeños
talleres artesanos, hay que destacar la alfarería, el trabajo del vidrio, la fabricación de armas y las industrias de
la construcción, que agrupaban a canteros, tejeros, albañiles, carpinteros y herreros. La pesca en la costa
andaluza daba trabajo a una parte importante de la población, y lo mismo podríamos decir del trabajo de la
madera: objetos de lujo cuando se trata de madera de gran calidad destinada a los mimbares de las mezquitas,
de obras de marquetería con incrustaciones de nácar o de marfil y de artesonados (taracea), y de madera
corriente destinada a la construcción naval.
Los hispanomusulmanes trabajaron también el papel, por supuesto con su consiguiente repercusión cultural.
La entrada en contacto de los árabes con los chinos facilitó la propagación de este producto por el mundo
islámico, y si en principio los chinos utilizaron el papel de seda, los árabes lograron extraer el papel del
algodón, que se introdujo en Bagdad a fines del siglo VIII. En la España de los omeyas se propagó esta
actividad, destacando especialmente Játiva.
La industria de lujo más apreciada se basaba en la fabricación de tejidos de seda en Córdoba, Almería y
Baeza; la preparación de pieles en Zaragoza; objetos de cerámica −que sustituye al mosaico bizantino− y
vidrio −introducido en la época de Abd al−Rahman II− en Córdoba, Calatayud y Málaga; y trabajo del oro,
plata, piedras preciosas y marfil en Córdoba. Esta producción artesanal se destina en primer lugar al consumo
interno y es objeto de un comercio entre las tierras de al−Andalus, pero otra parte se dedica a la exportación
como medio de obtener los productos y la mano de obra que los musulmanes peninsulares no poseen.
Los musulmanes españoles dieron un gran impulso a la extracción de recursos naturales. Este capítulo era
ciertamente amplísimo, pues abarcaba desde la sal (en sus variedades gema −que abundaba en la región de
Zaragoza− o marina −en Ibiza, Cádiz, Almería o Alicante−) o la piedra de construcción (particularmente de la
sierra de Córdoba, que proporcionó el material de Medina al−Zahra) hasta los minerales. El hierro se
explotaba, en la época omeya, en la zona norte de Sevilla y Córdoba; el plomo en la región de Cabra; el
cinabrio en Almadén; el cobre en las zonas de Toledo y Huelva; el oro, en pequeñas cantidades, se obtenía de
las arenas del Segre y del Darro y en la desembocadura del Tajo; la plata, de las minas de Murcia y otras. La
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obtención de estos minerales se realizaba con las técnicas de la época imperial romana.
I.3. Agricultura y ganadería.
El gran desarrollo urbano e industrial del Islam peninsular no hubiera sido posible sin la existencia de una
agricultura próspera en cuyo desarrollo los musulmanes apenas innovaron, aunque sí perfeccionaron las
técnicas conocidas, especialmente en lo referente al almacenamiento de agua y su transporte por medio de
cisternas, acueductos, canales, presas, utilización de aguas subterráneas... Al−Andalus conoció tres sistemas
principales de irrigación, homologables a los que existían en otros lugares del Imperio islámico: a) el uso de
acequias (al−saqiya); el empleo de máquinas elevadoras para extraer el agua del río o de un pozo (la noria o
al−nanra), y c) el uso del qanat, técnica iraquí consistente en una canalización subterránea de agua, conectada
a un conjunto de pozos de succión, que hacen aflorar el agua por gravedad. Estas técnicas se difunden, según
GLICK, de acuerdo con el siguiente esquema: su invención tiene lugar en el Próximo Oriente, en Persia; se
difunden por el Mediterráneo bajo el dominio de Roma; los musulmanes perfeccionan la técnica e intensifican
el uso, de manera especial en al−Andalus, que se convierte en un nuevo centro de difusión hacia el norte de
Africa y, más tarde, hacia América.
Todo esto no debe hacernos pensar en al−Andalus como en una sociedad genuinamente hidráulica, regida
despóticamente, en la línea de los antiguos imperios burocráticos, entre otras cosas porque, a pesar de las
importantes transformaciones experimentadas por la agricultura andalusí a consecuencia de la difusión del
regadío, los cultivos principales seguían siendo los de secano, especialmente los de la tríada mediterránea: el
olivo, la vid y el trigo.
El cultivo de los cereales (trigo y cebada fundamentalmente) difiere poco del sistema empleado en el norte de
la Península y en Europa: tras un año de siembra se dejaba la tierra en barbecho; sólo en zonas especiales se
procedía a la siembra de cereales de primavera (mijo y sorgo). Aunque algunos textos geográficos hablan con
frecuencia de determinadas zonas trigueras (Tudela, Toledo, Baeza, Ecija, Ubeda y Jerez), al−Andalus fue
siempre deficitario en cereales y tuvo que recurrir frecuentemente a las importaciones del norte de Africa.
GLICK plantea la posibilidad de poner en relación este déficit con el abandono de tierras productivas de
cereal a raíz de la conquista islámica; con la emigración posterior de mozárabes cultivadores de cereal al norte
de la Península y de muladíes a las ciudades al compás de los progresos de la urbanización, y con un proceso
de aculturación que orientaría a la población indígena, tradicionalmente cultivadora de cereal, hacia la
agricultura intensiva de regadío. Otro cereal de gran importancia en la Península fue el arroz, importado de
Asia y ampliamente cultivado en las llanuras del Guadalquivir y en las huertas valencianas.
El cultivo del olivo muestra una clara continuidad con el mundo romano. Las zonas más productivas se
situaban en la antigua Bética. En la época califal se encontraba en plena expansión, destacando el aceite del
Aljarafe, al oeste de Sevilla, cuyas excelentes propiedades ponderan los geógrafos; se produce, asimismo, en
las regiones de Jaén, Córdoba y Málaga, así como en Lérida y Mequinenza. La producción aceitera de
al−Andalus era tan importante que se exportaba a Oriente y el norte de Africa; el sistema empleado para el
prensado de la aceituna, la almazara, no difería mucho del practicado hasta hace poco en Andalucía.
Pese a la prohibición coránica de consumir alcohol, el viñedo mantuvo su importancia bajo el dominio
musulmán a causa de la existencia de una población no musulmana y a la tolerancia de emires y califas. Ello
sin contar con el amplio consumo de uvas frescas y, sobre todo, de pasas, siendo especialmente famosas las de
Ibiza y Málaga. A estos típicos productos mediterráneos hay que añadir además las legumbres cultivadas en
tierras de secano (habas y garbanzos).
Los cultivos de regadío, como ya dijimos, tuvieron una especial significación, sobre todo en lo que se refiere a
las técnicas utilizadas y, en general, al fomento de los cultivos de huerta y árboles frutales. Los musulmanes
perfeccionaron los sistemas de regadío, realizaron estudios botánicos sobre la calidad y productividad del
suelo, se preocuparon por el abonado y trataron de combatir las plagas de insectos. De ahí que se haya
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hablado, con excesivo énfasis, de revolución verde. Cultivos como el arroz, ya citado, los agrios, el algodón y
el azafrán; los árboles frutales, como la higuera, los manzanos y los perales, los almendros y albaricoques, y,
en zonas particularmente bien favorecidas por el clima, la caña de azúcar (en el bajo valle del Guadalquivir y
en la costa granadina) y el plátano, fueron introducidos por los árabes, introducción que debe poner en
relación con la difusión del regadío, pero también con los progresos de la urbanización y con el auge de una
clase mercantil árabe, responsable del cinturón de huertas que rodeaba las ciudades. Este evidente salto
adelante con respecto a la producción agrícola precedente lleva a GLICK a afirmar lo siguiente: La
introducción de nuevos cultivos, junto con la extensión e intensificación del regadío, dio lugar a un complejo
y variado sistema agrícola, por el cual diferentes tipos de suelos fueron objeto de un eficaz uso: campos que
sólo eran capaces de proporcionar una sola cosecha anual como máximo, antes de la conquista islámica, eran
ahora capaces de dar tres o más cosechas en rotación. La producción agrícola respondía a la demanda de una
población urbana cada vez más sofisticada y cosmopolita, llevando a las ciudades una gran variedad de
productos desconocidos en la Europa septentrional.
Asimismo característica de una sociedad predominantemente urbana y mercantil fue la difusión de plantas
textiles, colorantes, aromáticas y medicinales. Según LOMBARD, el lino mantuvo su cultivo, ya importante
en la Antigüedad, aunque con tendencia a replegarse desde las zonas levantinas hacia el sur, ante la difusión
de una nueva planta textil, el algodón, cuya presencia está documentada desde principios del siglo X. La cría
del gusano de seda fue introducida a mediados del siglo VIII por los sirios, y se extiende por Baza, Jaén y las
Alpujarras. El esparto, producido en Murcia, se sigue usando para la fabricación de calzado, y el cáñamo
−junto con el lino− se utilizan para la fabricación de papel. Como colorantes se utilizan el azafrán, tanto en la
industria textil como en la condimentación culinaria, y el añil, que era requisado por el Estado, se recoge en
los alrededores de Córdoba durante el mes de agosto (Calendario de Córdoba).
Debido a las escasísimas referencias que poseemos, es difícil saber el grado de importancia de la ganadería en
la economía agraria andaluza. Los animales más apreciados eran el caballo de guerra, la mula y el asno de
carga, y la oveja por su carne y su lana. Según LOMBARD, la penetración de los beréberes en la Península
serviría para mejorar las razas equina y ovina, la última de las cuales practica ya en época califal la
transhumancia en las zonas montañosas del Sistema Central (sierra de Guadarrama) y otras regiones, aunque
no sea posible establecer sus ciclos ni las cañadas utilizadas para mejor aprovechar los pastos. En la época
omeya se ha constatado la introducción en al−Andalus del camello −utilizado por Almanzor para el transporte
del material pesado en sus campañas contra los cristianos− y cuando los sirios llegan a la Península traen
consigo búfalos, de origen indio. En época omeya cobró notable relieve la apicultura. Relativamente
importante es la cría de pollos y de pichones (la paloma es utilizada como correo y la palomina sirve de abono
y además de apresto en el curtido de las pieles). El cerdo, en cambio, retrocedió por motivos religiosos, si bien
subsistió en las zonas montañosas.
Tampoco estamos muy informados sobre la densidad e importancia de los bosques andalusíes. Sabemos de la
existencia de pinos en el Algarve, Murcia, Cuenca, Tortosa, Ibiza, etc., y de encinas y robles en la región
cordobesa, el Algarve y Extremadura. Habría que pensar que el progreso de la urbanización −demanda de
madera para la construcción y consumo urbanos−, la intensificación agrícola −proliferación de máquinas
elevadoras− y el peso del Estado omeya en el Mediterráneo −señalado por la fundación de las atarazanas de
Almería y Tortosa− provocarían una activa explotación de los bosques, el crecimiento de las industrias
relacionadas con la madera y, finalmente, el recurso a la importación de maderas magrebíes.
Con todo, el punto menos investigado y el que, sin duda, nos proporcionaría una de las claves principales de la
historia de al−Andalus es el referente a las relaciones de los hombres en torno a la tierra. En época califal
existía una propiedad del Estado, pero se desconoce si procedía de la conquista o si se confundía con el
patrimonio privado del soberano. Ya en el siglo IX la aristocracia árabe, en Andalucía, en la región de Toledo
y en el valle del Ebro, poseía grandes dominios parecidos a los latifundia visigodos. En la España central, la
tierra estaba en manos de pequeños propietarios de ascendencia árabe y beréber. Vemos así que el tipo de
cultivo, en secano o regadío, condiciona la vida rural y el régimen de propiedad de la tierra: población
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concentrada y grandes latifundios en zonas de secano, población dispersa y mediana o pequeña propiedad en
comarcas de regadío que practican un cultivo intensivo. El trabajo lo realizan campesinos beréberes o de
origen hispanogodo, generalmente convertidos al Islam y cuya suerte parece haber experimentado alguna
mejoría con relación a la época anterior. Las formas de contrato difieren según la naturaleza de la producción:
en zonas de secano se generalizan los contratos de aparcería en los que el dueño de la tierra y el colono −este
último generalmente muladí− ponen, cada uno, la mitad de la simiente y reciben la mitad de la cosecha; por
cuenta del colono corre el trabajo de la tierra y el pago de los gastos que se produzcan. Este tipo de contrato
−que se generaliza según LEVI−PROVENÇAL a partir del siglo X en al−Andalus− se extenderá más tarde a
los dominios cristianos y será ampliamente utilizado en los trabajos que requieren una cierta especialización:
cultivo de viñedos y reconstrucción de molinos. En las comarcas de regadío, con una producción mayor y más
valiosa, el colono sólo recibe la tercera parte de la cosecha. Por último, habría que hablar de las concesiones
territoriales de Almanzor, destinadas a cubrir las necesidades del ejército profesional. Según el rey Abd Allah
de Granada, este régimen de concesiones, que puso fin a las antiguas estructuras territoriales, se desmoronó al
principio de la gran fitna, creándose medianas y pequeñas propiedades. Algunos autores −BARBERO y
VIGIL, entre otros− consideran que la islamización (...) sirvió para consolidar un proceso de feudalización
iniciado en la Península con anterioridad, basándose en la existencia de mawali y sus vínculos de clientela con
un personaje musulmán. El estado actual de las investigaciones parece sin embargo descartar este aserto.
I.4. El comercio.
Paralelo a la actividad industrial, y aprovechando en cierta medida la producción agrícola, el comercio
musulmán conoció un desarrollo que fortificaba su estructura económica y colocaba a al−Andalus en una
situación preponderante dentro del Occidente mediterráneo. Por supuesto que con la prosperidad general del
país aumentó la demanda de artículos y, en consecuencia, creció la actividad mercantil, la base de cuyas
operaciones se desarrollaba en las grandes ciudades. Dichas operaciones mercantiles se manifestaban en un
comercio interior y un comercio exterior.
La abundancia de moneda acuñada (el dinar de oro y el dirhem de plata) fue un factor favorable para los
intercambios, realizados en el interior de las ciudades en los zocos o barrios comerciales. Por zoco se entiende
el mercado permanente o periódico que puede tener lugar en cualquier calle, aunque generalmente se realiza
en las plazas y sobre todo en las proximidades de la mezquita mayor de cada ciudad. Los comercios de lujo se
agrupan en bazares.
Dentro de al−Andalus el transporte se efectúa por las rutas terrestres, que coinciden con las calzadas romanas
en líneas generales, si bien se eligen atajos y veredas y se construyen nuevas calzadas siempre que sean
necesarias para el comercio o para la conexión militar entre Córdoba y las restantes ciudades. El sistema de
carreteras era radial, con centro en Córdoba, de donde se dirigían a Sevilla, Zaragoza, Toledo, Coria, Almería,
Valencia, Málaga,..., con ramales secundarios en todas y cada una para permitir una fácil comunicación de la
capital con todo el territorio. Las vías fluviales carecen de importancia si se exceptúan los cauces inferiores de
los ríos Ebro y Guadalquivir. La navegación marítima afecta a todo el comercio internacional con Europa,
Oriente y el norte de Africa.
La España musulmana mantuvo relaciones mercantiles abundantes, tanto con los otros países islámicos como
con el mundo cristiano. En Europa se obtenían pieles, madera para la construcción naval, metales, armas y
esclavos a cambio de productos de lujo, oro y plata. De Oriente se importaban esclavos privilegiados
−distinguidos por su cultura, sus dotes musicales o su dominio de la danza−, libros, objetos de adorno y joyas,
así como especias. Hacia el norte de Africa se exportaba aceite de oliva y se obtenían esclavos, oro sudanés y
cereales. El centro más importante de este comercio mediterráneo fue Pechina, y, tras la decadencia de la
ciudad en el siglo X, Almería. Los objetos de lujo cordobeses eran muy apreciados en los reinos cristianos del
norte de la Península, de donde procedían muchos esclavos femeninos.
No vamos a insistir aquí en el papel, de sobra conocido, desempeñado por el mundo islámico como
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intermediario comercial entre las grandes zonas de civilizaciones agrarias: Europa, Africa negra y Asia
monzónica. Recordemos sólo que el mercado mundial islámico alcanzó unos niveles tales que únicamente
serían superados por la burguesía occidental bien entrado el siglo XVI. Al−Andalus ocupó un lugar
preeminente en este mundo mercantil islámico, al poner en relación el norte de Africa, el Occidente feudal y
la fachada mediterránea hacia Oriente.
Los mercaderes encargados de este comercio de importación y exportación gozaban de un gran prestigio
social, junto a un considerable poder económico. Pero constituían, según señala CHALMETA, un mundo
aparte en las restantes esferas económicas, caracterizado por la absoluta libertad que regía la formación de los
precios de sus artículos, sólo afectados por el peso del fisco o la existencia de ciertos monopolios estatales, y
en el hecho de escapar a la jurisdicción del sahib al−suq. Lo más interesante de aquellos mercaderes a larga
distancia estribaba en que su objetivo esencial era la garantía de seguridad de los caminos y las fronteras; de
aquí su íntima vinculación al Estado, al que servían como proveedores o como funcionarios y del que obtenían
aquella protección política, pero cuyo control nunca lograron.
A diferencia del gran mercader, cuya función no daba lugar a un específico centro de mercado, ya que la
localización de sus negocios no era fija y, además, solía ejercerla a través de comisionistas, el pequeño
comerciante sitúa su tienda −generalmente también taller− en los zocos plenamente urbanos, así como en los
típicos edificios de comercio (alcaicerías y alhóndigas). La alcaicería consistía generalmente, bien en un gran
patio con pórticos y galerías cubiertas con tiendas −y tenderetes no permanentes para la venta ambulante−,
talleres y almacenes, bien en una simple calle, cubierta o no, con pórticos y tiendas abiertas a ella. Según
TORRES BALBAS, eran características propias de las alcaicerías su pertenencia al soberano, su magnitud
(podían incluir varios zocos) y el hecho de ser un edificio cerrado y, por tanto, destinado al almacenamiento y
venta de los productos de lujo. Aunque no es fácil siempre su distinción de la alcaicería, parece que la
alhóndiga se destinaba a simple depósito de mercancías, sin que en ella hubiese talleres ni se procediese a la
venta directa a los clientes. En torno a un patio central se alineaban las habitaciones para los mercaderes en la
planta alta, mientras la planta baja se destinaba a las acémilas y al almacenaje de los productos.
Existía por último un mercado en las afueras de las ciudades, con una periodicidad semanal, donde los
campesinos comercializaban sus productos una vez descontado lo absorbido por el fisco estatal o lo pagado en
concepto de aparcería al propietario.
Dentro de este panorama general, los especialistas en historia económica de al−Andalus han hecho hincapié
en la existencia de un período de expansión centrado en torno al siglo X. Coincidiendo con la restauración de
la paz en al−Andalus y la expansión militar de los omeyas −particularmente por el norte de Africa−, la España
musulmana vivió una época de florecimiento económico especialmente significativo en el ámbito del
comercio. Jugó, asimismo, un papel importante en este proceso el incremento, por parte del Estado cordobés,
de la capacidad de recaudación tributaria, a lo que también contribuyeron las aportaciones de los debilitados
reinos cristianos del norte de la Península. La hacienda cordobesa llegó a ingresar en los buenos tiempos
califales más de seis millones de dinares al año. En este contexto se explica, como han puesto de relieve
diversas investigaciones, que los precios fueran en el siglo X más altos en al−Andalus que en otros países
islámicos, si bien también eran más elevados los salarios. La abundancia de oro y el sostenimiento de un alto
nivel de consumo serían los principales factores de esa coyuntura expansiva.
La décima centuria, en consecuencia, fue testigo de una intensificación tanto de la producción artesanal como
del comercio. Síntoma indiscutible de esa situación fue el gran impulso experimentado por la fabricación de
navíos. A las atarazanas de Sevilla se sumaron las de Tortosa y Alcacer do Sal. De ellas salían naves para el
comercio, pero también los barcos de la flota de guerra estacionada en Almería. Otros síntomas de expansión
serían la intensificación de los regadíos o el progreso de las actividades pesqueras, así como el auge que
alcanzó la producción de tejidos.
Pero en los últimos años del siglo X se observan los primeros síntomas de la crisis. Algunos autores han
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interpretado las campañas de Almanzor contra los cristianos como un intento por parte del hayib cordobés de
apoderarse del oro acumulado en el norte de la Península, sin duda para hacer frente al alarmante descenso del
citado metal precioso en al−Andalus. En cualquier caso la crisis económica del califato sería un condicionante
más a añadir a la crisis política que supuso su desaparición.
• LA SOCIEDAD HISPANOMUSULMANA.
La sociedad de los diversos países sometidos al Islam, y por tanto musulmanizados, ofrece la diversidad
propia que presenta la intersección de un pueblo dominador −como el árabe o el sirio− con los diversos
pueblos que habitaban los respectivos países sobre los que se extiende la islamización a causa de las
conquistas de los guerreros árabes. Así, la población de al−Andalus no es homogénea; en ella se integran el
sustrato hispanovisigodo; los conquistadores en sus distintos grupos étnicos; los judíos, aliados de primera
hora de los musulmanes y eficaces intermediarios económicos, y los esclavos (o eslavos) importados, entre los
que alcanzan importancia destacable los dedicados al servicio militar.
La coexistencia de una economía urbana con la rural hará aún más complejo el esquema social de al−Andalus,
especialmente en los centros urbanos, en los que se produce una división y especialización del trabajo con
importantes repercusiones sociales. Aunque no es posible separar los factores étnicos de los religiosos, ni unos
y otros de los económicos y políticos por ser la relación e interdependencia entre todos continua, estudiaremos
la sociedad hispanomusulmana a partir de las diferencias entre musulmanes y no musulmanes, pues es cierto
que el elemento principal que diferenciaba a los pobladores de la España musulmana era el religioso.
II.1. Los grupos étnico−religiosos.
• Los musulmanes.
Frente a la versión clásica que habla de una rápida fusión de conquistadores y conquistados, P. GUICHARD
concluye afirmando en la España musulmana de los siglos IX y X, la existencia de dos sociedades
yuxtapuestas y claramente diferenciadas: la sociedad indígena y la sociedad árabe−beréber, situación que
explicaría las grandes revueltas de fines del siglo IX y comienzos del X, del mismo modo que la organización
clánica o tribal de los conquistadores ayudaría a comprender los continuos enfrentamientos entre los
musulmanes, pues árabes y beréberes no llegan a la Península a título individual sino como miembros de
grupos tribales organizados; en este tipo de sociedades, la fuerza del grupo aumenta cuando disminuye la del
grupo rival y la historia política de al−Andalus aparece llena de disputas tribales entre árabes qaysíes y
yemeníes y entre beréberes, igualmente divididos entre sí y unidos por lazos tribales.
Los árabes y la mayoría de sus primeros aliados beréberes eran miembros de grupos agnaticios y patrilineales
que formaban un sistema social segmentario, por el cual los individuos pertenecían a una jerarquía de
segmentos cada vez más complejos, desde el clan hasta la confederación tribal. El primer círculo social dentro
de la civilización musulmana está formado por la familia, cuyo jefe actúa como señor absoluto de su casa
−que constituye un núcleo cerrado al exterior−, practicándose dentro de ella el sistema poligámico. La unidad
tribal básica, el qawm (traducida de diversos modos como facción o clan), es una unidad de algunos cientos de
familias, unidas agnaticiamente. La tribu no era sino la resultante de clanes emparentados.
Esto es, el sistema de parentesco concede importancia únicamente a la relación a través de los hombres. En tal
sistema, los matrimonios endogámicos son vistos como el ideal, porque a través de la endogamia el poder, el
prestigio y la riqueza son retenidos dentro del grupo agnaticio; por otro lado, la prueba constante de la fuerza
del grupo en la competencia con grupos tribales. Así, como han señalado muchos estudiosos de la sociedad
árabe y beréber, un estado permanente de guerra es el resultado directo de la organización social segmentaria.
La riqueza, el poder, el prestigio del propio grupo aumentaban únicamente cuando descendían en el grupo
rival, lo que conducía a un estado más o menos permanente de conflicto entre grupos vecinos, así como a
modelos de alianzas característicos. Las tendencias agresivas de esta sociedad se expresaban en formaciones
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sociopolíticas típicas, principalmente en aquella en la que grupos étnicos enteros estaban divididos en dos
mitades. Tal división dual, basada en tradiciones genealógicas ficticias, caracterizó tanto a los árabes
−divididos en qaysíes y kalbíes− como a los beréberes. El resultado es un sistema sociopolítico que requiere la
existencia de dos, y solamente dos, partes para cualquier conflicto, el cual, a su vez, requiere la formación de
coaliciones dicotómicas.
Algunos autores, no obstante, hacen hincapié en que, aunque es posible que los hechos políticos hayan sido
descritos con un lenguaje tribal, en realidad la sociedad provinciana árabe se destribalizó rápidamente y el
poder fue cedido a los jefes de las facciones militares de naturaleza no tribal. En esta interpretación, qaysíes y
kalbíes eran coaliciones generales, no de tribus en sentido estricto, por lo que la oposición entre un grupo y
otro se establecía en base a una fidelidad personal, no tribal.
Para GLICK, la tendencia de la evolución social islámica fue que la tribu cedió ante el clan como unidad
principal de organización social, siendo ambos reemplazados a continuación por relaciones de tipo
cliente−patrón. Según GUICHARD, las tribus dejaron de ser organismos dinámicos en la España islámica
porque dejaron de segmentarse, que es el proceso básico de la organización tribal. Y ello porque, según
GLICK, los neomusulmanes no tribales empezaron a abrumar numéricamente a las pequeñas poblaciones
árabes y beréberes.
Teóricamente iguales, la situación económica y social de los musulmanes era muy diferente. Las causas de
esta diferenciación pueden reducirse a tres: económicas, según fuera el acceso a los medios de producción y la
participación en la distribución de la renta; étnicas, dado que árabes y beréberes tienen un diferente origen
étnico, y jurídicas, entre libres y esclavos. Por otro lado, siguiendo a LEVI−PROVENÇAL, debemos
distinguir entre elementos alógenos, es decir, procedentes de fuera de la Península −árabes, beréberes, negros
y esclavos− y la población autóctona, es decir, los hispanos que habitaban la Península a finales de la época
visigoda, y que se convirtieron al Islam −los muladíes.
• Los árabes.
Para algunos cronistas medievales la caída del califato es la consecuencia última de los enfrentamientos entre
los clanes árabes. Sin negar validez a esta visión de la historia de al−Andalus, es preciso recordar que los
árabes, los llegados a la Península durante los años de conquista, los integrantes de los yunds sirios que vienen
a combatir a los beréberes, y los compañeros de Abd al−Rahman I, todos sin excepción y sea cual sea su clan
o tribu, actúan en al−Andalus como una verdadera aristocracia que se equipara o sustituye a los nobles
visigodos, se reserva las mejores tierras con los colonos y siervos que las cultivan y tiene el monopolio de las
funciones militares y judiciales. Pese a las prescripciones coránicas tienden a constituirse en un grupo cerrado.
En todos los países conquistados los árabes actúan de la misma forma: su escaso número (se cree que no
pasaron, según los cálculos más optimistas, de 60.000) les hace extremadamente vulnerables frente a las
poblaciones autóctonas (cerca de 7 millones en la Península a comienzos del siglo VIII) y frente a sus
auxiliares en las campañas (se habla de algo más de 100.000 beréberes), y la única posibilidad de
supervivencia se halla en la cohesión y solidaridad de la tribu (la asabiyya , conciencia de grupo o espíritu de
solidaridad de que habla Ibn Jaldun) frente a los demás árabes y de los árabes entre sí para evitar la formación
de otros grupos aristocráticos si quieren mantener su posición privilegiada.
La organización tribal del ejército de ocupación constituye el reflejo de lo antecitado. Por este motivo, cuando
los soberanos omeyas introducen el factor de la destribalización paulatina del ejército como medio para
asentar su poder político −hasta culminar en la reforma militar de Almanzor− la aristocracia árabe pierde
muchas de sus prerrogativas políticas, conservando no obstante las económicas. El mismo Ibn Jaldun afirmará
que la ruina de los omeyas se debió al debilitamiento, primero, y desaparición, después, del espíritu de
solidaridad de los árabes de al−Andalus.
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Un grupo especial de árabes lo forman los orientales que llegan a la corte de Córdoba atraídos por Abd
al−Rahman II cuando éste intenta emular a los califas de Bagdad y rodearse de literatos, músicos y hombres
de ciencia procedentes de Oriente, que no tardan en fundirse con la aristocracia árabe. El más conocido de
estos orientales, el cantor iraquí Ziryab, recibió del emir una renta de doscientos dinares mensuales y diversas
tierras en propiedad; a él se debe el refinamiento de la alta sociedad musulmana en la mesa, en el vestido y en
el aseo personal. El califato de al−Hakam II es igualmente importante por la llegada de orientales, pero el
número de estos inmigrados fue siempre reducido y nunca constituyeron un grupo social aparte. A ellos se
debe, además de la orientalización de al−Andalus, un resurgir intelectual que dará sus mejores frutos en los
reinos de taifas.
La convivencia en las ciudades con los hispanomusulmanes, la progresiva hispanización cultural de los árabes
e islamización de los hispanovisigodos, la comunidad de intereses entre los invasores y los dirigentes
visigodos convertidos al Islam, y el aumento de las conversiones al Islam a lo largo de los siglos IX y X
rompieron las barreras existentes hasta el punto de que en la e´poca final del califato no existirán diferencias
entre la aristocracia de origen árabe y la de procedencia hispanogoda, aunque siempre se mantuvo el prestigio
árabe como lo prueban los intentos de los hispanos de buscar o de resaltar sus antecedentes árabes. Unos y
otros actúan unidos cuando se trata de oponerse a quienes les disputan el poder: beréberes mercenarios y
eslavos. Las taifas andalusíes (árabes e hispanas sin distinción de origen) se concentran en las regiones de
Córdoba, Sevilla, el Algarve, el valle del Ebro, Toledo y Badajoz, es decir, en las zonas de asentamiento árabe
importante y allí donde los nobles visigodos, al convertirse, mantuvieron su posición social y económica.
• Los beréberes.
Los beréberes constituían el grupo más numeroso de los musulmanes que se asentaron en la Península en las
primeras décadas del siglo VIII. Los beréberes de al−Andalus procedían, básicmaente, de tribus sedentarias
del norte de Africa. Sin duda, hubo un permanente flujo migratorio desde el Magreb hasta la península
Ibérica, pero sólo desde tiempos de Almanzor nos consta la llegada de nuevos e importantes contingentes
beréberes a al−Andalus. También trajeron a Hispania los beréberes sus conflictos intestinos, siendo en ellos
particularmente fuerte el espíritu tribal
Los béreberes fueron utilizados por los árabes como simples auxiliares y jamás se les permitió equipararse a
éstos; tras la conquista quedaron relegados a las zonas poco urbanizadas y a las comarcas montañosas
escasamente pobladas, con lo que se veían apartados de los altos cargos urbanos y de las fuentes de riqueza al
no disponer de tierras fértiles ni de hombres que trabajaran para ellos. Su modo de vida es idéntico al que
tenían en sus tierras de origen, y la conversión al islamismo no los libró del pago del impuesto territorial que,
en principio, sólo tenían que pagar los no musulmanes. De ahí que en diversas ocasiones participaran en
movimientos sediciosos, adhiriéndose a doctrinas radicales como el shiísmo. Pero a pesar de ello los beréberes
se arabizaron, tanto en la religión como en la lengua, e, incluso, en las costumbres. En el siglo X un grupo
beréber mercenario podrá alcanzar bajo al−Mansur una posición social privilegiada que le permitirá disputar a
árabes y eslavos el control de al−Andalus. Al desaparecer el califato los jefes beréberes actuaron por su cuenta
y crearon sus propios reinos de taifas tras poner sus tropas a disposición de quien les contratase
• Los esclavos.
El tercer elemento alógeno −los orientales no tienen entidad suficiente como para ser considerados como
tales− de los musulmanes de al−Andalus lo formaban los esclavos de ambos sexos, fundamentalmente negros
del Sudán y eslavos o esclavones blancos de origen europeo. Por supuesto, a estos últimos hay que añadir
también a aquéllos que habían caído en esclavitud en virtud del cautiverio del que habían sido víctimas como
consecuencia de las aceifas de los ejércitos musulmanes contra la España cristiana.
Los negros del Sudán llegaron a al−Andalus por los azares de la trata en la época califal. Los soberanos
omeyas tuvieron a su servicio una guardia personal negra; ricamente equipada en tiempos de al−Hakam II,
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vieron engrosados sus efectivos con al−Mansur, participando su cuerpo de correos sudaneses en todas las
expediciones guerreras. Las esclavas negras eran quizá todavía más numerosas que los hombres de color en
las ciudades andaluzas. Reputadas por sus cualidades en las tareas domésticas, eran altamente apreciadas
como concubinas por sus amos.
Durante el califato de Córdoba, los esclavos palaciegos, eunucos o no, eran casi exclusivamente de origen
europeo. Se les llamaba saqaliba, equivalente de esclavones. Se trataba en realidad de cautivos hechos en
Europa continental, desde Germania hasta tierras eslavas (de ahí que se les denominara también eslavos), y
que luego eran vendidos por agentes en el mundo musulmán e incluso en el Imperio bizantino. Comprados en
principio o reducidos a esclavitud para atender el trabajo agrícola e industrial, a medida que la sociedad
islámica se perfecciona, se especializa el comercio de esclavos y la importación tiene como objetivo surtir los
harenes musulmanes (mujeres, eunucos y servicio doméstico) y proporcionar soldados al ejército califal.
Mientras los primeros, los dedicados al trabajo agrícola e industrial, se equiparan prácticamente a los
trabajadores del campo −su número es reducido en las ciudades−, los segundos disfrutan de una posición
social superior en muchos casos a la de los propios musulmanes libres. Las esclavas son muy apreciadas
especialmente cuando tienen una preparación artística o científica y siempre que proporcionen hijos al dueño.
También los eunucos gozan de una situación especial debido a la importancia que adquieren de cara a los
gobernantes, no sólo en la custodia del harén sino también al frente de los organismos civiles y militares por
su preparación y porque, al carecer de descendencia, se mostraban menos interesados en amasar fortunas.
Los esclavos masculinos adquirieron importancia numérica y social en el siglo X, cuando los califas les
asignaron numerosos cargos en la administración y el ejército, cargos tradicionalmente reservados a la
aristocracia árabe. Los servidores del califa están dirigidos por dos esclavos llamados grandes oficiales, a los
que LEVI−PROVENÇAL considera como los jefes de las casas civil y militar del soberano. Otros cargos
palatinos desempeñados por esclavos son los de jefe de la cocina, de las construcciones, de las caballerizas,
director de los correos, director de los talleres de orfebrería de palacio, de las manufacturas de la seda... No es
extraño, por tanto, que desde los cargos palatinos y militares los eslavos intentaran alzarse con el poder a la
muerte de Abd al−Malik, el hijo de Almanzor, y crearan diversos reinos independientes. El proceso es general
en todo el mundo islámico: los mercenarios y esclavos palatinos llegan a hacerse indispensables y terminan
sustituyendo a las dinastías reinantes. Para R. ARIE, parece que los esclavos no se mezclan mucho con el
resto de la población de al−Andalus, lo que explica que a la caída del califato decidieran organizarse en una
taifa esclavona y agruparse en la parte oriental de al−Andalus, donde acabaron por integrarse en las otras
capas de población hispanomusulmana.
• La población autóctona.
Formaban la base primordial de la población hispanomusulmana el antiguo contingente de origen
hispanorromano y godo de campesinos adscritos a la gleba, de pescadores o artesanos que se habían sometido
voluntariamente a los conquistadores y que habían abrazado el Islam en su mayoría, con la esperanza de
mejorar económica y socialmente. En cuanto a la nobleza vitizana, mantiene sus propiedades y no tarde en
aceptar la nueva religión cuando la considera un medio de asegurar su preeminencia. Esta nobleza no logró
sus propósitos de igualarse a la aristocracia árabe hasta época tardía, y allí donde las circunstancias lo
permitieron (zonas de frontera alejadas de Córdoba y con escasa densidad de población) sus miembros fueron
los dirigentes de sublevaciones en las que se mezcla el afán de independencia con el deseo de igualarse a los
árabes.
Las conversiones fueron numerosas entre los trabajadores del campo, abandonados religiosa y culturalmente
por el clero visigodo, paganos de hecho, y que abrazaron el Islam debido a las ventajas económicas y sociales
que ofrecía en principio a sus adeptos. Para la imponente masa de súbditos andaluces sometidos al yugo
visigótico, las perspectivas de mejora eran ciertas. LEVI−PROVENÇAL ha demostrado también cómo el
régimen omeya continuó hábilmente la política de conversiones iniciada por los gobernadores árabes de
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al−Andalus.
En las ciudades, la mayor preparación cultural, el hecho de que el impuesto territorial sólo fuera cobrado en el
campo y la influencia de la jerarquía eclesiástica, especialmente de los monasterios, limitaron el número de
conversiones, pero la instalación en los centros urbanos de la nobleza árabe y la emigración constante de
campesinos islamizados hicieron que los mozárabes se encontraran casi siempre en minoría aunque su
situación social y económica fuera en muchos casos superior a la de los muladíes, al menos hasta mediados
del siglo IX, es decir, mientras los emires tuvieron necesidad de utilizar sus servicios como administradores
culturalmente preparados.
Aun cuando tradicionalmente se ha venido utilizando el término de muladíes para designar a los indígenas
convertidos al Islam, en realidad podemos distinguir dos grupos: 1, los muwalladum (muladíes propiamente
dichos, renegados para los cristianos), los nacidos de padre árabe o beréber y madre hispana; 2, los musalima,
denominación aplicada a los que se habían convertido al Islam.
El tema más polémico en torno a los indígenas (muladíes y mozárabes) es el que hace referencia a la rápida
fusión de la minoría de conquistadores con la masa de la población indígena. Se ha mantenido como dogma
hasta tiempos recientes la rápida orientalización de al−Andalus. P. GUICHARD pone en duda esta tesis,
indicando como ejemplo la fitna de los años finales del emirato, con el enfrentamiento entre árabes y
beréberes con la sociedad indígena. Por ello concluye que a principios del siglo X existían todavía en
al−Andalus dos sociedades claramente diferenciadas, la indígena y la árabo−beréber, cada una con sus
estructuras sociales independientes.
GLICK, por su parte, recoge la hipótesis de la curva de conversión de R. BULLIET, basada en el estudio de
los criterios para tomar el nombre de los conversos. Según esta hipótesis, la tasa de conversión es lenta hasta
el siglo X (menos de un cuarto del número total de conversos se había convertido); el período de explosión de
la conversión coincide muy ajustadamente con el reinado de Abd al−Rahman III, y el proceso se completa
alrededor del año 1100.
• Los grupos étnico−religiosos minoritarios: cristianos y judíos en al−Andalus.
Como es de esperar, los no musulmanes representan en al−Andalus, al igual que en el resto de los territorios
conquistados por los islámicos, una minoría y, como tal, aunque respetada, aislada y relegada a una posición
secundaria. Cristianos y judíos, según CHEJNE, se asimilaron a la corriente central de la sociedad islámica y
acabaron por ser arabizados hasta el punto de no distinguirse de los musulmanes. Debidos a las influencias
religiosas sufridas por su fundador, el Islam acepta dentro de la sociedad a cristianos y judíos por considerar
que unos y otros poseen una parte de la verdad revelada: son gentes del libro o gentes del Contrato, por haber
recibido la revelación divina. Junto con estas motivaciones religiosas existen otras de tipo político y
económico: los problemas económicos y militares de la conquista musulmana fueron resueltos con la ayuda
de las comunidades judías, que vivían oprimidas al final de la época visigoda; además, la conversión al
islamismo lleva consigo la supresión del impuesto personal y territorial y los árabes no tienen interés en ver
desaparecer estas fuentes de ingresos. Cristianos y judíos eran tributarios (dimmíes) protegidos, pues tienen
que pagar una contribución territorial −la jaray− y un impuesto de capitación personal −la yizyah−, que
compensaba al mismo tiempo que estuvieran exentos del servicio militar, y que se imponía con arreglo a las
clases y profesiones de los tributarios. Las mujeres, los menores de 20 y mayores de 50 años, los monjes,
inválidos, enfermos, mendigos y esclavos disfrutaban de franquicia tributaria.
Las comunidades cristiana y judía estaban autorizadas a practicar sus propias religiones; a tener una
jurisdicción completa para el gobierno de los matrimonios, divorcios, leyes de alimentación y otros asuntos
familiares y civiles; a poseer propiedades, y a ejercer toda clase de actividades profesionales. Por otro lado, se
les prohibía la propaganda de sus religiones, portar armas o ser testigos en contra de un musulmán en
cualquier litigio que implicase a uno de éstos y a un no musulmán. En general, estos privilegios y
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restricciones entraron en el derecho canónico y formaron parte integral del mismo durante siglos. En conjunto,
el Islam se mantuvo fiel a su política de escrupulosa tolerancia en todos los países musulmanes, incluyendo
al−Andalus, y en consecuencia la población no musulmana hizo uso pleno de todas las oportunidades que se
le brindaron y contribuyó al desarrollo de la vida social.
• Los mozárabes.
Hablaremos en primer lugar de los mozárabes (del término árabe al−Mustaribun, arabizado), españoles
cristianos que siguieron viviendo entre los musulmanes después de la conquista arábigo−beréber y que se
mantuvieron fieles a la fe cristiana. Algún autor (R. HITCHCOCK) prefiere hablar de cristianos que vivían en
al−Andalus, para dsitinguirlos netamente de los mozárabes de los Estados cristianos del norte peninsular, que
representan un fenómeno radicalmente diferente.
A mediados del siglo VIII las comunidades cristianas más prósperas y numerosas en al−Andalus eran las de
Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida. Hasta el siglo IX, Toledo, antigua capital de los visigodos, seguirá siendo
la sede del metropolitano de los cristianos de al−Andalus. Por lo general, siempre les estuvo permitido el uso
de las iglesias. Pero sólo en contadas ocasiones obtuvieron permiso para edificar otras nuevas, bajo el pretexto
legal de reconstruir las abandonadas o ruinosas, o porque ello tuvo lugar en pequeños núcleos rurales
exclusivamente cristianos. Según CRUZ HERNANDEZ, nunca compartieron los mozárabes y los
musulmanes templo alguno; en el caso de Córdoba y durante menos de medio siglo, fueron vecinos en los
terrenos del antiguo cenobio de San Vicente, pero son que los musulmanes utilizasen la iglesia del referido
cenobio, sino posiblemente algún otro edificio.
Sabemos que los cristianos que vivían en Córdoba estaban organizados bajo la jefatura de un gobernador o
conde (comes, en árabe qumis), como Rabi, que tanta importancia tuvo en la política represiva de al−Hakam I.
El encargado de recaudar los impuestos de capitación era el llamado exceptor, y existía también un juez
especial, el censor o qadi al−nasara (juez de los crsitianos), que mediaba en los conflictos ente mozárabes
aplicando el derecho visigótico del Liber Iudiciorum (más tarde llamado Fuero Juzgo). Cuando se producía
algún conflicto entre un musulmán y un cristiano, el proceso era confiado, según los casos, al qadi o al
magistrado de policía encargado de la surta.
Los mozárabes conservaron su organización eclesiástica y se mantuvieron las tres provincias metropolitanas
de época visigoda, con una sede arzobispal y varias diócesis en cada una de ellas. Estas provincias eran la
Cartaginense (con sede en Toledo), la Lusitana (con sede en Mérida) y la Bética (con sede en Sevilla); el
metropolitano de Toledo era el primado, pero sólo en el sentido de primus inter pares. Esta distribución fue
universalmente aceptada en tanto que los propios musulmanes la convirtieron en la base de su organización
territorial.
El emir o califa se reservaba el derecho de aprobar los nombramientos de obispos y metropolitanos de la
misma forma que antes lo habían hecho los reyes visigodos. En general esta jerarquía eclesiástica se sometió a
los musulmanes y colaboró con ellos, como se observó claramente con el concilio reunido por al−Hakam I
para poner fin a los martirios voluntarios, o en el caso más conocido de Rabi ibn Zayd (Recesmundo), obispo
de Elvira, al que Abd al−Rahman III confió varias misiones diplomáticas y que redactó para al−Hakam II el
Calendario de Córdoba, en el que se indicaban las ocupaciones campesinas para cada época del año y se
daban numerosas precisiones sobre la vida rural y la comunidad mozárabe.
Habitualmente el culto se celebraba de acuerdo con la liturgia gótico−isidoriana que fue reconocida
canónicamente por el Papa Juan X en el año 924, siendo la común de toda la Península hasta finales del siglo
XI, cuando los príncipes y clérigos borgoñones de la familia política de Alfonso VI impusieron la liturgia
latina. Los cenobios mozárabes tuvieron una vida religiosa destacada hasta el siglo X, decreciendo después su
importancia.
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La consideración social de los mozárabes en las ciudades estuvo favorecida por el alto nivel cultural de sus
miembros si los comparamos con los árabes y beréberes invasores; los cristianos serán consejeros de los
emires y administradores de sus bienes durante el siglo IX, y a un conde cristiano se le confía la dirección de
la guardia palatina. A medida, sin embargo, que la cultura arábigo−oriental arraiga en al−Andalus, los
cristianos pierden importancia y se inicia un proceso de arabización de los cristianos, que se manifiesta en el
vestido, en la cultura e incluso en la práctica religiosa, y contra la que reaccionan los mozárabes
intransigentes, dirigidos por Eulogio y Alvaro de Córdoba, desautorizados por el sínodo episcopal convocado,
como dijimos, a instancias de al−Hakam I. El endurecimiento de la situación y el desprestigio cultural de los
cristianos en la sociedad cordobesa no debieron ser ajenos a la emigración mozárabe, reducida pese a todo y
limitada al elemento clerical. Estamos bien informados de las comunidades cristianas urbanas, como la de
Córdoba, que contaba con miembros de considerable fortuna. No parece ser éste el caso de las comunidades
cristianas rurales que, sin embargo, requieren aún de un estudio general.
• Los judíos.
Cuando el reino visigodo fue conquistado por los árabes, se dice que los judíos de la península Ibérica, que
habían sufrido duras restricciones bajo los monarcas godos, animaron y ayudaron a los conquistadores, los
cuales, al seguir su avance hacia el norte, dejaron en sus manos la administración de muchas ciudades y la
guarda de los lugares fortificados de esas mismas ciudades, tales como Sevilla, Granada, Córdoba y Toledo.
En realidad, son muy escasos los datos que tenemos acerca de la vida judía en al−Andalus antes del siglo X.
En general, los judíos se dedicaban al comercio y a la artesanía de pieles, cueros, telas y joyas y residían en
barrios situados junto a las murallas, en las zonas fortificadas de las ciudades.
Al principio, los musulmanes no permitieron que la comunidad de Córdoba creciera, pero en la segunda mitad
del siglo X se había convertido en la mayor y más relevante judería de al−Andalus, tanto por su número como
por su nivel cultural y social. En el siglo IX se tenía a Lucena por una ciudad judía y en el siglo X competía en
cultura rabínica con la capital del califato. Otras ciudades designadas como judías eran Tarragona, Granada y
Sevilla. Toledo era otra ciudad con abundante población judía.
Los judíos están sometidos a las mismas normas que los cristianos, pero parece seguro que su colaboración
inicial con los musulmanes y el papel económico desempeñado les aseguraron un lugar privilegiado. Así, los
judíos son reconocidos como médicos, filósofos y hombres de letras, y ocupan cargos diversos en la corte y la
administración califales. Uno de estos cortesanos judíos, cuya vida y obra conocemos con detalle, es Abu
Yusuf ibn Shaprut, que fue consejero privado de Abd al−Rahman III, médico de su corte y diplomático en sus
negociaciones con los reinos cristianos. Parece que también tuvo a su cargo ciertas fases de la administración
financiera del califato, de modo especial la recaudación de los impuestos portuarios y aduaneros. La tradición
asigna también a Hasday el establecimiento de nuevos centros de enseñanza de la ley judía independientes de
Oriente en Córdoba y los inicios de la literatura hebrea en España.
II.2. La estructura social: campesinos y ciudadanos.
Tradicionalmente, la sociedad hispanomusulmana ha sido dividida en clases. Sin embargo, la opinión general
de los islamistas es que la estratificación social de la España musulmana tuvo lugar por grupos en los cuales la
adscripción de los miembros dependía de bases distintas a la económica (por ejemplo, la etnia, la religión, el
parentesco), aunque con frecuencia la etnia, la religión u otras divisiones tendían a estar correlacionadas con
las económicas. Según GLICK, la estructura de clases no estaba tan claramente articulada como en el
occidente cristiano y, en consecuencia, la movilidad económica era más fluida.
Para R. ARIE, sería mejor adoptar una terminología más acorde con las nociones fundamentales del derecho
musulmán. Para los juristas musulmanes, la condición jurídica básica es la libertad. Por lo tanto, la esclavitud
es una condición excepcional. En cuanto a los no musulmanes, son considerados en cierta medida ajenos a la
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sociedad en su conjunto. De esta forma, conviene distinguir en la población hispanomusulmana, por una parte,
a los hombres de condición libre, y por otra a los esclavos. Sin embargo, no podemos negar que el Islam
clásico concibió la idea de una estratificación de hecho, en la que la posición social de cada estrato o categoría
(tabaqa) venía marcada, entre otros factores, por su grado de proximidad al poder.
El modo de vida urbano supone la existencia, en cualquier caso, de grupos especializados, que terminan
diferenciándose socialmente no sólo por su riqueza sino también por las funciones que desempeñan y que son,
a menudo, la base de su situación económica.
Así, la categoría social situada en la parte más alta de la pirámide social era la jassa o aristocracia, que se
hallaba integrada por los patricios de linaje árabe, normalmente terratenientes y jefes del ejército, en buena
medida parientes de la propia familia reinante de los omeyas, que ocuparon habitualmente una posición
superior en el plano social y militar de al−Andalus. Integraban asimismo la aristocracia el círculo de grandes
dignatarios de la administración central, entre los que se incluían aristócratas árabes, funcionarios esclavones
e incluso ciertos ciudadanos de origen beréber que habían accedido a puestos elevados en el Estado con el
apoyo del califa. Es precisamente en el siglo X, y sobre todo en el período de la suplantación amirí, cuando se
produce el ascenso de esclavos y libertos a una nobleza de servicio en la que ya no predomina la pertenencia a
una determinada tribu preponderante o a un linaje destacado, como en el caso de la nobleza de sangre.
En los textos históricos de época califal aparecen mencionadas unas categorías de notables (ayan) que viven
en aglomeraciones urbanas. A este grupo pertenecen los alfaquíes u hombres de religión y de leyes, que
pueden llegar a posiciones políticas y sociales influyentes; los intelectuales que dependen de los personajes de
la aristocracia; los mercaderes acomodados; los profesionales −como médicos− de significación; los jefes con
mando intermedio en el ejército; algunos artesanos de las industrias especializadas; los pequeños funcionarios,
los magistrados subalternos y los judíos y cristianos que ejercen funciones financieras y comerciales.
La categoría inferior de los miembros libres de la sociedad urbana andalusí estaba formada por la masa o
amma, turbulenta y dispuesta a la revuelta y a menudo menospreciada por los cronistas andalusíes. En tiempos
de los omeyas, la amma se componía casi exclusivamente de artesanos y jornaleros −beréberes, muladíes y
libertos−, soldados y cierta población flotante proveniente del medio rural y de judíos y mozárabes de igual
condición que llevaban una vida miserable. Sobre ellos recae la presión fiscal y la desconfianza del poder, que
alterna la represión con las medidas demagógicas. Los artesanos, entre los que se distinguen maestros, obreros
especializados y aprendices, están agrupados en corporaciones, así como los fabricantes y mercaderes
urbanos. Cada corporación acepta la autoridad de una persona (amín), designada por el al−mutazim para
representar al gremio ante el poder civil y que se hace responsable de las infracciones cometidas por los
miembros de su corporación.
En lo que concierne al medio rural, la situación es poco conocida. Los escasos textos andalusíes dejan
entrever al menos hasta el siglo X la precaria existencia de los campesinos adscritos a la tierra (amir),
semejantes a los siervos de época visigótica, y de colonos (sarik) ligados a los terratenientes que vivían en la
ciudad mediante un contrato de aparcería según el cual sólo podían conservar para su sustento y el de sus
familias una pequeña parte de la cosecha, y que además estaban sujetos a la obligación del diezmo, debido al
fisco sobre los productos de la tierra, y del reclutamiento.
Además de los hombres libres, la sociedad hispanomusulmana incluía una importante proporción de esclavos
de ambos sexos, blancos y negros, como ya indicábamos anteriormente. Las esclavas se integraban
rápidamente en la familia, sobre todo si tenían la suerte de dar uno o dos hijos al amo. Aún después de
manumitidas, seguían unidas al mismo círculo familiar. Los hombres de condición servil trabajaban a menudo
en el campo, donde llevaban la misma vida que los campesinos nacidos libres. Los cautivos solían proceder de
las expediciones contra los reinos cristianos, sobre todo en época de Almanzor, normalmente personas que no
habían podido ser rescatadas por su familia. Mozárabes y judíos −aunque entre estos últimos estaba mal
visto− podían poseer esclavos. Los esclavos se convertían generalmente al Islam, lo que les permitía aspirar a
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ser manumitidos por sus amos. Algunos constituían las guardias privadas de los soberanos, como la guardia
eslava o la guardia negra, con lo que gozaban de una situación envidiable. Otros podían prosperar al servicio
de la administración omeya −tal es el caso de muchos eunucos.
Diferenciada de los esclavos había otra categoría social, la de los mawali (plural de mawla, en castellano
maulas), es decir, los individuos sobre quienes su dueño ejercía un derecho de patronazgo (wala), por haberles
manumitido, mediante una disposición testamentaria, ingresando en la condición de libertos, con mayores
posibilidades en lo que respecta a la formación de un patrimonio propio y, por supuesto, también con la
consecuencia de un ascenso social. El liberto continuaba ligado a su antiguo amo o a sus herederos por lazos
casi familiares, que conllevaban ciertas obligaciones a cambio del derecho de protección moral
(LEVI−PROVENÇAL). Al transmitirse el wala de padres a hijos, los mawali constituían, al final del califato,
una categoría social numerosa. Era muy difícil averiguar su origen ya que adoptaban el patronímico y hasta el
nombre étnico de sus amos.
Podemos decir, por último, que aunque se ha hablado mucho de la tolerancia entre cristianos y musulmanes en
la España islámica, los más recientes autores se inclinan a pensar mejor en unas relaciones de coexistencia.
Así, CRUZ HERNANDEZ considera que la relativa discordancia entre el ordenamiento legal y la
dependencia social en al−Andalus dio lugar a una falta de paralelismo entre la coexistencia real de los grupos
y su convivencia social. La clase noble islámica, en tanto que necesitó de los mozárabes y de los judíos como
astrónomos, diplomáticos, financieros, médicos, traductores, etc., convivió socialmente con ellos. La masa,
por el contrario, no pasó de una coexistencia por lo general conflictiva.
• LA CIUDAD HISPANOMUSULMANA.
III.l. El proceso de urbanización en al−Andalus.
Los historiadores no han tenido ninguna dificultad en contrastar el alto nivel de urbanización de al−Andalus
con la casi total falta de ciudades de la España cristiana antes del año 1000, fecha después de la cual
aparecieron los núcleos urbanos que siguieron un modelo normal de desarrollo morfológico e institucional
común al de otras ciudades europeas. Según esta visión, no se pueden analizar de modo comparado la
urbanización de los Estados omeya y cristianos antes del año 1000, a causa de la falta de ciudades en estos
últimos. Si en la zona cristiana, encuadrada en estructuras rurales, apenas destacan algunos centros de
población con rango urbano en esta época, en la España musulmana se despliega extraordinariamente pujante
la vida urbana que representará el área más próspera, en este aspecto, de toda la Europa occidental. La ciudad
musulmana se constituirá en centro vital de la comunidad, pues las urbes son núcleos
político−administrativos, religiosos, económicos y culturales. Industria y comercio basados en una moneda
fuerte y estable favorecen el desarrollo urbano en al−Andalus. Este gran desarrollo es el resultado, según
GLICK, del emplazamiento de la región en la red comercial internacional del Imperio islámico. El mercado
internacional estimuló la concentración de industrias artesanales en las ciudades cuya economía monetaria
permitía a la clase media urbana comprar en el entorno rural y desarrollar el complejo estrechamente
interdependiente ciudad−huerta, cuyos excedentes agrícolas aceleraron aún más el crecimiento económico y
demográfico de la ciudad. Pero no todas las ciudades tienen una función comercial clara; algunas son simples
residencias de guarniciones militares; otras tienen un carácter rural, y abundan las que deben su importancia al
hecho de ser centros políticos, capitales de provincia.
La mayor parte de las ciudades de la España musulmana existían con anterioridad, habiendo sido núcleos de
población ya en época romana y visigoda. No obstante, ya al final del período visigodo se observa una
decadencia en este ámbito semejante a lo que ocurría en la Europa ultrapirenaica. Los musulmanes, con sus
contactos con el resto de los países mediterráneos, su comercio próspero y su artesanado apreciable,
devolvieron nueva vida a estas ciudades antiguas. Este es el caso de Córdoba, Toledo, Zaragoza y Sevilla,
constituidas además en centros administrativos.
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Estamos muy mal informados del proceso de urbanización de al−Andalus. Sin embargo ateniéndonos sólo a
las 23 ciudades fundadas o reconstruidas en época andalusí, el período de mayor número de fundaciones
abarca desde Abd al−Rahman II hasta Abd al−Rahman III, es decir, desde el 822 al 961, lo cual, por otra
parte, coincide con otros signos de islamización que confluirían en el gran apogeo de la época califal. Durante
el llamado emirato dependiente fueron fundadas ciudades como Catalayud y Calatrava, originalmente plazas
fuertes; en la época del Estado omeya independiente, lo fueron Ilbira, Uclés, Tudela, Murcia, Ubeda,
Talamanca, Madrid, Lérida (reconstruida en el 883−884) y Badajoz; por fin, en el período califal, se fundaron
Madinat al−Fath (ciudad militar, cerca de Toledo), Almería, Medinaceli (reconstruida en el 946) y complejos
palatino−administrativos como Madina al−Zahra (por Ab al−Rahman III) y Madina al−Zahira (por
al−Mansur). Pero más que estos datos puntuales, referidos sólo a una mínima porción de ciudades y utilizados
únicamente para descubrir los progresos de la urbanización en una época concreta, son las descripciones de
los geógrafos que visitaron al−Andalus en los siglos IX y X las que más nos informan sobre la densa red
urbana de la Península en la primera época musulmana.
Estas ciudades ofrecen entre sí una jerarquización, pues a algunas de ellas podemos darles el rango de
metrópolis en cuanto constituían centros de especial dinamismo, de notable volumen demográfico y de
singular influjo sobre toda una región, mientras que en un segundo escalón se agrupan una serie de localidades
o centros de población menores. Basándose en conocidos modelos comerciales, la disposición de las
carreteras romanas y los sistemas montañosos, GLICK conjetura la existencia de dos regiones urbanas
interconectadas. La primera estaba dominada por Córdoba, aunque el centro de gravedad se desplazó a Sevilla
en el siglo XI tras la disgregación del califato. El valle del Ebro, con un centro agro−industrial en Zaragoza y
un importante puerto en Tortosa, formaba el núcleo de una subregión distinta, conectada a las Islas Baleares y
a Valencia, esta última una ciudad de poca importancia en la época omeya (posiblemente a causa de la
colonización beréber de la región), pero que aumentó su importancia y tamaño más tarde. Las dos regiones
estaban conectadas tanto por tierra (a través de la vía romana de Toledo a Zaragoza, que pasaba por
Medinaceli) como por mar (los puertos de Tortosa, Palma y Denia estaban en conexión con las terminales
marítimas del sur).
Se ha llegado a pensar que se acerca a 80 el número de ciudades dignas de tal nombre en la España
musulmana, si bien esta cifra puede considerarse demasiado elevada, estando más cerca de la realidad la de
50. Según TORRES BALBAS, que utiliza criterios como el tamaño de la vivienda media, el número de
habitantes por vivienda y el perímetro urbano, Córdoba, la gran ciudad de al−Andalus, contaría a finales del
siglo X con unos 100.000 habitantes; Almería, 27.000 a comienzos del siglo XI; Granada, 26.000 a mediados
del siglo XI; a finales de este siglo, Málaga tendría unos 15.000 habitantes, Toledo 37.000, Mallorca 25.000,
Zaragoza 17.000 y Valencia 15.000. Como conclusión, TORRES BALBAS afirma que, a finales del siglo XI
y principios del XII, habría nueve ciudades en al−Andalus que superarían las 40 has. y los 15.000 habitantes.
III.2. Estructura urbanística y morfología de las ciudades.
Como la base romana quedó sumergida en todas partes, las ciudades andalusíes se desarrollaron en
consonancia con las normas comunes a todo el mundo islámico. Sus características morfológicas principales
fueron la posición central de la mezquita y los mercados, la localización excéntrica de la fortaleza o ciudadela
en un lugar elevado a lo largo de la muralla de la ciudad, la rígida distinción entre el espacio público y el
privado, la fragmentación de los barrios y la dificultad de acceso a las calles residenciales. La yuxtaposición
de la mezquita principal y los mercados en los planos urbanos de las grandes ciudades andalusíes aparece
arquetípicamente en Toledo, donde el complejo público estaba localizado en el centro geográfico de la ciudad;
en Córdoba, Almería y Málaga la mezquita principal fue desplazada por razones económicas, hacia el
Guadalquivir en la primera y hacia el puerto en las dos últimas, que además constituyen ejemplos de ciudades
con ciudadelas (alcazabas) ubicadas en lugares elevados a lo largo de la muralla urbana.
El corazón de la ciudad es la madina, donde se alzan la mezquita aljama, los centros administrativos, los
zocos, las alhóndigas y la alcaicería. Esta área es la única parte de la ciudad dotada de plazas y calles lo
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suficientemente amplias para permitir las actividades públicas comerciales y sociales. Algún autor ha
destacado el carácter plurifuncional de este centro neurálgico de la ciudad: todas las instituciones, tiendas,
mezquitas, escuelas y cargos administrativos estaban completamente entremezclados para acomodarse a la
demanda de un fácil acceso y responder a la mutación continua de actividades intercambiables, como el
comercio, la oración, la enseñanza, etc.; no existía una neta diferenciación de entidades físicas, porque todo
ello respondía a la fluidez del intercambio social y de la vida cotidiana.
La madina solía estar amurallada y a ella se adosaban los arrabales (rabad, en singular), en ocasiones también
rodeados de una cerca. Este era el caso, entre muchos, de la ciudad de Almería, que, a principios del siglo XI,
estaba formada por tres núcleos: la madina amurallada, en el centro; el arrabal oriental (al−Musalla) y el
arrabal occidental (al−Hawd), ambos tambien amurallados. Tanto la madina como los arrabales estaban
integrados por barrios más pequeños (harats), a veces de una sola calle y provistos de puertas que solían
cerrarse de noche. Los arrabales y los barrios (cuando estos últimos eran más extensos que el simple harat)
formaban, a su vez, una pequeña unidad, con su mezquita propia, sus zocos y sus baños, reproduciendo a
menor escala la estructura de la gran madina. A veces, el agrupamiento en arrabales y barrios se realizaba
según criterios religiosos, dando lugar a las numerosas mozarabías y juderías de las ciudades andalusíes; en
otras ocasiones, denotaba un agrupamiento de origen étnico; pero, con mayor frecuencia, designaba el tipo de
actividad económica predominante entre sus moradores (halconeros, curtidores, alfareros, etc.).
Extramuros de la ciudad se hallaban los cementerios, a veces en número muy elevado, como los 13
computados en la Córdoba de los siglos XI y XII, y las leproserías, que en la mayoría de los casos se
beneficiaban de las rentas de alguna fundación piadosa. También extramuros se situaba una explanada, la
sharia, de diverso aprovechamiento, puesto que una zona se dedicaba al mercado semanal (suq o zoco),
mientras que otra se aprovechaba para oratorio al aire libre (al−musalla) con ocasión de las oraciones
públicas durante las dos fiestas canónicas del calendario islámico, así como de las frecuentes rogativas para la
lluvia. Una tercera porción de esta explanada (al−musarà) servía para la realización de ejercicios ecuestres o
simplemente como paseo −la alameda, pues de ordinario se hallaba adornado con álamos−, el cual hacía
oficio de centro de reunión o tertulias, constituyendo todo ello una zona de esparcimiento público, de
expansión necesaria al espíritu y al cuerpo, debido a las medianas condiciones de higiene del interior de la
ciudad. En la al−musarà de Córdoba se celebraron los más variados acontecimientos, desde la batalla que dio
el poder a Abd al−Rahman I, hasta la crucifixión de algunos de los sublevados en el Arrabal, pasando por los
frecuentes alardes y revistas de tropas.
De algunas calles principales que enlazaban el centro de la madina con sus puertas y que se prolongaban por
los arrabales, partían otras secundarias, de trazado sinuoso, irregulares y muy estrechas, de las que, a su vez,
nacían unos callejones ciegos o adarves (del árabe al−darb), que daban acceso a las viviendas. La densidad
del caserío urbano dentro de la muralla explicaba, en parte, el abigarramiento de callejas y callejones, y
justificaba la frecuencia de salientes o voladizos que ampliaban el tamaño de las casas sobre la calle sin
obstaculizarla, así como los pisos altos que en ocasiones cubrían la calle de lado a lado. Como subraya
TORRES BALBAS, a quien seguimos en esta somera descripción de la filosofía urbana de al−Andalus, la
particular estructura del trazado urbano habría que ponerla en relación con el concepto islámico de calle.
En efecto, a diferencia de algunas zonas del mundo occidental donde las calles eran como una prolongación
de la vivienda y donde las casas abrían sus amplios huecos al exterior, en el mundo islámico la vida pública se
realizaba en el corazón de la madina, donde acudían los habitantes para cumplir sus obligaciones religiosas,
desempeñar sus funciones comerciales o artesanas y resolver los asuntos administrativos; pero, frente a la
extraordinaria animación multiforme del centro urbano, las viviendas quedaban confinadas en el fondo de los
silenciosos adarves, deliberadamente alejadas del bullicio de los zocos. Se buscaba así salvaguardar la vida
privada, conseguir un cierto aislamiento y procurarse protección. De ahí que las casas se cierren en muros
altos y lisos, abriendo al exterior sólo estrechas celosías o ajimeces. En consonancia con la falta general de
espacio público en las áreas residenciales, no había plazas, excepto unas de pequeño tamaño formadas
adventiciamente (como las mismas trayectorias de las calles) en los espacios sobrantes tras la construcción de
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las casas.
Por razones de seguridad, los judíos en particular tendían a residir en barrios con vallas interiores y puertas
que podían cerrarse. Algunos ejemplos son el suburbio de la Puerta de los Judíos en Córdoba y el barrio judío
de Toledo, ubicado a lo largo de la muralla, que comunicaba con el exterior a través de la Puerta de los Judíos.
Por otro lado, los cristianos parece que vivían dispersos generalmente entre la población musulmana (por
ejemplo, en Córdoba, Toledo y Zaragoza), aunque hubo dos barrios cristianos claramente definidos en
Valencia. En Granada y Zaragoza había barrios beréberes.
Fue típico de las ciudades andalusíes el que la vida urbana tendiera a salirse fuera de los límites de la ciudad
hacia las huertas y barrios de alrededor (lo que llevó a TORRES BALBAS a caracterizarlos de extrovertidos
con respecto a su entorno inmediato, por oposición a la introversión de las ciudades cristianas). No solamente
estaban las huertas, cinturones de parcelas de regadío alrededor de la mayoría de las ciudades andaluzas,
estrechamente conectadas a la vida económica urbana, sino que la élite urbana poseía frecuentemente casas de
campo (munyat, en castellano almunia) dispersas a lo largo de la huerta y en muchas ocasiones rodeadas de
parques y de avenidas de almendros.
Por supuesto que si ésta era, en líneas generales, la ordenación urbanística de una ciudad hispano−musulmana,
su expresión más brillante fue la Córdoba omeya, especialmente en el período culminante del siglo X.
Comenzando por su perímetro, hay que decir que LEVI−PROVENÇAL corrigió los cálculos, un poco
exagerados, de los autores árabes medievales relativos al perímetro de la ciudad, llegando a la conclusión de
que la aglomeración alcanzó los 22,5 kms. En Córdoba observamos la presencia de ese centro urbano al que
nos hemos referido como habitual en las ciudades islámicas, la madina, que ocupaba el antiguo recinto
romano y se hallaba presidida por la extraordinaria mezquita y el alcázar califal; la rodeaba la muralla, en la
que se abrían siete puertas que conducían al exterior. Al iniciarse el período omeya pudo apreciarse la
insuficiencia del primitivo recinto, produciéndose diversos ensanches con sus correspondientes barrios al este,
norte y oeste. La ciudad, por otro lado, no dejó de crecer hasta que estalló la guerra civil, en el año 1009:
contaba entonces con 21 arrabales.
El viejo puente sobre el Guadalquivir, de origen romano, que se había hundido parcialmente en época
visigoda y fue restaurado en varias ocasiones por los musulmanes, dignificaba la fisonomía urbana de
Córdoba desde el exterior. A sus orillas se construyeron las almunias de los príncipes omeyas, sobresaliendo
la de la Ruzafa, levantada por Abd al−Rahman I. El palacio posterior de Medina al−Zahra, obra de Abd
al−Rahman III, rebasaba con mucho el concepto de casa de campo o de recreo, constituyendo toda una ciudad
palaciega o administrativa. Más al sur, sobre la orilla izquierda y en uno de los meandros que traza el
Guadalquivir, se llegaba al arrabal de Sequnda, el famoso arrabal arrasado por al−Hakam I tras la revuelta del
818, con la prohibición expresa de que se volviera a construir.
TEMA XI. ECONOMÍA, SOCIEDAD Y CULTURA DE LOS REINOS Y CONDADOS
PENINSULARES.
• EL FEUDALISMO PENINSULAR.
Al hablar de feudalismo debemos hacerlo en su doble vertiente social y política. Así, entendemos por sociedad
feudal aquella en la que la propiedad de la tierra se halla concentrada en manos de una minoría de la que
depende económica y socialmente la masa de campesinos; y por feudalismo político o jurídico, el sistema
empleado por esta minoría de propietarios−dirigentes para organizarse y garantizar legalmente sus derechos y
deberes.
La vinculación de una parte importante de medievalistas a las corrientes históricas de tipo jurídico ha llevado
a afirmar que en la Península sólo pueden ser considerados como feudales los condados catalanes,
directamente relacionados con el mundo carolingio. Si esto es cierto por lo que se refiere a la organización
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temprana de la aristocracia militar, no lo es menos que todos los dominios cristianos de la Península se hallan
en una situación similar a la de Europa durante este período y que, en definitiva, aunque no exista un
feudalismo pleno, de tipo francés, sí se dan las condiciones económicas y sociales que permiten hablar de una
sociedad en diferentes estados de feudalización.
En cada caso, las situaciones peculiares de la sociedad, la situación geográfica, la abundancia o escasez de
tierra, la posición militar, los orígenes de los pobladores, las modalidades de repoblación, las influencias
externas... influyen y determinan una evolución distinta de esta sociedad, en la que pueden verse todas las
fases del proceso feudal: desde la existencia de señoríos aislados en Castilla hasta la organización estricta del
grupo militar en los condados catalanes; pero no se trata de situaciones radicalmente distintas sino de
diferentes etapas de un mismo proceso, cuyo estudio sólo puede ser abordado desde una perspectiva regional.
I.1. De los valles a los condados catalanes.
El feudalismo catalán presenta numerosas peculiaridades y un ritmo de evolución propio que viene
determinado por la situación inicial de la sociedad en que se implanta y por las circunstancias históricas en
que se desarrolla.
A comienzos del siglo IX coexisten en la Precataluña carolingia (RAMON D´ABADAL) dos estructuras
administrativas y dos formas de vida: la de la población autóctona, agrupada en valles en los que predomina la
pequeña propiedad y la igualdad social de sus habitantes, y la impuesta por Carlomagno, que dividirá al
territorio en condados y confiará su defensa a hispani (miembros de la antigua nobleza visigoda refugiados en
el reino carolingio) y a francos unidos al emperador por lazos de fidelidad y dotados de tierras situadas en
zonas estratégicas (abandonadas generalmente), que repueblan con la ayuda de sus colonos. La aproximación
entre ambos modos de vida y entre ambas estructuras es lenta, sufre avances y retrocesos. El triunfo de la
segunda, de la gran propiedad, no se producirá hasta los siglos XI y XII.
No cabe duda de que la necesidad de atender a la defensa militar de estas tierras fronterizas incitaría a los
condes a incluir en el círculo de sus fieles a los miembros más destacados de la comunidad indígena y de que
algunos se sentirían atraídos por las ventajas que la condición de vasallos del conde podía reportarles, con lo
que se produciría la primera diferenciación social entre los miembros de la comunidad y sus dirigentes
transformados en funcionarios condales.
La independencia lograda a finales del siglo IX no modificará sustancialmente la situación, pero sin duda el
conde instalado definitivamente en la zona intensificaría las relaciones con la población indígena cuyos
dirigentes, así como los de origen hispano o franco asentados en el territorio, adquirirían una estabilidad que
no había sido posible conseguir en los años precedentes en los que, lógicamente, cada conde designaría a sus
propios funcionarios entre las personas de su confianza.
Durante el siglo IX el conde representa al monarca: en su nombre recibe los juramentos de fidelidad, hace
cumplir las órdenes reales, concede los derechos de ocupación de tierras y entabla negociaciones con los
musulmanes; está encargado de administrar las tierras fiscales y las personales del rey, así como de la
administración de los derechos reales (portazgos, censos, servicios personales de los súbditos...) y de las
cecas. Como jefe militar del condado se encarga de reclutar y dirigir las tropas y dispone de contingentes
permanentes a sus órdenes; garantiza la paz en el territorio y preside los tribunales... Tareas para las que
cuenta con un cuerpo de funcionarios que actúan como delegados del conde, que fija sus salarios y les paga
mediante la atribución de parte de los beneficios y derechos condales.
Los cargos más importantes son los de vizconde y vicario (veguer). El primero actúa como sustituto del conde
siempre que es necesario y tiene sus mismas atribuciones; en muchos casos se le encomienda la dirección de
una parte del condado cuando éste incluye un número importante de valles. El vicario ejerce una autoridad
más directa aunque geográficamente más limitada: es el verdadero representante del conde en los castillos,
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que no son simples fortalezas sino centros administrativos y militares dotados de un territorio propio. A estos
funcionarios con poderes similares en sus circunscripciones a los del rey en el reino o del conde en su
territorio habría que añadir los cargos especializados: recaudadores de impuestos, administradores directos de
los bienes fiscales, procuradores judiciales del conde, jueces.
La creación de este sistema de gobierno ha tenido como efecto más importante romper la organización tribal
de la población de los valles; éstos pierden su carácter administrativo al fragmentarse en castillos y agruparse
en vizcondados y condados. A romper esta estructura ha colaborado igualmente la organización eclesiástica,
que divide los valles en parroquias y los agrupa en obispados. A fines del siglo IX ha desaparecido por tanto
la organización propia de cada valle y sus pobladores están organizados no de acuerdo con criterios
geográficos sino de tipo militar y eclesiástico en parroquias, castillos, valles (que comprenden más de un valle
geográfico y equivalen a veces a los vizcondados), condados y obispados. Al frente de cada uno de estos
organismos se hallan personas que se diferencian por sus funciones y a veces por su riqueza, del resto de la
población, aunque mantengan su carácter de funcionarios delegados del conde.
Ya en el siglo X, con el esplendor del califato de Córdoba bajo Abd al−Rahman III, en los condados catalanes
se refuerza la construcción de castillos; el conde es incapaz de atender a la defensa de todas las fortalezas y de
construir las necesarias, por lo que en ocasiones vende los castillos a las corporaciones eclesiásticas (obispado
de Vic, catedral de Barcelona, monasterio de Sant Cugat...) o a los laicos que poseen suficientes medios para
garantizar su defensa (vizcondes, fieles, vegueres o simples particulares enriquecidos). En otras ocasiones,
autoriza o tolera la construcción de castillos en zonas de frontera ocupadas por laicos o eclesiásticos mediante
el sistema de la aprisio. Los castillos que dependen del conde y tienen un distrito siguen bajo la autoridad del
veguer, cuyas funciones tienden a hacerse hereditarias así como las tierras unidas al castillo, con lo que
aumenta la importancia de estos personajes que, de simples delegados, pasan a apropiarse de los derechos
sobre los campesinos del distrito. Los vegueres se hacen propietarios y señores de campesinos y, en un
proceso inverso, los dueños de castillos tienden a dotar a sus fortalezas de un distrito a imitación de los
castellanos dependientes del conde y a ejercer su poder sobre cuantos campesinos habitan el distrito.
El lento proceso de creación de grandes dominios se acelera a fines del siglo X coincidiendo con esta
privatización de los castillos; la autoridad y la fuerza que da la posesión de una plaza fuerte se combina con la
necesidad de protección sentida por los campesinos, que en muchos casos se encomiendan, entregan sus
bienes a estos jefes militares. Pero la inseguridad no es la única causa de la continua disminución de la
pequeña propiedad: por razones todavía mal conocidas, pero que se relacionan con el comercio de esclavos y
con un desarrollo importante de la agricultura, a fines del X se produce el enriquecimiento de una parte de la
población (de los medianos y grandes propietarios y de las corporaciones eclesiásticas), que invierten sus
beneficios en la compra de castillos y en la obtención de tierras que les permitan llegar a una concentración de
las propiedades.
La preocupación que suscitan estos hechos se plasma en la reacción del poder público. Es significativa la
política de los condes, así como la del obispo de Barcelona y la del abad de San Cugat −todavía defensores del
poder público del conde− a partir, sobre todo, de la segunda mitad del siglo X: política de afirmación de su
presencia en la zona sobre todo a través de la concesión de cartas de franquicia al campesinado, en especial en
las zonas fronterizas, donde se constituyen comunidades de aldea que actúan de modo colectivo en acciones
judiciales y detentan bienes fundiarios en común, como bosques y pastos. El conde es consciente de que se
cierne un grave peligro sobre la libertad campesina, que constituye uno de los soportes de su potestas publica.
El proceso de feudalización en los territorios del interior que más tarde serán denominados la Cataluña Vieja
es ya imparable sin embargo a comienzos del siglo XI. El largo período de debilitamiento del poder central
iniciado con el advenimiento al trono de Berenguer Ramón I (1018), quien a su muerte dividió los condados
entre sus hijos, todos menores de edad, y la crisis de la justicia oficial que de él deriva, llevaron a las grandes
familias catalanas a crear un sistema que les permitiera regular entre ellos, privadamente, sus propios
problemas, mediante acuerdos o convenios que han sido estudiados por P. BONNASSIE. Este tipo de
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relaciones privadas, al introducirse como cuña en el sistema político imperante, irá desvirtuando las
vinculaciones públicas entre el pueblo y la autoridad del conde y, consiguientemente, debilitando la autoridad
pública de aquél. Tomando como pretexto la incapacidad de los condes, los grandes se ven impelidos a actuar
por cuenta propia, a buscar nuevos jefes, a contratar guerreros (milites), a hallar un sistema de pagar sus
servicios y a unirse entre ellos para una mejor defensa de sus bienes y derechos; surgen así las convenciones
feudales entre próceres, como medio de poner fin a un conflicto o de anudar alianzas entre linajes fijando los
deberes y derechos de cada una de las partes. En el caso catalán, no obstante, esta organización típicamente
feudal no aparece hasta época posterior a la aquí analizada.
Mayor importancia que este tipo de acuerdo entre personas de similar categoría tienen las convenciones
firmadas entre un poderoso, dueño de castillos, y la persona a la que confía su defensa, dándole en
contrapartida un feudo que recibe el nombre de castellanía, en el que se incluyen tierras, poderes sobre los
campesinos situados en el distrito del castillo (poder de obligar, mandar y castigar, que sólo se hallan
limitados en los casos de homicidio y adulterio en los que la justicia corresponde al señor) y rentas que se
derivan de estos derechos (la cuarta parte de las multas, los beneficios de los monopolios señoriales, la cuarta
parte de los censos...). A cambio, el castellano (castlá) se compromete a guardar el castillo y a formar parte de
las escoltas del señor sin limitaciones de espacio ni de tiempo, en hueste (campaña defensiva) y en cabalgada
(en territorio enemigo) contra cristianos y contra musulmanes. Este segundo tipo de contrato feudal tiene una
finalidad militar, pero no se dirige contra enemigos ajenos al condado sino contra otros señores y en realidad
contra los campesinos: la misión principal del castellano es controlar a los que dependen del castillo y
defender las rentas que derivan de estos señoríos, de esta apropiación de los poderes públicos por los
particulares laicos o eclesiásticos. La generalización de las castellanías terminará por hacer desaparecer a los
pequeños propietarios.
I.2. Los honores navarroaragoneses.
La situación de guerra constante en que se desenvuelven las sociedades navarra y aragonesa, situadas entre los
carolingios al norte y los musulmanes al sur, es la causa de las primeras diferenciaciones sociales; a la
población agrícola y ganadera se superpone en los siglos IX y X un grupo militar cuyos jefes, los barones, son
los colaboradores directos del rey o conde. Su número es y será siempre reducido, pero su importancia social
aumenta al confiarles los condes y reyes el gobierno de algunos distritos y dotarles de tierras en plena
propiedad, autorizarles a poner en cultivo otras, transmitir a éstas su carácter de libres e ingenuas, es decir,
declararlas libres de cargas fiscales, y conderles honores, es decir, tierras que el noble no puede incorporar a
sus bienes patrimoniales pero en las que recibe los tributos y derechos del rey sobre quienes habitan en ellas,
aunque el alcance de la concesión viene fijado en cada caso por el monarca, que se reserva siempre la mitad
de los ingresos y tiene libertad para cambiar el emplazamiento de las dotaciones. La concesión real tiene como
finalidad permitir a los barones el cumplimiento del servicio militar con un número determinado de
caballeros; al rey corresponde decidir dónde estarán situados los bienes necesarios para atender a estas
obligaciones. Esta posibilidad de cambiar el emplazamiento de los bienes evitará la temprana
patrimonialización de los honores.
Los deberes de los barones como usufructuarios del honor son militares y judiciales, semejantes a las
obligaciones de los vasallos del emperador carolingio. El servicio militar en ayuda del señor es obligatorio a
expensas del barón durante los tres primeros días y retribuido si exige más tiempo. En numerosas ocasiones,
los barones reciben dos honores complementarios: uno en el interior, en la retaguardia, y el otro en la frontera;
el primero proporciona los ingresos necesarios para defender el territorio del segundo.
I.3. Inmunidades y señoríos occidentales.
De todos los reinos y condados cristianos surgidos tras la invasión musulmana, el reino asturleonés fue el más
influido por la tradición visigótica a partir del siglo IX. Teóricamente debería haber sido el más feudalizado si
tenemos en cuenta que el reino visigodo se hallaba en el 711 en un estado muy similar al del Imperio
21
carolingio cien años más tarde. Sin embargo, esto no ocurrió por diversas razones entre las que interesa
señalar como fundamental el hecho de que en sus orígenes el reino fue una creación de las tribus cantábricas y
galaicas entre las que predominaba la pequeña propiedad, y no existió hasta época relativamente tardía una
nobleza que pudiera imponerse sobre los campesinos: las grandes propiedades no se formaron hasta fines del
siglo X y comienzos del XI, e incluso en estos casos la autoridad de los nobles sobre los campesinos fue
limitada por el hecho de existir amplios territorios desiertos o poco poblados, cuya ocupación era facilitada a
los campesinos por el rey, quien, por su parte, tiene en Asturias−León un poder muy superior al de los reyes
visigodos.
Pero si no existe una total feudalización del reino, sí se dan numerosas instituciones feudales como el
vasallaje, el beneficio o prestimonio y la inmunidad, que llevan a la constitución de señoríos laicos y
eclesiásticos, aunque ni el régimen señorial se generalizó suficientemente ni el grupo nobiliario adquirió
conciencia como tal y el rey pudo mantener en todo momento unos derechos básicos que reducían
considerablemente la autoridad de los nobles. Esta diferencia de situación respecto a los demás Estados
peninsulares se debió en primer lugar al papel desempeñado por los simples súbditos en la defensa y
ampliación del territorio y al menor contacto con los países feudalizados. Pero las diferencias jurídicas no
pueden hacernos olvidar las coincidencias reales: predominio de la gran propiedad y sumisión de los
campesinos a los grandes propietarios, aunque en una fase algo posterior a la observada para Cataluña.
La sociedad asturleonesa conoció un desarrollo bastante considerable del vasallaje, a cambio del cual se
obtiene una soldada o un beneficio. Los reyes se rodean de clientes armados a los que se llama milites y
milites palatii, que deben al monarca servicios de guerra o de corte por los que reciben donativos en metálico
o en tierras. Junto al vasallaje real se desarrolla el privado, y los nobles y eclesiásticos se rodean igualmente
de milites; ya en el siglo X los infanzones y los milites del reino asturleonés estaban obligados a tener señor
eligiéndolo entre los particulares o entre los municipios.
También desde comienzos del siglo X se dan en Castilla privilegios por los que los funcionarios reales no
pueden actuar en las tierras declaradas inmunes, lo cual suponía, en frase de SANCHEZ−ALBORNOZ, los
siguientes derechos para el propietario: cobrar los tributos y servicios que los habitantes estaban obligados a
pagar al soberano; administrar justicia dentro de sus dominios, cobrar las caloñas (calumnias) o penas
pecuniarias atribuidas al monarca; recibir fiadores o prendas para garantía de la composición judicial;
encargarse de la policía de sus tierras inmunes; exigir el servicio militar a los moradores del coto y nombrar
funcionarios que sustituyen a los del rey, atribuciones y derechos que, en líneas generales, coinciden con los
que tienen los señores feudales. La diferencia radica en que en el caso feudal el gran propietario actúa como
señor inmune al atribuirse las funciones públicas, mientras que en el reino leonés el privilegio es una
concesión del rey, que puede revocarlo y otorgarlo libremente según la fuerza de que disponga; y, a diferencia
de lo ocurrido en el Imperio carolingio, los reyes leoneses y más tarde los castellanos tuvieron casi siempre la
fuerza necesaria para imponerse a la nobleza.
• POBLACIÓN Y FORMAS DE VIDA EN LOS REINOS Y CONDADOS CRISTIANOS (LIBRES Y
DEPENDIENTES).
II.l. La repoblación.
A) Características generales.
La Reconquista, entendiendo por tal el avance de las fronteras de los reinos y condados del norte, fue posible
gracias a la conjunción de una serie de factores que serán analizados en cada caso; pero este avance por sí solo
habría sido insuficiente si no hubiera ido acompañado de un cambio de mentalidad, de la adaptación de los
antiguos habitantes a las formas de vida de los conquistadores; este dominio efectivo se logra mediante la
instalación, en los territorios ocupados, de nuevos pobladores que se encargan de la defensa militar del
territorio, de su puesta en cultivo y, al mismo tiempo, de integrar a la antigua población en el nuevo sistema
22
de vida.
El problema de adaptación desaparece cuando se ocupan regiones desiertas o semiabandonadas y se hace
insoluble cuando en las nuevas tierras permanece una población lo suficientemente fuerte y coherente como
para resistir la presión social y cultural de los vencedores; en este caso se procederá a la expulsión de los
musulmanes o se intentará marginarlos permitiendo que mantengan su propia forma de vida, siempre que sea
rentable.
Durante la Alta Edad Media −siglos VIII−XI−, reyes y condes están interesados en asegurar el dominio de las
zonas ocupadas, desiertas en líneas generales, y en ponerlas en cultivo, por lo que conceden facilidades a los
que quieren habitar estas tierras. Teóricamente, toda la tierra pertenece al rey o conde independiente y es
necesaria su autorización para ocuparla, pero de hecho basta la roturación del suelo y en muchos casos la
simple ocupación (presura en los reinos occidentales y aprisio en los orientales) para convertir al campesino
en dueño de la tierra que trabaja.
Durante este período y debido al sistema de repoblación empleado, aparece en la documentación un gran
número de pequeños propietarios libres en Asturias, León, Castilla, Navarra, Aragón y en los condados
catalanes. En todas estas zonas predomina el tipo de hábitat disperso que viene impuesto por la insuficiencia
de la población y por la forma personal de ocupar la tierra. Pero la presura o aprisio no la realizan sólo los
particulares sino también los monasterios, obispos y nobles, que ocupan grandes extensiones gracias a la
fuerza que les dan sus esclavos, colonos y clientes, al apoyo del rey o del conde local y al prestigio social de
que están rodeados. Ello contribuye a perfeccionar una estructura política en la que el poder en toda su
acepción está ligado a la posesión de la tierra, que da a los nobles una serie de derechos sobre los campesinos
que viven no sólo en sus propiedades sino en las comarcas próximas; enfrentados a los grandes propietarios y
sin posibilidad de coordinar sus esfuerzos, los pequeños campesinos terminarán por someterse a los nobles, en
mayor o menor número y de un modo más o menos completo según sea la fuerza de éstos.
B) Repoblación asturleonesa−castellana.
El estudio de la repoblación de estas zonas no puede iniciarse sin antes dedicar algunas palabras al debatido
problema de la existencia o no de una amplia comarca abandonada, de un desierto estratégico a lo largo del
valle del Duero.
MENENDEZ−PIDAL y SANCHEZ−ALBORNOZ representan las posturas extremas. El primero considera
que el término populari, que efectivamente traducimos por poblar, no significa pasar a ocupar algo
deshabitado, carente de población, sino más bien dominar, hacer que algo entre en los esquemas de
organización económica y política: es decir, lo más que se puede hablar es de organización y agrupamiento de
la población. Para SANCHEZ−ALBORNOZ esta despoblación fue real y afectó a todo el valle norte del
Duero desde la zona galaicoportuguesa hasta las tierras de Castilla y, en menor medida, a la zona situada entre
el Duero y la cordillera Central. En medio de ambas posturas se sitúan numerosos historiadores que aceptan la
despoblación para las comarcas castellana y leonesa, pero la niegan en las tierras gallegas y portuguesas.
Aunque las pruebas aducidas por SANCHEZ−ALBORNOZ tienen gran consistencia, resulta difícil de aceptar
la despoblación total del valle septentrional del Duero; es indudable que las ciudades, grandes y pequeñas, y
los monasterios de época romana y visigoda desaparecieron tanto en lo que más tarde sería Castilla como en
León y Galicia−Portugal, pero nada prueba, en el estado actual de nuestros conocimientos, que no
permanecieran en las montañas leonesas y gallegas algunos campesinos bajo dominio musulmán.
De todas formas, el hecho de que la despoblación fuera total o parcial no modifica el problema: si se
mantuvieron en estas regiones algunos habitantes, su número fue insuficiente y se hizo necesario llevar a ellas
nuevos pobladores desde el momento en que los reyes asturleoneses no se conformaron con ejercer su
autoridad teórica sobre la zona y pretendieron ponerla en cultivo. Este hecho se produce desde comienzos del
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siglo IX debido a la acción conjunta de factores político−militares, demográficos y sociales.
Entre los primeros hay que señalar las sublevaciones de muladíes y mozárabes en al−Andalus: por primera
vez en la historia del reino astur, Alfonso II ve llegar a sus dominios a un musulmán fugitivo de Mérida,
Mahmud, que le ofrece sus servicios contra el emir y se instala en la tierra de nadie (834). Veinte años más
tarde, Ordoño I se decide a salir de sus estrechos límites y acude a Toledo en ayuda de los sublevados.
Aunque la expedición fue un fracaso, los ejércitos asturleoneses pudieron llegar sin tropiezos hasta la vieja
capital visigoda y no sería aventurado suponer que, a su regreso, fueran acompañados por una parte de los
rebeldes. Lo mismo puede afirmarse de Alfonso III, que presta su apoyo con suerte desigual a emeritenses y
toledanos. De esta época datan las primeras noticias sobre el establecimiento de pobladores en el valle del
Duero. Por estos mismos años llegan al norte numerosos monjes fugitivos de al−Andalus a los que, según
hemos visto, se debe el carácter neogótico del reino.
La experiencia adquirida a lo largo de estas expediciones y las noticias que, sin duda, proporcionarían los
monjes sobre la posibilidad de conquistar sin grandes riesgos nuevas tierras animaría a los monarcas a facilitar
el asentamiento de pobladores en el valle del Duero. El elemento humano procedería en su mayor parte de las
zonas montañosas del norte de Galicia, Asturias, Cantabria y País Vasco, a los que habría que añadir los
grupos de monjes mozárabes, los siervos fugitivos de las comarcas dominadas por la antigua nobleza visigoda
y estos mismos nobles y el rey, que se instalan en los nuevos territorios con parte o la totalidad de sus siervos
o colonos.
La zona de Galicia−Portugal y León es la más afectada por el avance repoblador, debido fundamentalmente a
grupos eclesiásticos y nobiliarios en torno a los cuales se crean grandes dominios. La preferencia dada a esta
región se explica por su carácter marítimo, que la defiende de cualquier ataque musulmán por el oeste,
mientras que en el sur los rebeldes de Mérida, la población beréber de las sierras portuguesas y la dificultad de
los caminos impiden la penetración por sorpresa; al este, la comarca castellana y las alianzas con Navarra
sirven de barrera y permiten organizar con tiempo la defensa en caso de ataque.
La repoblación interesa a los campesinos, a los nobles y a los monasterios y sedes episcopales por razones
económicas, pero el primer interesado es el rey. No se trata simplemente de poner en cultivo nuevas tierras
sino, ante todo, de garantizar su defensa, de controlar los lugares de valor estratégico y hacerse fuerte en ellos;
sólo en una segunda fase se procedería al asentamiento de los campesinos en las zonas previamente
guarnecidas. El sistema no es original, había sido empleado por Diocleciano al establecer a las tropas
limitáneas frente a los vascos; visigodos y árabes imitaron el modelo romano para asegurar el control del valle
del Duero. El abandono de estas zonas por los beréberes tras su enfrentamiento con los árabes permitió a
AlfonsoI desmantelar las guarniciones que serían puestas en estado de defensa cien años más tarde por
Ordoño I.
Este tipo de repoblación está dirigido por el rey, por sus hijos o por nobles y obispos que actúan como
delegados del monarca y acuden a la zona elegida acompañados por sus siervos, libertos, colonos y vasallos
que reconstruyen los muros de las ciudades y refuerzan sus defensas naturales; tras esta labor defensiva se
procedía a repartir los solares de la ciudad y el campo circundante, se fijaban las condiciones de explotación
de la tierra, se construían iglesias y se iniciaba el cultivo del campo.
El sistema militar de repoblación suponía un trasvase masivo de población y sólo era aconsejable cuando se
intentaba reconstruir una ciudad de importancia o defender una comarca de gran interés militar. En los demás
casos la repoblación se debe a la iniciativa particular; fueron numerosos los campesinos que ocuparon y
roturaron nuevas tierras, en algunos casos tras solicitar el permiso real y en otros de un modo espontáneo, con
aprobación posterior, tácita o expresa, de los monarcas, que favorecieron la presura por coincidir con sus
intereses y utilizaron ampliamente el sistema reconociendo la propiedad de la tierra a quienes la habían puesto
en cultivo y autorizando a otros a repoblar en determinados lugares.
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Los monasterios recibieron de los monarcas tierras cultivadas y, en numerosas ocasiones, terrenos baldíos que
debían roturar. Los tres tipos de repoblación (real o nobiliaria en nombre del rey, personal y monástica)
coexistieron en Castilla, León y Galicia, pero las consecuencias de la repoblación fueron diferentes según
predominara uno u otro sistema; monjes y nobles unen a sus propiedades el desempeño de cargos militares y
judiciales que ejercen sobre sus siervos y colonos y también sobre los campesinos libres que viven en las
proximidades de sus dominios. Hay que establecer precisiones geográficas −ligadas íntimamente a la diferente
naturaleza del proceso repoblador− a la libertad en el reino asturleonés.
La zona de Galicia y Portugal es la más afectada por el avance repoblador, debido fundamentalmente a grupos
eclesiásticos y nobiliarios en torno a los cuales se crean grandes dominios. frente al poder
monástico−nobiliario−episcopal, que tiende a concentrar sus propiedades por todos los medios, estos
pequeños campesinos, aislados, carecen de fuerza y terminarán siendo integrados como colonos después de
haber vendido o entregado sus tierras al monasterio, obispo o noble más próximo, que aprovecha las
dificultades de los pequeños propietarios y no duda en ocupar los bienes de los que no pueden devolver
préstamos, de los malhechores que no pueden pagar el daño causado o las penas judiciales impuestas, de los
insolventes, de los testigos falsos y perjuros y, en general, de todos aquellos que de un modo u otro debían
gratitud al gran propietario o le estaban sometidos.
En León, la repoblación nobiliaria y monástica tuvo gran importancia desde la época de Ordoño I, en la que se
ocupan Astorga y León, a las que se unen antes de finalizar el siglo IX las ciudades de Toro, Zamora, Dueñas,
Simancas...; al mismo tiempo se crean los monasterios de Sahagún, Ardón, Eslonza, Castañeda, Escalada y
Moreruela, entre otros, que permiten iniciar la repoblación de las tierras del valle norte del Duero. A la muerte
de Alfonso III, las luchas internas del reino leonés y la reorganización de los dominios musulmanes por Abd
al−Rahman III detuvieron el avance cristiano, que sólo se reanudaría después de la victoria de Simancas
(939), tras la cual Ramiro II ocupó las riberas del Tormes y repobló Salamanca, Ledesma y Alhándega; las
conquistas efectuadas en las orillas del Duero no fueron estables y estas comarcas no serían repobladas de un
modo efectivo hasta fines del siglo XI. Estos nobles, y sobre todo los monasterios, entregan sus tierras para
que las cultiven a sus siervos y colonos y a campesinos libres que pueden legarlas en herencia, previo el pago
de la mañería o el nuncio como símbolos de su dependencia hacia el monasterio, y que pueden abandonarlas
siempre que indemnicen a sus propietarios. Junto a estos campesinos semilibres abundan en los siglos IX y X
los pequeños propietarios dueños de tierras ocupadas por presura, que en muchos casos forman pequeñas
comunidades rurales.
En Castilla predomina el tipo de repoblación individual o colectiva realizada por hombres libres −los
monasterios en esta zona tienen una importancia reducida− que se instalan inicialmente, hacia el año 800, en
la orilla izquierda del Ebro. Tras un período de ataques musulmnaes, la repoblación se reemprende en la zona
del Duero en el siglo X. La amplitud de las tierras ocupadas, la tardía fundación de los monasterios
castellanos, la escasez de sedes episcopales, el origen de los repobladores y el carácter fronterizo de Castilla
explican la existencia y la mayor pervivencia de hombres libres. Los pobladores proceden de Cantabria y el
País Vasco, donde prácticamente era desconocida la servidumbre; el carácter militar de la región no animaba a
establecerse en ella a la nobleza o al clero asturleonés, que hubiera podido aportar sus siervos, libertos y
colonos; y los condes castellanos necesitaban el apoyo militar de los campesinos para defender el territorio,
por lo que concederán privilegios que harán más difícil su absorción por parte de los monasterios. Estos
campesinos libres los hallamos como dueños de tierras a título individual y agrupados en villas y aldeas con
propiedades colectivas sobre las que será más difícil la penetración de los grandes propietarios, hecho que
redundará en el mantenimiento de su libertad e independencia hasta época más tardía.
C) La aprisio como fórmula de repoblación de la llamada Marca Hispánica.
Las fórmulas jurídicas de la repoblación catalana se asemejan a las que aparecen en el valle del Duero y se
basan fundamentalmente en la aprisio, que aparece durante la primera época carolingia, recogida en las
capitulares otorgadas por Carlomagno a los hispani instalados en el norte de los Pirineos con el fin de hacerles
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retornar a la Península, y posteriormente a partir de, al menos, el conde Wifredo, en las disposiciones de los
propios condes.
El sistema de la aprisio es fundamentalmente parecido al de la presura en el área astur−leonesa−castellana, en
cuanto que representa la fórmula jurídica arbitrada para amparar la posesión de la tierra aprehendida. Los
elementos básicos de la aprisio son: 1, la aprehensión u ocupación de determinado territorio −que suele ser
anterior a la legalización de la autoridad monárquica o condal; 2, la concesión mediante la correspondiente
capitular carolingia o, las más de las veces, de los propios condes, que puede expresarse en forma individual o
con carácter genérico −que obedecen a la perduración de las familias de linajes aristocráticos, unidas por lazos
gentilicios, las cuales pueden a su vez hacer sujetos de subconcesiones a pequeños campesinos libres−, y 3, el
cultivo efectivo de esa concesión −normalmente tierra yerma. Esta última nota diferencia a la aprisio de la
presura, que no requiere del laboreo del escalio para perfeccionar el derecho sobre la tierra aprehendida.
Se disiente todavía acerca de la intervención de los soberanos francos, los condes o los monasterios en la labor
colonizadora. Es decir, parece claro que la autoridad monárquica, primero, y, tras la independencia, los
propios condes, tuvieron interés en intensificar el fenómeno de la repoblación. Ahora bien, si participaron o
no de manera efectiva en la misma es objeto de polémica. La mayoría de los autores se inclina a pensar que la
plana de Vic fue repoblada por el sistema de aprisio controlada por los condes y por sus funcionarios, y que en
ella colaboraron activamente la sede episcopal de Vic y los monasterios de Ripoll y Sant Joan de les
Abadesses, a los que se unieron los nobles con sus siervos y vasallos y grupos numerosos de pequeños
campesinos libres. Se trataría pues de una aprisio colectiva, de naturaleza fundamentalmente familiar, a causa
de la tradicional fuerza de linaje en el área pirenaica de la Marca Hispánica, que demuestra la supervivencia
de la antigua organización gentilicia y que debió ser frecuente en una primera época.
La tesis de GARCIA MORENO y de JOSE MARIA MINGUEZ es que, incluso en el caso de la región de
Vic, había existido una primera iniciativa privada, a la que se había sobrepuesto la condal, con objeto ante
todo de constituir un sistema administrativo y eclesiástico destinado a encuadrar a emigrantes en su mayor
parte ya instalados en ella con anterioridad. Los verdaderos colonizadores fueron gentes anónimas, personas
empobrecidas y hambrientas provenientes de las montañas, donde entre los siglos IX y X debía existir una
miseria y hambre endémicas, consecuencia de una economía insuficiente y de un proceso de creciente
superpoblación.
Si la fuerte presencia de pequeños campesinos sujetos de concesiones impidió durante los siglos VIII a X la
implantación del sistema feudal en la Cataluña Vieja, no es menos cierto que en esta época surge una gran
propiedad que acabará cristalizando en latifundios. Aunque las tierras cedidas en aprisio no atribuyen el título
de propiedad, hay que destacar que su uso y disfrute va más allá del actual concepto jurídico de posesión. Ya
en el siglo IX Aznar Galíndez reivindicará la aplicación de las prescripciones visigóticas del Liber Iudiciorum
en territorios sujetos a aprisio durante más de 30 años, contraviniendo así el derecho consuetudinario aplicado
en las comunidades aldeanas por los pequeños campesinos libres. Los condes se verán obligados, de una u
otra forma, a convertir estas concesiones en títulos de propiedad: el paso de la propiedad pública a la
propiedad privada significa la transformación de las aprisiones en dominios alodiales que benefician casi
exclusivamente a los nobles y constituyen el germen de la feudalización. Monasterios, familias condales o
familias que han estado ligadas a la administración, que en esta época son grandes propietarios de tierras
diseminadas, se convertirán en latifundistas a través de un proceso acumulativo de siglos (BARBERO Y
VIGIL).
D) Los inicios de la colonización en el Pirineo occidental.
Entre las formaciones políticas del reino asturleonés y del condado de Barcelona se encuentran los territorios
de Navarra y Aragón. Pero muy poco es lo que se puede decir de estos territorios en los que se refiere a la
repoblación.
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En Navarra, donde se produce una gran expansión colonizadora a lo largo del siglo X y primeras décadas del
XI, el único dato que tenemos para realizar una aproximación eminentemente cualitativa sobre este fenómeno
es la creciente importancia que va adquiriendo una nueva aristocracia de barones y seniores que con toda
seguridad, según MINGUEZ, son descendientes próximos de la aristocracia tribal. Aquí la colonización, a
diferencia de lo que ocurre en el reino asturleonés y los condados catalanes, colonización se confunde con
repoblación, dado que está dirigida directamente por la autoridad política y que, según LACARRA −que se
refiere explícitamente al caso de Aragón− consistiría en una política de captación de grupos dispersos de
cristianos, sobre los que instauraría una administración sumaria, con un senior asentado en un pequeño
castillo. Lo que pretenden, por tanto, estos primeros condes aragoneses, es reforzar en su persona una
autoridad política que trascienda las fragmentarias demarcaciones de valle, delegando en los miembros de la
vieja aristocracia tribal −los seniores− funciones de gobierno y de defensa locales, todos ellos unificados bajo
la autoridad del conde o del rey.
II.2. Los hombres libres y el camino hacia la dependencia.
La existencia de gran número de hombres libres en los reinos hispánicos ha servido para negar la
feudalización del territorio, pero quienes defienden esta idea olvidan con frecuencia que el proceso feudal,
como todos los procesos históricos, es lento y que si en el siglo IX son numerosos los libres, en los siglos X y
XI disminuye su número y que en muchos casos aparecen en los documentos precisamente cuando han
perdido sus propiedades, por venta o donación, y con ellas la libertad personal.
La abundancia de hombres libres en los tiempos iniciales se explica por el origen de los pobladores de los
primitivos núcleos cristianos: habitantes de las montañas poco romanizados, desconocen la gran propiedad y
sólo llegarán a ella a través de un largo proceso con ritmos diferentes en cada zona. En las tierras alejadas de
la frontera, estén en Galicia, León, Navarra, Aragón o los condados catalanes, al crearse en ellas sedes
episcopales y grandes monasterios y conceder el rey o conde extensas propiedades a los nobles, aumentan los
vínculos de dependencia, la presión sobre los pequeños campesinos; en las zonas fronterizas, la necesidad de
atender a la defensa del territorio obliga al poder público a conceder numerosos privilegios a quienes habitan
en ellas, privilegios que se traducen en el reconocimiento de la libertad individual y de la propiedad de los
pequeños campesinos, hasta que la frontera se aleje y acaben imponiéndose nobles y eclesiásticos, dueños de
grandes propiedades.
El paso de la libertad a la dependencia puede realizarse directamente por medio de la encomendación, que
supone, por parte del campesino, aceptar como señor a un noble o institución eclesiástica a la que entrega sus
tierras a cambio de protección, para volver a recibirlas ya no como propietario sino como cultivador que
reconoce los derechos señoriales pagando determinados tributos o realizando diversos trabajos para el señor;
en otros casos, el proceso de pérdida de libertad es más complejo: incluye una primera fase de pérdida de las
propiedades en años difíciles y una segunda de pérdida de la libertad cuando el campesino, sin tierras, se ve
obligado a aceptar las condiciones del gran propietario. Las múltiples formas de absorber la pequeña
propiedad y reducir a dependientes a sus cultivadores impide referirse a todas ellas, por lo que estudiaremos
algunos ejemplos de cada zona.
En los condados catalanes, los condes, los funcionarios y los monasterios e iglesias se convirtieron
rápidamente en señores de las tierras y de los servicios y derechos de los hombres que las cultivaban, bien por
compra, cesión real, usurpación, o por entrega voluntaria, como en el caso de los 18 grupos familiares de
Baén que entregaron en el año 920 todos sus bienes al conde Ramón I de Pallars para obtener su protección
contra todos los hombres de vuestro condado. En la Cataluña Vieja, como ha hecho hincapié JOSE MARIA
MINGUEZ, el fuerte crecimiento demográfico, alentado décadas antes por las posibilidades de expansión de
los cultivos y el incremento de la producción, ha provocado una casi total saturación de los niveles de
ocupación del territorio del que disponían las comunidades campesinas libres. Lo que obliga al campesinado a
expandir sus cultivos en territorios bajo control nobiliario. Este hecho es el que se percibe a través de los
contratos de arrendamiento, que ya aparecen en la segunda mitad del siglo X y que se difunden con enorme
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rapidez durante la primera mitad del XI. Estos contratos son los instrumentos jurídicos para una importante
acción roturadora en el seno de las grandes propiedades nobiliarias, aunque debido a la procedencia de las
fuentes la información que poseemos se refiere casi siempre a grandes propiedades eclesiásticas.
Generalmente son matrimonios campesinos que suscriben contratos enfitéuticos, arrendamientos vitalicios o
por varias generaciones. El campesino se compromete a roturar la tierra, a construir los edificios requeridos
para la explotación, a plantar huertos y viñas. La tierra cedida por el gran propietario se divide en dos partes.
Una, la más pequeña −alrededor de una hectárea−, es cedida prácticamente en propiedad y es el lugar donde
se edifica la casa con un pequeño campo cercado en su entorno; la única obligación campesina por este
terreno es la entrega de un censo simbólico: el casalaticum o mansionaticum. Condiciones muy distintas son
las que gravan el resto de la tierra cedida: ésta es de extensión muy superior y está sometida a cargas que
pueden oscilar entre el 11% −la tasca− y la cuarta parte −el quartum− del producto obtenido. Rentas que
pueden resultar sumamente gravosas pero considerablemente inferiores a las rentas debidas por
arrendamientos de tierras ya completamente roturadas. En este caso la renta puede alcanzar hasta la mitad del
producto.
La fortísima presión campesina sobre la tierra que se verifica en la imposición de estas elevadísimas rentas
llega también a los territorios fronterizos, aquí sumamente restringidos por la proximidad andalusí. Las
posibilidades de expansión en la frontera son muy limitadas tanto para el campesino como la nobleza, que ha
comenzado a tejer una red cada vez más densa de castillos que serán los instrumentos para un rígido control
sobre la colonización campesina de frontera. En torno a estos castillos de frontera, que la nobleza va erigiendo
con o sin autorización condal, se establecen pequeñas unidades territoriales −quadras− que se asignan a
colonias de campesinos −quadrieros− para que las roturen y se asienten en ellas. Las condiciones impuestas a
los quadrieros son similares a las que se establecen en los contratos de roturación del interior: una parte
pequeña la recibirán en concepto de cuasipropiedad; la otra parte, la más extensa, queda sometida al pago de
la tasca, del quartum o de otras cantidades proporcionales al producto obtenido.
En las comarcas navarroaragonesas el proceso es más tardío, pero no cabe duda de que los barones, por el
hecho de gobernar un territorio y de tener sobre los habitantes derechos judiciales y fiscales, obtendrían la
encomendación voluntaria o forzosa de algunos campesinos; según afirma LACARRA, ya a comienzos del
siglo X aparecen los primeros casos de cesión conjunta de tierras hechas al conde por los propietarios de una
aldea para que los proteja mejor; el conde pasa a ser su señor y los súbditos se convierten en sus hombres; la
plena propiedad (alodio), antes tan frecuente, tiende a convertirse en simple tenencia sometida a un censo.
En los reinos occidentales SANCHEZ ALBORNOZ ha podido probar la existencia de pequeños propietarios
gracias a la utilización de los documentos por los que éstos ceden o venden sus bienes a nobles y monasterios,
es decir, justamente cuando dejan de ser propietarios. El pago de las deudas, de los daños causados a terceros,
de los derechos y penas judiciales..., obligan a desprenderse de las tierras o a buscar un prestamista que exige
como contrapartida la cesión voluntaria de las tierras que poseen los pequeños propietarios que, desprovistos
de otros medios de subsistencia, se verán obligados a emigrar siguiendo el avance repoblador o a entrar al
servicio de monasterios y nobles como colonos, y el proceso está documentado tanto en Galicia −en el caso
del monasterio de Celanova, cuyo administrador Cresconio obtuvo numerosos bienes entre los años 989 y
1010 mediante compras o donaciones hechos por los campesinos que no podían devolver sus préstamos−
como en León −donde los condes Pedro y Fruela Muñoz utilizan sus cargos para adquirir propiedades
regaladas o vendidas a bajo precio por quienes tuvieron que aceptarlos como jueces, por quienes fueron
liberados de la prueba caldaria, por los inductores y autores de robos y delitos diversos...
Los pequeños propietarios castellanos pudieron defenderse mucho mejor de la presión nobiliaria y eclesiástica
por el hecho de que los condes los necesitaban para mantener su independencia frente a León y a Córdoba y
por no existir en Castilla hasta época tardía un clero organizado ni una aristocracia fuerte. Esta independencia
se vio favorecida por la existencia de comunidades rurales que ya en el siglo X tenían una organización y una
personalidad jurídica que permitía a sus vecinos tratar colectivamente con nobles y eclesiásticos y defender
sus derechos con relativa eficacia. Colabora a la supervivencia de los hombres libres en Castilla la elevación a
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un cierto tipo de nobleza de los campesinos que tenían medios suficientes para combatir a caballo (caballeros
villanos), que existieron también en los demás reinos y condados aunque no alcanzaron la importancia de
Castilla.
Este ascenso social de los campesinos adquiere mayor categoría en el caso de Castrojeriz, plaza fuerte
continuamente atacada, al equiparar el conde García Fernández en el año 974 a los caballeros villanos con los
infanzones (nobleza de sangre) y a los peones con los caballeros villanos de otras poblaciones. En este mismo
fuero se alude a la modalidad de encomendación que diferencia a los campesinos castellanos de los leoneses:
éstos quedan sometidos a un señor mientras vivan, y transmiten esta dependencia a sus hijos; los castellanos
(hombres de behetría, vocablo que proviene del término latino benefactoria) conservan siempre −al menos en
teoría− la libertad de romper sus relaciones con el patrono, de moverse libremente y de elegir por señor a
quien quieran. De todas formas, SANCHEZ ALBORNOZ matizaba la voluntariedad del convenio por parte
del patrocinado, toda vez que éste somete, aunque sea de forma reducida y temporalmente limitada, su esfera
de libertad a un personaje más poderoso.
La behetría se relaciona con el fenómeno de la repoblación en la cuenca del Duero, especialmente en Castilla,
con una importante masa de población libre y con los cuadros limitados de una aristocracia militar modesta
hasta el siglo XI. El origen cántabro y vasco de los repobladores incide también en el origen de esta
institución. SANCHEZ ALBORNOZ cita como posibles causas de ingreso en la behetría la de la búsqueda de
sostén en la ancianidad de matrimonios sin hijos −especialmente en el caso de mujeres viudas−, la
imposibilidad de atender a sus deudas, la necesidad de reparación de delitos de sangre y contra la honestidad o
las propias cargas fiscales y la necesidad de recursos para atender a las labores agrícolas.
Sólo desde fines del siglo XI, al generalizarse las instituciones feudales en Castilla y al perder el reino su
carácter fronterizo por las nuevas conquistas efectuadas por Alfonso VI y sus herederos, irá desapareciendo el
derecho a elegir libremente y los campesinos se verán reducidos a elegirlo entre los miembros de un
determinado linaje. Las nuevas behetrías presentan algunas peculiaridades: ya no se trata de un acuerdo entre
dos personas, de behetrías entre particulares, sino de contratos colectivos entre poblaciones rurales y
miembros de la nobleza, familias nobiliarias o centros eclesiásticos. El paso de la benefactoría individual a la
behetría colectiva pudo deberse a la ampliación biológica de las familias, tanto de las que buscaban protección
como de las que la otorgaban, pero quizás la behetría colectiva no sea más que una modalidad distinta del
mismo fenómeno, una adaptación a las nuevas circunstancias.
El paso de un hábitat rural disperso al concentrado pudo traducirse en la búsqueda y concesión de seguridades
colectivas, ya que las individuales carecían de valor al depender la suerte del individuo de la supervivencia
comunitaria. En épocas especialmente difíciles para los campesinos, el señor pudo modificar la libertad de
elegir señor limitándola a su familia; así parece probarlo la coexistencia de lugares de behetría que mantienen
íntegramente la libertad de elección con otras poblaciones en las que la libertad se limita a los miembros de
una familia o linaje.
Los censos debidos por los campesinos se amplían y cubren toda la gama de impuestos feudales, aunque no
hay uniformidad entre los distintos lugares. Como norma general, según recoge en época más tardía el Fuero
Viejo de Castilla, los campesinos están obligados a entregar anualmente una cantidad fija en frutos o en dinero
y tienen la obligación de proveer, tres veces al año, de alimentos y productos para la mesa, el lecho y la
caballeriza del señor, de sus hombres y de sus animales.
A estos tributos habrá que añadir los entregados al divisero, que es generalmente un miembro de la familia al
que no se ha elegido como señor, pero que posee fuerza suficiente para obligar a los campesinos a pagar un
tributo. El divisero, en palabras de RIU, es el hidalgo que, por descender del primer señor que hizo hereditaria
en su familia la behetría, conservó en ella ciertos derechos −la divisa−, pudiendo haberla adquirido además
por compras y casamientos, en tanto que los naturales tan sólo la habían obtenido por herencia. El control de
las behetrías acabaría, en los siglos XIII y XIV, en manos de magnates que fueron sustituyendo a los hidalgos,
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después de haber limitado a éstos el acceso a la divisa señoria. Y al final, ya en el siglo XIV −en el que, como
nos recuerda MARTIN, la condición real de los hombres de behetría no es muy distinta, e incluso en
ocasiones es peor, que la de los campesinos sometidos al dominio directo de los nobles, eclesiásticos y
laicos−, el señorío superior de la behetría se singularizó convirtiéndose en patrimonio de un solo linaje
nobiliario, mediante la institución de la naturaleza de señorío, en detrimento de los hidalgos diviseros y de su
señorío compartido.
II.2. El campesinado dependiente: libertos y colonos.
Junto a los hombres libres y por debajo de los hombres de behetría figuran los libertos, cuyo modo de vida es
muy similar al de los campesinos encomendados (colonos), ya que, al igual que en Europa, ha desaparecido la
división tajante entre libres y no libres y se tiende a dividir a los hombres en propietarios y no propietarios.
Libertos y colonos son hombres de un señor (del propietario cuyas tierras trabajan) y trasmiten su condición
social a sus descendientes; no pueden abandonar la tierra sin permiso del dueño, al que están obligados a
prestar una serie de servicios y a pagar tributos por lo que, en ocasiones, se les conoce como tributarios y
foreros.
Otros nombres que aparecen en las fuentes para designar a los miembros de este grupo son los de hombres de
mandación, iuniores, collazos, solariegos y vasallos en León y Castilla; commanentes y stantes en Cataluña,
para indicar su obligación de permanecer en la tierra; mezquinos será el nombre que se les dé en Aragón y
Navarra. Así, se habla de hombres de mandación o de señorío respecto de aquellos campesinos sometidos a la
potestad de mando, coactiva y disciplinaria de los titulares de los dominios, algo que con el avance del
Medievo se hará patente en el señorío. En cuanto a los iuniores de Galicia y León, disfrutan de una cierta
movilidad, por cuanto, según el contrato de prestimonio con el señor, pueden abandonar, como indica el Fuero
de León, la hereditas que cultivan, si bien pierden al hacerlo la heredad y parte de su patrimonio mueble hasta
el límite de su mitad; dentro de este subgrupo se delimitan además los iuniores de heredad, que normalmente
disfrutan de heredades propias aparte de las ajenas en tenencia o prestimonio, y los iuniores de cabeza, cuyo
vínculo con el señor no es de carácter territorial sino personal y que surgen de una auténtica encomendación;
su dependencia para con el dominus es aún mayor y de él han de recibir alimentación y vestido.
Por lo que se refiere a los orígenes de estos campesinos con importantes restricciones en cuanto a su libertad
de movimiento, algunos autores opinan que se trata de descendientes directos de los colonos romanos del Bajo
Imperio, adscritos a los fundi que cultivaban. Si es cierto que en algunas regiones apenas afectadas por la
presencia musulmana, como es el caso de Galicia, donde tampoco la despoblación fue generalizada, las
estructuras de colonato se mantuvieron o restauraron sin apenas transformarse, no lo es menos que donde
aquélla sí se produjo de forma general los orígenes romanos resultan poco aceptables. Es por ello que en el
área mesetaria de la cuenca del Duero haya que acudir, por un lado, a las cartas−pueblas o fueros agrarios, y
por otro, a los convenios individuales entre el dueño de la tierra y el labriego.
La evolución de este grupo de campesinos dependientes manifiesta una tendencia hacia la señorialización, de
suerte que sobre las prerrogativas de tipo económico sensu estrictu emerge una potestad coactiva y
exorbitante, origen de los privilegios del sistema señorial que caracterizará el Antiguo Régimen.
Por lo que se refiere a las obligaciones específicas de collazos, iuniores y solariegos, unas son de naturaleza
real, representadas por el pago de un canon en especie, y otras de carácter personal, colaborando en el cultivo
de las tierras del titular del dominio, la denominada reserva señorial. Se trata de las sernas (´corvées´) que,
según MARTIN, impedirán tanto una mejora de la productividad agraria como de las condiciones de vida del
campesinado por cuanto imposibilitarán al labrador ocuparse de su propio predio en momentos realmente
claves del ciclo agrícola.
Los derechos, en contrapartida, de los campesinos dependientes, se circunscriben al disfrute de su propia
heredad, constituida no sólo por su tierra de labor propiamente dicha, sino también por la casa, las
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dependencias para el grano y los animales, el huerto, la era y ciertos derechos de participación en los bosques,
prados, pastos y aguas del dominio como bienes de explotación colectiva. El iunior o collazo puede además
acceder al laboreo de la tierra de foris, la tierra inculta fuera del dominio que habita y cultiva. Un último
derecho es el de conservación del heredamiento que labra, del que difícilmente, tanto por razones de
oportunidad como estructurales, se le desposeía.
II.3. Los siervos.
Jurídicamente distintos de libertos y colonos son los siervos, que pueden ser vendidos como cosas. En la
práctica, su situación es parecida a la de los colonos, por cuanto el señor prefería liberar a los siervos y
entregarles unas tierras para que las cultivasen, pagando los censos y prestaciones habituales. La manumisión
de los siervos se vio facilitada por la predicación de la Iglesia y sobre todo porque no era rentable disponer de
siervos a los que el señor debía alimentar a sus expensas durante todo el año y a los que sólo podía exigir
rendimiento durante épocas muy breves por ser estacional el trabajo agrícola.
Liberándolos, el señor actuaba de acuerdo con su conciencia y con las enseñanzas de la Iglesia, y dándoles
tierras para que las pusieran en cultivo aumentaba sus ingresos, evitaba los gastos de manutención, obtenía
unos censos suplementarios y podía disponer de su trabajo en las épocas en que eran necesarios,
prácticamente en las mismas ocasiones que cuando disponían de libertad. Al mejorar la suerte de estos siervos
y empeorar la de libertos y colonos, ambos grupos se confunden y sólo pervivirán los siervos domésticos que
realizan diversos trabajos en la casa del señor: herreros, carpinteros, tejedores... que desaparecerán cuando se
regularice el comercio y puedan obtenerse en el mercado, con menor coste y mayor calidad, los objetos que
producían estos siervos.
II.4. Los privilegiados.
Dueños o señores de los campesinos siervos y encomendados son los nobles y los eclesiásticos en cuyas
manos se hallan la tierra, los censos y las prestaciones o trabajos personales debidos por los campesinos que
cultivan la tierra, y en ocasiones los derechos públicos. La acumulación de la propiedad en manos de nobles y
eclesiásticos está directamente relacionada con las funciones militares y religiosas; los primeros reciben
tierras en propiedad o en beneficio, feudo o prestimonio a cambio de comprometerse a defender militarmente
el reino, en su condición de milites o bellatores. La Iglesia adquiere sus bienes a través de las dotaciones de
iglesias y monasterios, de la liberalidad de los fieles que son incitados a despojarse en vida de sus bienes
como medio de obtener la salvación, de los legados piadosos hechos a la muerte de los creyentes −legados en
principio voluntarios y prácticamente obligatorios a partir del siglo X− y del cobro de los diezmos. El interés
de los reyes y condes, que ven en la difusión del cristianismo y de los centros eclesiásticos un factor
importante de expansión política y de puesta en cultivo de la tierra, les lleva a hacer continuas donaciones.
Los bienes eclesiásticos son inalienables y generalmente se hallan mejor explotados que los laicos, por lo que
la Iglesia se convierte en el mayor propietario territorial de la Edad Media peninsular.
Dentro del grupo nobiliario se pueden distinguir la alta nobleza (magnates, optimates, próceres, seniores y
barones) y los nobles de segunda fila. Los primeros son los que han desempeñado funciones militares en los
primeros tiempos, o han estado al frente de cargos administrativos de importancia; tienden a constituirse en
grupos cerrados que transmiten su situación privilegiada a los herederos, poseen grandes propiedades,
intervienen en las asambleas palatinas, gobiernan los distritos de los reinos y condados y se hallan unidos al
rey y al conde por vínculos especiales de vasallaje.
Más numerosa y abierta es la segunda nobleza, de la que pueden formar parte los descendientes de la alta
nobleza (nobles de sangre o infanzones) y todos aquellos que tienen medios suficientes para combatir a
caballo al servicio de un señor (vasallos caballeros) o guardar un castillo (castellanos). Ambos grupos se
funden en una nobleza de linaje, la de los caballeros infanzones o nobles −para diferenciarse de los caballeros
villanos de los concejos− y suelen estar ligados a los reyes o magnates de los que reciben beneficios o sueldos
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a cambio de ayuda militar. Todos los nobles están exentos del pago de tributos personales y territoriales y
tienen ante la ley una categoría superior a la de los simples libres; sólo pueden ser juzgados por el rey y su
comitiva, y su testimonio tiene en juicio más valor que el de un simple libre.
• ECONOMÍA DE LOS REINOS Y CONDADOS CRISTIANOS.
Frente al predominio urbano e industrial de al−Andalus, los dominios cristianos sólo pueden ofrecer una
economía agrícola y pastoril carente de moneda propia, sin proyección exterior importante y destinada
fundamentalmente a la alimentación, vestido y calzado de sus habitantes, es decir, a la satisfacción de las
necesidades vitales. Desgraciadamente, carecemos de fuentes para el estudio de la economía de los territorios
del norte durante los siglos VIII y IX; las crónicas de fines de este siglo apenas tienen interés en este sentido,
y los documentos del siglo X y del primer tercio del XI, numerosos en León−Castilla y Cataluña, se hallan
dispersos, apenas han sido estudiados y son de un laconismo irritante. Pese a todo, es posible afirmar que la
economía de estos territorios se basó en el botín y en el cultivo de la tierra, es decir, tuvo características
similares a las de la economía europea, aunque en ningún caso puede hablarse de igualdad de situaciones
porque mientras la roturación de nuevas tierras no se produce en Occidente hasta el año mil, en la Península
tiene lugar desde mediados del siglo IX.
Este desfase cronológico va unido a diferencias sociales: la población de los reinos y condados peninsulares es
una población joven en el sentido de poco evolucionada, primitiva, y será preciso un lento y largo proceso
para que se llegue a la sumisión personal y territorial del campesino a los señores−propietarios de la tierra;
ésta abunda y está a disposición de quien quiera roturarla, labor para la que, al haber menos arbolado y no ser
los suelos tan pesados, no se precisan útiles tan pesados como en Europa. Por otra parte, la guerra es más
rentable para los señores y sólo a medida que las fronteras se alejan presionan los propietarios de manera más
directa y enérgica sobre los campesinos para convertirlos en sus hombres, para controlar no sólo la tierra sino
también y sobre todo las personas, la mano de obra. En última instancia, es preciso recordar que la situación
de guerra permanente, y no sólo contra los musulmanes, mantuvo el prestigio de reyes y condes, jefes
militares ante todo, y les permitió mantener un mayor control sobre los grandes propietarios y los
funcionarios.
III.l. El botín.
La importancia del botín en la historia peninsular puede ser entrevista en el hecho de que todavía en el siglo
XIII, cuando los nobles navarros intenten limitar los poderes del monarca, extranjero −Teobaldo de
Champaña−, le recuerdan que tras la ocupación de la Península por los musulmanes algunas personas no
aceptaron la nueva situación, reunieron en las montañas de Ainsa y Sobrarbe hasta trescientos caballeros,
llevaron a cabo numerosas cabalgadas contra los infieles y sólo aceptaron un rey cuando, incapaces de
ponerse de acuerdo sobre el reparto de las ganancias, siguieron el consejo del Papa, de los lombardos y de los
francos, no sin antes poner por escrito sus derechs y obtener la promesa de respetarlos por parte del futuro
monarca.
Con la incorporación a los reinos y condados del norte de numerosos mozárabes, la búsqueda de botín se
mantiene pero aparece teñida o encubierta por un ideal gótico−cristiano: la población de las montañas se deja
absorber culturalmente y hace suyas las ideas de los nuevos pobladores; el objetivo oficial de las campañas
militares será la recuperación de los antiguos dominios visigodos y la restauración del cristianismo. Esta
interpretación fue fácilmente aceptada y quizás, en parte, tuviera su origen en las circunstancias políticas del
momento: las dificultades internas de al−Andalus habrían permitido a los astures llevar sus fronteras hasta el
Duero en connivencia con los muladíes sublevados en Toledo, Badajoz, Bobastro... Fueran cuales fueran sus
orígenes y las causas que facilitaron la aceptación de esta idea, el reino leonés dispone de una ideología que
no sólo justifica la guerra sino que hace del enfrentamiento armado con los musulmanes la razón de ser del
nuevo reino visigodo y de cuantos como él se hallaban en guerra con los musulmanes, es decir, del reino de
Pamplona, del condado de Aragón y de los condados catalanes.
32
Alejadas las tierras leonesas de la frontera gracias al doble muro que oponen a los musulmanes Pamplona y
Castilla, León pierde importancia militar a lo largo del siglo X y la defensa del reino queda en manos de los
castellanos, cuyos condes alternan la sumisión a Córdoba con la realización de campañas de saqueo como la
llevada a cabo el año 974: mientras sus embajadores se hallaban en territorio cordobés consolidando una de
tantas treguas, el conde García Fernández atacó el castillo de Deza, destruyó las cosechas de la comarca y se
apoderó de los rebaños de vacas y ovejas que pudo hallar. A comienzos del siglo XI el conde Sancho García
intervendrá al lado de los beréberes en las luchas internas de al−Andalus, sus tropas llegarán a saquear los
arrabales de Córdoba y sus hombres regresaron a Castilla con muy grandes averes... muy ricos et muy
onrrados.
También Pamplona, Aragón y los condados catalanes basaron una parte de su economía en las campañas de
saqueo, únicas que pueden explicar las riquezas acumuladas por el monarca pamplonés en el siglo IX (fue
apresado por los normandos y tuvo que pagar un cuantioso rescate). Por lo que se refiere a los catalanes,
sabemos que alternaban las campañas en búsqueda de botín con el comercio: por tierras catalanas pasaban los
rebaños de esclavos adquiridos en Europa por emires y califas; y al comercio y a la piratería −ambas
actividades con frecuencia unidas− se dedicarían las naves del conde de Ampurias que se presentaron en el
puerto de Pechina a finales del siglo IX. Los condes de Barcelona y Urgel intervienen activamente en la
guerra entre beréberes y eslavos apoyando a éstos tras exigir todo el botín que les fuera arrebatado a los
berberiscos, llegando a saquear Córdoba.
III.2. Sueldo, modio y oveja. Hacia una economía monetaria.
Al margen del botín, durante los primeros tiempos, tanto en los territorios occidentales como en los orientales
debió de predominar la ganadería sobre la agricultura, lo que se explica por la situación geográfica de los
dominios cristianos. Los avances hacia el sur harían posible el cultivo de cereales y viñedo; el comercio
apenas supera el ámbito local o regional, y sólo la nobleza y los clérigos disponen de objetos de lujo
procedentes en su mayoría de al−Andalus.
Por lo que se refiere al reino asturleonés, la economía agrícola−ganadera viene atestiguada por la equivalencia
entre el sueldo de plata, el modio de trigo y la oveja, que se utilizan en numerosos casos como moneda real
ante la inexistencia o insuficiencia de la moneda; y puede aceptarse con SANCHEZ−ALBORNOZ que si esta
economía no se degradó hasta el estadio de la economía natural fue porque detrás estaba la etapa de economía
monetaria visigoda y porque el reino astur vivió en contacto con la Europa carolingia en la que se
mantuvieron la artesanía y el comercio, aunque en niveles muy inferiores a los de al−Andalus con el que
Asturias mantiene relaciones económicas continuas, tanto comerciales como en forma de botín de guerra.
La naturaleza de los documentos conservados, en su mayoría títulos de propiedad, impide conocer el valor de
los objetos empleados en la vida diaria y de los productos alimenticios, pero la lista de objetos y productos
vendidos es altamente significativa de las actividades comerciales y de los grupos sociales por ellas afectados;
figuran en primer lugar, por su precio, artículos de lujo como ornamentos eclesiásticos, alhajas, paños de gran
valor y costosas sillas de montar que alcanzan elevados precios y proceden en su mayoría del exterior. Dentro
de la producción local los mayores precios corresponden al ganado equino y mular; siguen los utensilios de
comedor, dormitorio y prendas de vestir que podemos incluir entre los objetos de lujo (escudillas de plata,
camisas de seda, mantos de piel y paños o vestidos); y en último lugar figuran el ganado vacuno, objetos de
uso diario como colchones, lienzos, pieles de conejos o corderos, el ganado asnal, ovino, caprino y de cerda.
Esta gradación se explica por la importancia del caballo como arma de guerra: la mayor o menor proximidad
de la frontera musulmana justifica que el precio de los caballos sea menor en Galicia que en León y en este
reino que en Castilla, donde la posesión de un caballo de guerra llegó a ser requisito suficiente para acceder a
un cierto grado de nobleza que conocemos con el nombre de caballería popular o villana.
La abundancia de pastos y, consecuentemente, de ganado, lleva a una depreciación de estos productos,
33
mientras que la falta de mano de obra especializada y la necesidad de dedicar todas las fuerzas a la producción
agraria y a la defensa del territorio dificultaron la fabricación de objetos manufacturados que, tanto si eran
producidos en el reino como si eran importados, adquirieron precios exorbitantes y se convirtieron por su
rareza y costo en signo distintivo de los grupos acomodados. Es interesante señalar que los objetos de lujo de
alto precio se encuentran en la mayoría de los casos en zona gallega, es decir, donde se ha creado una
aristocracia territorial importante que dispone de ingresos suficientes para invertir. Los utensilios
manufacturados están más extendidos, pero su abundancia es mayor en Galicia y norte de Portugal que en
León y Castilla, mientras que los arreos de cabalgar, las armas y el ganado caballar alcanzan precios
superiores en Castilla y León que en Galicia.
Los bienes raíces, tierras cultivadas y yermas, molinos, prados e iglesias, son baratos si comparamos sus
precios con los artículos de lujo o simplemente con los productos manufacturados de uso diario, lo que puede
explicarse en cuanto a la tierra por su abundancia, por las facilidades que da el rey para ocuparla y por la
imposibilidad de mantenerla en caso de ataque enemigo; iglesias y molinos carecen de valor por su reducido
tamaño y por la rusticidad de la construcción. Los precios se mantuvieron relativamente estables si
exceptuamos el alza experimentada en el valor de los ganados y de los bienes muebles a raíz de las campañas
de Almanzor.
Los datos sobre útiles de labranza y técnicas de cultivo son prácticamente inexistentes; abundan en cambio
relativamente las menciones de tierras de regadío y de molinos hidráulicos que se hacen más frecuentes a
partir del siglo XI, lo que sería índice de un progreso agrícola considerable que sin duda hay que poner en
relación con el incremento demográfico, visible éste en la roturación de nuevas tierras y en la proliferación de
molinos como los comprados en 1012 por el monasterio de Cardeña, que pagó la fabulosa cantidad de 1100
sueldos de plata por un molino propiedad de 20 particulares. En todos los casos en que aparecen citados
molinos se habla de propiedad compartida, lo que se explica por el elevado coste, en trabajo, de estos
ingenios.
Las informaciones sobre la economía castellana están confirmadas por los documentos leoneses del mismo
período. La impresionante documentación del monasterio de Sahagún reunida por JOSE MARIA MINGUEZ
confirma el predominio de la economía agraria y del sistema de trueque: los pagos se hacen en ganado hasta
los años setenta del siglo X y el tipo de animales entregados depende de las características geográficas de cada
región; en la montaña predomina el pago en ganado ovino; en el páramo se alterna el pago en bueyes, vacas,
caballos y ganado lanar −prueba de una economía agrícola−ganadera−, y en la llanura, zona eminentemente
agrícola, no hay menciones de pago en ganado ovino pero sí en vacuno, y sobre todo en cereales. Estos
mismos documentos permiten conocer los diversos paisajes agrarios e imaginar las técnicas de cultivo. Las
vegas de los ríos aparecen densamente pobladas en la llanura y son campos abiertos dedicados
preferentemente a la obtención de cereales y sólo interrumpidos por las cercas que delimitan los prados para
forraje y los huertos; en el páramos, los campos alternan con el bosque de encinas, robles y fresnos y con el
monte bajo, y puede afirmarse que existe una íntima asociación entre la agricultura y la ganadería con
tendencias claras a dar preferencia a la primera: el monte está destinado a la roturación y mientras la parcela
explotada rinde fruto el campesino acondiciona otras que pondrá en cultivo cuando la anterior se agote. En la
montaña, las tierras arables se hallan en parte destinadas a la producción de alimentos para el ganado, que es
la principal riqueza, y el barbecho es de ciclo largo: la tierra, los bustos, pueden permanecer sin cultivo
durante ocho, diez o más años, mientras que en la llanura el sistema de cultivo parece haber sido el de año y
vez.
La situación es similar, en líneas generales, en Pamplona y Aragón, cuya economía fue igualmente agraria y
basada en el pastoreo en las zonas altas y en la agricultura (trigo, cebada, avena y vino) en las comarcas del
Prepirineo. La difusión del viñedo en regiones que hoy se consideran impropias por su clima y suelo se debe a
razones de tipo económico y mental−religioso: no era posible ni rentable importar el vino en zonas de
economía pobre y carentes de moneda y se prefería obtenerlo aunque fuera a costa de la calidad. Sólo en el
siglo XII, cuando la circulación monetaria y los intercambios comerciales aumenten, desaparecerán estos
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viñedos y comenzarán a ser apreciados los vinos de calidad. La producción de vino era absolutamente
necesaria para el culto sagrado y por imitación del sistema alimenticio romano se había hecho indispensable
en toda la Península.
En cuanto a Cataluña, la situación era muy diferente entre unos condados y otros. Los estudios de RAMON
D´ABADAL sobre Pallars y Ribagorza han puesto de manifiesto el predominio de la agricultura, del pastoreo
y de los productos naturales de la tierra en su economía. Junto a los cereales (trigo, centeno, cebada y mijo) se
cultiva la viña en la zona baja prepirenaica y productos hortícolas. El mercado local existe lo mismo que en
Castilla−León y los productos se valoran en moneda, pero la forma general de pago es en productos en el
siglo IX y en moneda en el X, lo que probaría una mejora considerable en la situación económica de estos
condados. En el condado de Barcelona GASPAR FELIU ha podido reunir más de 500 documentos fechados
entre el año 880 y el 1010 en los que el pago se efectúa solamente en moneda, pero de esta enorme masa
documental sólo algo más de 60 diplomas son anteriores a 970; de su trabajo puede deducirse que el carácter
marítimo de la ciudad y la facilidad de paso entre Europa y la Península por esta zona influyó en el condado,
que actuó como intermediario entre ambos mundos económicos y disfrutó de una economía más monetaria
que el resto de los condados y reinos peninsulares, sin que ello fuera óbice para que la base de su riqueza
siguiera siendo la tierra (cereales, viñedo, huertos...). Por lo que se refiere a otras comarcas catalanas, sabemos
que de diez documentos fechados entre 970 y 985 de los condados de Vic, Cerdaña, Besalú y Gerona, seis
establecen el pago en productos. La cantidad de moneda circulante aumenta a partir de la segunda mitad del
siglo X, pero ésta se halla en manos de monasterios y nobles que la invierten en la compra de propiedades
agrícolas, cuyos dueños anteriores pasan a la situación de colonos. Las campañas de Almanzor llevaron
consigo un enrarecimiento de la moneda y el regreso momentáneo a una economía seminatural en la que los
pagos se hacían en especie; pero el botín logrado en las campañas realizadas como aliados de los esclavos
sirvió para reactivar y relanzar la economía catalana, como ha demostrado P. BONNASIE.
Los precios de la tierra en Cataluña son mayores en la zona fronteriza que en el interior, lo que puede
atribuirse a una mayor circulación monetaria por contacto con los musulmanes, lo que justificaría o explicaría
una cierta depreciación de la moneda, o al hecho de que estas comarcas fueran intensamente repobladas por
razones militares y la tierra disponible fuera escasa.
Pese a los paralelismos señalados entre la economía castellano−leonesa y la catalana, las diferencias entre una
y otra son considerables: los condados orientales, incluyendo entre ellos el reino de Pamplona, son un lugar de
paso entre dos civilizaciones, entre el mundo islámico y el carolingio europeo, y por sus tierras cruza un
activo comercio que sin duda contribuyó a acelerar el paso de la economía natural a la monetaria. Por otro
lado, mientras en León no existió una conciencia monetaria ni siquiera en el nivel político como lo prueba el
hecho de que se utilizaran el modio y la oveja como monedas de cuenta y de que las primeras acuñaciones
reales tuvieran lugar en la segunda mitad del siglo XI, en Cataluña, aun cuando se pague en productos por
escasear la moneda, los bienes se valoran siempre en moneda, y tanto los reyes carolingios como, en el siglo
X, los condes independientes, acuñaron piezas en territorio catalán. La vinculación al mundo europeo permitió
que sobreviviera la moneda, al menos como recuerdo; los intercambios con al−Andalus, que disponía de
abundante y fuerte moneda, hicieron que se activara la circulación de piezas amonedadas, y la necesidad de
los condes de señalar, mediante la emisión de moneda propia, su independencia respecto a los monarcas
carolingios, les llevaría a acuñar moneda de plata en el siglo X y mancusos de oro en el XI. Castilla−León no
emitirán moneda de oro hasta después de 1172 y este hecho se relaciona, sin duda, con una menor actividad
comercial, para la que eran suficientes los restos de moneda visigoda o sueva (tremises y sueldos) y las piezas
acuñadas en al−Andalus o en el mundo carolingio, únicas que circulan en el reino leonés. Los condados
catalanes utilizan igualmente las monedas preexistentes de época visigoda, las musulmanas y las acuñadas por
los carolingios y, desde el siglo X, por los condes. Esta moneda emplea como unidades de cuenta la libra y el
sueldo y como moneda real el dinero, que equivale a la duodécima parte del sueldo y éste a un vigésimo de
libra.
El predominio de la economía y de la población agrarias no quiere decir que no existieran centros urbanos de
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relativa importancia; residencia de las autoridades eclesiásticas ante todo, acogen al mismo tiempo los
órganos de la administración y sirven de residencia a numerosos señores laicos y eclesiásticos que se hacen
llevar a estos centros los tributos y los productos que la población campesina no utiliza para su alimentación y
vestido. Atraídos por este mercado, los campesinos incrementan su producción, y las ventas efectuadas les
permiten participar de la moneda reunida por los laicos gracias al botín y por los eclesiásticos merced a
donaciones piadosas. Este dinero servirá para adquirir mejores útiles y animales de tiro, para mejorar el
regadío o para comprar nuevas tierras.
Aunque en menor medida, puede hablarse de una atracción similar en la zona occidental de la Península.
SANCHEZ−ALBORNOZ ha reconstruido la vida de la ciudad de León y a través de los documentos por él
utilizados puede afirmarse que a este centro urbano acudían junto a hebreos que llevaban artículos de gran
precio destinados a satisfacer la necesidad de lujo de los grupos dirigentes, campesinos que intercambian sus
animales, que venden el ganado caballar indispensable para la guerra y para el prestigio social de los
ciudadanos, que abastecen las tiendas permanentes de la ciudad o venden sus productos alimenticios en el
mercado semanal.
• ARTE Y CULTURA DE LOS REINOS CRISTIANOS.
Las riquezas acumuladas mediante la guerra y la explotación de la tierra, directamente o por medio de siervos
y colonos, fueron empleadas en gastos de prestigio y en sacrificios a la divinidad. Las menciones de paños,
vestidos y objetos de lujo son numerosas y un alto porcentaje de los bienes de las iglesias y monasterios
proceden de donaciones piadosas. La construcción de edificios se halla frecuentemente relacionada con el
prestigio o con el culto cuando no con ambas tendencias a la vez: de carácter religioso no exento de búsqueda
de prestigio son las edificaciones realizadas por los monarcas asturleoneses en las proximidades de Oviedo,
las iglesias de repoblación (CAMON AZNAR dixit) diseminadas por el norte de la Península, las cruces
ofrecidas a la catedral de Oviedo entre fines del siglo IX y comienzos del X...
La independencia asturiana y los avances territoriales durante los años de Alfonso II el Casto se reflejan en el
traslado de la ciudad a Oviedo y en la construcción en esta ciudad de una serie de edificios cuyo centro será la
catedral dedicada al Salvador: baños, palacios, iglesias −como la de Santullano... La nueva ideología de raíz
visigoda de los monarcas asturianos, defensores ahora ya del cristianismo, se plasma en la leyenda que lleva
escrita la Cruz de los Angeles conservada en la Cámara Santa o capilla del palacio real de Alfonso II: Con este
signo se protege al piadoso, con este signo se vence al enemigo. Ramiro I continuaría la labor constructiva de
Alfonso en las proximidades de Oviedo con la edificación de las iglesias de San Miguel de Lillo, Santa María
del Naranco y Santa Cristina de Lena, y al monarca Alfonso III se debe la erección de la iglesia de San
Salvador de Valdediós y la elaboración en los talleres reales de la llamada Cruz de la Victoria. Ya en el siglo
X las reminiscencias visigóticas estarán presentes en el llamado arte de repoblación −que no mozárabe,
término que según CAMON AZNAR y BANGO, entre otros, debe ser utilizado sólo para el arte realizado por
los cristianos bajo dominación musulmana− como San Miguel de Escalada, San Cebrián de Mazote o
Santiago de Peñalba.
El florecimiento monástico está en la base de la iluminación de manuscritos, los más famosos de los cuales
serán sin duda los Beatos −Comentarios al Apocalipsis de San Juan de Beato de Liébana−, pero entre los
cuales cabe también encontrar Biblias o Antifonarios. Mozárabes se ha llamado a las Crónicas escritas en el
siglo VIII, así como las asturianas escritas en la corte de Alfonso III a finales del siglo IX (Rotense,
Albeldense).
Los centros culturales más importantes se sitúan en la región leonesa del Bierzo, en las tierras discutidas por
Castilla y Navarra y en torno al monasterio de Ripoll. La cultura berciana gira alrededor de San Genadio,
restaurador y fundador de monasterios como los de San Pedro de Montes, San Andrés y Santiago de Peñalba,
a los que dotó de una biblioteca relativamente importante para la época. En los scriptoria de los monasterios
navarros, entre los que destaca Leire, se copiaron numerosos manuscritos, pero será en San Millán de la
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Cogolla donde aparecerán los primeros testimonios de una nueva lengua: el castellano, presente asimismo en
el burgalés de Silos, cuyas glosas son hoy por hoy la primera manifestación del idioma en que ha derivado el
latín, que es todavía la lengua culta de los reinos hispánicos.
También en los condados catalanes se abre paso el idioma romance, aunque sus manifestaciones escritas son
más tardías, y también son los centros eclesiásticos los conservadores y difusores de la cultura heredada del
mundo visigodo, del carolingio y de los musulmanes de al−Andalus, cuya influencia es visible en el
monasterio de Ripoll, único en el que se enseñan, por influencia musulmana, las ciencias del quadrivium
(aritmética, música, geometría y astronomía). La arquitectura prerrománica y, sobre todo, el primer románico
catalán, se abrirán paso en el siglo X, preludiando las grandes realizaciones del siglo siguiente.
TEMA VII. EL CALIFATO CORDOBÉS.
• LOS CALIFAS CORDOBESES.
Los reinados de Abd al−Rahman III (912−961) y de su hijo al−Hakam II (961−976) constituyen el apogeo del
Estado omeya de Córdoba. A partir de Hisam II y, sobre todo, de la suplantación amirí
(LEVI−PROVENÇAL), surgen las primeras contradicciones internas, aunque momentáneamente anestesiadas
por la política espectacular de al−Mansur (el Almanzor de las crónicas cristianas).
En el año 929, el emir Abd al−Rahman III ponía fin a la supuesta unidad religiosa del Islam peninsular con el
de Oriente y se proclamaba califa o sucesor del Profeta y príncipe de los creyentes (amir al−mu´minim), título
que usarían sus herederos hasta la desintegración política de al−Andalus en los primeros años del siglo XI, así
como combatiente por la religión de Allah (al−nasir li−din Allah). Con la adopción de este título, Abd
al−Rahman III no se oponía a los califas abbasíes, a los que los omeyas habían ignorado desde finales del
siglo VIII, sino al poderoso reino creado en el norte de Africa de los fatimíes. A diferencia de otros
movimientos de carácter local, que sacudieron al mundo islámico ya desde el siglo VIII, los fatimíes aspiraban
a reunificar el mundo islámico mediante la sustitución de omeyas y abbasíes por los sucesores de Fátima, hija
del Profeta, y, para ello, se sirven de la religión, desarrollan o dan preferencia a las teorías igualitarias del
Islam y ofrecen una mejora en la situación de las masas musulmanas que se adhieren a sus doctrinas.
Abd al−Rahman III, que sólo después de veinte años de guerra había logrado dominar a los descontentos
muladíes, necesitaba contrarrestar la propaganda fatimí y realzar su figura personal, objetivos que pretende al
hacerse nombrar califa y que refuerza con una política intervencionista en el norte de Africa para alejar a los
fatimíes de las rutas comerciales controladas por los mercaderes de al−Andalus; para defender los derechos y
el prestigio de la dinastía dentro y fuera de al−Andalus y proteger los intereses comerciales, el califa modifica
la organización militar e introduce en el ejército, junto a los árabes, cuerpos de mercenarios reclutados entre
las tribus beréberes que le apoyan frente a los fatimíes y entre los esclavos o eslavos comprados en gran
número en los mercados europeos.
Mientras los califas logran mantener unido el mosaico andalusí a través de un fuerte control de los dirigentes
militares, al−Andalus es la mayor potencia política y económica y el centro cultural más importante de
Occidente, pero en los años finales del siglo, la figura del califa ha perdido el prestigio de los primeros
tiempos y el poder queda en manos de quien sea capaz de hacerse con él: Almanzor y sus hijos primero y, más
tarde, los jefes militares beréberes, eslavos y árabes que se enfrentan por el control del califa y, a través de él,
de al−Andalus. Los enfrentamientos son utilizados en beneficio propio por los cristianos del norte y por la
aristocracia árabe: los primeros, aliados a uno u otro de los bandos en lucha, saquean el territorio musulmán y
los segundos intentan recuperar el poder y prestigio perdidos en la época de Almanzor. La guerra civil y la
anarquía se prolongan durante más de veinte años, al cabo de los cuales, en 1031, el califato omeya
desaparece y es sustituido por una multitud de señoríos o reinos independientes dirigidos por los jefes
militares árabes, eslavos o beréberes.
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I.1. Pacificación de al−Andalus.
En el largo reinado de Abd al−Rahman III (912−961) pueden distinguirse claramente dos etapas divididas por
la aceptación, en el año 929, del título califal, que marca el fin de las revueltas internas y señala el comienzo
de la expansión cordobesa. El título tiene su origen en los califas omeyas de los que Abd al−Rahman es
heredero, y su base son las campañas victoriosas contra los rebeldes del interior.
Ninguna de las sublevaciones (Sevilla, Bobastro, Badajoz−Mérida, Toledo, Zaragoza...) será olvidada por el
emir, pero sus campañas se dirigirán inicialmente contra los rebeldes andaluces, sin cuyo control todo intento
de dominar las marcas fronterizas habría sido inútil. Bobastro es el símbolo de la pérdida de autoridad de los
emires y será el símbolo del nuevo poder. Ya en el primer año de su reinado el emir recupera el dominio de
Sevilla y dirige sus tropas contra los aliados de Umar en un intento de aislar al caudillo muladí; el resultado de
esta campaña es la ocupación de numerosas plazas fuertes situadas en puntos estratégicos, desde los que
iniciará más adelante el ataque directo a las posiciones del rebelde, cuya fuerza disminuye de año en año hasta
su muerte (917). Sus hijos continuarán la lucha, pero las desavenencias entre los muladíes −atraídos con
promesas de perdón por Abd al−Rahman− y sus aliados mozárabes decantarán definitivamente la victoria a
favor de los cordobeses al entregar al emir las fortalezas que defienden. Así, en el 928 cae el último reducto
rebelde, Bobastro, donde había comenzado la lucha casi 50 años antes. Posteriormente, entre el 929 y el 932,
Abd al−Rahman puso fin a las sublevaciones de Badajoz y Toledo y aceptó, el año 937, la sumisión de los
tuchibíes de Zaragoza, a los que permitió seguir al frente del territorio, aunque sometidos a Córdoba.
I.2. La política exterior del califato.
Las empresas militares durante el califato, especialmente en la época de Abd al−Rahman III, consolidaron el
prestigio del Estado omeya fuera de sus fronteras, contribuyeron a garantizar la seguridad de las rutas
comerciales y procuraron importante botín al califa y a los participantes en las aceifas. Esta política exterior se
canalizó en tres direcciones: los Estados cristianos del norte peninsular, el Magreb y el Mediterráneo
occidental.
• La sumisión de los cristianos.
Por lo que respecta a los reinos cristianos, el medio siglo de anarquía musulmana había permitido a los reinos
y condados cristianos afianzar y extender sus fronteras, especialmente en la parte occidental y en la zona oeste
de los Pirineos, donde pamploneses y asturianos llevaron a cabo una política conjunta frente a Córdoba y
contra los caudillos semiindependientes de Zaragoza, a los que se unirán en ocasiones contra los cordobeses.
Los avances de Alfonso III por el norte de Portugal tuvieron su continuación en el saqueo de los castillos de
Evora y Alange por Ordoño II, que resistió victoriosamente el ataque lanzado por el emir sobre San Esteban
de Gormaz −donde los musulmanes sufren una severa derrota en el 917− y atacó Talavera, al tiempo que
Sancho Garcés de Navarra saqueaba las comarcas de Nájera, Tudela y Valtierra. Contra ambos combate el
emir desde el año 918, en la conocida campaña de Muez, hasta conseguir la victoria de Valdejunquera (920).
De la misma forma que las divisiones entre los musulmanes facilitan los avances cristianos, éstos se detienen
debido a la falta de acuerdo entre los distintos reyes o a causa de los problemas internos en cada uno de los
reinos y condados; las luchas por el poder en León, a la muerte de Ordoño II (924) dejaron aislado al monarca
navarro, cuya capital fue saqueada por el emir. Pero la llegada al trono de León de Ramiro II estabilizó un
tanto la situación con respecto a Córdoba en el valle del Duero. La campaña victoriosa de Abd al−Rahman III
contra Burgos en el 934 fue seguida del llamado desastre califal en Simancas − Alhandega (939) cuando el
monarca leonés logra unir a navarros y castellanos. El fracaso motivó inmediatamente la ejecución en
Córdoba de 300 oficiales del ejército; la delegación definitiva por parte del califa del mando de las
operaciones militares para no verse expuesto a los riesgos de la guerra y, en fin, la profesionalización del
ejército en el cual las fuerzas mercenarias adquirirán de día en día mayor importancia.
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Del lado cristiano esta batalla puso de manifiesto la capacidad militar del reino de León. Ramiro II lograría,
merced a ello, un enorme prestigio y la efectiva frontera meridional de su reino se extendería por el oeste
siguiendo el curso del Tormes, mientras que, por el este, el conde Fernán González, en el 940, repoblaba
Sepúlveda, convirtiendo la plaza en avanzada castellana hacia el Sistema Central.
CHALMETA, basándose en fuentes árabes, corrige la versión tradicional de la aplastante victoria de navarros,
castellanos y leoneses sobre los cordobeses: Simancas quedaría en tablas o sería, en todo caso, una victoria
pírrica que incluso podría haber permitido una repoblación musulmana (que WATT desmiente) en la frontera
al sur del Sistema Central, especialmente en la zona de Toledo y de Guadalajara−Medinaceli. La derrota de
Simancas fue, en cualquier caso, provocada por la desbandada de la aristocracia árabe en principio
incondicional al monarca y por los fronterizos, antes que por la acción en sí del ejército enemigo. La falta de
adecuados cuadros de mando y la propia irresponsabilidad califal al infravalorar a los contendientes cristianos,
al decir de otros especialistas, coadyuvaron a la derrota musulmana. Es significativo que, a partir de entonces,
el califa no volviese a encabezar ninguna aceifa por temor a sus propios contingentes armados. La actividad a
partir de entonces en la frontera decrece, por los problemas de Córdoba en el norte de Africa y las disputas
entre leoneses y castellanos.
El sistema tradicional de aceifas se revelaba entonces como un fracaso no ya a medio plazo sino a corto. Las
expediciones musulmanas a menudo se conformaban con arrasar el campo enemigo, desmantelar fortalezas,
en ocasiones apresuradamente levantadas, y saquear poblaciones −casi siempre abandonadas a su llegada−,
hacer prisioneros y regresar rápidamente a sus bases; en ningún caso intentaban dominar el territorio para
instalarse en él. Esta política ofensiva preventiva, en definitiva defensiva, permitía a los cristianos volver a sus
tierras una vez que la aceifa se alejaba y, con el tiempo, progresar más hacia el sur organizando el espacio
adquirido, creándose así, en la segunda mitad del siglo X, una sólida frontera humana que no conseguirá
alterar siquiera la frecuencia y dureza de las futuras campañas de Almanzor y su hijo.
Abd al−Rahman III cambiaría de estrategia tras su derrota, combinaría el envío de aceifas con el
reforzamiento de las guarniciones fronterizas con soldados profesionales que, como señala CHALMETA,
encuadrados en escuadrones ligeros y ayudándose del factor sorpresa, atacan fuera de la temporada normal de
aceifas y en cualquier época del año, poniendo especial cuidado en guarnecer su frontera en tiempo de
cosecha a fin de protegerlas y a la vez imposibilitar así el avituallamiento de posibles expediciones cristianas.
A la muerte de Ramiro II en el 951, las disputas por el trono hacen innecesaria la intervención de las tropas
cordobesas, aunque éstas realicen esporádicamente ataques en busca de botín: el califa explota en su beneficio
las rivalidades entre Castilla y León, entre los diversos pretendientes al trono leonés, y entre la monarquía
navarra y los reyes leoneses en un intento claro, y conseguido, de dividir y lanzar a unos cristianos contra
otros de forma que las fronteras musulmanas no sean molestadas. El califa se convierte en árbitro de las
querellas entre cristianos y apoya a uno u otro de los pretendientes al trono leonés, al conde de Castilla o a los
reyes de Navarra, de acuerdo con los intereses de Córdoba. Un intento de unir las fuerzas de León, Castilla,
Navarra y los condados catalanes para sacudirse la tutela musulmana será fácilmente desbaratado por
al−Hakam II, a cuya corte acudirán a pedir ayuda y consejo los rebeldes y descontentos cristianos y los
príncipes reinantes en una ininterrumpida sucesión de embajadas.
Si Abd al−Rahman III y al−Hakam II lograron la sumisión de los cristianos a través de una hábil política
intervencionista, acompañada cuando era preciso del envío de expediciones militares, en los años de Hisham
II Almanzor dio preferencia a las campañas de castigo, con las que busca prestigio y recursos económicos.
Enriquecido en la administración califal y bien relacionado con los jefes de las tropas mercenarias, que a lo
largo del siglo X habían ido adquiriendo en sus manos los resortes civiles y militares del Estado, suplantando
en esta misión a los príncipes de sangre y a los representantes de la aristocracia árabe, Almanzor pasa al
primer plano político tras una brillante campaña contra los cristianos (977), que le permite sustituir al hachib o
primer ministro de Hisham II, pero su riqueza y fuerza militar no bastan para hacer olvidar a los alfaquíes que
el caudillo musulmán está usurpando los poderes del califa, y Almanzor se hace perdonar dando pruebas de un
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extremado celo religioso manifestado en la depuración de la biblioteca de al−Hakam II, en la ampliación de la
mezquita de Córdoba y en la realización de continuas campañas contra los cristianos, las cuales sirven al
mismo tiempo para sufragar los gastos exigidos por el mantenimiento de los mercenarios y mantener a éstos
alejados de toda ambición política. Durante el reinado de Almanzor (977−1002), las tropas cordobesas
intervienen en León para sostener al pretendiente Vermudo II frente a Ramiro III, saquean las tierras cristianas
y arrasan la mayor parte de sus ciudades, entre ellas Barcelona, León y Santiago de Compostela, contando
para ello con el apoyo de algunos nobles leoneses opuestos a Vermudo II o del heredero de Castilla, Sancho
García, contra su padre García Fernández. La tradición cristiana quiere que castellanos y leoneses unidos
derroten al caudillo musulmán en Calatañazor (1000), pero en realidad esta batalla fue una victoria más de
Almanzor sobre los cristianos, que sufrirán nuevas derrotas a manos de Abd al−Malik, hijo y sucesor del
caudillo entre 1002 y 1008. Sólo cuando se rompe la colaboración entre los árabes andaluces y los
mercenarios beréberes y eslavos, a partir del año 1008, pueden castellanos y catalanes inquietar las fronteras
musulmanas con éxito y llevar sus tropas hasta Córdoba como auxiliares de uno u otro de los grupos
musulmanes enfrentados.
• Defensa de la dinastía y protección del comercio.
Gran interés tiene la política norteafricana del califato, particularmente en la época de al−Hakam II.
La victoria del omeya Mohavia sobre los partidarios de Alí, yerno del Profeta, no puso fin a las aspiraciones
políticas de éstos, que mantuvieron su oposición a los omeyas y, posteriormente, a los abbasíes. La dureza de
la persecución les obligó a transformarse en una organización secreta en cuyo seno surgieron las teorías
mesiánicas según las cuales llegaría un día en el que la comunidad musulmana sería regida por uno de los
descendientes de Alí, que permanecería oculto hasta que las circunstancias aconsejaran su aparición. Junto a
este carácter mesiánico, el chiísmo, y más concretamente el grupo más radical, el ismailismo, desarrolla
teorías igualitarias y ofrece una mejora en su situación a quienes acepten sus doctrinas, divulgadas en todo el
Islam a través de misioneros y mercaderes, uno de los cuales logra la adhesión de una tribu beréber, la
organiza y la lanza contra los reinos aglabí y rustumí en los años iniciales del siglo X. Establecido en el 909
en Túnez, con capital en Qayrawan, el califa fatimí no tardó en extender sus dominios a costa del reino idrisí y
en dirección a Egipto, con lo que controla todo el norte de Africa y amenaza por igual a los enemigos
tradicionales del chiísmo, a los omeyas y a los abbasíes, por considerarse el único gobernante legítimo del
norte de Africa y por extensión de toda la comunidad islámica.
El peligro de sublevaciones internas suscitadas por las predicaciones fatimíes y el temor a que la ocupación de
Sicilia y de las costas mediterráneas por los fatimíes anulara el comercio de al−Andalus, y diera lugar con el
tiempo a un desembarco en la Península, llevó a Abd al−Rahman III a buscar el apoyo de los alfaquíes,
guardianes de la ortodoxia, y a intervenir en el norte de Africa lanzando contra los fatimíes, miembros de la
tribu kutama, a sus enemigos tradicionales, a los beréberes zanata, y cuando la situación interna lo permite
Abd al−Rahman interviene directamente en el norte de Africa, ocupa Melilla en el año 927 y Ceuta cuatro
años más tarde. Clave importante en estos éxitos lo constituye la marina de guerra, que desde su base en
Almería iba a convertirse en un eficacísimo instrumento de vigilancia del Mediterráneo occidental. La
adopción del título califal (929) es el símbolo de la legitimidad de la dinastía omeya frente a quienes niegan
sus derechos y utilizan la religión como vehículo de penetración política.
Para algunos historiadores la ocupación de Ceuta es el preludio de una ocupación militar del norte de Africa
que no llega a convertirse en realidad debido a la presión ejercida por Ramiro II sobre las fronteras de
al−Andalus; sin negar validez a esta afirmación, MARTIN tiene en cuenta otras razones para explicar la
intervención de Abd al−Rahman y, sobre todo, su política ulterior. La ocupación de Ceuta, según este autor,
obedece a dos razones que se complementan mutuamente: la ciudad había sido ha sido siempre el lugar más
apropiado para iniciar un desembarco en la Península, y también constituía uno de los puntos terminales de las
caravanas que desde el centro de Africa llevaban el oro al Mediterráneo y, en consecuencia, lugar importante
de intercambios comerciales. Su ocupación por los omeyas dificultaba o impedía el desembarco fatimí y
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garantizaba la continuidad del comercio por lo que, cubiertos estos objetivos, carecía de interés para el
soberano omeya la ocupación real de un territorio fragmentado en numerosos principados tan pronto rebeldes
a los fatimíes como sometidos a ellos; menos costoso y más efectivo resultaba apoyar a los rebeldes, fuesen
quienes fuesen −política que hemos visto practicar en la Península frente a los cristianos− y comprar o
conseguir por otros medios la defección de los aliados fatimíes.
Desde la ocupación de Ceuta hasta mediados del siglo, los omeyas pudieron controlar la zona situada entre
Argel y el Atlántico gracias a la sublevación jarichí ocurrida en los dominios fatimíes y alentada, sin duda,
desde Córdoba. El panorama, no obstante, cambió en los últimos años del gobierno de Abd al−Rahman III.
Después de la campaña militar del general fatimí Yamhar, desarrollada en el año 959, sólo quedaba en poder
de los omeyas Ceuta, y la mayor parte de la flota omeya fue destruida tras el saqueo de Almería.
Al−Hakam II mantuvo las directrices de su padre en cuanto a la política norteafricana, donde su actuación se
vio favorecida por el establecimiento de los fatimíes en Egipto y la conversión de este territorio en el centro
de su imperio. Al−Hakam II decidió aprovechar la ocasión para restablecer la hegemonía cordobesa en el
norte de Africa, utilizando para ello la fuerza de las armas, pero sobre todo la diplomacia. El califa ordenó
constituir un ejército reclutado a base de tropas indígenas mercenarias, a cuyo frente puso a Galib, el mejor de
sus generales, que en el 974 restauró el protectorado omeya en Marruecos. Pero la misión más importante no
es militar sino política y se realiza mediante la distribución de espléndidos regalos entre los jefes beréberes y a
través del envío de agentes secretos al campo enemigo con la misión de informar a los notables y al pueblo de
que el omeya sólo aspira a mejorar su situación. Simultáneamente a estos esfuerzos, que movilizan todos los
recursos económicos de al−Andalus, los sabios y poetas ponen a punto una teoría de la legitimidad de la
dinastía omeya y de la doctrina malequí.
Esta política de atracción económica y religiosa de la población norteafricana puede verse claramente
expuesta en la recepción dada en Córdoba, el 10 de junio de 973, a los jefes beréberes: en ella se reparten
donativos en dinero, ropas, armas y caballos entre los notables y se les distribuyen diplomas que garantizan su
autoridad, en los que se hace un breve resumen de los puntos básicos de la fe musulmana, tal como se
entiende en al−Andalus, y se detallan minuciosamente los derechos y obligaciones económicas de los súbditos
respecto de los jefes beréberes, lo que no impide recordar la obligación de que se trate por igual a todos,
palabras posiblemente destinadas a contrarrestar la propaganda igualitaria fatimí.
Una ligera nube vino a ensombrecer el luminoso panorama que se ofrecía ante los omeyas cordobeses. Nos
referimos a la reanudación de los ataques normandos. En el año 966, un grupo danés, encaminado hacia tierras
hispanas por decisión del Duque de Normandía, Ricardo, y dirigido por un tal Gunduredo, se presentó en las
costas de Lisboa, pero la flota musulmana pudo alejar el peligro. Otra incursión vikinga tuvo lugar en los años
971−972, en la zona del Algarve portugués, pero también se vieron obligados a batirse en retirada ante la
llegada de la flota procedente de Almería.
Almanzor mantuvo la política de los primeros califas y a medida que el peligro fatimí se aleja convierte el
norte de Africa en centro de reclutamiento de los soldados mercenarios utilizados en sus campañas contra los
cristianos de la Península: el alejamiento de los turbulentos beréberes le permite mantener el control del
Magreb, asegurar su posición en al−Andalus y llevar a cabo su política anticristiana. Pero si bien a corto plazo
los beréberes traídos a la Península ayudaron a la supremacía andalusí frente al norte cristiano, cuando llegó la
hora de la guerra civil, a partir del 1009, causaron un desequilibrio transcendental. Mª J. VIGUERA recuerda
que el califato omeya, desde las primeras décadas del siglo X, había logrado una alta armonización de sus
elementos poblacionales en una entidad andalusí integrada por árabes y beréberes asentados en al−Andalus
desde el siglo VIII, además de la población autóctona, bastante islamizada y arabizada, o sólo bastante
arabizada, por aquellas fechas. Con esta entidad andalusí contrastaban los recién llegados beréberes y ello
desencadenaría, cuando la legitimidad política se quiebre gravemente, en 1009, los conflictos que provocaron
la fragmentación en taifas, media docena de las cuales fueron regidas por algunos grupos de estos beréberes
nuevos.
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• Las relaciones con el Occidente europeo y el Mediterráneo.
Un tercer objetivo de la actividad bélica y diplomática del califato se dirigía al Occidente europeo y al
Mediterráneo occidental y oriental. Las relaciones entabladas con el Imperio romano−germánico hay que
ligarlas con las protestas otónidas por las piraterías musulmanas desde el reducto de Fraxinetum (La
Garde−Freinet), cuya vinculación oficial con Córdoba se discute; en época de Abd al−Rahman III y de
al−Hakam II son varias las embajadas cordobesas a la corte otónida. Hay que resaltar, además, algunas
expediciones bélicas contra el sur de Francia −como la del 935 o la del 943−, y ciertas embajadas de carácter
predominantemente comercial desde Francia, Amalfi o Cerdeña.
Respecto de Bizancio, hay informaciones suficientes para pensar que se reanudó la actividad diplomática en la
época de Abd al−Rahman III, con cruce de embajadores entre Córdoba y Constantinopla. El califa cordobés,
en palabras de CRUZ HERNANDEZ, se sentía también cabeza principal de la umma árabe−islámica, y de
aquí la implantación de su política internacional en el Mediterráneo oriental. El imperio bizantino del siglo X
no tenía la importancia del de Justiniano y sus sucesores, pero era aún el símbolo de la continuidad del
imperio romano y poseía la nueva urbs universal: Constantinopla. Y, como ahora sabemos, el Islam desde sus
orígenes (y los árabes desde antes) estuvieron impresionados por el imperio romano, su cultura y hasta por su
derecho, del que hay más huellas de las que suele decirse en el fiqh musulmán. Abd al−Rahman III reanudó la
tradición de las embajadas con Bizancio del reinado de Abd al−Rahman II un siglo antes. Córdoba no tenía
ningún contencioso pendiente con Constantinopla; el viejo reino hispano−cretense sucumbió en el 961,
cuando el general y luego emperador Nicéforo Focas tomó por asalto la fortaleza de Candía y acabó con el
último emir; el comercio entre ambos imperios no tenía más dificultades que los azares del mar, los piratas y
su reducido volumen. Presentar públicamente aquella relación era mostrar que el califa cordobés era el
principal príncipe islámico, el soberano más importante del occidente geográfico al que rendían pleitesía y
pagaban parias los régulos cristianos del norte de la península Ibérica. Además, esta valoración resultaba
potenciada al recibir los tesoros científicos y artísticos de Bizancio, cuyas huellas brillarán en la ciencia
cordobesa y en las decoraciones de la ampliación de la mezquita aljama y en la ciudad imperial de Madinat
al−Zahra.
• SÍMBOLOS Y ORGANIZACIÓN DEL CALIFATO.
II.1. Los símbolos de soberanía.
En la primera mitad del siglo IX, al desaparecer el peligro abbasí y reanudarse los contactos con Oriente, los
omeyas peninsulares, a partir de Abd al−Rahman II, copiaron el sistema de gobierno implantado en Bagdad
por los abbasíes, que, a su vez, tomaron como modelo la organización persa y bizantina. Esta orientalización
se acentúa al adoptar Abd al−Rahman III el título de califa (929): los omeyas, en adelante, se considerarán no
sólo jefes políticos, sino representantes de Dios en la tierra, lo que se traducirá en una sacralización de la
persona del califa, en la creación de una pompa que la realce y en el alejamiento respecto a los súbditos, que
se logra mediante la implantación de un ceremonial estricto: sólo podrán acceder a la presencia del soberano,
y de acuerdo con un orden establecido, los árabes de la familia de quraish (del clan de los omeya), los altos
funcionarios y los titulares de cargos honoríficos.
El califa, jefe espiritual de la comunidad, era un auténtico autócrata: presidía la oración de los viernes, juzgaba
en última instancia, acuñaba moneda con su nombre, decidía sobre el gasto público, era el jefe supremo del
ejército y dirigía la política exterior. En la ceremonia de entronización, que conocemos por relatos de la época
de al−Hakam II, recibía el juramento de fidelidad de sus súbditos; símbolos importantes de esta soberanía
eran, entre otros, el trono (utilizado desde tiempos de al−Hakam II), el cetro y el sello real. También realzaba
la figura de los califas la voz Allah, que aparece con frecuencia en los sobrenombres que recibían.
Los omeyas implantaron el sistema del nombramiento en vida de sus sucesores por elección entre la familia y
no por razón de primogenitura.
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II.2. La administración central.
Los órganos de la administración central son los diwanes o ministerios de la Cancillería o Secretaría de Estado
y de Hacienda, de los que dependen los secretarios, intendentes y tenedores de libros, todos los cuales están
sometidos a la autoridad del hayib o primer ministro, que supervisa su funcionamiento y está al frente de la
casa real. Este hayib (mayordomo y chambelán) se convierte en la cabeza del aula palatina y ostenta un cargo
muy similar al del visir (wazir) en Oriente; pero en al−Andalus el visirato era una dignidad secundaria, que se
confería a varios ministros secundarios. Así, Abd al−Rahman III reorganizará la Cancillería, dividiéndola en
cuatro departamentos, cada uno bajo la dirección de un visir. Directamente relacionado con la Cancillería
estaba el servicio de Correos, a cuyo frente se hallaba en la época califal un sahib al−burud o
superintendente. Este servicio utilizaba mulas para el transporte de la correspondencia, negros sudaneses
cotizados por su velocidad y resistencia física, palomas mensajeras para las noticias urgentes y un sistema de
señales luminosas y de humo para comunicar entre sí las distintas torres de vigía del litoral. Importante por su
relación personal con el califa es el secretario personal, que toma nota y elabora un primer borrador de las
decisiones o respuestas que han de darse a los altos funcionarios.
El diwan de Hacienda, por su parte, está dirigido por un tesorero (sahib al−ziman, es decir, señor del registro
de los ingresos y gastos) perteneciente a la aristocracia árabe, bajo el cual actúa un gran número de cristianos
y judíos. A nivel provincial se repetía esta estructura del fisco cordobés. Los emires y califas omeyas copiaron
del califato de Bagdad la organización financiera de al−Andalus, igual que había ocurrido en otras
instituciones. Pocas cosas más podemos decir de la Hacienda cordobesa, por cuanto la información que
proporcionan las fuentes es muy escasa.
El tesoro particular del monarca, en los Estados musulmanes, siempre estuvo claramente diferenciado del
tesoro público. Los ingresos del tesoro real procedían de varias fuentes: el producto de las rentas que le
proporcionaban sus numerosas propiedades, el cobro de determinados impuestos que le estaban asignados
−como el zakat al−suq, tributo sobre el tráfico mercantil percibido por Abd al−Rahman III− y las
confiscaciones de determinadas propiedades.
Además del tesoro público y del privado del monarca, existía un tesoro de la comunidad islámica,
administrado y vigilado por las autoridades religiosas. Se guardaba en cajas fuertes que se custodiaban en las
dependencias de la mezquita de Córdoba. Sus aportaciones procedían de las fundaciones piadosas y de toda
clase de donativos, además de los impuestos sobre ciertas transmisiones que estaban regulados por la ley. Los
fondos se utilizaban para ayudar a los pobres, mantener el culto y sus servidores y, excepcionalmente, a
financiar campañas militares contra los infieles y a la restauración de fortalezas.
El tesoro público era el más complejo de los tres. Sus fondos provenían de los tributos pagados por las
poblaciones sometidas en concepto de vasallaje (parias) y de los impuestos percibidos de los súbditos, tanto
musulmanes como judíos y cristianos. A los impuestos legales u ordinarios −establecidos por la ley coránica−
hay que sumar los extraordinarios o extralegales, que se fueron haciendo cada vez más numerosos debido a las
más abundantes campañas militares de los califas, a partir sobre todo de Abd al−Rahman III.
Los impuestos legales afectaban tanto a los musulmanes, que debían pagar en concepto de limosna la décima
parte de todos sus bienes e ingresos (zakat, azaque o diezmo), como a los cristianos y judíos. En este último
caso la limosna se sustituía por una tasa personal (yizia), que se haría efectiva en doceavas partes entre los
varones adultos dependiendo de su status social, y un impuesto territorial (jaray), que recaía sobre los que
disfrutaban en virtud de tratados el usufructo de sus tierras. Este último impuesto se mantuvo incluso para
aquellos que se hubiesen convertido a la religión islámica. Estos tributos se hacían efectivos en metálico. Los
impuestos extralegales o extraordinarios fueron siempre mal vistos por los contribuyentes, quienes argüían
que su cobro no estaba reglamentado por la ley coránica. Estos impuestos gravaban los bienes inmuebles, los
animales, las transacciones comerciales (al−qabala, de donde proviene la palabra castellana alcabala), etc.
Estos tributos proporcionaron a los soberanos omeyas y a los reyes de taifas posteriores enormes fuentes de
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ingresos mediante los que pudieron mantener ingentes ejércitos y lujosas cortes, frente a las condiciones
mucho más modestas de los reyes cristianos. El sistema recaudatorio fue muy eficaz durante la monarquía
omeya, que estableció un servicio de estimación, inspección y recaudación complejo que pervivió hasta la
Granada nazarí.
Entre los ingresos no fiscales del tesoro resaltan los rendimientos de la ceca cordobesa, rendimiento cuyo
resultado es la diferencia entre el valor real de la moneda más los gastos de acuñación y el valor de cambio.
Como por lo común el peso y la ley de las monedas andalusíes eran muy aceptables y el índice de devaluación
de las mismas muy bajo, dichos ingresos no podían ser muy destacados. Más importancia debía tener la
moneda, universalmente aceptada, en el floreciente comercio durante el califato. En principio los musulmanes
se limitan a aceptar las monedas de valor comercial empleadas en los territorios conquistados, como el
denario bizantino y el dracma persa. Abd al−Rahman II fue el primer omeya en acuñar moneda, en este caso
de plata − dado que la Península se vio afectada en el siglo VIII y parte del IX por la escasez de oro, de la
misma forma que el resto de Occidente−; en esas monedas se sigue conservando el nombre de los califas
abbasíes. Sólo cuando Abd al−Rahman III se decida a intervenir en el norte de Africa contra los fatimíes,
al−Andalus entrará en contacto con las rutas caravaneras del oro sudanés y se acuñarán monedas de oro (929),
que aumentarán el prestigio del califa. La ceca principal se instala en Córdoba y se traslada a Madinat Zahra
en el 948, cuando Abd al−Rahman III elige esta ciudad como residencia, centralizando al mismo tiempo los
servicios estatales. Allí se acuñarán la moneda de oro o dinar, la de plata o dirham y la de bronce o febús.
II.3. El Derecho y la administración de justicia.
Nuestra información sobre la judicatura, cargo religioso que gozó de enorme prestigio en al−Andalus desde
los primeros tiempos, se basa en las crónicas musulmanas, que tienen cabida, como los repertorios biográficos
que dedican a cada juez musulmán una detallada reseña, en la obra de SANCHEZ−ALBORNOZ La España
musulmana. De singular importancia es la Historia de los jueces de Córdoba, escrito por un erudito de
Qairuán, Muhammad ibn al−Harit al Jusani, que vivió en el siglo X en la España califal y nos resulta útil para
conocer no sólo la actuación de los cadíes, sino también la vida y costumbres de la Córdoba califal.
Dado que el oficio de juez tenía, sobre todo, connotaciones de tipo religioso, debemos adentrarnos en primer
lugar en la concepción que del Derecho tenían los musulmanes peninsulares. Como ya se dijo, el rito (fiqh)
malequí tuvo en al−Andalus una aceptación popular casi unánime. Ahora bien, se suele afirmar que los demás
ritos jurídicos no tuvieron seguidores en al−Andalus, pero esto no es completamente cierto. En tiempos de
Abd al−Rahman III, y particularmente de al−Hakam II, hubo una mayor apertura intelectual, lo que posibilitó
la difusión en al−Andalus de otras corrientes de pensamiento. Este es el caso de la doctrina zahirí, que
propugnaba una explicación literal de los textos del Corán y de las Tradiciones (hadit); uno de sus más
importantes seguidores fue Ibn Hazm. También llegó a Córdoba el mutazilismo, doctrina que defendía la
razón y la libertad humana y que combatía la idea del Corán increado y la predestinación; fue una doctrina
perseguida, pues defendía la necesidad moral de oponerse, incluso con la guerra, a los actos de los
gobernantes que conculcaran gravemente la justicia y el Derecho. Asimismo se desarrolló el sufismo, doctrina
que defendía una relación directa del hombre con Dios y proponía como vía para conseguirlo la ascesis
mística.
Como otras esferas administrativas, la administración de justicia está centralizada en manos del califa, juez
supremo, quien, como jefe espiritual y soberano temporal de la comunidad, delega esta atribución en los
jueces o cadíes por él nombrados. El oficio de juez tenía, como ya dijimos, connotaciones ante todo de tipo
religioso, necesitándose para su desempeño altas cualidades morales y amplios conocimientos de Derecho
canónico. Para ser apreciado por el soberano, el cadí debía mostrar valor, ecuanimidad, firmeza, elocuencia y
respetabilidad en el ejercicio de sus funciones. También debía tener un equilibrado talante y sagacidad, y
caracterizarse por la sencillez de sus costumbres y de sus relaciones con los justiciables. En principio, y según
la antigua tradición musulmana, el cargo de juez no era remunerado, pero en la práctica el cadí andaluz recibía
un sueldo, sin duda pequeño, que a veces consideraba un deber rechazar. Sus atribuciones, minuciosamente
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definidas por los escritores hispanomusulmanes, eran muy parecidas a las de sus homólogos orientales y
magrebíes. Dictaba sentencias en causas civiles reguladas por la ley coránica: litigios sobre testamentos,
divorcios, administración de bienes en manos muertas, protegía los intereses de huérfanos y menores e
intervenía en todo tipo de litigios sobre bienes mobiliarios e inmobiliarios.
De todos los jueces existentes en al−Andalus, el más importante era, sin duda, el cadí de Córdoba, al que se
conocía como juez de la comunidad. El cargo solía recaer en árabes, pero Abd al−Rahman III nombró juez de
Córdoba a una persona de ascendencia beréber, el famoso Mundir Sa´id al−Balluti. Desde tiempos de
al−Hakam II se otorgó a los cadíes cordobeses el título de visires. Las audiencias de los jueces se celebraban
en la mezquita, pudiendo delegar, cuando se trataba de asuntos de poca importancia que afectaban a las clases
populares, en jueces auxiliares. Eran asesorados por especialistas en Derecho, que eran consultados
obligatoriamente antes de dictar sentencia y debían responder por escrito para que su asesoramiento pudiera
ser archivado y tenido en cuenta en casos similares; se llegó así a poseer una casuística legal detallada que se
difundió en numerosas compilaciones. En general, los jueces eran muy respetados. Uno de ellos, el citado
Sa´id al−Balluti, reprendió incluso al propio califa Abd al−Rahman III, prueba de la gran autoridad moral de
que gozaba. Por otra parte, el cadí podía dirigir, por delegación expresa del soberano, la oración de los viernes
en la gran mezquita aljama de Córdoba. También tenía a su cargo la administración del tesoro de la
comunidad religiosa, destinado fundamentalmente a la realización de obras piadosas, pero también al
mantenimiento de las mezquitas y de sus servidores y en ocasiones a financiar campañas militares contra los
infieles y a la restauración de fortalezas. Los jueces, en definitiva, eran los depositarios de la correcta
interpretación de la ley, lo que les convertía en un contrapeso a la autoridad califal, sin olvidar que en última
instancia estaban sometidos al soberano, que era el que efectuaba el nombramiento de los altos cargos.
Aparte del juez de Córdoba, existía un cadí en cada capital de cora y en las Marcas. Pero también había jueces
especiales −aparte del propio califa: el sahib al−mazalim, o juez de los agravios, que juzga fundamentalmente
los casos de abuso de poder, y siempre de acuerdo con procedimientos extraordinarios; el sahib al−suq, o juez
del mercado −el zabazoque de los textos castellanos−, que dirige al principio los servicios de policía,
seguridad y administración urbana, pero desde mediados del siglo IX su función queda limitada a vigilar la
actividad económica −represión de los fraudes, control de la calidad de los productos, de las pesas y medidas,
de los precios...−; las funciones de policía son competencia del sahib al−shurta, que entiende en las causas en
las que el cadí se declara incompetente y sanciona los delitos contra los individuos (causas criminales) y
contra el interés público (políticas), sin sujeción a ningún código penal ni a la ley religiosa. En la actuación de
estos últimos funcionarios se tenía en cuenta la categoría social de los ciudadanos. Parece ser que llegaron a
funcionar tres shurtas o tribunales, uno para cada grupo social: aristocracia, grupo intermedio de comerciantes
y pequeños funcionarios y pueblo. Desde la época de Abd al−Rahman III fue corriente la confusión entre el
cadí y el sahib al−shurta; ambos cargos fueron desempeñados en muchos casos por una misma persona.
Coincide con esta politización de la justicia el fortalecimiento del poder central y el ascenso de los cadíes a los
altos cargos. Otro funcionario con atribuciones judiciales es el sahib al−medina, o prefecto de la ciudad, cuya
misión es mal conocida pero en el que también parece darse la coincidencia entre poderes judiciales y
ejecutivos.
Dentro de la administración de justicia cita tambien R. ARIE a los testigos instrumentales, que en la España
califal se confundían con los notarios. Según afirma Ibn Jaldún, el notariado implicaba el testimonio en el
momento de la redacción del acta y también de la declaración judicial. A los testigos instrumentales se les
exigía que conocieran la lengua árabe, tuvieran buena caligrafía, dominaran el estilo notarial, tuvieran sentido
de la ecuanimidad y un amplio conocimiento jurídico para que los documentos redactados no fueran tachados
de fraudulentos. El notario debía conocer asimismo los usos y costumbres de la localidad en que ejercía la
profesión, y las sutilezas de la ley. Debía tener experiencia en la ciencia aritmética y en las normas que
regulaban el derecho sucesorio. Según el rito malequí, la presencia de estos testigos instrumentales en la curia
del cadí era obligatoria, pero su número variaba a voluntad del juez o soberano. Oficialmente, el notariado era
un cargo honorífico y, por tanto, no remunerado. El notario se limitaba a percibir del público la limosna y el
diezmo legal. Lo realmente interesante para el que ocupaba este cargo es que el notariado representaba una
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etapa en el camino hacia la función judicial o la secretaría de Estado.
II.4. La administración provincial.
La organización territorial de al−Andalus se conoce de forma muy fragmentaria. El territorio estaba dividido
en grandes circunscripciones administrativas, las koras o provincias, al frente de las cuales había un wali o
gobernador. Estas provincias se subdividían en ámbitos o distritos más reducidos, los climas o alfoces (iqlim).
Pero en ocasiones los términos kora e iqlium son intercambiables en las fuentes, lo que dificulta llegar a
conclusiones claras. LEVI−PROVENÇAL, no obstante, afirmaba que en el siglo X al−Andalus estaba
dividido en 21 koras, aparte de las Marcas Fronterizas.
Estas provincias o Marcas fronterizas, de carácter militar, eran tres durante el emirato: la inferior, la media y
la superior, con capitales en Mérida, Toledo y Zaragoza, respectivamente. Al revalorizarse el papel de Castilla
y decaer León, la marca media traslada su centro a Medinaceli y desaparece la organización militar de la zona
de Mérida. Dado su carácter militar, al frente de cada Marca se coloca un jefe del ejército, el caid.
Probablemente, como sostuvo el profesor BOSCH VILA, la marca señalaba una zona de contacto entre
musulmanes y cristianos desierta administrativamente, aunque no de un modo total y humano.
Los no musulmanes tenían un cierto grado de autonomía. Se organizaban en grupos o comunidades en las
diversas provincias, y a la cabeza de cada grupo, como responsable de los tributos, había un comes (en árabe
qumis) o conde.
II.5. El ejército.
El ministerio o diwan del ejército está unido al de los servicios financieros, ya que una parte considerable de
las rentas del Estado se dedica al mantenimiento del ejército: Al−Andalus estuvo fuertemente militarizado,
tanto en época de los emires como durante el califato: en los primeros tiempos, a causa de la inseguridad de
los invasores frente a la población autóctona y frente a los beréberes; a partir de la instauración omeya, por el
riesgo de sublevaciones abbasíes, de las revueltas muladíes y por la presión de los carolingios y de los
dominios cristianos del norte. En época de Abd al−Rahman III, esta militarización llega a su grado máximo,
como única forma de mantener su régimen autocrático.
El ejército musulmán estaba formado por contingentes de diversa procedencia: los regulares o permanentes
(procedentes de las levas), los mercenarios y los voluntarios de la guerra santa.
Los contingentes regulares o permanentes estaban integrados por los árabes invasores y por sus descendientes,
quienes, a cambio de la concesión de tierras (los antiguos yundíes) están obligados al servicio militar, que
realizan agrupados en sus organizaciones de origen durante seis meses al año. En un período posterior, al
desaparecer o mitigarse las diferencias entre árabes e hispanos islamizados, se añaden a este ejército
permanente todos los musulmanes en edad militar, los cuales pueden ser movilizados para la realización de
aceifas o campañas de verano, pues los ataques a los reinos cristianos no tienen como objetivo la conquista
del territorio sino obtener beneficios económicos e impedir a los cristianos la realización de campañas
ofensivas. Por estas razones las campañas se realizan en verano, cuando las cosechas están a punto de segarse,
es decir, cuando el daño causado es mayor y cuando los ejércitos cordobeses pueden encontrar a su paso
abundantes provisiones que hacen innecesario el servicio de intendencia o reducen su importancia y gastos.
Los problemas que plantea el reclutamiento de este ejército de no profesionales y su escaso espíritu de
combate aconsejaron permitir a algunos de sus componentes liberarse del servicio militar mediante el pago de
una contribución especial, que se destinaría a la contratación de mercenarios.
Hay que atribuir al emir al−Hakam I (796−822) la incorporación al ejército de los primeros contingentes de
mercenarios, al menos de forma regular y sucesiva. Los mercenarios se reclutaron fuera de al−Andalus, entre
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cristianos, gallegos, francos y eslavos. Todos estos contingentes mercenarios vivían en dependencias anejas al
palacio y formaban la guardia palatina del monarca. Posteriormente se introdujeron también mercenarios
beréberes y negros sudaneses, si bien su posición fue la más ínfima en la escala militar. Los mercenarios
beréberes adquieren importancia a medida que aumentan los intereses de al−Andalus en el norte de Africa y
de manera especial durante los años de Almanzor, que los utiliza como contrapeso a la aristocracia árabe y a
los mercenarios eslavos que controlan Córdoba y pueden ser un peligro para su poder. Evitar este riesgo es la
razón por la que el caudillo musulmán modifica la organización del ejército y rompe la organización tribal
para evitar o dificultar las posibles conjuras al tener que contar los jefes militares con los suyos y con soldados
que nada les deben y que difícilmente se sumarán a la conspiración.
Cuando los ejércitos musulmanes se dirigían a luchar contra los cristianos, junto a las tropas regulares y a los
mercenarios aparecía una nueva clase de soldados: eran los llamados voluntarios de la guerra santa (yihad).
Estos voluntarios, cuyo número fue siempre bastante elevado, no tenían derecho a sueldo, pero podían
participar en el reparto del botín conquistado. Durante el califato y especialmente en tiempos de Almanzor
voluntarios norteafricanos se incorporaron a las tropas andalusíes deseosos de cumplir con el yihad islámico
Si a todas luces resulta insuficiente lo que sabemos de la organización y composición del ejército musulmán
(que algunas fuentes cifran en 30.000 hombres o más), mucho menos es lo que sabemos de la marina omeya.
El principal impulsor de la flota cordobesa fue Abd al−Rahman II (822−852), con el fin de prevenir nuevos
saqueos de las flotillas vikingas o desembarcos de los fatimíes, de los piratas musulmanes o de los cristianos
del norte. La base de la marina omeya era el puerto de Almería, donde nunca atracarían más de 200 ó 300
naves que constituían la totalidad de la flota. Precisamente este número limitado de barcos y el incremento
constante de las acciones piráticas, hicieron necesaria la construcción, a lo largo de la costa, de lugares
fortificados o atalayas que sirvieran a la vez de refugio y puestos de alerta.
• PENSAMIENTO Y CULTURA CALIFAL.
III.1. Introducción.
Según CHEJNE, el año 711 señaló no solamente la conquista de la península Ibérica, sino también el
comienzo de un nuevo capítulo de la historia de su cultura, el cual abarcó ocho siglos y fue testigo de muchos
cambios en la distribución y las prácticas lingüísticas, la religión y costumbres sociales de los españoles, y sus
artes y oficios −muchos de los cuales son visibles aún hoy día.
Los árabes eran en tiempos de la conquista una minoría, y además una minoría poco culta, ya que a principios
del siglo VII la vida intelectual que refleja la lengua árabe estaba todavía en su infancia, incluso en el Este.
Sin embargo, los conquistadores contaban con el Corán, algunas tradiciones y leyendas orales y la poesía,
elementos importantes para el desarrollo futuro de la cultura hispanoárabe.
Musulmanes y cristianos representan en la península dos modos de vida, dos culturas que se influyen
mutuamente. En un primer momento, hasta el siglo X, las tierras cristianas continúan la tradición visigótica,
aunque atenuada por las aportaciones de los pueblos de la montaña, y reciben numerosas influencias de
al−Andalus y, en menor número e importancia, de Europa. En el mundo musulmán mozárabes y muladíes
mantienen las formas de vida y la cultura visigoda, pero su influencia decrece a partir de mediados del siglo
IX, cuando Abd al−Rahman II inicia la orientalización de sus dominios. Sin embargo, hasta la segunda mitad
del siglo X no se puede hablar de una cultura hispanomusulmana, naturalmente deudora de lo árabe oriental,
pero a la vez con su sello peculiar. Una cultura brillante, que se convierte en la admiración del Occidente
cristiano, y en particular de los reinos septentrionales peninsulares, donde no tardan en detectarse las
influencias andalusíes.
III.2. Renovación cultural y artística bajo el califato.
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A pesar de la resistencia de los alfaquíes, Abd al−Rahman III y al−Hakam II toleraron la difusión de doctrinas
no ortodoxas, como las de mutazilíes y batiníes, que había comenzado a mediados del siglo anterior, y
favorecieron la llegada a la Península de hombres y libros de ciencia procedentes del Islam oriental o de
Bizancio. Pero la tolerancia no supera los tiempos de Almanzor, necesitado del apoyo alfaquí, quien mandó
expurgar la biblioteca reunida por al−Hakam II, aunque la doctrina mutazilí se transmite de manera
clandestina y estará en la base de las ideas del primer gran filósofo hispanoárabe, Ibn Hazm. El gran defensor
de batiníes y mutazilíes parece haber sido el asceta Muhammad ibn Massarra, cuyas predicaciones fueron
interrumpidas en el 910 por los alfaquíes; exilado de Córdoba, regresará al afianzarse en el poder Abd
al−Rahman III, protector junto a su hijo al−Hakam II de ibn Massarra y de sus discípulos, entre los que se
cuenta Abu−l−Hakam Mundir, cadí de Córdoba entre 950 y 966. Tras la muerte de al−Hakam II, la
persecución malequí obligó a los seguidores de ibn Massarra a refugiarse en Pechina, donde el movimiento
arraigó.
El reducido número de musulmanes llegado a la Península y las dificultades de todo tipo que tuvieron que
vencer antes de estabilizarse no permitieron o no hicieron necesaria la creación de centros para el culto
islámico, y la apropiación de una parte o de la totalidad de las iglesias cristianas fue el sistema empleado por
árabes y beréberes de los primeros tiempos para dotarse de mezquitas hasta que Abd al−Rahman I inició la
construcción de la mezquita cordobesa en los años 785−786, como lugar de culto sin duda y también como
manifestación de la independencia de la dinastía omeya frente a los abbasíes de Bagdad. El segundo Abd
al−Rahman amplía la mezquita de Córdoba y construye otras, hoy desaparecidas, en Sevilla, Baena y Jaén;
restaura y construye puentes, caminos, murallas y fortalezas como la alcazaba de Mérida, construida para
asegurar el control de la ciudad frente a los levantiscos muladíes...
La adopción del título califal por Abd al−Rahman III repercute también en el campo artístico; el califa
necesita demostrar que el nuevo título va unido a un nuevo concepto del poder y lo probará con la
construcción de edificios que, además de cumplir sus finalidades específicas, recuerdan a los cordobeses y a
los visitantes la riqueza e importancia del soberano omeya. Estos edificios son la residencia construida en
Medina al−Zahra y el aminar o campanario de la mezquita de Córdoba, desde donde el almuédano llama a la
oración. Medina al−Zahra es una auténtica ciudad que servirá al califa de residencia y de sede de los
organismos centrales del gobierno. Para los califas, la construcción de palacios o la ampliación de la mezquita
son una manifestación de poder y a ella añade Almanzor el deseo de probar su fervor religioso y atraerse a los
alfaquíes, muchos de los cuales figurarían entre los 159 agregados al servicio del palacio. Reservada Medina
al−Zahra como residencia del califa, Almanzor hizo construir otro palacio de gobierno, Medina al−Zahira, que
compitió en importancia y esplendor con la residencia califal.
Junto a estas magníficas construcciones se encuentran otras que en nada desmerecen y convierten a Córdoba
en la ciudad más importante del mundo occidental, con 21 arrabales o barrios dotado cada uno de mezquita,
mercado y baños; con 7 puertas que se abren a los caminos de Algeciras, Zaragoza, Toledo, Talavera,
Badajoz, Sevilla...; con numerosos puentes sobre el Guadalquivir; con un palacio hasta el que llega el agua de
las montañas y es distribuida desde él a todos los barrios de la ciudad, donde hay jardines en gran número y de
extraordinaria calidad desde la época del primer omeya, apasionado de las flores y nostálgico de su lugar de
procedencia hasta el punto de que intenta reconstruir en Córdoba los jardines de Siria.
Menos llamativas que las construcciones, pero no menores exponentes de la época califal, son las actividades
literarias y científicas que tienen lugar por estos años en al−Andalus. Los conocimientos literarios de los
primeros árabes llegados a la Península son limitados y, como en tantos otros campos, hay que esperar a los
años de Abd al−Rahman I para que se difunda en la Península la poesía clásica árabe, cuyo canto de la vida
del desierto y de la gloria de tribus y clanes se opone a la nueva poesía (abbasí) abierta a temas de la vida
comunitaria que ya nada tienen que ver con el medio geográfico ni con la sociedad en la que surgió el Islam.
La clásica es la poesía de los árabes de raza, y la poesía modernista es la de los musulmanes, la manifestación
literaria del ascenso social de los conversos en el califato abbasí, del que se destacan las diferencias también
en el campo literario: manteniendo y difundiendo la poesía tradicional en el momento en que ésta comienza a
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ser abandonada en Oriente. Sólo al reanudarse los contactos con Oriente en época de Abd al−Rahman II, se
difunde la nueva poesía en la que se abandona el canto a los camellos, que pocos han visto, por la descripción
de escenas de la vida diaria, como las narradas por al−Gazal, al que se debe una descripción de la vida
libertina y bohemia de al−Andalus a mediados del siglo IX. La difusión de esta poesía popular, liberada de la
rígida estructura métrica clásica, daría lugar, en contacto con la poesía romance, a composiciones populares
hispánicas como la muasaja, formada por una serie de estrofas, la última de las cuales es una cancioncilla
romance.
La magnificiencia de los califas y su interés por la cultura atrae a la corte a numerosos poetas áulicos,
encargados de glosar en sus poemas los hechos de los califas, y a historiadores que se ocupan del pasado de
al−Andalus, como Ahmad ibn Muhammad al−Razi, autor de una historia general de la Península desde la
época legendaria hasta mediados del siglo X; su hijo Isa ibn Ahmad al−Razi redactó unos Anales de la historia
de al−Andalus que fueron utilizados por la mayoría de los cronistas posteriores; Muhammad al−Jushani nos
ha transmitido una Historia de los jueces de Córdoba que permite conocer no sólo la actuación de los cadíes
sino también la vida cordobesa. Un descendiente de los reyes visigodos, ibn al−Qutiyya (el Hijo de la Goda),
es el autor de una Historia de la conquista de al−Andalus desde la invasión musulmana hasta la toma de
Bobastro por Abd al−Rahman III; Ibn al−Faradi, erudito al servicio de Almanzor, escribe una Historia de los
sabios de al−Andalus...
El cultivo de las ciencias en el mundo musulmán se inicia tempranamente en Oriente, al favorecer los califas
la traducción de obras médicas y científicas del mundo antiguo, sea éste griego, indio, persa o chino, y pronto
estos conocimientos llegan a Occidente, como se comprueba en el caso de la matemática india, llegada a la
Península en el reinado de Abd al−Rahman II hacia el 844. Se difunden asimismo en los años centrales del
siglo X técnicas como la fabricación del papel, la construcción de molinos de viento, de la conservación de la
nieve, el uso de la vela latina en la navegación o la captación de aguas subálveas.
Entre los estudios científicos más desarrollados en al−Andalus figuran los de medicina y astronomía. La
medicina, ejercida de un modo práctico por cristianos y judíos hasta los años de Abd al−Rahman II, comienza
a ser cultivada por los musulmanes emigrados de Oriente, basándose en una traducción incompleta de la obra
de Dioscórides realizada por un tal Esteban, que tradujo el texto del griego al árabe dejando en griego los
nombres de los medicamentos, de los que nada sabía; esta versión se ve reforzada en la época califal al enviar
la obra de Dioscórides como regalo el emperador bizantino Constantino VII, que recuerda que de nada sirve el
texto si no es traducido por alguien avezado en el griego y que conozca las propiedades de estas drogas. La
falta de traductores expertos fue subsanada con el envío desde Bizancio del monje Nicolás que, junto a los
médicos de Córdoba, tradujo la obra e hizo posible el conocimiento de las propiedades de las plantas.
La astronomía, aunque no permitida por los malequíes, tuvo un gran número de cultivadores en época de
al−Hakam II; entre ellos destaca Abu−l−Qasim Maslama, el Madrileño, considerado el astrónomo más sabio
de su tiempo, que se dedica a observar los astros y a entenderlos con ayuda de las obras de Ptolomeo y es el
maestro de una generación de astronomos y autor de textos que en versión latina llegan al monasterio de
Ripoll, donde a fines del siglo X son consultados por Gerberto, que, nombrado Papa con el nombre de
Silvestre II, mantuvo los contactos con los traductores latinos y árabes entre los que figura Josephus Sapiens,
José el Sabio, que por sí solo habla de la alta estima en que se tenían sus conocimientos.
El interés por la ciencia y la cultura se traduce, lógicamente, en culto al libro, aunque no todos los cordobeses
sean cultos. El interés por los libros es evidente incluso en Almanzor, que si para congraciarse con los
alfaquíes manda quemar los libros de al−Hakam II de ciencias pretéritas que versaban sobre lógica, astrología
y otras disciplinas de los antiguos, salva los tratados de medicina, matemáticas, gramática, poesía e historia.
• CRISIS Y DESAPARICIÓN DEL CALIFATO (976−1031).
La pacificación de los dominios musulmanes, la renovación cultural y administrativa y los éxitos militares
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conseguidos frente a los cristianos y fatimíes no fueron suficientes para poner fin a las tendencias
disgregadoras de los musulmanes peninsulares, que fueron reforzadas por los conflictos étnico−sociales
provocados por el ascenso de los mercenarios beréberes y de las tropas eslavas.
Al−Mansur (940−1002) sigue en apariencia las directrices señaladas por los primeros califas: mantenimiento
del orden en el interior y expansión militar y económica. Sin embargo, bajo Abd al−Rahman III y al−Hakam
II la pacificación interna estaba al servicio de la expansión, mientras que con al−Mansur sin triunfos militares
no hay paz interior. Estos datos permiten hablar de la época de al−Mansur como de un jalón importante en el
desarrollo de la crisis del califato, ligada a la entrada masiva de beréberes en el ejército y a los cambios
sustanciales relacionados con su reforma militar. Por otro lado, al−Mansur se encuentra con una situación
heredada de los primeros califas: el recurso continuo a las tropas mercenarias, en época de Abd al−Rahman III
y al−Hakam II, terminaría reflejándose en el ascenso social de beréberes y eslavos, no siempre de acuerdo
entre sí, y en la oposición de ambos con la nobleza árabe, que no sólo se vio privada del mando militar sino
también de los cargos de confianza del califa. Utilizando hábilmente esta oposición y la rivalidad entre los
individuos influyentes de cada grupo étnico, al−Mansur conseguirá convertirse en el dueño, disentido pero
firme, de al−Andalus.
La carrera política de al−Mansur (Almanzor en las crónicas cristianas, de nombre Muhammad Ibn Abi Amir),
ya iniciada durante el califato de al−Hakam II, fue ciertamente espectacular. Procedente de una vieja familia
árabe con tierras cerca de Algeciras, y trasladado a Córdoba para estudiar jurisprudencia y literatura, en muy
pocos años le vemos ascender desde un modesto puesto de escribano público en el palacio califal, a
administrador de los bienes del heredero del trono, cadi de Sevilla−Niebla, administrador del dinero destinado
a pagar los servicios de los beréberes norteafricanos contra los fatimíes y, finalmente, inspector general de las
tropas mercenarias, cargo que desempeñaba al morir al−Hakam II y que le permitiría compartir el poder con
el béreber Chafar al−Mushafi, hayib real, no sin antes desembarazarse de los eslavos que propugnaban el
nombramiento como califa de uno de los hermanos de al−Hakam en lugar de su hijo Hisham II (976−1009),
de once años.
De esta forma pudo Hisham asegurar el califato, pero sólo desde un punto de vista formal. Dejó Almanzor al
califa Hisham II las prerrogativas de que su nombre se siguiera pronunciando en las oraciones oficiales y
continuara figurando en las inscripciones de la monedas y de las ropas de honor, pero el poder efectivo fue
ejercido por su tutor, ante el cual Hisham parecía un simple cautivo. Se inaugura así el período denominado
por LEVI−PROVENÇAL la suplantación amirí, o más generalizadamente época amirí (978−1009), ya que el
gobierno efectivo no lo ostenta el califa sino al−Mansur y sus sucesores. El califato se encuentra con un
régimen autoritario basado en el ejército, una auténtica dictadura militar.
En menos de cinco años Almanzor se hizo con el control absoluto del poder en al−Andalus. El primer paso
consistió en eliminar la poderosa influencia que ejercía la guardia eslava de palacio, para lo cual buscó el
apoyo del hayib al−Mushafi. La participación en una campaña, en el año 977, contra los cristianos en Galicia,
de la que regresó con abundante botín, le permitió adquirir popularidad en el ejército. El perdón de algunos
impuestos y el restablecimiento del orden policial en Córdoba le granjearon además el apoyo del pueblo
cordobés. Inmediatamente, decidió actuar contra al−Mushafi, acudiendo en esta ocasión al apoyo de su
suegro, el general Galib. La destitución de al−Mushafi hizo que él ocupara su puesto un año más tarde (978).
Ese mismo año ordenó la construcción, en las afueras de Córdoba, de un nuevo palacio, Medina al−Zahira,
destinado a sede de la administración. Con ello trataba de separar claramente el ámbito en donde se
encontraba el poder auténtico, por una parte, y el palacio califal, residencia del jefe de la oración, por otra. Le
faltaba a Almanzor conseguir el apoyo de los alfaquíes. Para ello, copió de su mano el Corán, logró la
condena de los mutazilíes, separó y quemó muchas obras heréticas de la biblioteca de al−Hakam II y amplió
desmesuradamente la mezquita aljama de Córdoba.
Sólo había en el horizonte un peligroso rival: su propio suegro, Galib, importante dirigente de la aristocracia
árabe, que contaba además con la ayuda de castellanos y navarros. Ibn Abi Amir preparó una conjura contra
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él, valiéndose de sus mercenarios beréberes. La muerte de Galib en combate en 981 despejó definitivamente el
camino a Almanzor. La reina madre, Subh, que en cierto modo había empujado al amirí al poder, intentó
frenar la imparable ascensión de su antiguo protegido, pero fracasó en su intento. Ibn Abi Amir recibió
entonces el sobrenombre honorífico de al−Mansur bi−l−Allah (el victorioso por Alá), cuya castellanización
dio lugar a Almanzor, y adoptó el ceremonial reservado a los califas: en la plegaria del viernes su nombre
sería mencionado en segundo lugar, inmediatamente detrás del califa. Con el transcurso del tiempo consiguió
otros títulos de soberanía: en el 991 renunció en favor de su hijo Abd al−Malik al título de hayib y adoptó el
de señor, completado en el 996 con el de noble rey; pero en ningún momento formuló pretensión alguna a la
dignidad misma de califa, evitando así mayores enfrentamientos con la aristocracia árabe.
Como se ha dicho en repetidas ocasiones, al−Mansur logró ejercer su dictadura militar apoyándose en firmes
soportes. El principal de ellos consistió en la formación de una milicia beréber −continuando y amplificando
la política seguida al respecto por al−Hakam II− ligada a su transcendental reforma militar. Por otro lado,
reconstruyó el grupo militar de los eslavos, que desempeñarán un papel de primer orden en la crisis final del
califato. Paralelamente, los mandos militares de la aristocracia árabe se ven obligados a integrarse en las
compañías de mercenarios, cuyo número aumenta continuamente hasta llegar a absorber la mayor parte de los
recursos del Estado.
A través de este mecanismo, las diferencias entre los diferentes grupos étnicos se exacerbaron y al−Andalus
entró así en un círculo vicioso que provocó su ruina: sin un aumento continuo de los efectivos mercenarios
al−Mansur sería incapaz de gobernar, y para pagar a sus tropas el caudillo árabe necesitaría incrementar los
impuestos −lo que se reflejaría en un aumento del malestar y de la oposición interna− o desviar la atención de
los súbditos mediante la yihad, la guerra santa, en el exterior −el mundo cristiano y el norte de Africa−, que, al
mismo tiempo, proporcionaba abundante botín con el que, apenas, se cubrían las crecientes necesidades y
exigencias de los mercenarios. Indispensables en el terreno militar, eslavos y beréberes exigirían una mayor
participación en el poder, por el que se enfrentarían abiertamente, y desplazarían a la aristocracia árabe de los
puestos de gobierno.
Todo esto explica también el cambio en la política exterior, poco belicista en los casos de Abd al−Rahman III
y al−Hakam II, y extremadamente belicosa en la época de al−Mansur, con frecuentes expediciones de castigo
contra los Estados cristianos. La mayoría de estas expediciones se dirigieron contra León y Castilla, pero las
más importantes fueron las de Cataluña (985), que incluyó el saqueo de Barcelona, y la de Santiago de
Compostela (997). La tradición cristiana pretende que castellanos y leoneses unidos derrotaron al amirí en
Calatañazor (1000), pero la realidad histórica es que esta batalla fue una victoria cordobesa más. La época de
al−Mansur supuso también un reforzamiento considerable de la presencia andalusí en el Magreb occidental.
El control del oro de las rutas transaharianas era más o menos absoluto, y el propio hijo de al−Mansur, Abd
al−Malik, se estableció en el 998 en Fez como virrey.
En líneas generales, Abd al−Malik (1002−1008) continuó la trayectoria política de su padre (muerto en
Medinaceli en 1002), enfrentándose con éxito a los cristianos y recibiendo de Hisham II el título de
al−Muzaffar (el vencedor). Pero fue su hermano menor, Abd al−Rahman Sanchuelo, el que con sus pocas
dotes y falta de tacto −se hizo proclamar heredero al trono califal por Hisham II− propició el derrumbamiento
del edificio político omeya. Las disputas entre árabes, eslavos y beréberes renacieron; árabes y eslavos
proclamaron califa a otro miembro de la familia omeya y depusieron a Hisham II mientras Sanchuelo se
encontraba combatiendo contra los cristianos del norte. Su intento de acabar con los amotinados terminó con
su muerte y la persecución de los beréberes, que no tardarían en sublevarse a su vez, eligiendo a otro omeya
como califa. En estos sucesos intervenían como aliados de unas u otras facciones los cristianos del norte. En
menos de dos años los musulmanes habían pasado de árbitros en las querellas entre cristianos a solicitar el
apoyo de éstos en sus luchas internas. Se inicia así un período de enorme confusión (1009−1031), conocido
entre los árabes como la gran fitna, que conllevaría la total destrucción del califato. Hacia el año 1031 las
treinta ciudades más importantes de al−Andalus tenían un gobernante más o menos independiente. Eran los
reinos de taifas, al frente de los cuales se hallaban príncipes árabes, eslavos o beréberes.
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Aunque el estado de la investigación no permite todavía establecer de forma clara las causas de esta
desintegración, se puede hablar de las siguientes: 1, el aumento de la presión fiscal como raíz o síntoma de la
crisis; 2, las diferencias interraciales y sociales, y 3, WATT establece además, en el plano de las ideas, la
aceptación de algunas de las concepciones feudales de la Europa occidental, junto con la incapacidad para
adaptar las ideas islámicas a los problemas contemporáneos y la ausencia de una clase media sólidamente
asentada e interesada en mantener un gobierno central efectivo.
TEMA VI. EL EMIRATO ANDALUSÍ.
• OCUPACIÓN DE LA PENÍNSULA.
I.1. Las conquistas árabes ¿apertura o cierre?
El impacto global de las conquistas islámicas ha sido un tema de debate histórico desde que HENRI
PIRENNE formulara el problema hace ya más de un siglo. Para PIRENNE, la conquista de las costas
orientales y meridionales del Mediterráneo, de España y de las islas estratégicas habría cerrado las principales
fuentes del comercio mundial que había florecido en los últimos tiempos de Roma, con el resultado para
Europa occidental de una intensificación de la ruralización y su regreso obligado a un sistema económico
natural, sin moneda, cerrado. Las conquistas, por tanto, habrían desencadenado una serie de acontecimientos
que, siglos después, tuvieron como consecuencia el cambio del equilibrio de poder en Europa, cuyo centro de
gravedad se desplazó desde el Mediterráneo a las regiones nórdicas.
En realidad, afirma GLICK, la conquista islámica tuvo el efecto contrario al que apuntó PIRENNE: abrió el
Mediterráneo, hasta entonces un lago de Roma, y, conectándolo con el Océano Indico, lo convirtió en una ruta
del comercio mundial. La confrontación bizantino−árabe condujo a los primeros a una situación de
dependencia económica de la Europa occidental para las materias primas que ya no podían obtener de Oriente,
y convirtió a Occidente en un mercado para los productos bizantinos. Con ello se invirtió el equilibrio
económico de la época romana en la cual Occidente dependía de Oriente. Hacia el siglo X, cuando los
musulmanes habían asumido el control de islas estratégicamente importantes (Creta, Sicilia, Baleares), el
Islam controlaba realmente el Mediterráneo que, lejos de constituir una barrera al comercio, fue el medio que
permitió a los Estados que lo bordeaban participar en una economía mundial fertilizada por las saludables
inyecciones del oro sudanés.
Al someter a revisión las tesis de PIRENNE, se fue haciendo cada vez más evidente que la cuestión del cierre
o apertura del mundo mediterráneo transcendía los asuntos económicos, sociopolíticos y culturales. Aunque
ahora parece evidente que no existió tal cierre económico, las dos mitades del Mediterráneo nunca volverían a
estar unidas por una herencia común y, en este sentido −el de la mutua percepción−, la conquista islámica
levantó una barrera que, aunque permeable a diferentes tipos de elementos culturales, aún perdura hoy.
I.2. Conquista y ocupación de la Península.
Después de la definitiva conquista árabe de Alejandría hacia el año 646, los musulmanes inician
decididamente la expansión por el Norte de Africa (Ifriqiya), una empresa larga y difícil. Las primeras
campañas musulmanas se inician un año más tarde, aunque se trata de simples expediciones en busca de botín
y carecen de continuidad. Tras algunas campañas del mismo tipo se obtienen los primeros resultados en el año
670 con la creación de la ciudad−campamento de Qayrawan, punto de partida para la definitiva expansión del
núcleo de Cartago en el año 698. Desde Cartago la flota musulmana recorre el Mediterráneo occidental, pues
las fuentes árabes citan incursiones marítimas a Sicilia, Cerdeña, Baleares y, por supuesto, al−Andalus.
Mientras tanto la decadente monarquía visigoda de Toledo se debate en la anarquía tras la muerte de Witiza
(710) y la entronización de Rodrigo.
La cronología de la conquista árabe de Hispania es muy contradictoria y confusa. Parece ser que, con
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anterioridad al 709, el conde don Julián, un enigmático personaje −dignatario visigodo, según VALLVE,
quien además le hace gobernador de Cádiz; jefe bereber perteneciente a la tribu cristiana de los Gomara,
según SANCHEZ ALBORNOZ, para el que además es señor de Ceuta; exarca bizantino que mandaba la
plaza de Ceuta, que siguió siendo bizantina después de la toma de Cartago, según LEVI−PROVENÇAL−, que
en cualquier caso mantenía relaciones de buena vecindad con visigodos y árabes, entabló negociaciones con
Musa ibn Nusayr, wali de Ifriqiya y el Magreb, a quien describió la Península y estimuló a conquistarla, según
las fuentes árabes, que destacan también la debilidad de la monarquía visigoda. Musa respondió al proyecto de
Julián enviando, en julio del 710, al bereber Tarif ibn Malluk al frente de 400 hombres, 100 caballos y cuatro
barcos, que desembarcó en una isla que a partir de entonces se llamó Tarifa −VALLVE desmiente la
existencia de Tarif, y considera que los autores musulmanes se han inventado su figura para explicar la
etimología de Tarifa. Tras esta primera expedición, Tariq ibn Ziyad, mawla −cliente− de Musa y gobernador
de Tánger, pasó el estrecho con 7000 −otras fuentes hablan de 1700 y hasta de 12000− hombres, en su gran
mayoría bereberes, a quienes se ofrece una salida a su belicosidad lanzándolos sobre la Península. De
Gibraltar −yabal Tariq o monte de Tariq, en la versión tradicional, que VALLVE discute− este contingente de
tropas pasó a Algeciras y, en julio del 711, tuvo lugar, junto a Waddi Lakka −según SANCHEZ ALBORNOZ,
el río Guadalete; según LEVI−PROVENÇAL, el río Barbate; según VALLVE, el río Guadarranque−, la
batalla donde fue derrotado el ejército visigodo. Según las fuentes árabes, esta victoria fue posible gracias a la
defección de los witizanos, a quienes dio tiempo a pactar con Musa mientras Rodrigo interrumpía su lucha
contra los pueblos del norte y acudía seguidamente con sus tropas a Waddi Lakka.
Tras esta victoria, Tariq se dirigió a Toledo, siguiendo un itinerario harto discutido y durante el cual cobró un
importante botín, enviado posteriormente a Damasco. Simultáneamente, Musa decidió intervenir
personalmente al frente de los árabes acantonados en Africa, que no se resignarían a permanecer al margen de
una empresa que ofrecía tantos beneficios y tan limitados riesgos. Musa dedicó su actividad a la ocupación del
noroeste peninsular hasta reunirse con Tariq cerca de Toledo. Juntos penetraron en el valle del Ebro y más
tarde en Asturias y Galicia sin encontrar en parte alguna fuerte resistencia. Tres años después de su entrada en
la Península, los musulmanes dominaban la mayor parte de su territorio, con excepción de las zonas
montañosas del Cantábrico y el Pirineo.
Por encima de circunstancias anecdóticas, los sucesos acaecidos entre el 709 y el 714 deben interpretarse en el
contexto amplio de la expansión islámica y de la crisis del Estado visigodo. Historiadores como WATT
consideran la conquista musulmana de la Península Ibérica como una fase más de un largo proceso de
expansión: llegados al noroeste de Africa, hubiera podido pensarse que los árabes continuarían en dirección
sur, pero, dado que la búsqueda del botín era una motivación importante, y las informaciones que les llegaban
de Hispania la describían como llena de grandes riquezas y maravillosos tesoros, el camino hacia el norte les
pareció el más indicado. Esas informaciones hablaban además del grave deterioro del Estado visigodo.
LEVI−PROVENÇAL hace hincapié en la debilidad de la Hispania visigoda, especialmente en el orden social
y político, para explicar las razones de la pérdida de España: los invasores tuvieron la suerte de cara y
supieron aprovecharla en un momento de decrepitud y agotamiento del Estado visigodo. Los autores
modernos, sin embargo, han replanteado, debido sobre todo a nuevos estudios de la época visigoda, estas
causas que facilitaron la invasión musulmana. Así, tanto GUICHARD como GARCIA MORENO han
advertido de la sucesión de catástrofes naturales (sequías, pestes, carestías) que debilitaron, en la última
década del siglo VII y primera del VIII, tanto la demografía del país como sus recursos de todo tipo, y que se
unieron a la decadencia interna del propio sistema, contribuyendo a la rapidez de la conquista islámica, al
éxito de una expedición que en principio tal vez sólo se había planteado como de tanteo y saqueo.
Pero en definitiva la rapidez de la conquista musulmana de la Península tiene que ver con el éxito de un
sistema que ya había sido utilizado en Siria, Egipto, Persia y norte de Africa. El peligro para los invasores sólo
podía venir de las ciudades, por existir en ellas guarniciones militares formadas por las clientelas de jueces,
condes y duques; por otra parte, el control de la ciudad asegura el dominio del campo. En consecuencia, los
ataques musulmanes se dirigen contra las ciudades. Pero no todos los centros urbanos hubieron de ser
expugnados: en gran medida la rapidez de la conquista se produce como consecuencia de la habilidad de los
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musulmanes al ofrecer un sistema de pactos y/o al aceptar una rendición condicional, cuando les era ventajoso
el hacerlo. Se trataba de esta forma de afianzar el control de las tierras ocupadas mediante la creación de
dependencias fiscales, medida que se acompañaba de la acuñación de moneda para pagar a los contingentes
tribales que habían llegado a la Península. Naturalmente, los musulmanes tuvieron a su favor el grado de
descomposición del aparato estatal visigodo, que permitía la realización de pactos aislados con una
aristocracia hispanovisigoda semiindependiente, así como la desafección de importantes sectores sociales
respecto a las clases dirigentes: el peso de los impuestos, la existencia humillante de los siervos, la
discriminación de los judíos −cuyo apoyo a los conquistadores según D. ROMANO tuvo que ser de tipo
administrativo−, las continuas sublevaciones de los vascones y la existencia de islotes paganos, sobre todo en
las zonas montañosas del norte, hacían que gran parte de la población no se sintiera representada en el
proyecto de unidad peninsular que bien o mal habían llevado a cabo godos e hispanorromanos.
Es posible concluir así, a la luz de las últimas investigaciones, que −frente a las descripciones de las crónicas
cristianas, que describen la conquista como una política de terror− Hispania no fue conquistada por la fuerza
de las armas, sino que capituló. Entre otras cosas, ello quiere decir que, en los territorios sometidos mediante
capitulación, los ocupantes de las tierras conservaron sus derechos a cambio del pago de una contribución
territorial, el jaray, estipulada en las condiciones concretas del pacto. Así ocurrió en Sevilla, Ecija, Córdoba,
Mérida, Lisboa, Toledo, Lérida, Pamplona, etc. El caso más conocido es el de Teodomiro (Tudmir), señor de
Murcia, en el 713. Distinta parece ser la posición del conde Casio y su hijo Fortún, afincados en las actuales
provincias de Huesca y Navarra, que prefirieron su conversión al Islam como medio de garantizar plenamente
sus posesiones, amparándose en la nueva doctrina fiscal de Umar II (717−720), netamente proselitista. De una
forma o de otra, los musulmanes no innovaron; aceptaron la organización existente y se superpusieron a ella.
De hecho, se limitaron a mantener la estructura de poder visigoda, ocupando el lugar de los reyes godos. Los
cristianos −que habían quedado aislados en grandes islotes delimitados por las líneas de avance de los
conquistadores−, tuvieron que avenirse con éstos para mantener un mínimo de relaciones entre sí. En
definitiva, los condes locales se transformaron en simples administradores de los intereses de los recién
llegados, a cambio de conservar el cargo dentro de su propia familia y usufructuar el poder de patronato sobre
la Iglesia, al menos en los años iniciales de la conquista, en que aquéllos no lo ejercieron.
Aunque no se han conservado los textos completos de otros acuerdos, debieron ser numerosos los nobles
hispanovisigodos acogidos al sistema, y entre ellos figurarían los hijos de Vitiza, cuyos herederos sabemos
que disponían de extensas propiedades incluso cien años más tarde; otros nobles preferirían la conversión al
Islam y mantendrían íntegramente sus derechos, como el conde Fortún, afincado en las actuales provincias de
Huesca y Navarra, cuya dinastía −los banu Qasi− desempeñó un papel de primera importancia en la historia
posterior de la Península.
II.3. El emirato dependiente: afianzamiento de las conquistas y reparto de tierras.
La historia de la España islámica puede muy bien dividirse en dos períodos: 1, un período de ajuste que se
extiende desde alrededor del año 715 cuando se designaron gobernadores (wali) y el nuevo territorio
capturado comenzó a organizarse como provincia del califato Omeya de Damasco, hasta mediados del siglo
IX, cuando el aparato de gobierno se reorganizó para ajustarse a una sociedad que se había ido haciendo cada
vez más compleja desde la instauración del dominio árabe; y 2, un período de consolidación, marcado por el
poder y la riqueza crecientes de al−Andalus hasta culminar en el establecimiento del califato de Córdoba por
Abd al−Rahman III, y que terminó con la disolución del sistema de gobierno en la década del año 1000 al
1010.
Desde el año 714 hasta el 756 la península se convirtió en una provincia del Islam bajo la soberanía de los
califas omeyas de Damasco, gobernada por walíes designados el norte de Africa. La capital inicialmente
situada en Sevilla se estableció definitivamente en Córdoba.
Tal como sucedió en otras fronteras del Imperio islámico, la expansión continuó hasta estacionarse a
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consecuencia de una combinación de la resistencia enemiga, la excesiva extensión de las líneas de suministro
y el desgaste de las fuerzas de combate a medida que se les iban asignando tareas de retaguardia en las nuevas
ciudades capturadas. También es cierto que la resistencia que encontraron las columnas islámicas en el sur de
Francia se debió no sólo a una organización militar superior a aquella a la que se enfrentaron en España, sino
también a una falta de ese tipo de apoyo popular, o cuando menos indiferencia, que facilitó la rápida conquista
de la Península.
Las tropas musulmanas alcanzaron el este de los Pirineos en la primera década del dominio islámico de la
Península, cuando capturaron Barcelona, Gerona y Narbona. En el año 719 una columna musulmana se dirigió
a Toulouse. La amenaza se mantuvo viva hasta el año 732, cuando Carlos Martel venció al ejército islámico
cerca de Poitiers −una batalla de la que se ha dicho a menudo que señaló un momento crucial de la historia
europea, pero que según GLICK, en el contexto de la época, fue probablemente una escaramuza fronteriza
más. En realidad, los musulmanes permanecieron en el sur de Francia hasta que Pipino el Breve reconquistó
Narbona en el 751.
La importancia que las crónicas y los pactos dan al botín y al cobro de los tributos por los musulmanes ha
llevado a hablar no de una política de ocupación sino de explotación del territorio, en el que se permite
mantener la situación anterior siempre que sus habitantes no sean un peligro para el Islam. Sólo en una
segunda etapa, cuando el botín y la posibilidad de nuevos tributos desaparecen tras ser derrotados en Poitiers,
se plantea la posibilidad de establecerse definitivamente en al−Andalus, operación que enfrentará entre sí a los
conquistadores y a éstos con el califa; los primeros actúan como si las tierras fueran suyas y exigen que o se
les entreguen o se dividan exclusivamente entre ellos los ingresos de éstas, por lo que no interesa que lleguen
nuevos contingentes, y el Estado reclama la posesión de las tierras y encarga a los gobernadores, sin éxito, la
recuperación de las tierras ocupadas.
Originariamente, todos los árabes musulmanes estaban sujetos al servicio militar y recibían estipendios del
Estado. Constituían así una casta militar superior. El botín mueble capturado en las expediciones solía ser
vendido a los comerciantes, y el producto de la venta era dividido entre los que habían participado en la lucha,
una vez deducido el quinto (jums) para el tesoro del Estado.
Parece ser que esta norma tradicional se aplicó también en la conquista de la Península Ibérica. Pero el
problema de la interpretación de las fuentes queda también palpable a la hora de explicar qué ocurrió con las
tierras ocupadas en la conquista. En principio, las tierras conquistadas por la fuerza de las armas quedaban
bajo la suprema propiedad de la comunidad musulmana, en concepto de botín, permaneciendo como un bien
indiviso administrado por el tesoro de la comunidad; sus primitivos ocupantes podían permanecer en ellas,
pero pagando al Estado un jaray que se consideraba como el alquiler por el disfrute de las tierras; en el caso
de no abonarlo podían ser expulsados de las tierras sobre las que, por tanto, no tenían ningún derecho real. En
cambio, en aquellos territorios sometidos mediante capitulación, los ocupantes de las tierras conservaban sus
derechos, aunque pagaban también a los conquistadores un tributo o jaray estipulado en las condiciones del
tratado. De hecho, tanto unas como otras eran tierras sometidas a jaray; la única diferencia −muy importante,
sin embargo− era que mientras los sometidos mediante pacto conservaban sus derechos sobre la tierra, los
simplemente alquilados en ella podían ser expulsados al carecer de derechos reales sobre la misma, además de
pagar probablemente un tributo más elevado.
Si en cualquier región del Califato −primero de Damasco y después de Bagdad− es muy difícil seguir con
detalle la transición desde una clase estipendiaria a otra propietaria de tierras, esta dificultad resulta
particularmente acusada en el caso de al−Andalus. Según un autor del siglo XI, MUHAMMAD B.
MUZAYN, una vez terminada la conquista de la Península Musa b. Nusayr habría repartido entre sus tropas
no sólo a los cautivos y los bienes muebles, es decir, el botín propiamente dicho, sino también las tierras de la
llanura. Reservó para el Estado una parte alicuota de un quinto o jums de las tierras y edificios que repartió.
En este quinto territorial estableció como colonos, para que lo hicieran producir, a cautivos −campesinos y
hombres ya mayores− deducidos del quinto del botín. En cuanto a los cristianos que habitaban en las zonas de
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alta montaña, habían cedido y entregado a los vencedores una parte determinada de su territorio; Musa b.
Nusayr les permitió seguir en su sitio, conservar una parte de su territorio y practicar su religión mediante el
pago de la capitación (yizia). Según IBN MUZAYN, todas las regiones conquistadas a la fuerza, o sea, las
tierras situadas en la llanura, fueron repartidas, una vez deducido el quinto, transmitiéndose su propiedad de
padres a hijos por vía de sucesión. También según este autor, una parte del jums fue distribuida en forma de
concesiones territoriales (iqta) entre los contingentes árabes que llegaron a Hispania en el 719.
Sin embargo, otro cronista de la época de los taifas, IBN HAZM, rechaza totalmente la tesis de que fuera
Musa b. Nusayr el artífice del reparto legal del suelo andalusí y el instigador de la deducción del quinto en
beneficio del Estado, reprochando a los conquistadores originarios del Magreb, de Ifriqiya y de Egipto el
haberse apoderado por la fuerza de las armas de la mayoría de los poblados agrícolas sin que se procediera a
un efectivo reparto de tierras. Esta parece ser la conclusión más fiable, según MARTIN. Lo cierto es que la
lucha por la ocupación de las tierras viene a ser en el fondo una cuestión de correlación de fuerzas entre el
Estado omeya de Damasco −que defiende el punto de vista según el cual las tierras y bienes inmuebles
pasarían indivisos a la comunidad islámica− y los conquistadores, quienes consideran todo lo ocupado como
botín, del que sólo abonarían el quinto al Estado. Al igual que había ocurrido en el Jurasán, la lejanía del
territorio respecto a Damasco y el débil control del territorio del Estado omeya sobre al−Andalus impusieron
la claudicación final de aquél. Así se explica que las concesiones territoriales o tierras ocupadas por la fuerza
(iqta) en puridad, y no entregadas al Estado, permanecieran en un estado de semiilegalidad hasta la llegada de
los sirios de Baly (741), convirtiendo al mismo tiempo a muchos musulmanes en terratenientes, que residían,
por lo general, en centros urbanos próximos a sus fincas.
En este contexto se sitúan las luchas que enfrentan a qaysíes y yemeníes, a los árabes con los beréberes y a los
primeros conquistadores (baladíes) con los grupos llegados posteriormente, que generarían la gran crisis de
los años 740−755.
Para un mayor entendimiento de la crisis que en los años centrales del siglo VIII sacude el emirato
dependiente de al−Andalus, debemos hablar del número y distribución geográfica de los contendientes, es
decir, de los beréberes y los árabes.
El número de inmigrantes árabes y norteafricanos llegados a la Península ha sido objeto de polémica. Así,
SANCHEZ ALBORNOZ admite un número no superior a 40.000 hombres, que, en consecuencia, serían
pronto absorbidos por la masa indígena. P. GUICHARD, por su parte, propone una cifra de contingentes
árabes en torno a 60.000 −incluyendo a los sirios de Baly.
Dejando al margen los 12.000 beréberes que pasaron el estrecho de Gibraltar con Tariq, el número de
norteafricanos es mucho más difícil de precisar. Sin embargo, parece que fue netamente superior al de árabes,
como habría ocasión de comprobar durante la revuelta beréber del 740. P. GUICHARD habla de un mínimo
de 150.000 a 200.000 guerreros árabes y beréberes, reagrupados en su mayoría en conjuntos tribales y
clánicos:
−En cuanto a los árabes, los grupos tribales árabes yemeníes o kalbíes del Sur −sedentarios y agricultores−
ocuparon dos grandes zonas: Andalucía sudoccidental y la Marca Superior, es decir, el Valle del Ebro; la
franja central de al−Andalus nos ofrece un poblamiento árabe menos abundante, pero con predominio qaysí
−árabes nómadas pastores del Norte−; Andalucía oriental también fue una zona de masiva ocupación árabe,
aunque sin neto predominio de ninguno de los dos grandes grupos étnicos; por último, frente a la teoría
tradicional, y siempre según GUICHARD, la región valenciana nos presenta un territorio casi vacío de
poblamiento árabe.
−Los beréberes, es decir, el grupo más numeroso de los conquistadores, procedían del Magreb occidental,
pero también los había de Ifriqiya. La concentración en diversas zonas de al−Andalus es inversamente
proporcional a la intensidad del poblamiento árabe: hubo pocos beréberes en el Valle del Ebro, Andalucía
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Oriental, Sevilla, zona costera de Málaga, etc., y, en cambio, fueron zonas profundamente berberizadas la
región levantina y el extremo occidental de la cordillera bética y serranía de Ronda, así como ciertos islotes
del Valle del Guadalquivir (Carmona, Morón, Osuna, Ecija,...). La tercera gran zona berberizada es la región
central, excepto el paréntesis indígena de Toledo: abundan los beréberes en Guadalajara, Medinaceli, Ateca,
Soria... e incluso más al norte, en Castilla, nombre probablemente impuesto por bereberes de Túnez en
recuerdo de su Qastilya natal. Al sur de Toledo, era importante la población beréber representada por el grupo
tribal de los Nafza.
Como hemos podido observar, sólo es parcialmente cierta, y siempre que no se exprese con rigidez, la vieja
tesis según la cual los árabes ocuparon las llanuras litorales y fluviales, mientras los beréberes se asentaron en
las zonas montañosas. Este último caso, sin embargo, es evidente y fácilmente comprensible: en las regiones
montañosas los beréberes podían reproducir el entorno ecológico que les era propio en el norte de Africa, así
como escapar del control estatal más fácilmente.
La distribución geográfica que someramente hemos diseñado nos confirma la existencia de un verdadero
mosaico étnico (P. GUICHARD) y nos aparta de la tentación de considerar a al−Andalus como un Estado
fuertemente centralizado, lo que no ocurrirá −y sólo de manera efímera− hasta el siglo X. Antes del primer
tercio de dicha centuria, amplias zonas del país escapaban al control omeya, permaneciendo así siempre o casi
siempre en una periferia autónoma respecto al Estado cordobés. Sería ininteligible la dinámica política de
al−Andalus durante los siglos VIII y IX, e incluso el peculiar reparto geográfico de los reinos de Taifas sin
tener en cuenta la existencia y las características específicas de dicho mosaico étnico.
Como venimos reiterando, en la crisis de mediados de siglo se intrincan dos fenómenos fundamentales: el
conflicto por las tierras y los enfrentamientos étnicos entre beréberes y árabes. Ello no obsta a que autores
como WATT consideren que no deben olvidarse las diferencias sociales y económicas entre estos mismos
grupos.
La rápida ocupación de casi toda la Península Ibérica y los posteriores intentos de expansión por Francia
tenían por fuerza que repercutir en los agentes de estas operaciones, a saber, los árabes y sus aliados
beréberes. La conversión de los habitantes locales al Islam había empezado antes del 750, pero el número de
conversos era insuficiente para conferirles un papel independiente en la vida política de aquel tiempo.
Los más antiguos documentos atribuyen gran parte de las tensiones que se produjeron entre los árabes a las
rivalidades entre tribus y grupos de tribus, en particular entre dos grupos ya citados: qaysíes y kalbíes. Esta
contienda se extendió a veces a grupos más amplios, genealógicamente conectados con las dos tribus
originales, hasta envolver prácticamente en ella a todas las tribus de Arabia. Esta rivalidad entre las tribus ha
sido exagerada por DOZY en su presentación de la historia de la España islámica, y así lo reconoce su
discípulo LEVI−PROVENÇAL. No obstante, es indudable que la realidad tribal existió realmente e influyó en
la política, y que los lazos tribales se mantuvieron en al−Andalus en el medio árabe−beréber hasta una época
relativamente avanzada.
La posición hegemónica que los clanes rivales tuvieron alternativamente, según los califas, en el gobierno del
nuevo imperio árabe omeya no dejó de proyectarse en el norte de Africa y en al−Andalus, territorios donde los
enfrentamientos llegaron a alcanzar graves proporciones. Su espíritu de partido o asabiyya, basado en su
origen étnico, según cada una de las ramas citadas; la antipatía, cuando no el odio, que los habitantes de las
comarcas desérticas, nómadas, mantuvieron siempre, como se ha señalado, por los ocupantes de las tierras
fértiles, sedentarios, y el lugar tan importante que los qaysíes ocuparon en la época omeya, frente a los
kalbíes, relegados a un segundo plano, sobre todo hasta los tiempos de Abd el−Malik (685−705), marcaron
profundamente las diferencias envenenadas por uno de los mayores errores de la política omeya. Esta, siempre
atenta a apoyarse alternativamente en uno u otro grupo, en una política de balanceo, se prestó así a las
querellas tribales, ansiosos ambos grupos de usufructuar la protección del soberano en beneficio propio.
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La instalación de los contingentes árabes y beréberes en al−Andalus no supuso, en absoluto, la pérdida de
estos vínculos étnicos. Por una parte, hay indicios de que los establecimientos de aquellos grupos se hicieron
según criterios tribales; por otra parte, la organización tribal del ejército de ocupación −donde los beréberes
entraban como mawali o clientes− fue, no sólo un factor de preservación, sino elemento de nueva cohesión del
grupo tribal. En efecto, hasta que el fenómeno de destribalización paulatina del ejército no fue utilizado por
emires y califas −hasta culminar en la reforma militar de al−Mansur− como medio para asentar su poder
político, los contingentes militares árabes y beréberes tuvieron el grupo étnico por base.
Pero aunque los orígenes de los enfrentamientos entre árabes del norte y del sur se remontan a los tiempos
preislámicos, no parece que pueda hablarse sólo de rivalidades tribales, sino que a éstas se añaden posturas
enfrentadas respecto a la organización de los territorios conquistados, a la distribución del poder y de las
tierras y a la situación de los nuevos musulmanes, perfectamente diferenciados e inferiores para los qaysíes, y
miembros de pleno derecho de la comunidad para los yemeníes. La política qaysí en el norte de Africa y
al−Andalus lleva a la marginación y explotación de los beréberes, a los que se excluye de los puestos de
mando al tiempo que se aumenta la presión fiscal y se pretende reducir sus derechos sobre las tierras
ocupadas. El malestar beréber será canalizado por los jarichíes, para quienes todos los creyentes son iguales
ante Alá y, por consiguiente, tienen los mismos derechos. El jarichismo fue el vínculo de unión de las tribus
beréberes, que se sublevaron contra los árabes en el año 739, dieron muerte a los árabes asentados en el norte
de Africa y derrotaron al gobernador qaysí Uqba que había acudido con refuerzos desde la Península, donde
no tardarían en sublevarse los contingentes beréberes.
De un nuevo ejército enviado por el califa sólo se salvó un contingente de diez mil sirios que pudieron
refugiarse en Ceuta, desde donde su jefe Baly negoció con el yemení Abd al−Malik el traslado a la Península.
La desconfianza entre los dos personajes (Baly es qaysí) sólo fue superada por la necesidad de tropas que Abd
al−Malik tenía para combatir a los beréberes y la difícil situación de Baly que sólo puede abandonar Ceuta por
mar, y aún así ambos exigen garantías: el yemení pide rehenes y la promesa de que los sirios abandonarán la
Península tan pronto sean derrotados los beréberes; el qaysí solicita que sus hombres sean reembarcados
juntos, no por grupos aislados, y dejados en tierras no controladas por los beréberes norteafricanos. Los
rebeldes peninsulares fueron vencidos por Baly en el 741, y pasado el peligro, Abd al−Malik se negó a
cumplir sus promesas por lo que fue destituido por los sirios, que llegaron a vender como esclavos a los
prisioneros yemeníes.
El riesgo que para el control de al−Andalus supone la unión de los sirios obliga a intervenir al gobernador de
Africa del norte, de nuevo controlada por los árabes. El nuevo emir fue el kalbí Abu−l−Jattar, quien llevó a
cabo una política de apaciguamiento y equilibrio, sin por ello renunciar a favorecer a su partido. Para ello
procedió a una doble reforma: por un lado, y ante la imposibilidad de expulsar a los sirios, les asentó en unas
circunscripciones administrativas determinadas (Jaén, Sevilla, Elvira, Murcia...), en el valle del Guadalquivir
y a lo largo de la costa meridional, mediante un nuevo tipo de concesión territorial, de soldada (iqta istiglal)
−que no se debe traducir por feudo−, retribuida con una parte de los impuestos pagados por los dimmíes
−protegidos− cristianos a cambio de servir en el ejército, como se habían establecido en Siria; por otro lado,
Abul−l−Jattar compensó a los baladíes, kalbíes y beréberes, a los que liberó de su condición de esclavos,
refrendando y ratificando la incierta y semiilegal propiedad de que disfrutaban desde la época de Musa ibn
Nusayr. El gran perdedor de la doble reforma sería, una vez más, el Estado omeya. La llegada de los sirios
reforzó, aún más, las estructuras tribales, mantenidas en el seno del proceso de sirianización de al−Andalus a
la espera del empuje definitivo que experimentaría a raíz de la formación del Estado omeya por Abd
al−Rahman I.
Los acontecimientos ocurridos entre las reformas de Abu−l−Jattar y el desembarco de Abd al−Rahman I hay
que entenderlos en el marco de las estructuras tribales andalusíes estudiadas por P. GUICHARD. Al gobierno
proyemení de Abu−l−Jattar se opuso una coalición dirigida por el jefe qaysí al−Sumayl ibn Hatim en el año
745, quien logró vencer al wali en Guadalete y poner al frente del gobierno de Córdoba al último wali
dependiente, Yusuf al−Fihri (747). Ello motivó a su vez la formación de una coalición yemení que se alzó
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frente a los qaysíes, los cuales, sin embargo, les vencieron en Saqunda, junto a Cádiz. Tras estos
acontecimientos, el predominio qaysí ejercido por al−Fihri desde Cordoba y por al−Sumayl desde Zaragoza
era absoluto en al−Andalus.
En el gobierno de al−Fihri se ha visto el primer intento de construcción de un Estado andalusí que, sin
embargo, no sería realidad hasta Abd al−Rahman I. Yusuf al−Fihri contó con suficientes medios de prestigio
como para ser aceptado por los andalusíes en el 747. Sin embargo, la resistencia del medio tribal −en este caso
la asabiyya yemení− le privó de su apoyo inicial y hubo de confiscar en su beneficio la qaysí de al−Sumayl.
Debió imponerse por la fuerza en la batalla de Saqunda y, después, reunir a una serie de apoyos que no
pasaban ya por las adscripciones tribales (ejército de clientes beréberes, profundización de la organización
administrativa, intento de imponer la vía hereditaria, etc.). Es decir, tuvo que acudir a una nueva fórmula que
luego sería adoptada, con mayor éxito −según GUICHARD por cuanto esos elementos eran de superior
calidad y fueron pulsados más hábilmente−, por Abd al−Rahman I.
Los yemeníes, mientras tanto, que constituían el grueso de la población de al−Andalus, no podían resignarse a
aceptar la preponderancia qaysí. En el 755, una coalición formada por árabes kalbíes y por beréberes del
noroeste de la Península parecía dispuesta a hacer frente al gobernador al−Fihri y sus seguidores. Hasta
entonces sólo la sequía y el hambre que habían sacudido al norte del país desde hacía cinco años antes habían
impedido la guerra civil. Es este también el momento de la auténtica fundación del reino astur por Alfonso I.
Durante, primero, la sublevación del 741, y, despues, a causa del hambre provocada por la sequía, los
beréberes desaparecieron de las fortalezas, en el primer caso para combatir a los árabes y en el segundo para
regresar al norte de Africa, y Alfonso pudo destruir aquéllas, extender su acción hasta Galicia por el oeste y
hasta el valle alto del Ebro por el este, e incorporar a su reino a la población cristiana situada a la retaguardia
de las guarniciones musulmanas. Dos fueron las consecuencias de su actuación: la formación del llamado
desierto estratégico del Duero y la incorporación de numerosos hispanovisigodos al reino astur, lo que
potenciará la idea de la reconquista del destruido reino visigodo, de cuyos reyes se proclamarán sucesores los
asturianos.
Por lo expuesto se deduce que la situación de al−Andalus en la segunda mitad del siglo VIII habría sido difícil
de no mediar la señera figura de Abd al−Rahman I, un príncipe marwaní superviviente de la matanza de los
omeyas a consecuencia de la revolución abbasí (750). Abd al−Rahmán entró en contacto con los yemeníes
tras el fracaso de sus conversaciones con al−Sumayl, y en el 755 desembarcó en Almuñécar. Tras un recorrido
por Andalucía occidental en busca de apoyos, el omeya consiguió aglutinar en torno a sí a los suficientes
efectivos como para enfrentarse con éxito a al−Sumayl y a al−Fihri en al−Musará, cerca de Córdoba.
Ahora bien, nada más ocupar la residencia de los emires en Córdoba, la propia asabiyya yemení, que le había
permitido hacerse con el poder, reaccionó contra Abd al−Rahman obligándole a echar mano de todos los
resortes que le permitía la nueva fórmula, y que serán expuestos en el capítulo siguiente.
• LOS EMIRES DE LA DINASTÍA OMEYA DE AL−ANDALUS.
II.1. La fundación del emirato independiente (756−796).
• Abd al−Rahman I (756−788).
La sustitución de la dinastía califal omeya por los abbasíes en Oriente modificó el equilibrio de fuerzas del
Imperio islámico y provocó repercusiones de largo alcance en la Península Ibérica. Del exterminio de la
mayor parte de la familia omeya logró salvarse el joven príncipe Abd al−Rahman b. Muawiya (mencionado
en las fuentes árabes como al−Dajil, el inmigrado), nieto del último califa omeya de Damasco, quien, tras
contactar con los clientes omeyas de la Península y después de una breve etapa de lucha, en la que sería
apoyado por sirios, yemeníes y beréberes andalusíes, se haría con el poder en el 756. Había nacido el emirato
independiente omeya de Córdoba.
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La proclamación como emir de Abd al−Rahman había creado una situación nueva, aunque la novedad era más
teórica que práctica. El título de emir o caudillo había sido utilizado hasta entonces por los gobernadores
provinciales designados por el califa; pero dado que los califas abbasíes eran los responsables de la matanza
de casi toda la familia omeya, no cabía pensar en absoluto que Abd al−Rahman reconociera al califa. Por otra
parte, tampoco tuvo nunca Abd al−Rahman una posición que le permitiera reclamar el cargo de califa. Así
pues, por primera vez existía en el mundo islámico una entidad política que, sin estar justificada por un dogma
herético, se organizaba de forma completamente independiente del conjunto principal de los musulmanes.
En la práctica, sin embargo, la novedad no era tan grande. Los omeyas de Damasco y los abbasíes de Bagdad,
donde residirían en adelante los califas, encontraron grandes dificultades para controlar el Imperio musulmán.
Entregan el gobierno de las provincias a personas de confianza, pero la lejanía y la dificultad de
comunicaciones obligó a los gobernadores a actuar por cuenta propia en la mayoría de los casos y no fueron
pocos los emires que ejercieron el cargo sin haber recibido el nombramiento califal, especialmente en épocas
de guerra o inseguridad como las vividas en la Península en época precedente. A los abbasíes les costó mucho
tiempo y esfuerzo el asegurar siquiera un débil control sobre el norte de Africa, y en ningún momento llegaron
a constituir una seria amenaza para el nuevo régimen omeya de al−Andalus. La principal novedad de la
posición de Abd al−Rahman consistía, por tanto, en que no existía ningún superior que pudiera obligarle a
dimitir de su cargo, y en que tenía un cierto derecho a gobernar.
Dislocado el poder central, la población preexistente al Islam impone en algunas comarcas directrices
políticas contrarias a las señaladas por los califas, y en otros casos los propios árabes se adhieren a los
movimientos separatistas. Las religión, el vínculo inicial de todos los creyentes, los mantiene unidos pero su
fuerza es limitada y, por otra parte, pierde gran parte de su atractivo al ser pospuestas las prescripciones
coránicas a los intereses del grupo árabe y de la dinastía omeya. Además, aceptando el mismo texto sagrado e
idénticas obligaciones religiosas, los musulmanes se han dividido en sectas, cada una de las cuales interpreta
el Corán de modo diferente. Sólo el idioma, el árabe, unificará a los musulmanes. En estas circunstancias no
es extraño que se produzcan desde fecha temprana movimientos secesionistas que rompen la unidad del Islam
basándose, a veces, en interpretaciones distintas de los textos islámicos. La independencia de al−Andalus es la
primera de una larga serie: a fines del siglo VIII se crea en Marruecos el reino idrisí con capital en Fez; el
gobernador de Túnez se declara independiente en el año 800 y funda el reino aglabí con centro en Cairúan, y
en medio de ambos reinos se crea el rustumí, con capital en Tahart. En el otro extremo del Islam se
independizan los persas del Coraxán..., y a estos movimientos habría que añadir otros muchos que no lograron
consolidarse porque los abbasíes en ningún caso renunciaron a recuperar el control del territorio. En el caso
peninsular, por la falta de bases seguras en el norte de Africa, donde continúa la inquietud beréber, y la
inexistencia de una flota suficiente para invadir al−Andalus, los abbasíes se limitaron a enviar agentes para
que, utilizando las rivalidades entre los musulmanes, intentaran derrocar a la dinastía omeya y devolver la
provincia a la obediencia califal.
El principal objetivo del recién proclamado emir, que adoptaría también títulos como rey e hijo de los califas,
era consolidar su posición para seguir en el poder y asegurar, al mismo tiempo, la continuidad de la dinastía
omeya. Para conseguirlo tuvo que hacer frente a un problema con el que también tuvieron que contar sus
sucesores inmediatos: las complejas estructuras sociales, e incluso raciales, que existían en la población de la
época.
−Los árabes, aun no siendo numerosos, ocupaban una posición dominante. Sin embargo, se encontraban
divididos. El poder se encontraba fundamentalmente en manos de los sirios, frente a los baladíes o antiguos
colonos de la primera oleada.
−Musulmanes como los árabes eran los beréberes y los pobladores nativos convertidos, los muladíes. Ninguno
de estos grupos tenía en sus manos, a pesar de su superioridad numérica, resortes de poder.
−El otro sector numéricamente importante del Estado islámico recibía el nombre de dimmíes o protegidos,
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grupo constituido por cristianos y judíos. Los cristianos, que posteriormente serían llamados mozárabes o
arabizantes, no siempre fueron hostiles para con la dominación musulmana, aprendieron el árabe −aunque
conservaron también su dialecto romance− y adoptaron muchas costumbres árabes. Además de los cristianos,
había también judíos en muchas ciudades, que prestaron apoyo a la conquista musulmana y no mostraron
posteriormente tendencia a la rebelión.
El gobierno de todos estos elementos tan diversos, y a menudo contradictorios, era una tarea difícil. Fueron
muchos los levantamientos y rebeliones de uno u otro signo. En primer lugar, Abd al−Rahman tuvo que
acabar con la resistencia del anterior gobernador, Yusuf al−Fihri (que fue asesinado en el año 759), el general
de éste, al−Sumayl, y el resto de sus partidarios. En los años 763, 766 y 774 yemeníes y qaysíes, aliados a los
abbasíes, fueron los protagonistas de un buen número de conjuras. Estos, que en un principio habían apoyado
al pretendiente omeya contra el gobernador al−Fihri, parece que cambiaron luego de opinión al ver que no
podían dominar al soberano a su placer. La revuelta más peligrosa fue, sin embargo, la de los grupos
beréberes, que tuvieron, en apariencia, un carácter más religioso, al estar dirigida por jefes carismáticos e
influida por el movimiento heterodoxo de los jarichíes (rama escindida de los chiíes), que se extendió con
rapidez entre los beréberes del norte de Africa. Su jefe, Shaqya ibn al−Wahid, se consideraba a sí mismo
descendiente del profeta y se mantuvo insumiso, utilizando la táctica de guerrilla, durante diez años
(766−776), llegando a dominar la región situada entre las cuencas del Tajo y del Guadiana.
Sometidos árabes y beréberes, todavía tuvo Abd al−Rahman que sofocar algunas conspiraciones urdidas por
sus propios familiares −sus sobrinos fueron ejecutados sin miramientos por orden del emir−, por su liberto
Badr y por los gobernadores de algunas regiones alejadas de Córdoba que actuaban con absoluta libertad e
independencia, como Sulayman ibn al−Arabí, cuyos servicios solicitará uno de los enviados del califa de
Bagdad, conocido como al−Siqlabí (el esclavo). Sulaymán se negó a secundar los planes abbasíes, pero
intentó formar, en su beneficio, una coalición de la que formarían pare los gobernadores de Barcelona, Huesca
y Zaragoza. Para hacer frente al emir cordobés, Sulaymán pidió ayuda, en el 777, al monarca franco,
Carlomagno, y logró que éste interviniera en la Península al frente de sus tropas, que no pudieron entrar en
Zaragoza ante la resistencia que ofreció el lugarteniente de Sulaymán. En su retirada, un año más tarde, al
paso por el desfiladero de Roncesvalles, el ejército de Carlomagno fue atacado por los montañeses, que
destruyeron la retaguardia del ejército carolingio y dieron muerte al duque de Bretaña, Rolando, inmortalizado
por la épica francesa en la célebre Chanson de Roland. A la retirada carolingia sucedió la ocupación de
Zaragoza por el emir cordobés, que emprendió seguidamente algunas campañas en tierras vasconas y
pirenaicas, pero no pudo evitar la entrega de Gerona, Urgel y Cerdeña a los francos en el 785. Para entonces
parece que la política de Carlomagno era la de fijar una zona fronteriza más estable entre los musulmanes y la
cristiandad como garantía de defensa. En la zona noroccidental, los problemas del emir omeya permitieron a
los astures consolidar la independencia lograda durante las revueltas beréberes de mediados de siglo, que
hicieron posible la ocupación de Galicia y el desmantelamiento de las guarniciones de la Meseta, abandonadas
por los beréberes.
Para hacer frente a estos problemas, que amenazaban su consolidación al frente del emirato independiente,
Abd al−Rahman hubo de poner en práctica varias medidas. En primer lugar, se rodeó de un sólido y cada vez
más numeroso grupo de clientes omeyas, especialmente de los marwaníes llegados de Oriente. En otro
sentido, se dedicó también a la protección de los funcionarios religiosos que representaban la ortodoxia,
asegurando de esta manera su apoyo al régimen. Reorganizó asimismo el ejército andalusí, que transformó en
profesional mediante la incorporación de mercenarios beréberes y esclavos −o eslavos− comprados en
Europa. Será precisamente la rivalidad por el poder entre esclavos y beréberes lo que un siglo y medio más
tarde acabará con el califato de Córdoba. Pero el reclutamiento de este ejército, que algún autor ha cifrado en
40.000 soldados, y la compra de la clientela omeya, hizo necesario un fuerte aumento de la recaudación de los
recursos del Estado, que se sustentó en el incremento de la presión fiscal sobre los cristianos protegidos y en
otras medidas adicionales, como la confiscación de los bienes públicos de aquellos funcionarios caídos en
desgracia o la incautación de las posesiones de que venían disfrutando desde la época de la conquista los
descendientes de Witiza.
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Sabemos poco de los cambios introducidos en el aparato del Estado por Abd al−Rahman I. No obstante, es
posible aventurar que durante su gobierno al−Andalus no imitaría en lo más mínimo las modalidades
bagdadíes, sino que se acoplaría en lo posible a las tradiciones sirio−omeyas. En cuanto a la capitalidad del
reino omeya, Abd al−Rahman I convirtió a Córdoba en capital de iure; también en esto se advierte el peso de
las condiciones sociales del período de ocupación. Al parecer la decisión de situar la capital de la provincia
islámica hispana en Córdoba se debería al carácter demasiado periférico de Sevilla, pero esta determinación
estaba realmente condicionada por la modalidad de la intervención militar musulmana. Dado que ni el
gobernador de Ifriqiya ni el califa de Damasco estaban muy convencidos de la solidez de una conquista tan
fácil y rápida, se trataba de encontrar una capital cercana al norte de Africa.
Por lo que se refiere a la organización administrativa del territorio, las regiones se hallarían divididas en coras
o provincias, que funcionarían como unidades fiscales. Dichos gobiernos provinciales, calcados de las
diócesis romanas, fueron organizados poco después de la ocupación; Abd al−Rahman I se limitó a aceptar
como tales las coras y las capitales (qa´idas) en las que residía el wali (gobernador).
El silencio de los cronistas árabes parece indicar que no realizó ninguna reforma económica que representase
una auténtica innovación sobre el sistema andalusí pre−omeya. El comercio exterior debió ser poco menos
que nulo; el interior limitado y autosuficiente. Creó, o al menos mantuvo, una moneda fuerte. Las dos
principales monedas del siglo VIII fueron las de Carlomagno y la de Abd al−Rahman I; mientras esta última
mantuvo su valor durante toda la monarquía omeya y serviría de modelo a numerosas monedas cristianas, la
de Carlomagno apenas conservó su valor durante su reinado. Lo más curioso es que la conservadora política
monetaria de Abd al−Rahman I y sus sucesores les llevó a seguir utilizando moneda oriental o de las primeras
acuñaciones andalusíes, lo que mantiene la llamada ficción califal; en las monedas aparece el nombre de los
odiados califas abbasíes. Además, se conservan dirhemes de plata de este período, pero no de oro. La
acuñación de este último tipo de monedas era exclusiva del sucesor del Profeta al frente de la comunidad
islámica.
La actividad constructiva fue intensa en los últimos años del reinado, como lo demuestra la edificación de la
primera mezquita de Córdoba en el 785. Por la misma época fue edificado un nuevo palacio de los
gobernadores, sede de la Administración central del Estado. Anteriormente, en el año 766, se habían
restaurado también las murallas de la ciudad. Otra de las célebres edificaciones de Abd al−Rahman I fue la
residencia que con el nombre de la Rusafa mandó construir en las afueras de Córdoba. La edificación y
habitación de la Rusafa cordobesa fue, ante todo, según CRUZ HERNANDEZ, un signo externo más de la
consagración de la capitalidad cordobesa y de la perpetuación de la tradición siria en al−Andalus.
Durante el reinado de Abd al−Rahman I la cultura visigótica continuó desarrollándose en al−Andalus y la
ciencia siguió siendo de los cristianos. El artífice de la dinastía omeya del Occidente islámico murió en
Córdoba el 30 de septiembre del 788, después de designar a su hijo menor, Hisam, al que prefirió a su
primogénito, Sulayman, como sucesor. La relativa estabilidad política que consiguió Abd al−Rahman I al
final de su reinado contribuyó a crear las condiciones que harían posible el inicio de una cultura propiamente
andalusí.
• Hisam I (788−796).
El breve emirato de Hisam I supuso un paréntesis entre la época del fundador del emirato omeya y los serios
intentos de afianzamiento de la soberanía emprendidos por al−Hakam I. En efecto, el tranquilo emirato de
Hisam I sólo se vio salpicado por las revueltas de sus hermanos Sulayman y Abd Allah y ciertos movimientos
de disidencia en la serranía de Ronda, que no hicieron peligrar su poder en ningún momento.
Esta situación de tranquilidad dentro del territorio permitió una mejor preparación de la ofensiva contra los
Estados cristianos, la yihad o guerra santa. Cada año eran enviadas expediciones de castigo contra el norte
peninsular en busca de botín. Esta serie de campañas −conocidas como aceifas porque solían realizarse
62
durante el verano− fueron muy beneficiosas para los musulmanes. En el año 791, los generales de Hisam I
vencieron a los cristianos en Alava y al propio Bermudo I en el Bierzo; dos años después, Gerona fue asediada
y Narbona incendiada, y aunque en el 794 Oviedo fue saqueada por los cordobeses, los astures derrotaron al
ejército del emir en Lutus. Un año antes de su muerte Hisam I logró apoderarse, aunque momentáneamente,
de Astorga. Si bien los ataques de Hisam I en su propósito de exterminar a los cristianos no tuvieron éxito,
supusieron el comienzo de una prolongada política agresiva que se mantendrá desde fines del siglo VIII hasta
el siglo X. Por otro lado, es posible que la captura de un importante botín en Narbona condujera a una cierta
moderación fiscal ejercida por el emir sobre sus súbditos, según ponen de manifiesto algunos de sus
coetáneos. Así, algunas crónicas musulmanas nos dicen que con el botín allí conseguido pudo restaurarse el
puente romano de Córdoba, reparado durante el emirato de Hisam.
Uno de los acontecimientos más destacados del corto emirato de Hisam I fue la adopción del rito malequí, una
de las cuatro escuelas jurídicas ortodoxas del Islam, como la doctrina jurídica oficial de al−Andalus, con lo
cual, en palabras de ARIE, el reino marwaní permaneció al margen de las querellas religiosas que ya
empezaban a desgarrar al resto del mundo musulmán. Hasta entonces había predominado la escuela del imam
sirio al−Awzai (m. 774). La iniciativa de tal hecho correspondió al propio emir, quien frecuentaba el trato de
los alfaquíes −juristas−teólogos versados en la religión− cordobeses que habían peregrinado a los santos
lugares del Islam. La historiografía musulmana destaca la personalidad de Hisam I, al hablar de que fue,
además de un gobernante enérgico, un hombre muy piadoso y un musulmán devoto. Pues bien, como fiel
creyente, Hisam puso fin a la anarquía existente en la administración de justicia, al ordenar a los jueces que se
atuvieran a las normas dadas por Malik ibn Anas (m. 795), el fundador de la escuela malequí, en Medina.
La religión, elemento aglutinador de la sociedad islámica, estaba presente en todas las manifestaciones de la
vida del espíritu. En estas condiciones, difícilmente podía crearse un pensamiento al margen de las creencias
religiosas. Por este motivo también la concepción islámica del Derecho diferirá en muchos aspectos de las
demás concepciones jurídicas.
El Derecho islámico, al igual que todos los aspectos de la vida de los musulmanes, se base en la ley coránica,
la sharia, que textualmente hemos de traducir por lo revelado. Desde el principio se planteó entre los juristas
el problema de que sólo unos pocos preceptos del Corán están recogidos en la sharia. De ahí que llegara a
aceptarse universalmente que la ley revelada no se expresaba únicamente en el Corán, sino también en la
práctica regular, en el camino trillado o sunna de Mahoma. De todas formas, ni el Corán ni la sunna, sobre los
que hay lecturas e interpretaciones distintas cuando no opuestas, resultaban suficientes para resolver las
múltiples cuestiones que se planteaban al creyente y al juez. En los primeros tiempos, los califas,
gobernadores y jueces innovan o se atienen a las costumbres locales en las cuestiones no reguladas en los
textos islámicos, pero el sistema da lugar a fuertes desigualdades (una misma acción puede ser castigada como
delito en unas regiones y tolerada en otras) y se intentan unificar los criterios jurídicos, tomando siempre
como base la Sunna y el Corán. El primer intento se debe a Ibn al−Mukaffa quien, a mediados del siglo VIII,
pidió al califa que adoptara una norma fija y prohibiera a los cadíes (jueces) aplicar cualquier otra, de forma
que hubiera un código único y justo. Esta sugerencia no fue aceptada por los abbasíes, quizás para no crearse
nuevas enemistades entre quienes les habían apoyado, quizás porque veían en ello un freno a su política, y
fueron los alfaquíes quienes actuaron como consejeros de los gobernadores y jueces en los casos dudosos,
ofreciendo soluciones teóricas que terminaron constituyéndose en corrientes de pensamiento y éstas a su vez
en escuelas (WATT prefiere hablar de doctrinas).
Entre estos personajes destacan pronto los de la escuela de Medina, dirigidos por Malik, al que podemos
calificar como tradicionalista por cuanto exigía que la práctica jurídica se basara siempre en la verdad
revelada, lo que equivalía a eliminar la costumbre como fuente del derecho; en los casos no previstos se
recurriría al juicio dado en situaciones análogas, al consentimiento común de los juristas de Medina y al
interés común, con lo que, en cierto modo, se superaba el rígido corsé del Corán y de la Tradición.
Esta doctrina llamada malequí, ya de por sí conservadora puesto que dejaba escaso margen al raciocinio de los
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jueces, ni siquiera llegó a la Península en su forma original. Las doctrinas malequíes llegaron a al−Andalus a
través de la escuela de Cairuán, dos de cuyos juristas recogieron en forma sistemática los posibles casos y los
resolvieron de acuerdo con las respuestas dadas por un discípulo de Malik; esta codificación, en la que todo
estaba previsto y dispuesto de antemano, fue impuesta como texto oficial y único para los juristas
peninsulares.
Las consecuencias de la adopción del malequismo fueron importantes para la vida socia y política andalusí. El
malequismo, fortalecido y defendido por el Estado, representaba un baluarte para el régimen, y, a la vez, una
cierta garantía para la prevención contra los cismas religiosos y las querellas entre escuelas que abundaban en
el resto del mundo islámico. Sin embargo, se formó, como contrapartida, en Córdoba una aristocracia
religiosa con el suficiente poder como para intervenir en los asuntos de gobierno e influir en las decisiones del
emir o la opinión pública. Las aportaciones culturales, por el contrario, de la escuela malequí fueron
reducidas, porque, según cita MARTIN a uno de sus oponentes, el poeta y filósofo Ibn Hazm, los alfaquíes se
limitaron a repetir maquinalmente las letras de los textos sin entender su sentido y sin preocuparse de
entenderlo, o se dedicaron a la casuística para tomar sus decisiones, ya que su única preocupación era
mantener su prstigio y su posición social. Ello pudo conducir, al cortar el vuelo a todo pensamiento
especulativo, al relativo retraso cultural de al−Andalus respecto al Islam oriental. Los alfaquíes andalusíes se
caracterizaron por su intransigencia a ultranza frente a cualquier intento de romper el bloque monolítico de la
ortodoxia malequí. Sólo un poder político bien asentado pudo oponerse a los alfaquíes y abrir las fronteras a
otras corrientes religiosas y culturales; no es por ello casualidad que únicamente en los reinados de Abd
al−Rahman II, en el siglo IX, y de Abd al−Rahman III y al−Hakam II, en el X, se desarrollara una actividad
cultural importante.
II.2 Desde Al−Hakam I hasta Abd Allah (796−912).
A) al−Hakam I (796−822).
El reinado de al−Hakam I (796−822), segundo hijo de Hisam I y su sucesor, estuvo marcado por incesantes
rebeliones internas: querellas dinásticas, insurrecciones en las marcas fronterizas y graves disturbios en la
capital. Por ello el emir se vio obligado a incrementar los efectivos del ejército mercenario y en consecuencia
a incrementar la presión fiscal.
En las revueltas que sacudieron su reinado salta a la vista un rasgo nuevo: el papel creciente del elemento
indígena (muladíes y mozárabes), casi absolutamente ausente de las fuentes en el siglo VIII. Por otra parte,
estas revueltas encontraron importantes apoyos en los cristianos del norte, que pudieron, gracias a la cortina
protectora de estos movimientos, consolidar y organizar sus dominios. Las revueltas fueron especialmente
importantes en las marcas fronterizas: la Superior, con capital en Zaragoza; la Media, con sede en Toledo, y la
Inferior, con capital en Mérida, territorios todos ellos donde el control de Córdoba se hacía sentir de forma
débil.
Una de las personalidades más destacadas de la época, en la Marca Superior, fue el muladí oscense Amrús b.
Yusuf (llamado Amorroz en las crónicas cristianas), que estuvo siempre al servicio del emir de Córdoba
reprimiendo las rebeliones de la zona; en Zaragoza sometió a los Banu Qasi y a Bahlul b. Marzuq. Sofocó
también la sublevación de Toledo, pacificando así la región y edificando la plaza fuerte de Tudela, en donde
instaló una guarnición permanente. Una de las más célebres actuaciones de Amrús tuvo lugar en la ciudad de
Toledo. Allí diezmó a los muladíes locales, demasiado inclinados a la insumisión contra los omeyas, mediante
un cruel ardid. Nos referimos al suceso conocido como la jornada del foso, sobre cuya cronología han existido
discrepancias entre los historiadores. Se han propuesto dos fechas distintas: los años 797
(LEVI−PROVENÇAL) y 807 (SANCHEZ ALBORNOZ). Amrús organizó un banquete en el palacio del
gobernador e invitó a comer a los muladíes principales de la ciudad. A las puertas de la residencia, por la parte
inferior, hizo apostar a unos verdugos y, a medida que iban llegando los invitados, se les cortaba el cuello,
para ser arrojados, a continuación, a una zanja; de aquí el nombre con que es conocido el episodio. De esta
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manera el emir consiguió dar muerte a un buen número de toledanos, pero no llegó a ver cumplido su
propósito de acabar con futuros posibles disidentes, ya que aunque el suceso, como es de suponer, causó
enorme impacto entre sus súbditos, éstos volvieron a rebelarse en el 811 y en el 829, después de su muerte.
Quizás fuera anterior a este episodio el descubrimiento, en el año 805, de un complot en Córdoba destinado a
destronar a al−Hakam I y sustituirlo por su primo Muhammad b. al−Qasim. El emir no dudó en aplicar a los
culpables la pena máxima y más de sesenta notables cordobeses fueron crucificados a orillas del Guadalquivir.
Por otro lado, Mérida se sublevó también en el 805, uniéndose a la revuelta los beréberes de Lisboa y la
población cristiana de Mérida. Un hijo del emir consiguió pacificar todo el territorio situado entre Lisboa y
Coimbra en el año 808−809, aunque la rebelión no se zanja hasta el 813. La represión sólo sirvió para
acentuar el descontento y el emir se vio obligado a reforzar su defensa mediante la contratación de una
guardia personal de mercenarios dirigida por el jefe de la comunidad cristiana de Córdoba, el conde Rabí, al
que además encargó del cobro de los impuestos.
Esta forma de actuar hizo de al−Hakam I un personaje temido e impopular, pero al emir parecía tenerle sin
cuidado la impopularidad. Da la impresión de que su primer objetivo era cimentar el régimen a costa de lo que
fuera, incluso de no ser querido por su pueblo. Mientras tanto, la ciudad de Córdoba seguía creciendo en
número de habitantes. A la orilla izquierda del Guadalquivir se extendía el populoso arrabal de Sequnda,
habitado por gentes humildes, artesanos, comerciantes y, debido a su proximidad con la Mezquita Mayor, por
no pocos alfaquíes. Las medidas fiscales del emir sobre esta población artesana y mercantil, la represión
ejercida sobre algunos notables del arrabal y el aliento prestado a la revuelta por los alfaquíes −que juzgaban
la vida del emir poco acorde con las prescripciones coránicas−, condujeron al amotinamiento en el año 818,
llegando a cercar al emir. Vencidos, los dirigentes de esta revuelta del arrabal fueron ajusticiados, y los demás
habitantes obligados a exilarse, a excepción de los alfaquíes que fueron amnistiados para evitar nuevas
tensiones. El arrabal fue convertido en campo de labranza y sus habitantes se refugiaron entre los muladíes de
Toledo, rebeldes al emir cordobés; otros repoblaron la ciudad de Fez, capital del reino idrisí de Marruecos, y
un grupo relativamente numeroso llegó por mar a Alejandría desde donde realizaron expediciones por mar
que acabaron con la ocupación de la isla de Creta (827), donde se mantuvieron hasta la conquista de la isla por
el emperador bizantino Nicéforo Focas en el año 961.
La concentración de esfuerzos del poder central en la solución de estos problemas tuvo consecuencia la
debilidad de los musulmanes en las zonas fronterizas y un sensible avance de los cristianos, sobre todo del
nordeste. Fue en esta época cuando tuvo lugar la toma de Barcelona (801) por los francos. Desde entonces la
ciudad pasó a desempeñar el papel que había tenido Gerona como plaza fuerte más avanzada de los francos
frente al Islam. Poco después cayó Tarragona, pero los avances cristianos fueron por fin detenidos en Tortosa
y Huesca.
En tiempos de al−Hakam I continúa la fusión de la población y se incrementa la frecuencia de matrimonios
mixtos entre los diferentes grupos de la sociedad andalusí. Los clanes árabes fueron perdiendo fuerza y
empezó a notarse la influencia muladí dentro de la administración y los mandos militares. Al−Hakam I siguió
potenciando el ejército y reforzando su guardia personal, formada, sobre todo, por esclavos extranjeros
(conocidos como los mudos por no hablar ninguna lengua de las utilizadas en Córdoba). En el plano cultural,
la movilidad continua de gentes entre al−Andalus, el norte de Africa y el Asia musulmana, ya iniciada en
tiempos de Hisam I, y los conocimientos traídos a la Península por viajeros, científicos y mercaderes
orientales, empezaron a anunciar la influencia del oriente abbasí, que se impondría en el período siguiente, y
la primacía intelectual de al−Andalus.
• Abd al−Rahman II (822−852).
En los años centrales del siglo IX se sitúa la primera etapa del esplendor del Estado andalusí. Tras el agitado
gobierno de al−Hakam I, marcado por continuos levantamientos de los diferentes sectores de la población
andalusí, el reinado de su hijo y sucesor, Abd al−Rahman II (822−852), vino a representar una etapa de
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relativa paz interna en la España musulmana, sólo alterada por algunos brotes de rebeldía −Levante, las tres
Marcas fronterizas, Ronda, Algeciras−, que no revistieron la gravedad de los producidos en vida de su padre,
y acabaron siendo reprimidos, excepto el movimiento protagonizado por los mozárabes y la conflictiva
situación de la Marca Superior, problemas ambos que transcendieron al reinado siguiente.
Bien es cierto que gracias a la energía desplegada por su progenitor, Abd al−Rahman II había recibido en
herencia un territorio sometido a la autoridad del poder central, junto con una hacienda saneada. Las
condiciones de la transferencia del mando eran, pues, favorables para el inicio de un período de bonanza. Pero
mérito indiscutible del nuevo emir fue haber sabido aprovechar tal coyuntura y contribuir, además, con su
personal esfuerzo, a hacer de su reinado uno de los más prósperos de la historia del Islam español.
Comenzó su reinado en el 822, cuando contaba treinta años de edad. Se trataba, por tanto, de un hombre
suficientemente formado que pronto empezaría a dar muestras de poseer un buen sentido político. Ya durante
la extrema gravedad de su padre, siendo sólo el heredero presunto, había tomado dos disposiciones de
gobierno de gran habilidad. A fin de granjearse las simpatías del pueblo, y en especial de los alfaquíes, obtuvo
del moribundo emir la autorización para ajusticiar al jefe de la guardia palatina, el mozárabe Rabí, quien se
había granjeado la animadversión general con sus excesos en la recaudación de impuestos extracoránicos. Y
con el propósito de atraerse a los alfaquíes ordenó asimismo la destrucción del mercado de vinos de Sequnda,
en las afueras de Córdoba, cuya existencia constituía para dicho colectivo una auténtica piedra de escándalo.
El impacto demagógico logrado con ambas medidas fue el esperado. Su popularidad aumentó de forma
considerable, y cuando le llegó el momento de ocupar el trono recibió sin problemas el juramento de fidelidad
de sus súbditos.
Pese a las anteriores muestras de condescendencia, Abd al−Rahman II no vaciló en emplear la fuerza y en
actuar con energía cuando lo estimó necesario. Prueba de ello es el comportamiento que tuvo con la
delegación de Elvira, llegada a Córdoba con motivo de su entronización. Pensaron sus componentes que sería
entonces buena ocasión para reclamar la abolición de algunos de los impuestos establecidos por el comes
Rabí. Y así lo hicieron. Pero su impertinencia y la agitación que provocaron en la ciudad causó la irritación
del emir, que lanzó su guardia personal sobre aquellos emisarios, acampados en Vélez, dispersándolos con
dureza.
Durante el reinado de Abd al−Rahman II gozó al−Andalus, ya se ha dicho, de relativa paz interna. Sin
embargo, esa relativa paz incluyó no menos de trece levantamientos, sin contar con el provocado por los
mozárabes (el complejo levantamiento de los mártires voluntarios, del que luego hablaré). La importancia y
trascendencia de los mismos no fue igual en todos los casos, pero, al fin y al cabo, cualquiera de ellos y todos
en su conjunto significaron una perturbación del orden establecido. Los que tuvieron a Mérida y Toledo por
escenario revistieron mayor peligrosidad y requirieron la atención del emir durante seis años, el primero
(828−834), y ocho, el segundo (829−837). La tercera de las Marcas, la Superior, mantenía mientras tanto una
sorprendente tranquilidad que duraría los primeros veinte años del emirato de Abd al−Rahman II. El poderoso
miembro de los Banu Qasi, Musa b. Musa, llamado el tercer rey de España, emparentado con los Arista de
Pamplona, permaneció durante todo ese tiempo como súbdito fiel del emir en su gobierno de Tudela, e incluso
colaboró con el ejército cordobés en sus campañas contra los francos y Alfonso II. Pero en el 841 se rompió
esa armonía, y hasta el final del reinado de Abd al−Rahman II, y aún después, las relaciones entre ambas
partes serían siempre difíciles.
La menor atención que hubo de dedicar Abd al−Rahman II a los problemas de orden interno, en comparación
con lo acaecido en el reinado anterior, le permitió reanudar la lucha contra los Estados cristianos que su padre,
por fuerza, había tenido que descuidar. En consecuencia, las expediciones de verano (aceifas) se sucedieron
durante su gobierno con evidente regularidad, encabezadas a veces por el propio emir. Los dominios del
monarca asturiano Alfonso II y de su sucesor Ramiro I −Alava y Galicia, preferentemente− y también la
Marca Hispánica −Barcelona y Gerona− y el reino de Navarra, con su capital, Pamplona, fueron los objetivos
prioritarios de estas aceifas.
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La Península sufrió, al igual que los restantes países de Europa, los efectos de la expansión normanda. Estos
pueblos del norte, denominados en las crónicas árabes al−Urdumaniyyum (Nordomani) o Mayus (idólatras,
adoradores del fuego) acostumbraban a situarse en sus correrías piráticas en la desembocadura de los grandes
ríos para remontarlos con sus embarcaciones de poco calado, hasta el objetivo elegido. En el 844 hicieron su
aparición en la Península, saqueando Gijón, las costas gallegas y Lisboa, y penetrando por el Guadalquivir
hasta Sevilla, que fue abandonada por los musulmanes y saqueada durante cuarenta días; para reducirlos, fue
preciso reunir a las tropas de la frontera norte, incluidas las de Musa. Vencidos en Tablada en noviembre de
ese año, los normandos remontaron el vuelo, renunciando a penetrar en el interior de al−Andalus, si bien
volvieron a saquear las costas en épocas posteriores (se han constatado incursiones normandas en el 859 y el
966, si bien ya no tuvieron el mismo peligro).
Para prevenir estos ataques, Abd al−Rahman II hizo fortificar o reconstruir los muros de las ciudades −como
en el caso de Sevilla−, ordenó levantar atalayas de vigilancia a lo largo de la costa atlántica, servidas por
grupos de voluntarios que alternaban esta tarea con la práctica de la vida espiritual, y prestó especial atención
a la construcción de atarazanas con el fin de crear una marina de guerra suficiente y capaz, a la que dotó del
fuego griego.
La creación de la flota omeya y, sobre todo, el equipamiento de ésta con el fuego griego (es decir, con
instrumentos o máquinas para arrojar betún ardiendo), quizá pueda relacionarse con el intercambio de
embajadores entre los emperadores bizantinos y los emires cordobeses. Pero las relaciones exteriores del
emirato, cuyo prestigio irradió por la cuenca mediterránea, se extendieron también a los reinos musulmanes
del norte de Africa y al propio califato abbasí de Bagdad, con el que habían desaparecido las razones de la
antigua enemistad, entre otras cosas por la propia aceptación de la independencia de al−Andalus. Ello implicó
un mayor influjo del Islam oriental en la Península y un fortalecimiento de los vínculos de civilización en todo
el mundo islámico.
Tradicionalmente, ha venido poniéndose en relación el florecimiento cultural observado en la época de Abd
al−Rahman II con la corriente orientalizadora que por entonces se produjo, tímidamente iniciada ya en el
reinado anterior. Pero es ahora cuando adquiere un grado de tal intensidad y generalización que su efecto se
dejó sentir no sólo en instituciones y normas de la vida pública, sino en los más diversos hábitos y costumbres
de las gentes en su cotidiana actuación. Las formas de vida de la Bagdad abbasí y de aquella corte califal −a
su vez herederas de las que habían regido la Persia sasánida− se convirtieron en el modelo a seguir por la
corte y la aristocracia cordobesas. Inspirándose en él, el emir procedió a regular la etiqueta palaciega
dotándola de una nueva organización, e introdujo reformas en la administración del Estado, fijando las
atribuciones de los funcionarios y jerarquizando sus categorías sobre la base de un rígido centralismo
personalizado en el emir como único ostentador de la autoridad. Y, al igual que los abbasíes, creó una ceca y
organizó las manufacturas de tejidos y tapices (tiraz) por cuenta y como monopolios del Estado.
Agente destacado de esta islamización del Estado andalusí durante el reinado de Abd al−Rahman II fue un
músico iraquí, conocido por su apodo de Ziryab, que desempeñó en Córdoba análogo papel al de Petronio en
la Roma imperial. Como él, fue un innovador de las costumbres y el árbitro de la moda, siguiendo el dictado
de las refinadas maneras bagdadíes. La introducción de la quinta cuerda en el laúd y el uso de un plectro
fabricado con garras de águila, en vez del de madera utilizado hasta entonces, fueron dos de sus innovaciones
en el campo de la tecnología musical, a las que hay que añadir algo de mayor transcendencia: haber insuflado
un nuevo hálito orientalizante a la música andalusí. Y junto a esto, la difusión de recetas de la cocina oriental
entre los cordobeses; la adopción de una cierta normativa en la presentación de los platos a la hora de servir
las comidas, comenzando por las sopas, para continuar con las aves y carnes en general, y terminar con los
dulces; el empleo de vasos de cristal en lugar de los habituales metálicos, y la utilización de un vestuario
diferente, en invierno y en verano, son otras tantas innovaciones atribuidas a este curioso personaje que
vinieron a revolucionar las costumbres de la sociedad cordobesa.
Junto a este personaje, dictador de la moda, conocemos desde mediados del siglo IX los nombres de algunos
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astrónomos, matemáticos y médicos de al−Andalus formados en Oriente, que contribuyeron al desarrollo
cultural del Islam peninsular y, también, a su orientalización, a la creación de una nueva cultura que
desplazaría a la heredada del mundo visigodo, cuyos representantes, los mozárabes, serían sustituidos en la
administración del reino por personas de formación oriental.
El rigorismo malequí fue temperado, durante los años de Abd al−Rahman II y de su sucesor Muhammad I,
con la tolerancia de las doctrinas mutazilíes y shiíes (o batiníes). El pensamiento filosófico, rechazado por la
escuela malequí andaluza, por cuanto se basaba en el raciocinio y no en las fuentes islámicas, fue introducido
en la Península por los mutazilíes. Este grupo o secta islámica, muy influido por la filosofía griega, partiendo
de la consideración del hombre como un ser dotado de razón, capaz de alcanzar los conocimientos necesarios
para discernir entre el bien y el mal, defiende el libre albedrío, concede una mayor libertad religiosa y política
al musulmán; ello equivale a negar la sumisión ciega al Corán, que sólo es aceptado tras razonarlo en un
intento de compaginar la razón con la revelación.
La actuación de los mutazilíes tiene como efecto primero un debilitamiento de la Tradición y del principio de
autoridad; una y otro sólo serán aceptados cuando sean conformes a la razón, tanto en el terreno religioso
como en el político, puesto que los defensores de estas doctrinas llegan a afirmar la necesidad moral de
oponerse, incluso con la guerra, a los actos de los gobernantes que conculquen gravemente la justicia y el
derecho. Estas doctrinas podían ser explicadas libremente sólo dentro de un Estado fuerte, seguro de sí mismo
y capaz de mantener su difusión dentro de un círculo restringido. Al agravarse las sublevaciones internas y
debilitarse el poder de los emires, a la muerte de Muhammad I, los omeyas no podían tolerar que estas ideas
sirvieran para justificar o alentar las sublevaciones; la tolerancia desapareció y los alfaquíes iniciaron la
persecución de los mutazilíes, persecución que sólo cesará cuando de nueva exista un poder fuerte, ya en
época de Abd al−Rahman III.
Más peligrosas por más populares eran las doctrinas batiníes, según las cuales el Corán podía y debía ser
interpretado de forma alegórica; si por un lado estas alegorías ofrecían amplias posibilidades a la especulación
filosófica, por otro dejaban el camino abierto a las interpretaciones, a las ideas personales y a los
oportunismos político−religiosos. Las ideas batiníes se difundieron principalmente entre los beréberes
peninsulares (se hallan en la base del imperio fatimí creado en el norte de Africa a comienzos del siglo X);
este mismo hecho, así como la extraordinaria audiencia alcanzada entre las masas populares, decidieron a Abd
al−Rahman II a intervenir y a ordenar la crucifixión del principal propagandista de las doctrinas batiníes, en el
año 851.
Las reformas llevadas a cabo por Abd al−Rahman II no se limitaron al ámbito de la administración estatal o
de la vida de palacio. También el ejército se vio afectado por su empuje renovador, asignándose cometidos
tácticos diferentes a los distintos grupos que integraban el ejército regular. Por otro lado, la guardia palaciega
llegó a contar con cinco mil hombres −según precisa LEVI−PROVENÇAL−, casi todos ellos mudos
(al−jurs). Ya se ha hablado más arriba de la ampliación de la flota; baste decir ahora que, aparte de cumplir
sus funciones militares, resultó de gran utilidad para el desarrollo comercial de al−Andalus. La primera misión
que se le encomendó fue la conquista de las Baleares, cuyos habitantes, sometidos mediante tratados,
causaban graves perjuicios al comercio omeya. En el año 848 los marinos de Abd al−Rahman II ocuparon las
islas de Mallorca y Menorca, redujeron a esclavitud a una parte de los habitantes e impusieron al resto el pago
de importantes cantidades, pero no se llegó a la integración plena de las islas en el reino hasta el año 903.
Abd al−Rahman II impulsó el proceso de urbanización de al−Andalus, marcado tanto por el crecimiento de
ciudades antiguas como por la fundación de nuevas (Madrid, Murcia, Ubeda...), sin olvidar la alcazaba de
Mérida, las murallas de Sevilla, la mezquita aljama de Jaén y dos de los ampliaciones realizadas en la de
Córdoba.
Los historiadores árabes se hacen lenguas de la riqueza y prosperidad de Córdoba durante el reinado de este
cuarto emir omeya, así como de la suntuosidad de su corte. A ella acudían los comerciantes de las más
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diversas procedencias con mercaderías de lujo −telas preciosas, valiosas alhajas, escogidos esclavos de ambos
sexos−, que pese a su elevado precio encontraban pronto comprador en el palacio del monarca o entre las
clases altas de la sociedad.
La irrupción de estas nuevas corrientes culturales procedentes de Oriente creó una situación de temor entre los
mozárabes, que creían peligrar su peculiar estado de autonomía. Contra lo que comúnmente se cree, los
musulmanes no realizaron en ninguna de las zonas conquistadas una labor de proselitismo o de persecución de
los creyentes de otras religiones, sino que toleraron la existencia y el culto público de otras creencias porque
así lo dispuso Mahoma, porque la conversión llevaba consigo, al menos teóricamente, la supresión del
impuesto territorial y personal pagado por los no creyentes, y porque, inferiores en número y en preparación
cultural a las poblaciones sometidas, necesitaban de su ayuda y colaboración.
Con el paso del tiempo, la nobleza rural y una parte de los campesinos aceptaron el Islam, mientras que los
habitantes de las ciudades conservaron el cristianismo, quizá debido a su mayor preparación, a la existencia de
monasterios en los que se mantuvo vivo el sentimiento y las ideas cristianas y al hecho de que, al carecer de
bienes territoriales, los ciudadanos no hallaron en la conversión al Islam las ventajas materiales concedidas a
los campesinos, al menos teóricamente.
La tolerancia no se ejerce sólo hacia las personas sino también con las instituciones; en el caso peninsular, con
la Iglesia, cuya organización fue escrupulosamente respetada. Sin duda, algunos miembros de la jerarquía
eclesiástica, partidarios de Rodrigo, abandonaron la Península o fueron removidos de sus cargos, pero la
mayor parte de los obispos se acomodó a la nueva situación del mismo modo que la nobleza laica y
permaneció al frente de sus diócesis.
Los emires actúan del mismo modo que los reyes visigodos habían actuado como jefes políticos de la Iglesia
católica; su autorización es necesaria para convocar los concilios, aceptan o rechazan a los obispos elegidos en
las diócesis..., y si en el plano personal no dudan en utilizar los servicios de los cristianos como miembros de
la guardia personal del emir, como administradores y funcionarios del reino y como recaudadores de
impuestos, institucionalmente se sirven de la organización eclesiástica para influir en todo el territorio
peninsular: incluso en zonas donde la autoridad del emir es discutida, su influencia puede llegar a través del
mundo eclesiástico, que mantiene la unidad de la época visigoda hasta que discusiones clericales sobre la
naturaleza de Cristo derivan en planteamientos políticos y en la independencia eclesiástica de las zonas donde
la población cristiana discute o no acepta el poder político del emir. Esta independencia político−religiosa del
reino astur y de los dominios carolingios se verá reforzada por las aportaciones de los mozárabes huidos de
Córdoba en la segunda mitad del siglo IX.
Conscientes de las limitaciones de su autoridad mientras no tengan en sus manos el control de los
eclesiásticos, los reyes asturianos y el monarca carolingio intentarán romper la unidad de la Iglesia visigoda y
crear su propia organización, en el caso asturiano, o someter a los eclesiásticos hispanos a la disciplina de la
Iglesia franca, en el caso carolingio. En definitiva, se trata de reforzar el sistema político con una organización
eclesiástica estrechamente vinculada a él y cuyos límites de actuación coincidan exactamente. La oportunidad
de presenta cuando la Iglesia toledana acepta las teorías adopcionistas, según las cuales Jesucristo era hijo
adoptivo de Dios en cuanto a la naturaleza humana, mientras que la ortodoxia afirmaba que Cristo era hijo
único y propio de Dios Padre en cuanto a la naturaleza humana y en cuanto a la divina. El padre de las nuevas
teorías parece haber sido el monje Félix, que habría llegado al adopcionismo en un intento de explicar y de
hacer comprender a los musulmanes y a los cristianos islamizados el dogma de la Trinidad; su fama le llevaría
al obispado de Urgel hacia el año 782 y desde el nuevo cargo siguió propagando su doctrina, que fue aceptada
por los obispos mozárabes reunidos en el concilio de Sevilla en el año 784, bajo la dirección de Elipando de
Toledo, al que muchos consideran el padre del adopcionismo.
Fuera Elipando o Félix el iniciador, pronto hallaron la réplica apasionada del presbítero Beato de Liébana y
del obispo Eterio de Osma, residentes en Asturias, cuya oposición dogmática será utilizada políticamente:
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durante estos años reina en Asturias el usurpador Mauregato (783−788), partidario de la colaboración y
sumisión a al−Andalus y, consiguientemente, de mantener la vinculación con la Iglesia toledana; al monarca
se oponen la viuda del rey Silo, Adosinda, y su sobrino Alfonso, partidario de romper la vinculación con
Córdoba−Toledo y, lógicamente, apoyado por Beato y Eterio y en estrecha colaboración con Carlomagno.
Con el triunfo político de Alfonso II se romperían las relaciones con al−Andalus, el antiadopcionismo sería
doctrina oficial y la Iglesia asturiana abandonaría su dependencia respecto a la Iglesia primada de Toledo.
En Urgel la reacción fue más tardía, pero el gran propagador del adopcionismo, el obispo Félix, fue
condenado y obligado a retractarse en el concilio de Ratisbona, convocado por Carlomagno en el año 792. Los
obispos mozárabes, reunidos un año más tarde, se dirigieron a sus compañeros de la Galia, Aquitania y
Austrasia y al propio emperador para refutar las teorías de Beato de Liébana y protestar contra la persecución
de la que era víctima Félix, que se había visto obligado a buscar refugio en tierra musulmana. La respuesta
carolingia fue condenar de nuevo al obispo en el concilio de Francfort (794), aunque la condena sólo fue
efectiva cinco años más tarde, cuando Félix fue detenido y obligado a acudir al concilio de Aquisgrán, que lo
condenó a permanecer en Lyón hasta su muerte. Monjes y obispos francos evangelizaron la comarca
urgelitana, completando de este modo la anexión política lograda por los ejércitos carolingios.
La tolerancia musulmana hacia los cristianos disminuye a comienzos del siglo IX debido entre otras causas al
odio suscitado por la actuación del conde Rabí, recaudador de impuestos y jefe de las tropas mercenarias que
pusieron fin a la revuelta del Arrabal de Córdoba y a la participación de los mozárabes en las revueltas
fronterizas contra el emir, contando con el apoyo exterior de astures y carolingios. Los alfaquíes, por su parte,
contribuirían con su intransigencia a hacer más difícil la situación de los mozárabes, muchos de los cuales
intentarían evitar la discriminación aceptando las modas, costumbres y cultura musulmanas que ofrecían,
además, el aliciente de tener un nivel muy superior al de la anquilosada cultura visigótico−mozárabe: en
menos de cien años los musulmanes habían adquirido, partiendo de los conocimientos de las poblaciones
sometidas, una preparación que les permite prescindir de sus antiguos auxiliares y que obliga a éstos, para
sobrevivir, a renunciar a sus modos tradicionales de vida, a islamizarse culturalmente aunque conserven su
religión.
Sean razones de tipo sociológico o político −o más bien el conjunto de ellas− las que motivaran este
movimiento de resistencia mozárabe, el hecho cierto es que, alentados por las exhortaciones del clérigo
Eulogio y de su biógrafo, el seglar Alvaro de Córdoba, con el monasterio de Tabanos como epicentro, que
denunciaban las cada vez más numerosas deserciones que se venían produciendo entre la población mozárabe,
que abrazaba el Islam para obtener mayores ventajas económicas y sociales o, simplemente, deslumbrada por
su superior cultura, se produjo en Córdoba una considerable ola de martirios a partir del año 850. Los
cristianos se presentaban ante el gobernador o qadi y blasfemaban el nombre del Profeta Muhammad,
esperando así obtener el martirio. Muchos cristianos consiguieron, en efecto, el martirio, pero la mayoría
fueron sólo azotados o encerrados en prisión. El propio Abd al−Rahman intentó la vía conciliadora, reuniendo
en Córdoba un concilio presidido por Recafredo, metropolitano de Sevilla. En este concilio se pusieron de
manifiesto las dos tendencias de la mozarabía: la que rechazaba, como un suicidio, el martirio voluntario, y la
que lo animaba. Los partidarios de esta última alternativa fueron encarcelados, entre ellos el propio Eulogio,
que moriría martirizado en Toledo en el 859. Con su muerte finalizó la exaltación mística no sin grave daño
para la convivencia de cristianos y musulmanes, pues tras este choque la actitud de los alfaquíes se endureció
y, en adelante, los funcionarios cristianos de la corte del emir fueron obligados a convertirse al Islam so pena
de perder sus cargos. Por el lado cristiano, los mozárabes que huyeron de Córdoba y buscaron refugio en los
reinos y condados del norte, llevarán a éstos su cultura visigoda y su mentalidad antiislámica, de la que son
fiel reflejo las crónicas escritas en la corte de Alfonso III en los años finales del siglo.
• La crisis de fines del siglo IX: los emires Muhammad, al−Mundir y Abd Allah.
Cuando Abd al−Rahman II murió, en el año 852, el Estado omeya estaba prosperando y parecía firme y
sólidamente asentado. Sin embargo, los acontecimientos de los sesenta años siguientes demostraron que esta
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apariencia era engañosa, y que en realidad su estructura era frágil y precaria.
Bajo Muhammad I (852−886) se abre una larga crisis que convirtió a al−Andalus, al final de la centuria, en un
mosaico de señoríos independientes que preludia lo que, siglo y medio después, serían los reinos de taifas.
Aunque el grado de conflictividad y anarquía fue en progresivo aumento hasta desembocar en una crisis
generalizada a finales del siglo y comienzos del siguiente, este período evidenciará algunas de las profundas
contradicciones, así como la fragilidad de sus fundamentos, en que se basaba la sociedad andalusí de
mediados del siglo IX: intereses contrapuestos entre un Estado fuertemente centralizado que se apoyaba en
una nueva aristocracia administrativa palaciega y una nobleza árabe que no estaba dispuesta a ceder en sus
privilegios; una progresiva arabización e islamización de al−Andalus, facilitada por una rápida orientalización
iniciada en el período precedente, en detrimento de la singularidad cultural de otros grupos sociales, como los
hispani, fuertemente arraigados en la nueva sociedad andalusí; la cada vez mayor injerencia del estamento
jurídico−religioso en los asuntos internos del Estado, en detrimento del desarrollo intelectual; e, incluso, el
antagonismo étnico−social de las dos grandes estructuras sociales, la árabo−beréber y la indígena.
El período de gobierno de Muhammad I supuso un nuevo paso en el reforzamiento de las estructuras estatales
y de las relaciones exteriores ya iniciadas por Abd al−Rahman II. Esta situación habría de reflejarse, sobre
todo, en el orden administrativo, urbanístico, militar y económico−fiscal. Los resortes de la cada vez más
jerarquizada administración estuvieron en manos de nobles familias cordobesas descendientes de antiguos
clientes o mawlas omeyas orientales. El ejército y la marina fueron objeto también de atenciones preferentes.
Las fuentes árabes subrayan el elevado número de participantes, próximo a 25.000, en su mayoría
provenientes de las milicias tradicionales −pese a la política de destribalización practicada ya por los
anteriores monarcas omeyas−, de las milicias mercenarias y de las milicias del servicio militar obligatorio
junto a otras nuevas unidades de la marina instaurada necesariamente tras la primera invasión normanda del
844.
No obstante, cabe destacar una importante variación en la estructura militar llevada a cabo por Muhammad I:
el ligero aumento de la recluta de mercenarios y la dispensa del servicio militar y la obligatoriedad de la
recluta de los cordobeses, a cambio del equipamiento por parte de éstos de un buen número de voluntarios. En
cualquier caso, parece tratarse de una infraestructura militar que con mayor garantía y persuasión pudo
rechazar los nuevos ataques normandos, que tuvieron lugar entre los años 859 y 861.
Del mismo modo, las fuentes musulmanas destacan el gran incremento de la presión fiscal llevado a cabo
durante el gobierno de Muhammad I, presión que resultó particularmente dura para las comunidades no
musulmanas, los dimmíes o tributarios judíos y cristianos, que soportaban proporcionalmente 3,5 veces más el
peso fiscal que los propios musulmanes.
No cabe decir, sin embargo, lo mismo en materia de política exterior. Los lazos de amistad, cooperación e
incluso los vínculos político−económicos, sólidamente construidos por su antecesor, se mantuvieron en líneas
generales tanto con los países vecinos del norte de Africa como −aunque en menor medida− con algunos
Estados cristianos; este es el caso del monarca franco Carlos el Calvo, en cuya época se configuraría la Marca
Hispánica.
No obstante, durante el emirato de Muhammad I se recrudecería la actividad militar contra los reinos
cristianos.
Los emires y el mundo cristiano.
Aunque desde el año 715 toda la Península está bajo el control teórico de los musulmanes, el dominio efectivo
no se extendió a los Pirineos occidentales ni a las montañas de Cantabria y Asturias: el escaso interés de estas
zonas y el reducido número de los conquistadores no animaban a poblarlas, y los musulmanes se limitaron a
establecer guarniciones beréberes en el llano con la finalidad de exigir el pago de tributos y prevenir posibles
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ataques. Los conflictos entre árabes y beréberes, que terminaron con la derrota de los últimos y el abandono
de las guarniciones fronterizas, facilitaron sin duda el avance hacia el sur de las tribus de la montaña, que
darán origen a los reinos de Asturias y de Pamplona.
El foco principal de resistencia a los musulmanes se localiza en las montañas cantábricas y asturianas, donde
la tradición quiere que se refugien los restos del ejército visigodo, organicen a los montañeses y, dirigidos por
Pelayo, obtengan (722) la primera victoria sobre el Islam en las montañas de Covadonga; pero habrá que
esperar a los años de Alfonso I (739−757) para poder hablar de un reino astur consolidado, gracias a la
primera revuelta beréber que obligó a desguarnecer las fortalezas del valle del Duero e hizo posible que
Alfonso extendiera sus dominios hacia Galicia y el valle alto del Ebro. La actuación de Alfonso tuvo dos
consecuencias importantes: en primer lugar, entre los musulmanes y el reino astur se creó una zona de nadie,
el llamado desierto estratégico del Duero, tan escasamente poblado que, en adelante, los ejércitos musulmanes
en sus ataques a Galicia, Asturias y León, procuran evitar esta zona donde es prácticamente imposible
avituallarse, y penetran por el valle del Ebro, desde donde se dirigen hacia el Oeste. Los reinos o comarcas
situados en el valle del Ebro son, por tanto, los que hacen frente inicialmente a los ataques musulmanes, y este
carácter fronterizo será decisivo en la historia de Pamplona y en la constitución del condado de Castilla. En
segundo lugar, Alfonso lleva a sus dominios a los mozárabes que habitaban en las zonas atacadas, y la
incorporación de estos grupos da un nuevo carácter a la guerra contra el Islam. En adelante, sin que cese la
guerra de los hombres de la montaña contra el llano, se crea en el reino astur la conciencia de que con sus
campañas militares buscan la reconstrucción, la reconquista, del destruido reino visigodo, de cuyos reyes se
proclaman herederos los asturianos.
La necesidad de pacificar al−Andalus no fue obstáculo para que el primer omeya atacara al rey asturiano
Fruela I, que había continuado el desmantelamiento de las guarniciones abandonadas por los beréberes en el
valle del Duero. Los sucesores siguieron una política de amistad y sumisión a los musulmanes, que atacan
Asturias y las zonas pirenaicas cuando Alfonso el Casto y Carlomagno pretenden actuar al margen de
Córdoba y liberar a la iglesia astur y urgelitana de la tutela toledana. A las campañas contra Astorga y Oviedo
se unen los ataques a Girona, el saqueo de los alrededores de Narbona y la victoria obtenida en el año 793 ante
el duque Guillermo de Toulouse. Las revueltas de los muladíes fronterizos permitieron a Alfonso el Casto
reorganizar sus dominios y repoblar las tierras incorporadas por Alfonso I y Fruela; en los Pirineos, los
carolingios lograron establecerse en Aragón, Pallars, Urgel y Barcelona, donde se mantendrán a pesar de las
campañas realizadas por los emires, que, del mismo modo que los cristianos intervienen en los asuntos
internos de al−Andalus y apoyan a los muladíes, toman parte en las sublevaciones de los condes hispanos −de
origen visigodo− contra los francos. Las revueltas muladíes de finales del siglo IX encuentran el apoyo
decidido del rey de Asturias, Alfonso III, que lleva sus fronteras hasta Oporto y Coimbra o, por el este, hasta
Deza y Atienza, tras derrotar a los musulmanes en la batalla de Polvoraria. En los años siguientes, ni Asturias
ni los condados carolingios tuvieron que hacer frente a los ataques de Córdoba, asediada por los rebeldes de
Sevilla, Granada, Jaén, Bobastro o valle del Ebro.
A mediados de siglo, la línea de fronteras está claramente diseñada: por un lado, en la Marca Superior, junto
al futuro núcleo pamplonés, la zonas cristianas pirenaicas, la futura Marca Hispánica, están separadas de la
sumisión al Islam; y por otro, en las fronteras Media e Inferior, la estrategia fronteriza creada y mantenida por
los emires omeyas desde el restablecimiento de la dinastía en al−Andalus, conservando lo que se ha venido
llamando largos vacíos jurídico−administrativos, comienza a crear graves problemas al Estado. Llegado el
momento, los reyes cristianos repoblarán todas estas áreas, que se constituirán, pese a los constantes ataques
musulmanes, en líneas ofensivas del territorio cristiano. El trazado de la frontera constituyó a partir de
entonces un elemento desestabilizador de primer orden para el Estado omeya. De ello fue consciente
Muhammad I, cuya actividad militar se dirigió particularmente contra el reino astur−leonés y contra los
vascones. Pero aunque las aceifas musulmanas desde la frontera media y superior les fueron favorables desde
el punto de vista militar, los efectos sociales y económicos −en palabras de M. CRUZ HERNANDEZ− fueron
siempre limitados y los políticos nulos: en cuanto los ejércitos andalusíes se retiraban, los cristianos volvían a
adelantar sus avanzadas. El resultado de este sistema político−militar fue, por tanto, el relajamiento de la
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presencia del poder central omeya en las marcas fronterizas.
De modo coincidente, a mediados del siglo IX se asiste a un cambio sustancial de personajes en la escena
política de la península. En el reino astur, Ordoño I ha sucedido a su padre, Ramiro I, en el 850. En el 866 será
a su vez sustituido por su hijo Alfonso III. Del mismo modo, es ahora García Iñíguez, emparentado con los
Banu Qasi, el nuevo señor de Pamplona, capital de los vascones. Dos etapas distinguen la actividad militar de
ambos Estados: la primera, hasta el 866, de clara ventaja para el lado musulmán; y la segunda, que se inicia a
partir de esta fecha, de contrapeso y balanceo para ambos.
A pesar de la poca fortuna con que Ordoño I comenzó su actividad militar tras la derrota de sus tropas,
coaligadas a las toledanas, en Guazalete (854), el monarca asturiano sufrió varios períodos de acoso hostil por
parte del emir, quien, a su vez, también se hallaba ocupado en controlar los primeros movimientos disidentes,
que se estaban generando en el interior de su reino, lo que mermaba su capacidad ofensiva. Ello permitirá
tanto a Ordoño I como a su sucesor Alfonso III reforzar algunas de sus plazas fuertes, pero, sobre todo,
repoblar algunas ciudades como León, Amaya, Tuy y Astorga, e incluso asaltar las plazas de Coria y
Salamanca, a lo que supo reaccionar con enérgica decisión el monarca cordobés preparando con especial
cuidado y minuciosidad algunas de las que serían sus mejores empresas militares, tanto por el número de
efectivos como por sus resultados: Alava (863), montes de Oca, valle del Duero, Bureba, Prádanos, Guernia
(867), etc.
Un nuevo cambio de posiciones tiene lugar en el marco de las habituales y mutuas fricciones, concidiendo con
la llegada del joven Alfonso III. El paréntesis que le ofreció Muhammad I, ocupado una vez más en sofocar
disturbios internos, fue aprovechado para consolidar las fronteras de su reino. Así se explica el éxito de
algunas campañas asturianas, como las de Porto y Tuy (868), Coimbra, Deza y Atienza. No obstante, pese a
las permanentes agresiones que se infligieron, ambos monarcas ajustaron una tregua (878), tregua que
permitió a Alfonso III proseguir su política de expansión territorial, protegiendo sus fronteras con importantes
posiciones estratégicas (Coimbra, Astorga, León, Amaya), junto a la instalación de un buen número de
repobladores, algunos incluso procedentes de tierras andalusíes. Así, hasta finalizar el siglo, se reforzarían las
plazas de Zamora (893), Braga (882), Simancas (899), Dueñas (899), Toro (900), Osma (912) y San Esteban
de Gormaz, entre otras, constituyendo la Marca definitiva del reino astur−leonés y contra la que veremos
combatir al futuro Abd al−Rahman III. En suma, una permanente condición de frontera islámica en retroceso
progresivo en contrapartida frente al expansionismo cristiano.
A pesar de las escasísimas noticias sobre las relaciones entre el emirato y los enclaves cristianos del norte,
sabemos, no obstante, que hacia el 855−6, a través de su aliado en la Marca Superior, Musa b. Musa b. Qasi,
gobernador de Tudela y Zaragoza, Muhammad I ordenó efectuar saqueos en las zonas barcelonesas y se
capturó a los condes Sancho de Gascuña y Emenon de Périgord; entre el 871 y el 873 también se saquean
Vasconia y el territorio pamplonés; en el 822 se arrasa Barbitaniya, en poder de los insurrectos Banu Qasi,
entre otras zonas rebeldes separadas de Córdoba e integradas en el bloque cristiano, en especial el núcleo
pamplonés, que se ensanchará a costa de los Banu Qasi, separada ya de éstos y al frente de una nueva dinastía.
En el interior, a las nuevas revueltas en las Marcas fronterizas se unirá un episodio de gran envergadura. Se
trata de la rebelión muladí, que habría de prolongarse hasta bien entrado el siglo X. Su cabecilla fue Umar ibn
Hafsun, a quien las crónicas árabes describen, en el año 882, como jefe de una cuadrilla de salteadores que
tenían su residencia en la fortaleza de Bobastro, en la serranía de Ronda, de donde ni Muhammad I ni sus
sucesores al−Mundir (886−888) y Abd Allah (888−912) lograrían expulsarle. Esta revuelta generalizada, cuya
envergadura, alcances, estructura, radio de influencia, junto a los presupuestos ideológicos e historiográficos
que suscita, no tenían precedentes en al−Andalus, no empezó a remitir hasta el año 900, pero su total
represión no llegaría hasta el primer tercio del siglo X.
La muerte prematura de al−Mundir ante los muros de Bobastro, sólo dos años después de que ocupara el trono
de al−Andalus, acabó con el que parecía un decidido propósito de erradicar la proliferación de insurgentes.
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Así, su hermano y sucesor, Abd Allah, más piadoso pero menos guerrero, asumió la tarea y consumió casi la
totalidad de su mandato −con claro retroceso en otras actividades gubernamentales− en contener estos
múltiples movimientos de independencia, tanto de muladíes como de árabes y beréberes que, ahora desatados,
proliferaban por doquier, sobre todo en el ámbito de la Andalucía islámica.
El fenómeno de la rebelión muladí ha sido explicado tradicionalmente en base a una explosión de
particularismo (SALVADOR DE MOXO) o especificidad hispánica que los autores modernos no aceptan.
Así, P. GUICHARD utiliza una hipótesis de trabajo diferente al percibir en al−Andalus, durante los siglos IX
y X, la existencia de dos sociedades yuxtapuestas y claramente diferenciadas: la sociedad indígena y la
sociedad arabo−beréber, con estructuras y comportamientos diferentes, lo cual no abona la idea de una rápida
fusión entre ambas poblaciones, como hasta hace poco se venía sosteniendo. CHALMETA piensa, por su
parte, que con el debilitamiento del poder central, ante el cada vez más acusado fraccionamiento político, se
asiste a un proceso de casi feudalización justificada en el surgimiento de unos señores autónomos, cuando no
independientes, emplazados en zonas de difícil acceso y cuya actividad entorpecía el normal funcionamiento
de las ya debilitadas instituciones, con el consiguiente agravamiento de la inseguridad; señores que siguen
conservando ciertas relaciones con el emir de Córdoba, al que reconocen una cierta autoridad nominal con el
fin de conservar y legitimar su propio poder. El poder central, por su parte, accedía a sus demandas mediante
un compromiso económico, más ficticio que real, pero sobre todo registrando como concesión (tasyil) lo que
ya era un hecho consumado. Aunque el fenómeno no es privativo de esta época, sí se presenta particularmente
generalizado durante el gobierno de Abd Allah, el cual se vio obligado a hacer frente a no pocas peticiones en
este sentido.
La rebelión de Umar ibn Hafsun está directamente relacionada con diversas sublevaciones muladíes en las
montañas de Jaén, y a imitación suya se produjeron diversos movimientos en el sur de Portugal, pero las
revueltas más importantes por su alcance y duración tuvieron lugar en Granada y Sevilla, donde la población
no árabe se enfrentó abiertamente a la aristocracia a partir de año 889. Inicialmente, los muladíes y los
cristianos de estas ciudades sirvieron de contrapeso a los dirigentes árabes y fueron fieles auxiliares del emir,
pero la debilidad del emirato durante la revuelta de Umar y de las ciudades fronterizas dejó el poder en manos
de los árabes y contra ellos, contra sus abusos, se dirige la revuelta granadina, prontamente sofocada; los
vencedores árabes se reparten el territorio y cada uno actúa independientemente en sus dominios hasta
comienzos del siglo X. El conflicto sevillano, inicialmente económico, se transforma en movimiento de
protesta étnico−social y desemboca en la independencia de la ciudad respecto a Córdoba: muladíes y
cristianos de Sevilla viven del comercio y se oponen violentamente al jefe árabe Kurayb ibn Jaldún cuando
éste, aprovechando la inseguridad, intercepta el camino entre ambas ciudades. A pesar de que muladíes y
cristianos aparecen como aliados del emir, éste, temeroso de una posible alianza de aquéllos con los hombres
de Umar y necesitado de la colaboración militar árabe, no apoya a sus partidarios sevillanos e incluso condena
al jefe militar de los muladíes, con lo que se consagra la independencia de Sevilla bajo el control de las
familias árabes, preludiando lo que, un siglo más tarde, serán los reinos de taifas.
Como ocurriera durante el emirato de Muhammad I, la mayoría de los movimientos autonómicos fue de
muladíes tanto por el número de rebeldes como por el ámbito geográfico donde sucedieron; no obstante,
difiere de aquel período tanto por la mayor incidencia en otras áreas geográficas como por la alternancia con
otros grupos sociales diferentes, árabes y beréberes, en ocasiones enfrentados entre sí, otras veces en franca
hostilidad con los muladíes, en no pocos casos alentados por las mismas autoridades omeyas. Mérida, Toledo,
Zaragoza, Granada, Sevilla y las regiones montañosas de Córdoba y Jaén no fueron las únicas que escaparon
al control de Córdoba durante la época de Abd Allah; a ellas hay que añadir la región de Almería, donde
surgió una república de navegantes y mercaderes cuyos orígenes se relacionan con el conflicto muladí de
Granada. Las relaciones comerciales de al−Andalus con el imperio árabe fueron mantenidas por mediación de
los marinos de la costa andaluza, que de transportistas se convirtieron pronto en mercaderes y acabaron
controlando el comercio y la producción del norte de Africa. Grupos numerosos de mercaderes se trasladaban
anualmente a Africa donde invernaban y traficaban con las tribus beréberes; en primavera regresaban a la
Península.
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Uno de estos grupos, procedentes de Pechina, llegó a establecer una colonia permanente en la ciudad
norteafricana de Tenes, en el año 785, y su éxito fue tal que obligó a modificar la organización de la ciudad de
Pechina. Concebida como centro marítimo−comercial y militar, su territorio se hallaba dividido entre marinos
y soldados árabes instalados por Abd al−Rahman II para hacer frente a posibles desembarcos normandos.
Desaparecido el peligro militar e incrementadas las relaciones comerciales con el norte de Africa, la ciudad
amplió la zona comercial a costa del territorio cedido a los militares árabes, y, no pudiendo contar con el
apoyo político del emir ni con los productos manufacturados de al−Andalus al interrumpir el comercio las
revueltas muladíes, Pechina se organizó de forma independiente, se convirtió en una república de
marineros−mercaderes y creó su propia industria de artículos destinados a la exportación. Esta confederación
o república de marinos se mantuvo independiente de Córdoba, que nada pudo hacer para dominar la ciudad
mientras la revuelta de Umar ibn Hafsun exigió la concentración de todas las fuerzas cordobesas.
TEMA IX. ENTRE LA UNIDAD TEÓRICA Y LA DIVERSIDAD POLÍTICA.
• LA DIVISIÓN LEONESA.
I.l. El reino de León en la primera mitad del siglo X.
La unidad visigoda resucitada por los cronistas de Alfonso III choca con la realidad política, con una Hispania
fragmentada en reinos y condados que si están de acuerdo en la conveniencia de expulsar a los musulmanes,
de reconquistar el viejo territorio godo, no están dispuestos a reconocer la autoridad del monarca leonés.
La difícil situación de al−Andalus y los éxitos militares conseguidos por Alfonso III en colaboración con los
monarcas navarros y con los muladíes de Mérida y Toledo permitieron a los cronistas musulmanes atribuir al
reino astur el papel de conquistador y reunificador de los antiguos dominios visigodos, proyecto al que no
sería ajeno el título de emperador dado por algunos clérigos al monarca asturiano, aunque éste personalmente
jamás utilice el título imperial. Los años que van del accidentado fin de Alfonso III a la muerte de Ramiro II
en 951, señalan sin duda el máximo esplendor del llamado Imperio leonés. No sólo se asegura la línea del
Duero, sino que incluso por muchas zonas se alcanzan las estribaciones del sistema central; y todo ello pese a
que en al−Andalus se ha producido una notable reorganización interna y un aumento considerable del poder
central con la subida al torno de Abd al−Rahman III (912−961). Pero, por otro lado, aparecen ya los primeros
síntomas de debilidad. Estos signos no son sino las cada vez más poderosas tendencias centrífugas, que
pueden verse sobre todo en las zonas extremas del reino, en Galicia−Portugal y Castilla. En ellas las
diferencias geográficas y socioeconómicas se ven favorecidas por el progreso de la señorialización y de la
feudalización político−administrativa.
Así, Alfonso no pudo impedir la sublevación de sus propios hijos y la imposición como rey del primogénito
García, auxiliado por tropas castellanas (916), quien sin duda ocupa un lugar preeminente desde la nueva
capital de León. Pero es indudable que Galicia y Asturias gozarían de una posición de gran autonomía bajo el
gobierno directo de sus dos hermanos menores, Ordoño y Fruela. Este apoyo castellano a García explicaría
que los principales esfuerzos de expansión territorial y repoblación se sitúen en estos años en la zona
castellana. Así, mientras que en el 912 se alcanza ya la línea del Duero en San Esteban de Gormaz y Osma, al
año siguiente se penetra en la Rioja venciendo a los musulmanes en Arnedo. Ello obligará a García a conceder
a los condes de estos territorios una mayor autonomía y a permitir o estimular la unificación de estos
condados para mejor defender el territorio. El monarca leonés actúa de forma similar a la de los reyes
carolingios y, como éstos, será incapaz de evitar que los condes de Castilla actúen respecto a León con la
misma independencia que los de Barcelona respecto al reino franco unos años antes.
La inesperada muerte de García en Zamora permite a Ordoño II (914−924) unificar el reino. Ordoño II
continúa la política ofensiva emprendida contra los musulmanes desde sus dominios gallegos. Al saqueo de
Evora (913) sigue una campaña contra la zona emeritense, en la que toma el castillo de Alanje (914) y obliga
al gobernador de Badajoz a comprar la retirada de sus tropas. Los ejércitos leoneses derrotan a los
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musulmanes en San Esteban de Gormaz y llegan a ocupar Talavera, pero son derrotados por Abd al−Rahman
III en Valdejunquera (920).
Los triunfos militares han hecho olvidar temporalmente las diferencias existentes entre León y Castilla, pero
éstas resurgen al producirse la primera derrota de consideración. Los condes castellanos, acusados de
negligencia pero que en realidad se niegan a secundar la política real de alianzas con Navarra por entender que
favorece la expansión de este reino por la Rioja a costa de los castellanos, fueron encarcelados durante algún
tiempo, lo que no impidió que fueran repuestos en sus cargos. La ausencia de los condes en Valdejunquera y
el regreso a sus condados son indicios de la escasa autoridad del monarca en esta zona fronteriza del reino.
La muerte de Ordoño I en 924 vino, además, a plantear un grave problema sucesorio, que sólo se resuelve con
la llegada al trono de Ramiro II (931−951), reunificador de los dominios leoneses. El reinado de Ramiro II
sería sin duda el más importante de toda la época imperial leonesa, señalando un nuevo avance territorial
sobre Córdoba. El monarca intenta unir a los cristianos contra el califa, apoya a los rebeldes toledanos,
refuerza la alianza con Navarra e intenta atraer a los tuchibíes del Ebro para enfrentarse a Abd al−Rahman al
que derrota en Simancas (939), victoria que le permite consolidar las posiciones leonesas en el valle del Duero
y repoblar Sepúlveda, Ledesma y Salamanca.
Los éxitos militares frente a los musulmanes y la alianza con los navarros no fueron suficientes para impedir
la secesión de Castilla, cuyos condes, aun cuando colaboran en la lucha contra los cordobeses, actúan en sus
dominios con una gran independencia. Al igual que Ordoño II, Ramiro encarceló a los condes Fernán
González y Diego Muñoz y del mismo modo que su antecesor se vio obligado a devolverles la libertad y a
reponerles en sus cargos tras exigirles un juramento de fidelidad.
I.2. El fin del reino de León.
A mediados del siglo X, León se halla, aparentemente, en condiciones de convertir en realidad los deseos y
proyectos de los clérigos mozárabes; las victorias de Ramiro II frente a los musulmanes y la amplitud de los
territorios incorporados hacen del reino leones la máxima fuerza política del mundo cristiano peninsular y su
influencia sobre Navarra−Aragón se extiende hasta los condados catalanes en los que un abad, Cesáreo de
Monserrat, concibe y lleva a cabo el propósito de hacerse nombrar por los obispos leoneses metropolitano de
la sede tarraconense, lo que equivalía a reconocer no sólo el carácter apostólico de la sede de Iria (Santiago de
Compostela), sino también la unidad de las tierras hispánicas y la supremacía en ellas del reino leonés.
Sin embargo, la privilegiada posición política y eclesiástica de la monarquía leonesa no fue obstáculo para que
los obispos catalanes rechazaran el nombramiento de Cesáreo, para que los navarros se libraran de la tutela
ejercida por los reyes leoneses y para que los propios súbditos de la monarquía se sublevaran contra el nuevo
rey Ordoño III (951−956), que tuvo que hacer frente a los condes castellanos, a los magnates gallegos y a su
hermano Sancho, a cuyo lado se hallaban tropas navarras. Con ello se iniciaba la serie de intervenciones
navarras en las querellas dinásticas e internas de León, lo que al mismo tiempo significaba la plena
emancipación del reforzado reino navarro de la anterior hegemonía del Imperio leonés.
Ordoño lograría derrotar a sus enemigos e incluso tendría fuerzas para dirigir una expedición contra los
musulmanes, pero la inestabilidad interior le obligaría a firmar treguas con el califa, cuyos ejércitos serán, en
adelante, los árbitros de las querellas entre cristianos. A la muerte de Ordoño, castellanos y navarros se
enfrenten por el control del rey leonés; mientras los segundos apoyan a Sancho I y consiguen imponerlo
(956−958), Fernán González consigue atraerse a la nobleza leonesa y expulsar al monarca, que será sustituido
por Ordoño IV, cuya fidelidad se asegura el castellano casándolo con una de sus hijas.
Fernán González y la reina Toda de Navarra, tan pronto aliados como enfrentados entre sí, ponen y quitan
reyes a su antojo llegando en ocasiones a unirse a los musulmanes: depuesto Sancho I por el conde castellano,
busca refugio en Pamplona y posteriormente en Córdoba, de donde regresan Toda y Sancho con tropas
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cordobesas que reponen al monarca tras haberse comprometido éste a devolver diez de las fortalezas de
frontera ocupadas en los años anteriores; en Córdoba le sustituirá el rey depuesto cuya sola presencia era una
amenaza para la estabilidad del reino leonés, aunque navarros y castellanos estuvieran de acuerdo en apoyar a
Sancho y contaran con la ayuda del conde de Barcelona. Unos y otros fueron derrotados por al−Hakam (963)
y, bajo el reinado de Ramiro III (966−984), hijo de Sancho, en San Esteban de Gormaz (976). Córdoba se
convirtió en lugar de peregrinación de los condes de Barcelona, de Galicia, de Castilla y de Saldaña, de los
reyes de Navarra y de León, que pese a su obediencia y sumisión no evitaron la destrucción de Zamora por
Almanzor el año 981 ni la derrota de castellanos, navarros y leoneses ante Rueda en el mismo año. Las tropas
cordobesas permanecen en León y saquean Coimbra, Sahagún, Eslonza... con ayuda de condes gallegos y
leoneses rebeldes al monarca cuando Vermudo II (982−991) intenta librarse del protectorado musulmán, sin
que pueda conseguirlo; a cambio de esta sumisión, conseguirá recuperar la ciudad de Zamora. Sofocadas las
rebeldías internas, comenzó un período de enfrentamientos con los musulmanes que provocó numerosas
despoblaciones y una importante crisis económica. Almanzor, que en esta época devasta Coimbra, León,
Zamora y Sahagún, llegando incluso hasta Santiago de Compostela, será nuevamente llamado a actuar como
árbitro entre el conde castellano y el portugués Menendo González, que se disputan la tutela del nuevo rey,
Alfonso V (999−1028), llegado al trono con sólo cinco años.
A pesar de las medidas de Alfonso V para pacificar el reino y controlar la nobleza −como el concilio de León
del año 1017 o la concesión de un fuero a esta urbe que tenía como principal objetivo la atracción de nuevos
pobladores−, el reino leonés, debilitado por las guerras civiles, será incapaz de aprovechar junto a los demás
reinos y condados cristianos la desaparición del califato en los años iniciales del siglo XI y lejos de ampliar
sus fronteras se ve sometido a la tutela castellana, que será sustituida por la navarra al morir el conde García
(1029) e incorporarse Castilla a los dominios de Sancho el Mayor, cuyas tropas llegaron a ocupar León, donde
algunos documentos dan al monarca navarro el título de emperador, quizá para indicar su poder y su autoridad
sobre tierras leonesas. Fernando I, hijo de Sancho el Mayor de Navarra, convertido en rey de Castilla en 1035,
derrotará al último rey leonés Vermudo III dos años más tarde y se proclamará rey de León.
• CASTILLA INDEPENDIENTE.
En sus orígenes Castilla no es sino la frontera oriental, escasamente poblada, del reino asturleonés, la zona
más expuesta a los ataques cordobeses por el sur y a la penetración de los musulmanes del Ebro por el este. Al
mismo tiempo, es una zona de predominio de llanuras, si se compara con las tierras montañosas del reino, y
estas circunstancias harán de Castilla una comarca diferenciada dentro del reino. Por una parte, su población
ha de ser eminentemente guerrera: cuando Alfonso I de Asturias aprovecha la sublevación beréber para
desmantelar las guarniciones musulmanas, la población mozárabe de Castilla se retira a las montañas, donde
es más fácil la defensa, y Castilla será repoblada en los siglos IX y X por vascos occidentales poco civilizados,
es decir, poco adaptados al sistema de vida romanovisigodo. La libertad individual frente a la servidumbre
gótico−asturleonesa será la primera característica de la población castellana, de los campesinos−guerreros que
defienden la frontera de los ataques muladíes y cordobeses.
Los repobladores de Castilla no conocen la jerarquización social acentuada que, derivada del mundovisigodo,
se impone en el reino leonés, y las desigualdades que pueden observarse entre los primeros castellanos
procede no de la herencia sino de la función que cada uno desempeña en una sociedad guerrera: será noble
aquel que por su riqueza esté capacitado para combatir a caballo, pero su situación no es muy diferente a la de
sus convecinos si exceptuamos una cierta benevolencia del fisco hacia estos caballeros villanos. El carácter
fronterizo de Castilla no anima, al menos hasta época tardía, a instalarse en ella ni a la vieja nobleza visigoda
ni a los clérigos mozárabes huidos de Córdoba, y en Castilla no existirán grandes linajes ni proliferarán como
en León los monasterios y las grandes sedes episcopales que son los dueños de la tierra, de la riqueza, y
poseen la fuerza necesaria para someter a los campesinos libres que subsisten en las montañas asturleonesas o
en la nuevas tierras repobladas. En Castilla no se produce, por tanto, al menos hasta época tardía, la
concentración de la propiedad que puede observarse en otras zonas y se mantiene la libertad individual, que
está además garantizada por la mayor resistencia que pueden ofrecen las comunidades rurales −frente al
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hábitat disperso de la montaña, la población castellana está agrupada en núcleos de relativa importancia− a la
absorción de sus bienes y personas por los grandes propietarios.
El origen de sus pobladores y la situación fronteriza del territorio explican las diferencias sociales y
económicas del territorio castellano, distinto también desde el punto de vista jurídico: sin una tradición
visigótica fuerte, Castilla como todas las sociedades primitivas, prefiere la costumbre ancestral y la decisión
de los hombres justos a la ley escrita representada por el Liber Iudiciorum, y cuando los castellanos creen sus
propias leyendas las centrarán en los jueces de Castilla, que son los representantes y defensores de la
diferenciación jurídica y política respecto a los leoneses. De uno de estos alcaldes o jueces harán descender a
Fernán González, considerado el primer conde independiente de Castilla en los años centrales del siglo X,
aunque mucho antes se han producido las primeras manifestaciones del particularismo castellano: desde la
creación de condados en Castilla (el primer conde conocido, Rodrigo, aparece documentado en el año 850)
sus habitantes se ven obligados a erigir fortalezas que suplan la ausencia de defensas naturales, y desde ellas
los condes no tardan en desafiar la autoridad de los reyes leoneses del mismo modo y por las mismas razones
que desafían el poder carolingio los condes situados en zonas fronterizas, los catalanes entre otros.
Esta oposición se halla atestiguada por la realidad o leyenda de la prisión de los condes castellanos en la época
de Ordoño II. El cronista Sampiro se limita a dar la noticia sin referirse para nada a las causas entre las que los
historiadores han señalado la ausencia de las huestes castellanas en el desastre de Valdejunquera. Si así fuese,
podría deducirse que los condes, que habían sufrido los primeros ataques de Abd al−Rahman y habían visto
destruidas sus fortalezas y las cosechas del territorio en el mes de junio, prefirieron dedicar sus esfuerzos a la
reconstrucción y reparación antes que colaborar en la defensa del navarro Sancho Garcés I, al que apoyaba
Ordoño II. Ya antes, uno de los condes castellanos, Nuño Fernández, había demostrado su independencia
frente a Alfonso III del que conseguiría, militarmente, la liberación de García, acusado de conspirar contra su
padre.
El proceso de independencia de Castilla es en muchos puntos similar al de los condados catalanes; la división
de Castilla en numerosos condados, cuyos dirigentes no siempre actúan de acuerdo, permite a los monarcas de
León mantener la autoridad sobre la zona, pero las necesidades militares exigen un poder unificado al que se
llega con Fernán González, quien parece que pudo gobernar en Castilla desde el 930 al 970, en que murió. En
palabras de SANCHEZ−ALBORNOZ, nos encontramos con una personalidad de excepción. Hijo de la reina
doña Mummadona, viuda de García I, ella le casó con una mujer viuda dos veces y quizá mayor que él, pero
hija de la reina Toda de Navarra y hermana de la reina de León, la mujer de Ramiro II. La conjunción de sus
felices parentescos con su talento político puso en Fernán González cartas decisivas de victoria. Pero ello no
hubiese sido suficiente si además no hubiese contado bajo sus manos hábiles con el pueblo castellano. Así, el
ascenso de la casa condal de Fernán González y de Castilla como Estado independiente, sino de iure al menos
de hecho, y como elemento director en muchas ocasiones de la lucha frente a los esfuerzos hegemónicos
cordobeses tienen que ver, según SALVADOR DE MOXO, con tres factores: 1, la personalidad que se forja
Castilla a partir del siglo IX; 2, su carácter de pueblo fronterizo y alejado del corazón del reino leonés, que la
exponen preferentemente a los ataques musulmanes provenientes ya del Ebro, ya de la llamada frontera
media, y 3, el personal influjo de un espíritu audaz y emprendedor como Fernán González, defensor del país
frente al enemigo musulmán.
En un principio, la fidelidad del conde se garantiza mediante el matrimonio de una de sus hijas con el
heredero leonés; además, recibe hacia el 931 de Ramiro II los condados de Burgos, Lantarón, Alava, Lara y
Cerezo, que le dan la fuerza suficiente para enfrentarse al monarca. Las dificultades internas de León a la
muerte de Ramiro serán utilizadas por Fernán González para afianzar su independencia y ampliar sus
dominios mediante una hábil política de injerencia en los asuntos leoneses apoyando según su conveniencia a
uno u otro de los candidatos al trono leonés. Alternando la sublevación armada con la sumisión y contando
con el apoyo de Navarra o enfrentándose a sus monarcas, Fernán González consigue mantener unidos los
condados castellanos y transmitirlos a su hijo García Fernández (970−995), que consagrará a Castilla como un
auténtico principado feudal y actuará como señor independiente aún cuando reconozca la superioridad teórica
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del monarca leonés.
Enfrentado a los mejores generales musulmanes, el conde castellano favorece a los campesinos que puedan
disponer de un caballo apto para la guerra, les concede la categoría de infanzones o miembros de la nobleza de
segundo grado −hecho consolidado en el Fuero de Castrojeriz (974) otorgado por García I− y con su ayuda
ocupa diversas plazas en la zona del Duero. Hábil diplomático, García alterna la guerra con la sumisión a
Córdoba y provoca disensiones entre los musulmanes al atraer a su bando a uno de los hijos de Almanzor,
pero no puede evitar que su propio hijo, Sancho, colabore con los musulmanes y, más tarde, pida a Almanzor,
sin éxito, la tutela del rey leonés Alfonso V.
Desaparecido el peligro musulmán, al producirse los enfrentamientos entre beréberes, andalusíes y eslavos,
Sancho vende sus servicios militares a los primeros, de los que obtiene algunas plazas fronterizas en el valle
del Duero −como San Esteban, Clunia, Osma o Gormaz−, en el que se intensifica por estos años la labor de
repoblación y se fortalece la autoridad condal, hasta el punto de que a la muerte de Sancho (1017) el condado
pudo ser regido por un menor de edad, García. El peligro para el condado viene ahora no de León sino de
Navarra y los castellanos intentarán evitar el peligro de anexión mediante una alianza con los leoneses que se
lograría mediante el matrimonio de García con Sancha, hermana de Vermudo III de León, quien reconocería
al conde el título de rey, es decir, la independencia castellana. El asesinato de García en León llevaría a los
castellanos a entregar el condado a Sancho el Mayor de Navarra.
• ARAGÓN Y PAMPLONA.
III.l. El ascenso de Navarra.
La rapidez y profundidad de los avances cristianos en la zona occidental −donde la frontera se establece a
orillas del Duero− sólo puede explicarse si aceptamos la relativa despoblación de esta zona y el escaso interés
de los musulmanes por asentarse en ella tras el abandono de las guarniciones beréberes a mediados del siglo
VIII. El valle del Ebro está mucho más poblado y sus dirigentes, árabes o miembros de la nobleza visigoda
convertidos al Islam, ofrecen una gran resistencia por lo que los avances cristianos serán mucho más lentos.
Aquí la frontera se establecerá en una línea que se extiende desde la sierra de Codés en Occidente hasta
Benabarre pasando por el valle de Berrueza, las estribaciones de Montejurra y Carrascal hasta el río Aragón
en Pamplona, y desde el Aragón, por Luesía, Salinas, Loarre, Guara y Olsón en el condado aragonés. Esta
línea no fue superada hasta comienzos del siglo X en tiempos de Sancho Garcés I (905−925), cuya subida al
trono fue facilitada por el leonés Alfonso III, interesado en que los navarros cerraran el paso a los musulmanes
del Ebro y a los cordobeses y protegieran el flanco oriental de León.
Con la ayuda leonesa, Sancho I extiende sus dominios sobre Monjardín, Nájera, Calahorra y Arnedo a pesar
de la derrota sufrida en Valdejunquera; por el este el reino de Pamplona se extiende a lo largo de la cuenca del
Aragón dejando así al condado aragonés sin posibilidad de ampliar su territorio hacia el sur excepto por la
orilla izquierda del Gállego. Aragón acabará uniéndose al reino navarro aunque conserve sus instituciones y
su propia personalidad.
La artífice de la unión navarro−aragonesa, con la que se inicia la hegemonía navarra sobre los reinos
cristianos, parece haber sido la reina Toda, viuda de Sancho Garcés y regente de García Sánchez I. Toda, que
sustituyó en la regencia del reino a su cuñado Jimeno en el 931, por minoría de edad de su hijo, de hecho
gobernó el reino durante toda la vida de García Sánchez I, al que casó con Andregoto Galíndez de Aragón y al
que hizo intervenir decisivamente en León al morir Ramiro II. La reina, aliada al castellano Fernán González
o de acuerdo con los califas, nombra y depone reyes en León y pone en peligro la independencia de Castilla
cuyo conde tuvo que renunciar, a favor de Navarra, al monasterio de San Millán de la Cogolla y a su entorno,
que sería saqueado por Almanzor lo mismo que Santiago de Compostela, a pesar de la sumisión navarra y
leonesa en los últimos años del siglo X. Tanto Vermudo II de León como Sancho II de Navarra (970−994)
reconocieron su dependencia de Córdoba mediante la entrega a Almanzor de una hermana y una hija como
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esposas, respectivamente.
III.2. La hegemonía de Sancho III el Mayor.
Sancho III el Mayor (1005−1035) puede ser considerado como el primer monarca europeo de la Península,
sobre cuya parte cristiana ejerció un auténtico protectorado. Como defensor y cuñado del infante García de
Castilla −asesinado en León− interviene en este condado y se enfrenta al monarca leonés, cuyo título imperial
utiliza al ocupar la ciudad de León; actúa como árbitro en las dispuestas internas del condado barcelonés,
ocupa los condados de Sobrarbe (1015) y Ribagorza (1025) y obtiene el vasallaje del conde Gascuña. No sin
razón puede afirmar que su reino se extiende desde Zamora hasta Barcelona, aunque su autoridad es muy
desigual: en unos casos se hace efectiva mediante la intervención militar como en el caso castellano; en otros,
su hegemonía es reconocida gracias a una hábil combinación de la diplomacia y de las armas, que le permiten
alternar los ataques al reino leonés con la creación en los dominios leoneses de un partido favorable al
monarca navarro; en Gascuña y Barcelona la autoridad de Sancho es más nominal que real y adopta la forma
feudal europea: Sancho tendrá como vasallo al conde Sancho Guillermo al que apoya contra los señores de
Toulouse y del que obtiene el vizcondado de Labourd, y vasallo del monarca navarro es Berenguer Ramón I
de Barcelona cuya autoridad es discutida por su madre Ermesinda; el condado de Sobrarbe y Ribagorza, que
oscila entre la aproximación a Barcelona y la vinculación a Pamplona, es anexionado de forma directa, y lo
mismo puede decirse de Castilla después de la muerte de García.
Las zonas incorporadas mantienen su personalidad: Castilla fue unida a Navarra previo el compromiso de
Sancho de confiar el gobierno del condado al segundo de sus hijos legítimos, y puede suponerse que a un
acuerdo similar se llegaría en los casos de Sobrarbe−Ribagorza o Aragón, según se desprende del testamento
de Sancho, o de las leyendas que explican por qué Sancho dividió el reino entre sus hijos García (Navarra),
Fernando (Castilla), Ramiro (Aragón) y Gonzalo (Sobrarbe). La preeminencia feudal de Navarra sobre los
demás territorios tiende a mantener la unidad de los dominios de Sancho el Mayor y es al mismo tiempo la
mejor prueba de las diferencias existentes, la prueba de que tanto los castellanos como los aragoneses se
sienten y son distintos de los navarros.
La anexión de estos territorios y el reconocimiento de la superioridad del monarca navarro sólo puede
explicarse satisfactoriamente por la importancia adquirida por el reino, pero nuestra información sobre este
punto es deficiente; sin duda, Navarra es un lugar privilegiado para el intercambio comercial, para el paso de
mercancías entre la zona musulmana del Ebro y Europa, pero ignoramos la importancia de estos intercambios
y su incidencia sobre la economía y sobre la historia navarras.
Mejor conocidas son las relaciones políticas, eclesiásticas y culturales: Sancho es el protector de las nuevas
corrientes eclesiásticas representadas por Cluny, cuya observancia introduce en el monasterio aragonés de San
Juan de la Peña y en el navarro de Leyre, desde los que se realiza una importante labor de cristianización de
las masas rurales. A Sancho se debe la reparación y modificación de los caminos seguidos por los peregrinos
que atraviesan Navarra y Aragón para dirigirse a Santiago de Compostela, y sus contactos políticos con el
mundo europeo le llevan a considerar el reino como una monarquía cuya unidad vendrá dada por las
relaciones feudales existentes entre sus hijos y entre las tierras confiadas a cada uno de ellos. Sancho el Mayor
tuvo por amigos y consejeros a figuras tan notables como el obispo Oliba de Vic, abad a su vez de Ripoll, de
quien se conserva una preciosa carta doctrinal (1023), y al abad Poncio, de San Saturnino de Tabernoles, que
fue obispo de Oviedo (1028−1035), ambos catalanes y decididos reformistas, aunque imprimieran su propia
personalidad a la reforma de la Iglesia.
• LOS CONDADOS CATALANES.
IV.l. La tendencia a la unidad en torno a los condes de Barcelona.
La frontera cristiano−musulmana se estabiliza desde comienzos del siglo IX en la línea formada por las sierras
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de Boumort y del Cadí, por Monserrat y por el macizo de Garraf, quedando entre ellas una amplia zona de
nadie que no sería ocupada y repoblada hasta la época de Vifredo, y de manera definitiva en los años finales
del siglo X, coincidiendo con los ataques de Almanzor. La repoblación fue hecha por el sistema de aprisio o
presura controlada por los condes y por sus funcionarios y en ella colaboraron activamente la sede episcopal
de Vic y los monasterios de Ripoll y de San Juan de las Abadesas a los que se unen los nobles con sus siervos
y vasallos, y grupos numerosos de campesinos−pequeños propietarios cuya situación y evolución histórica
será semejante a la de los instalados en Galicia y León: libres inicialmente, perderán la libertad en un largo
proceso que se extiende hasta el siglo XI.
La fragmentación política es una constante en la historia de los dominios cristianos de la zona oriental, pero
esta corriente disgregadora coexiste con una tendencia a la unidad, manifestada en el reconocimiento de un
prestigio y de una autoridad superior de los condes de Barcelona, que intentarán en el siglo X unificar
eclesiásticamente los condados catalanes mediante la reconstrucción de la metrópoli tarraconense, que
reforzará la unidad política y, además, permitirá romper los vínculos con el mundo franco representados por la
archidiócesis de Narbona, de la que depende el clero de los condados catalanes. El primer intento es obra del
abad Cesáreo de Monserrat, que consigue ser nombrado metropolitano por los obispos leoneses en el año 954.
El recurso a León se explica por la creencia de que en Compostela descansan los restos del Apóstol Santiago,
primer evangelizador de Hispania, pero aceptar la decisión de los obispos leoneses equivale, de algún modo,
reconocer la superioridad del rey de León, por lo que el nombramiento de Cesáreo no será aceptado por el
conde de Barcelona. Este buscará en Roma, la otra sede apostólica de Occidente, el nombramiento del obispo
Atón de Vic como arzobispo con jurisdicción sobre todas las diócesis situadas en territorio catalán: Barcelona,
Gerona, Vic, Urgel y Elna.
El nuevo arzobispado no sobrevivió al arzobispo, del que sabemos que fue asesinado, quizá como
consecuencia del revuelo provocado por su nombramiento, que separaba a la Iglesia catalana de la franca para
ponerla en manos del conde de Barcelona, que, de este modo, ejercía un cierto control sobre el condado de
Ampurias, políticamente diferenciado. El recurso a Roma para evitar o contrarrestar la presencia carolingia se
fortalece a través de los monjes cluniacenses, dependientes directamente del Pontificado, y cuya regla adoptan
en el siglo X la mayoría de los monasterios catalanes. Para los condes catalanes, la aprobación o confirmación
de sus privilegios y derechos por Roma permite prescindir de los monarcas carolingios, aun cuando en
ocasiones se alternen los viajes a Roma con las visitas a Reims. A través del pontífice, los condes entran
igualmente en contacto con los emperadores alemanes, cuyo prestigio político y eclesiástico eclipsa la
reducida autoridad de los monarcas carolingios.
La unión de condados lograda por Vifredo el Velloso no le sobrevive: el condado de Urgel se unirá
momentáneamente al núcleo barcelonés el 940 para ser una vez más separado y permanecer independiente
hasta el siglo XIII. También Cerdaña−Besalú permanece al margen del núcleo Barcelona−Gerona−Vic hasta
los primeros años del siglo XII, como consecuencia del concepto patrimonial de los condes catalanes que
distribuyen los condados entre sus hijos del mismo modo que dividían las tierras de su propiedad. Este
concepto patrimonial no impedirá, sin embargo, que se mantenga la unión Barcelona−Vic−Gerona aunque
para lograrlo sea preciso atribuir los condados conjuntamente a dos o más hijos del conde como ocurrió a la
muerte de Vifredo (898), de Suñer (954) o de Berenguer Ramón I (1035), tras el cual se puso en peligro la
política unificadora.
Aunque debilitada la influencia franca, la ruptura abierta con los monarcas no era aconsejable mientras
persistiera el peligro musulmán, al menos mientras los reyes francos fueran capaces de ofrecer ayuda en caso
de ataque. Fiados en este apoyo indirecto, los condes catalanes dirigen algunas expediciones contra los
dominios musulmanes en la primera mitad del siglo X, pero al afirmarse la autoridad de Abd al−Rahman III y
de sus sucesores, Borrell II (954−992) se apresura a reconciliarse con el califa y las embajadas barcelonesas
alternan en Córdoba con las leonesas, castellanas y navarras, y rivalizan con ellas en probar la buena
disposición de los cristianos hacia los musulmanes y su obediencia a los deseos califales, sin que por ello
Barcelona se viera libre de los ataques de Almanzor (985).
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La falta de ayuda franca ante estos ataques, la extinción de la dinastía carolingia definitivamente en el 987 y el
convencimiento de que nada podía esperar de los capetos fueron el pretexto invocado por Borrel II para
romper los lazos que unían el condado barcelonés con la monarquía franca, y los catalanes de Urgel y
Barcelona actuarán en adelante con total independencia, real y teórica. Juntos colaboran con los esclavos en
las luchas internas ocurridas en al−Andalus a la muerte del segundo de los hijos de Almanzor. Por primera vez
los condes catalanes abandonan la política defensiva y emprenden una campaña que, pese a su relativo fracaso
−en ella murieron el conde de Urgel y el obispo de Barcelona− constituyó un triunfo psicológico de gran
transcendencia y, además, el botín logrado en el saqueo de Córdoba (1010) permitió a Ramón Borrell
(992−1018) una mayor circulación monetaria y una relativa activación del comercio; hizo posible la
reconstrucción de los castillos derruidos por Almanzor y la repoblación de las tierras abandonadas y, sobre
todo, sirvió para afianzar la autoridad del conde barcelonés frente a sus vasallos y ante los demás condes
catalanes.
IV.2. El abad Oliba.
La minoría de edad de Berenguer Ramón I (1018−1035) puso en peligro la obra de reconstrucción iniciada
por Borrell II y continuada por Ramón Borrell. Aun cuando los datos son confusos, parece seguro que entre
Ramón y su madre Ermesinda surgieron desavenencias que fueron aprovechadas por la nobleza para
independizarse del conde, y que obligaron a los grupos en pugna a buscar la ayuda de fuerzas ajenas al
condado: Berenguer Ramón I parece haberse inclinado hacia Sancho el Mayor de Navarra, y Ermesinda contó
con el apoyo de tropas normandas. Famoso según los cronistas por su falta de carácter, el conde al morir
dividió los condados entre sus hijos, todos menores de edad.
La situación caótica provocada por estas diferencias, por la insubordinación de la nobleza y por la anarquía
existente en el condado nos es conocida fundamentalmente a través de la actuación del abad Oliba
(972−1046), cuya personalidad llena la primera mitad del siglo XI catalán. Descendiente del conde Oliba
Cabreta de Cerdaña−Besalú, y bisnieto del conde de Barcelona Vifredo el Velloso, ingresó en la orden
benedictina en el monasterio de Ripoll en los primeros años del siglo XI. Su preparación y el prestigio que le
da su origen le ponen al frente de los monasterios de Ripoll y Cuixá en el año 1008 y diez años más tarde es
elegido por los príncipes, con el acuerdo del clero, obispo de Vic.
Como abad y como obispo, Oliba intenta restablecer la observancia en los monasterios catalanes que, aunque
habían aceptado la regla de Cluny, se hallaban muy lejos de cumplirla y dependían enteramente de las familias
nobiliarias, en cuyas manos estaban los nombramientos de abades y abadesas y la administración de los
bienes. Personalidad de gran prestigio en todos los condados catalanes, el obispo actúa como mediador en los
conflictos surgidos entre los condes catalanes y entre éstos y sus vasallos y culmina su acción de pacificador
con la difusión en Cataluña de las Constituciones de paz y de tregua, en las que se basarían los condes de
Barcelona para mantener pacificados sus dominios.
Paralelamente a los esfuerzos realizados en el mundo laico para poner fin a la anarquía mediante la fijación de
deberes y derechos de señores y vasallos feudales, en el campo eclesiástico surge la institución de la paz y
tregua de Dios, por la que se tiende a proteger los bienes eclesiásticos en todo tiempo y las personas de los
fieles entre las últimas horas del sábado y primeras del lunes, es decir, en los días festivos durante los cuales
los creyentes están obligados a cumplir sus deberes religiosos, lo cual no es posible si los caminos están
ocupados por salteadores. Las sanciones previstas contra los infractores son de tipo religioso−social: la
excomunión supone que el culpable no podrá ser enterrado eclesiásticamente ni gozar de los beneficios de la
oración, pero también convierte al reo en un apestado cuyo contacto tienen que evitar los demás hasta el punto
de que no se les permite comer, saludar ni hablar a los excomulgados.
Estas sanciones, a pesar de su gravedad en un mundo en el que no se concibe al hombre aislado, sino
formando parte de la comunidad civil y eclesiástica, son insuficientes para poner fin a los abusos de poder y
pronto, mediante acuerdos entre laicos y eclesiásticos, se establecen nuevas penas que pueden llegar hasta la
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destrucción de los bienes de los infractores y para cuya aplicación se forman hermandades de los firmantes de
la paz y tregua.
Oliba introduce estas constituciones en Cataluña: en 1027 en un sínodo celebrado en Tolugas, de la diócesis
de Elna; siete años más tarde, ordenaba en la diócesis de Vic el mantenimiento de la paz desde el jueves al
lunes e incluía en ella, además de los fieles, a quienes acudieran al mercado de los lunes en la ciudad; en los
años siguientes, junto a la paz en los días festivos y de mercado, se ordenarán treguas en determinados
períodos del año. Finalmente, será el poder civil, el conde o el rey, quien garantice la paz y tregua de Dios y
quien la establezca en los Usatges (usos y costumbres de Barcelona) o en las asambleas de clérigos y laicos
−que, al menos en el condado barcelonés, son un precedente claro de las cortes medievales− que utilizan la
fórmula eclesiástica para mantener pacificados los dominios durante sus ausencias.
En el aspecto religioso, Oliba debió ser un hombre bien organizado. Defendió los derechos de los monasterios
que dirigía imponiendo su criterio en cuantas reuniones se hicieron. Incluso llegó a viajar varias veces a Roma
en busca de nuevos privilegios para sus dominios religiosos. Siempre se destacó en él la integridad: cuando le
preguntaron cómo debía ser la persona que ocupase el cargo de abad de San Vicente de Cardona −la obra
maestra del románico catalán del siglo XI− Oliba indicó que debía ser un hombre honesto y desconocedor del
manejo de las armas de modo que su comunidad serviría así de ejemplo a otras.
Oliba convirtió a Ripoll en un centro cultural de primer orden, con un importante scriptorium (Biblias de
Roda y de Ripoll) y una excelente biblioteca, y restauró parte de su basílica. Ripoll contaba en 1047, un año
más tarde su muerte, con 245 códices, lo que le situaba no sólo a la cabeza de los monasterios hispánicos, sino
que podía competir dignamente con los más preclaros de la Cristiandad. Aunque muchos de estos códices no
han llegado hasta nuestros días, sabemos por un inventario del siglo XI que por supuesto no faltaban los textos
eclesiásticos, pero la principal novedad del cenobio ripullense consistía en la presencia de autores profanos
clásicos y de obras científicas de origen árabe, fundamentalmente de geometría y de astronomía. Como
consecuencia de esta importante labor de acumulación de materiales, Ripoll ofrecía, en la segunda mitad del
siglo X y en el siglo XI, espléndidas posibilidades para adquirir una formación científica, lo que en aquella
época era una novedad radical.
Excelente latinista, dejó una Memoria a sus sucesores en las que les daba consejos para el gobierno de los
monasterios y una Carta encíclica a los monasterios benedictinos. También mantuvo una amplia
correspondiencia con reyes y gobernantes de su tiempo.
La labor del abad y obispo Oliba tuvo también incidencia en el campo de las artes. El primer románico catalán
fue en gran medida impulsado por Oliba, a cuyo directo impulso se deben las consagraciones de Ripoll
(1032), Cuixá (1035) y Vic (1038), y posiblemente Canigó (1009). Las artes suntuarias (antependium para
Ripoll de 1032, hoy desaparecido) debieron también ocupar un lugar preeminente en la Europa de la época.
TEMA VIII. ORIGEN DE LOS REINOS Y CONDADOS CRISTIANOS.
• EL REINO ASTURLEONÉS.
I.l. Covadonga y los orígenes de la Reconquista.
• Características generales.
Con el término Reconquista se designa la actividad militar llevada a cabo por los núcleos políticos cristianos
de la península Ibérica, en el transcurso de los siglos VIII al XV, con la finalidad de recuperar el territorio
que, con anterioridad, había sido ocupado por los musulmanes.
Tradicionalmente se ha puesto mucho énfasis en el sentido religioso de la Reconquista, presentándola como
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una cruzada de larga duración de los cristianos contra los infieles. Ahora bien, ese aspecto no estuvo presente
de una manera efectiva en la Reconquista hispana hasta por lo menos la segunda mitad del siglo XI, época de
la gestación de las Cruzadas en el Occidente cristiano. Otro rasgo peculiar de la Reconquista hispana es la
pretensión puesta de manifiesto por los reyes y príncipes cristianos de reconstruir el fenecido reino visigodo,
pues se consideraban sus legítimos herederos. Eso explica que se creyeran con derechos suficientes para
repartirse el territorio de al−Andalus antes de haberlo conquistado, como se puso de manifiesto en los tratados
firmados por Castilla y Aragón en los siglos XII y XIII. De todas formas en el fenómeno reconquistador, y en
el proceso repoblador que le siguió indefectiblemente, intervinieron numerosos elementos, tanto demográficos
como económicos, sociales y políticos.
En efecto, el proceso reconquistador y la consecuente repoblación supusieron el trasvase permanente de
contingentes humanos que se desplazaban desde las tierras septentrionales hacia las meridionales. En el plano
económico, la incorporación de las tierras ganadas a los musulmanes significaba un incremento notable, a la
vez que una diversificación, de las posibilidades productivas de los núcleos cristianos. Asimismo, la
Reconquista y la repoblación desempeñaron un papel de primer orden en la formación de la sociedad de la
España medieval cristiana, ya fuera a través de la participación en las campañas militares o en los procesos de
colonización posteriores. No podemos dejar al margen, por último, el significado político de la guerra divina,
como se denominó a la pugna mantenida con los musulmanes, motivo de permanentes encuentros y
desencuentros entre los diversos núcleos de la España cristiana.
• Orígenes de la Reconquista en el norte cantábrico.
Cuando se produce la invasión musulmana en el 711 la franja cántabro−pirenaica estaba jalonada de pueblos
−astures, cántabros y vascones− cuya integración al dominio visigodo era escasa cuando no inexistente. Por
otra parte los territorios de la Meseta norte, centrados en torno al valle del Duero, ofrecían una escasa
densidad de población. Protegidos por las montañas y ante la poca presión musulmana, que se materializaba
en la instalación de guarniciones asentadas preferentemente en la cadena de fortalezas que los visigodos
habían instalado frente a ellos, estos pueblos montañeses, con una organización social de carácter tribal y
matriarcal, mantuvieron o acrecentaron su independencia o, en el peor de los casos, se limitaron a pagar
tributos como símbolo de dependencia respecto de Córdoba, sin que los emires tuvieran el control del
territorio ni pudieran impedir los avances de estas tribus hacia Galicia y León.
J.M. MINGUEZ hace hincapié en que quienes asumen el protagonismo de la gran expansión que se inicia en
el siglo VIII y culmina en el XIII no son precisamente los pueblos que se habían incorporado plenamente a la
romanización y que después se sometieron sin apenas resistencia al dominio político del Islam, sino que los
principales protagonistas de ese proceso de expansión son los pueblos insumisos del norte peninsular que en
los primeros siglos de nuestra era habían iniciado una etapa de transformaciones radicales que afectaban a su
propia estructura económica y social. Es decir, esa expansión que denominamos Reconquista debe
relacionarse directamente con las transformaciones de las sociedades tribales asentadas en la cordillera
Cantábrica y en los Pirineos más que con las directrices generadas por la civilización romano−visigoda. Esta
pervive en los territorios sometidos al Islam donde va adoptando formas específicas que poco tienen que ver,
al menos en la fase inicial de configuración de las sociedades septentrionales, con los procesos que se
desarrollan en el seno de aquéllas. La expansión, en definitiva, está ligada a la ocupación estable y a la
colonización del territorio, provocando fisuras cada vez más graves en la compacta unidad de los grupos
tribales y propiciando la aparición y consolidación de la familia conyugal. Este conjunto de transformaciones
debió provocar un incremento decisivo de la productividad del trabajo y, consiguientemente, del volumen de
los excedentes, lo que explicaría la aceleración del ritmo de crecimiento demográfico y la intensificación de
las tendencias expansivas de los pueblos montañeses hacia las tierras llanas de las cuencas del Duero y Ebro.
Hasta hace pocos años la batalla de Covadonga (718 según unos autores, 722 según otros) indicaba el
comienzo de la recuperación o si se prefiere de la Reconquista de las tierras ocupadas por los musulmanes. A
pesar de que la jornada ha sido magnificada por las crónicas cristianas (básicamente las llamadas crónicas del
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ciclo de Alfonso III, la Crónica Albeldense y las versiones rotense y ovetense de la Crónica de Alfonso III), a
medida que se han ido conociendo las fuentes islámicas la tesis reconquistadora ha ido perdiendo fuerza y se
acepta la idea de los cronistas del Islam de que Covadonga (término que parece proceder del de cova
dominica, es decir, una antigua cueva dedicada al culto pagano utilizada ahora para el culto cristiano y que
uniría a su carácter de centro religioso el estar vinculada a un jefe político local, de ahí el adjetivo dominica)
fue una de tantas escaramuzas entre una expedición de castigo y los montañeses asturianos residentes en zonas
de difícil acceso cuyo control directo no interesaba a los emires, que se conformaron con evitar las campañas
de saqueo de aquellos asnos salvajes, y con el envío ocasional de expediciones militares encargadas de
recordar la autoridad cordobesa y cobrar los tributos correspondientes. La importancia de Covadonga radica,
pues, no en la acción en sí, sino en que es manifestación de una actitud secular de resistencia a cualquier tipo
de dominación y de una tendencia expansiva que va cobrando nueva fuerza a medida que se van
profundizando las transformaciones sociales internas. A partir de esas fechas se constituyó en las montañas
cantábricas el primer núcleo político de resistencia al Islam que nacía en la Península, el reino de Asturias (o
astur).
Según cuenta la crónica de Alfonso III, entre los nobles emigrados y refugiados entre los astures se hallaban
Pelayo, antiguo espatario (miembro de la guardia noble) del rey Rodrigo, y su hermana. Los astures pactaron
sumisión al emir de al−Andalus y los musulmanes dominaron la región, estableciendo un gobernador y un
cuerpo de tropas en la ciudad de Gijón (713). El gobernador islamita de Gijón, Munuza, compañero de Tarik,
prendóse, al parecer, de la hermana de Pelayo y, deseando casarse con ella, decidiría alejar de Asturias a
Pelayo, enviándole a Córdoba en una comisión (717), o acaso como rehén y en garantía de la obediencia de
los astures y de los emigrados godos. De regreso a Asturias supo que Munuza se había casado con su hermana
y, al desaprobar la boda, el gobernador intentó apresarle. Pelayo, perseguido, se declaró en rebeldía, estuvo a
punto de ser apresado no lejos del actual Infiesto, acaso en Santa Cruz de Brez, cruzó el Piloña y se refugió en
una cueva de los montes. Allí estableció contacto con los astures que acudían a una asamblea local, hizo entre
ellos los primeros prosélitos, fijó en el monte Aseuva o Auseva su centro de operaciones, y recabó la ayuda de
los vecinos de los valles cercanos. Estos le eligieron jefe en 718, y de esa decisión nacería el núcleo cristiano
de Asturias, como reino rebelde al poder islámico. En todo caso, parece ser que Munuza, temeroso de las
represalias, abandonaría Gijón precipitadamente en el mismo año.
Cuando en el año 754 se escribe la Crónica mozárabe, para nada se habla de Pelayo, el héroe de Covadonga,
y la única referencia a una posible recuperación−reconquista es de carácter personal: al mencionar el asesinato
de Abd al−Aziz, hijo de Muza, se destaca la intervención de Egilona, viuda de Rodrigo y mujer de Abd
al−Aziz, que habría aconsejado el asesinato para sacudirse el yugo árabe y recuperar para sí el reino de Iberia.
Es a fines del siglo IX, agitado al−Andalus por las sublevaciones de muladíes y mozárabes, cuando comienza
a entreverse una posibilidad de expulsar a los musulmanes y justifican la posible operación las crónicas
escritas por los mozárabes llegados a Asturias en los últimos años, que reflejan en los textos no los intereses
de los astures sino los de los mozárabes herederos culturales de los visigodos y obligados a abandonar sus
ciudades después de la revuelta de mediados de siglo, del martirio−ejecución de muchos de sus dirigentes y de
la pérdida de importancia de los cristianos al orientalizarse e islamizarse al−Andalus. Los astures se
convertirán en sucesores de los visigodos a través de Pelayo, al que se presenta como espatario de los reyes
Vitiza y Rodrigo, hijo del duque Favila o nieto de Rodrigo y cuya nobleza se realza al emparentar con el
duque Pedro de Cantabria, descendiente del linaje de los reyes Leovigildo y Recaredo. Sólo ahora, establecido
el lazo entre los reyes de Asturias y los visigodos, puede entrarse claramente en el proyecto reconquistador, de
la salvación de España. A través de estos textos se afirma que Alfonso III y sus sucesores tienen el derecho y
la obligación de expulsar a los musulmanes, y de extender su autoridad sobre todos los territorios que
antiguamente habían pertenecido a la monarquía visigoda. La idea de la unidad de España bajo la dirección de
los reyes astures−leoneses−castellanos tiene en Covadonga su punto de arranque y en los cronistas mozárabes
del siglo IX los primeros defensores, cuyos pasos seguirán casi todos los cronistas medievales y numerosos
historiadores.
La realidad, sin embargo, es bien distinta. Sea cuál sea su origen −cántabro o visigodo−, no cabe duda que
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Pelayo (718−737) y su grupo familiar están firmemente arraigados en las sociedad cántabra y han impuesto,
probablemente no sin luchas intestinas, una hegemonía estable que ha posibilitado la cohesión de distintos
clanes y linajes que combaten al Islam bajo su dirección y sobre los que ha llegado a implantar una jefatura
vitalicia. Esta fuerza de cohesión y el poder que ella implica es lo que hace posible que, tras la desaparición de
Pelayo, la jefatura de estos pueblos recaiga siempre en un miembro de su estirpe, siendo el primero en
sucederle su hijo Fáfila (737−739), de quien sólo se sabe que edificó la basílica de Santa Cruz, en Cangas de
Onís, y que fue muerto por un oso.
Otro elemento nuevo que ya se insinúa en este primer período y que esboza las líneas fundamentales de la
dinámica del futuro reino astur es una enérgica expansión desde el originario núcleo de Cangas. En primer
lugar, expansión hacia el oeste −sobre la Galicia marítima− y hacia el este −hacia la Liébana, las Asturias de
Santillana, Trasmiera, Sopuerta, Carranza, la primitiva Castilla y el territorio alavés−. Las crónicas denominan
a esta acción populare, es decir, repoblar. Sin excluir el asentamiento de algunos excedentes demográficos
procedentes del originario solar astur, la acción de populare debe interpretarse, según MINGUEZ, como el
intento por parte del sector más dinámico de la sociedad cántabra de imponer una nueva estructura social y
económica −basada en la pequeña propiedad y la libertad individual− al resto de los pueblos de los valles
cantábricos y de la franja litoral; estructura a la que le conducía su propia dinámica interna.
Simultáneamente a esta expansión colonizadora, que tiene lugar bajo Alfonso I (739−757), según todos los
autores el verdadero fundador del reino astur −pues las crónicas nos dicen que fue elegido rey por todo el
pueblo y que con la gracia divina tomó el cetro del reino−, pervive la antigua actividad depredatoria, que se
centra sobre las antiguas fortalezas fronterizas romanas y visigodas y sobre los núcleos habitados de la cuenca
del Duero. La caída del Estado visigodo y, a partir del 740, la crisis social que azotó a la sociedad andalusí y
el consiguiente repliegue de contingentes beréberes hacia el sur, garantizan una total impunidad. Estas
acciones conducidas por Alfonso I y su hermano Fruela aportan riqueza y fuerza de trabajo al solar astur en
una medida imposible de evaluar. Pero no se plantean como un intento de establecer un dominio ni político ni
militar sobre los territorios de la cuenca del Duero. Astorga, León, Saldaña, Mave, Amaya, que serán algunos
de los núcleos afectados por las expediciones de Alfonso y su hermano, no serán repoblados hasta cincuenta o
cien años después. Sin embargo estas campañas ya insinúan una tendencia que marcará la historia militar,
política y social de la sociedad astur y del reino asturleonés en los siglos siguientes.
Tras la actividad repobladora y militar de Alfonso I y posteriormente de su hijo y sucesor Fruela I (757−768)
sobreviene un período de 23 años (768−791) correspondiente a los gobiernos de Aurelio, Silo, Mauregato y
Vermudo I. Los historiadores de este período, sin excepción, lo han considerado una etapa de oscuridad y
postración, simplemente porque no se producen acciones militares contra al−Andalus, salvo la que se produce
en el 791. Estamos, por el contrario, en una etapa de afirmación del reino astur, imprescindible para conocer
sus orígenes y posterior evolución; las crónicas nos dan noticia escueta de graves tensiones sociales, como las
revueltas periféricas de galaicos contra Silo y vascones durante todo el período, las rebeliones internas de
magnates palaciegos −como la del hijo bastardo de Alfonso I, Mauregato, que expulsa del trono a Alfonso II,
hijo legítimo del primero, obligado a refugiarse en Alava− y la rebelión de libertos que se produjo en la época
de Aurelio.
I.2. El tributo de las Cien Doncellas y Clavijo.
El largo reinado de Alfonso II el Casto (791−842), algo mejor conocido a través de nuestras parcas fuentes,
constituye un momento decisivo en la configuración del reino astur. Si Alfonso I fue el creador del reino, al
segundo de los Alfonsos se debe el afianzamiento y la independencia que tienen su reflejo en el plano
económico en la supresión de los tributos debidos a Córdoba, como el de las Cien Doncellas; en el plano
eclesiástico, en la independencia de la iglesia astur respecto a la toledana, y en el político en la creación de
una extensa tierra de nadie a orillas del Duero que separará durante dos siglos a cristianos y musulmanes. El
rey establecerá su sede regia o capital en Oviedo, de la misma manera que su antecesor, Silo, lo hiciera en
Pravia; esta traslación va en relación con el peso que van adquiriendo las zonas occidentales del reino.
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Según la tradición, entre los tributos debidos por los astures figuraba la entrega anual de cien doncellas, y si la
leyenda no es cierta pudo al menos serlo pues sabemos, por ejemplo, que el conde barcelonés Borrell II lleva a
Córdoba como presente para el califa un numeroso grupo de esclavos; es frecuente, incluso en épocas
posteriores, la entrega de mujeres de la familia real como esposas o concubinas de los emires y califas, y los
textos musulmanes hablan de un activo comercio de esclavos entre los reinos del norte y Córdoba. Nada se
opone, por tanto, a que el tributo de las Cien Doncellas refleje una realidad: el pago de tributos cuyo cese sólo
es posible si el reino tiene fuerza militar suficiente para oponerse a los ejércitos que los emires envían de vez
en cuando para castigar a quienes se resisten.
Alfonso II estaba en condiciones de negar los tributos gracias a las continuas sublevaciones de los muladíes de
Mérida y Toledo, apoyados por beréberes y mozárabes, que impidieron a los cordobeses lanzar sus habituales
campañas de intimidación contra el reino astur, protegido indirectamente por la revuelta de los muladíes del
Ebro y por la intervención de los carolingios en apoyo de los montañeses de Pamplona, Aragón y Cataluña.
Esta realidad ha sido explicada de modo providencial: el fin de los tributos habría sido posible gracias a la
intervención milagrosa del apóstol Santiago −cuyo sepulcro se cree descubierto en estos años− que combatió
al lado de Alfonso y obtuvo una resonante victoria en Clavijo, batalla legendaria sobre cuya fecha los
historiadores que en ella creen no se ponen de acuerdo −la mayoría de los autores, sin embargo, considera que
se trata de la batalla de Albelda (859), ya en época de su hijo y sucesor Ordoño I− pero cuyas consecuencias
perviven en la actualidad: los estudios actuales prueban que el apóstol Santiago difícilmente pudo venir a la
Península en vida, y las posibilidades de que su cuerpo fuera enterrado en Compostela son escasas, pero esto
no impidió que los hombres medievales lo creyeran y actuaran en consecuencia convirtiendo Compostela en
lugar de peregrinación, haciendo combatir a Santiago a favor de los cristianos para liberarlos del tributo de las
Cien Doncellas y pagando, desde el siglo XII, el tributo de Santiago que perdura hasta el siglo XIX y del que
es recuerdo la ofrenda que tradicionalmente hace al Apóstol el Jefe del Estado español. Si Asturias−León
tiene un protector celestial, también lo tendrá Castilla cuando se independice haciendo combatir junto a
Santiago a San Millán, a cuyo monasterio pagan tributo los castellanos hasta épocas modernas.
Aunque mitificada, la independencia astur es una realidad que no se limita al campo político; se extiende al
eclesiástico porque los hombres medievales son plenamente conscientes de que no hay independencia real
mientras el clero esté sometido a otras fuerzas políticas, y ésta era la situación del reino astur cuyos clérigos
siguen dependiendo del metropolitano de Toledo, en tierras musulmanas. La aceptación del adopcionismo por
Elipando de Toledo ofrece a Alfonso la oportunidad de romper los lazos con la iglesia musulmana y lo mismo
hará Carlomagno en la diócesis de Urgel. La ruptura eclesiástica, propiciada por los escritos de Eterio, obispo
de Osma, y de Beato de Liébana, fue acompañada de una suerte de visigotización del reino, a la que no sería
ajeno un cronicón, hoy perdido, escrito hacia fines del siglo por algún monje mozárabe del séquito de
Alfonso, en el que aparecería por primera vez la identificación de los reyes astures con los visigodos, cuya
organización se copia y cuyo código, el Liber Iudiciorum, es adoptado como norma jurídica del reino. La
organización político−jurídica refuerza a la eclesiástica, que se manifiesta en el traslado de la metrópoli de
Braga, abandonada, a Lugo, en la restauración de la sede de Iria−Compostela, en la creación de un obispado
en la capital del reino, Oviedo, y en la erección de numerosas iglesias y monasterios.
Afianzado el reino a pesar de los ataques musulmanes, Alfonso II inicia una política ofensiva: presta ayuda a
los muladíes y mozárabes de Toledo y Mérida, ampara en sus tierras a los sublevados contra Córdoba, realiza
ataques contra los dominios musulmanes llegando a ocupar, momentáneamente, Lisboa (794), y apoderándose
de abundante botín que quizá no sea ajeno a las obras realizadas en Oviedo, donde se construyen palacios,
baños, iglesias y monasterios, de los que se conserva la Cámara Santa de la catedral ovetense y la iglesia de
San Julián de los Prados en las afueras de la ciudad.
I.3. De Asturias a León.
A la muerte de Alfonso II accede al trono Ramiro I (842−850), hijo de Vermudo I, pero todo parece indicar
que también fuera rey Nepociano, cuñado de Alfonso II, y muy probablemente sería su auténtico sucesor
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dentro de la tradición indígena matrilineal. El triunfo definitivo de Ramiro I significaría también el triunfo de
la tradición patrilineal y el de las zonas más avanzadas del reino. Efectivamente, vemos como se produce una
lucha entre ambos, en la que Ramiro se apoya en las zonas occidentales de Asturias y Galicia, en tanto que
Nepociano representaría más bien la tradición cántabro−astur de los territorios originarios del reino. Pese a
estas revueltas, a los ataques de los vikingos a las costas gallegas (844) y a una ola de bandolerismo unido a
las muy extendidas prácticas mágicas que en realidad constituían una reacción al creciente proceso de
señorialización socioeconómica en los territorios del interior de Asturias, Ramiro pudo adelantar las fronteras
y ocupar León, aunque su conquista definitiva es obra de Ordoño I (850−866), al que se debe la repoblación
de ciudades como Astorga, Tuy o Amaya, tras cuyos muros se instala una población de campesinos de relativa
importancia.
Este avance, esta nueva consolidación del reino astur, se relaciona una vez más con las sublevaciones
muladíes, complicadas ahora por la oposición de los mozárabes al poder musulmán; los rebeldes contarán con
el apoyo de tropas astures que serán derrotadas en las cercanías de Toledo (854), pero cuya presencia tan lejos
de sus territorios es prueba de la importancia adquirida por el reino. Aunque derrotados, los toledanos
mantienen la revuelta y obligan a las tropas cordobesas a concentrar sus mejores hombres en la zona, con lo
que el reino astur sólo estará amenazado en su frontera oriental por los muladíes del Ebro. En situación de una
práctica independencia respecto a Córdoba y en connivencia con los vascones de Pamplona durante la primera
mitad del siglo IX, los Banu−Qasi estrecharon sus relaciones con el reino astur a mediados del siglo. Ello no
obsta para que en 859 el poderoso Musa ibn Musa, al que la Crónica de Alfonso III denomina el tercer rey de
España, que dada la situación geográfica de sus dominios podía controlar los pasos hacia Alava, Navarra y
Castilla, se enfrente con el rey astur, originando una incursión de éste en sus territorios que tendrá como
resultado la victoria cristiana de Albelda, así como la apertura de una nueva línea de expansión leonesa hacia
el valle del Ebro. Los hijos de Musa mantendrán en adelante una política de amistad y colaboración con los
astures y servirán de freno a los cordobeses, que sólo en el año 865 podrán derrotar a Ordoño.
La muerte de Ordoño I iba a dar paso al reinado de su hijo Alfonso III el Magno (866−910), que constituirá la
culminación del reino de Asturias, la elevación de este a potencia de primera fila en el panorama. No obstante,
sus primeros años fueron difíciles. El final del reinado de su padre no había sido afortunado desde el punto de
vista militar, y este hecho pudo posiblemente incitar a ciertos miembros de la nobleza, ya muy poderosa
debido a las conquistas de años precedentes, a intentar hacerse con el trono contra los derechos del joven hijo
de Ordoño I. Nada más subir al trono, Alfonso I tuvo que vencer, con ayuda de la nobleza de la naciente
Castilla fundamentalmente, a un usurpador gallego, Fruela Vermúdez, que había logrado el control de la
capital, Oviedo. Sería también entonces cuanto tuviese que hacer frente a una sublevación de las zonas de
poblamiento vascón de su reino.
La historia exterior del reinado de Alfonso III −con la que está íntimamente relacionada la gran obra de
expansión territorial y repobladora de su reinado− puede dividirse en dos fases bien precisas, abarcando la
primera hasta el acuerdo de paz del 884. Esta primera etapa se caracterizará por el gran provecho sacado por
el monarca a la dificilísima situación interna por la que atravesaba el emirato omeya, aquejado por las
rebeliones de muladíes y mozárabes. Aprovechándose de esta especial coyuntura, Alfonso III inició ya en el
866 −fecha de la conquista de Oporto− un amplio movimiento de expansión y dominio por la zona norte del
actual Portugal, expansión que ofrecía al mismo tiempo una válvula de escape a las ansias autonomistas de la
nobleza gallega, que se había mostrado especialmente peligrosa para la monarquía a comienzos de su reinado.
Los esfuerzos de Córdoba por detener el avance asturiano se mostraron infructuosos ante la política de
Alfonso III de aliarse con los rebeldes muladíes de las fronteras inferior y superior. Cuando finalmente en el
879 Muhammad I se decidió a mandar un poderoso ejército al corazón del reino cristiano −León y Astorga−,
Alfonso III lograba una completa victoria en Polvoraria, en la confluencia del río Órbigo con el Esla. En los
años siguientes Alfonso III supo ampliar y afianzar sus dominios, obligando a pedir la paz al emir omeya a
finales del 883. Es ciertamente en ese momento cuando el reinado de Alfonso III alcanza su cénit.
Los años posteriores, hasta el final del reinado, verán continuar la expansión del reino astur por tierras de la
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Meseta superior, hasta lograr alcanzar en toda su longitud la frontera estratégica del Duero: en el 893 se ocupa
Zamora, en el 899 Simancas y en 900 Toro. Poco tiempo después los condes castellanos llegaban asimismo al
Duero, repoblando el año 912 Roa, Osma y San Esteban de Gormaz. En esta segunda etapa de su largo
reinado, mucha más importancia que los hechos concretos de armas va a tener la labor repobladora y de
fundación u ocupación de plazas fuertes y castillos, que habrían de constituir la base física y sociopolítica del
dominio de las amplias llanuras castellano−leonesas. El sistema de repoblación puesto en práctica en la
cuenca del Duero fue la presura, forma habitual de acceso a la propiedad de las tierras despobladas (bona
vacantia), que se consideraban pertenecientes al fisco o al rey y que consistía en ocupar tierras y ponerlas en
explotación. Ya en los años iniciales del siglo se habían producido las primeras ocupaciones o presuras a
cargo de particulares que se apropian de tierras yermas y las ponen en cultivo, pero estas iniciativas están
condenadas al fracaso si los campesinos no se hallan protegidos de los ataques musulmanes, si no hay una
repoblación oficial, que se inicia con la reconstrucción de murallas y la creación de nuevas fortalezas desde
las que defender el territorio y a sus campesinos. En otros casos los reyes ceden a nobles o eclesiásticos
determinadas tierras con la obligación de ponerlas en cultivo, y de la modalidad de repoblación dependerá la
organización social. La presura individual será otra y permitirá la existencia de numerosos campesinos libres y
pequeños propietarios; la llevada a cabo por nobles y clérigos originará extensas propiedades cultivadas por
colonos o siervos, y serán éstas las que acaben imponiéndose y absorbiendo a los pequeños campesinos, más o
menos rápidamente según el número y la importancia de las grandes propiedades existentes en cada zona.
También en el orden interno el reinado de Alfonso III iba a significar un cambio decisivo en la historia del
antiguo reino de Asturias. Será entonces cuando la inmigración de elementos mozárabes al norte,
fundamentalmente de clérigos, cobrará grandísimas dimensiones a consecuencia de la situación interna de
al−Andalus y de la expansión territorial del reino cristiano. Esta inmigración mozárabe se dejará sentir
profundamente en la ideología de la monarquía astur−leonesa. Por una parte, será entonces cuando en los
círculos palatinos de Alfonso III cobrará plena vigencia la idea de la continuidad y herencia visigoda en el
nuevo reino astur −es entonces cuando se redactan las llamadas crónicas de Alfonso III en sus dos versiones, y
la llamada Albeldense−, al tiempo que se traza todo un programa político en el que se considera tierra a
reconquistar la zona peninsular dominada por el Islam. Posiblemente en el contexto de esta reafirmación
monárquica por intermedio de la herencia goda habría que situar el título de imperator que en ciertos escritos
de origen palaciego se le asigna a fines de su reinado. Con él se querría sin duda resaltar la posición
preeminente del soberano leonés sobre la fortalecida nobleza de su reino a consecuencia de la expansión, y
frente a los reyes de Pamplona de la nueva dinastía Jimena. Esta última había debido su toma del poder, en
parte, a la ayuda de Alfonso III. La influencia mozárabe también se refleja en las numerosas edificaciones
eclesiásticas de su reinado, en las que se observa un claro retroceso del anterior arte particularista y autóctono
de la época de Alfonso II y Ramiro.
El título imperial y su significación han dado lugar a una interminable polémica entre los historiadores de las
instituciones. Para unos, la denominación de emperador aplicada al rey Magno tenía como finalidad destacar
su importancia ante la renacida monarquía navarra. Para otros, se trataría de trasladar al campo político el
neogoticismo impuesto por los clérigos mozárabes: si el reino visigodo fue uno, sus sucesores estarían
llamados a reunificar los antiguos dominios, serían reyes de hecho en su territorio y de derecho en todas las
tierras ocupadas antiguamente por los visigodos, y lo indicarían a través de un título especial de mayor
importancia y renombre que el utilizado por los demás príncipes cristianos de la Península.
Otros historiadores piensan que la adopción del título obedece al deseo de imitar a Carlomagno o de afirmar la
independencia asturleonesa frente al imperio carolingio y, más tarde, frente al sacro imperio
romano−germánico. No faltan quienes relacionan el título imperial con una oposición decidida a la Santa Sede
o como un medio de contrarrestar el título califal de los omeyas.
En realidad, este título carece de valor oficial; no son los monarcas quienes lo usan, sino los súbditos
−clérigos de la catedral de León, fundamentalmente− quienes se lo aplican, quizás para destacar la
importancia de los reyes leoneses o, como afirma GARCIA GALLO, para designar al que tiene la plenitud y
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efectividad de su poder en su propio reino, pero en ningún caso es lícito deducir de este título imperial la
existencia de una autoridad de los monarcas sobre los demás territorios peninsulares.
Ciertamente, Alfonso III tuvo un papel decisivo en la instauración de la dinastía Jimena en Navarra, con lo
que pretende y consigue fortalecer a la monarquía pamplonesa para que pueda hacer frente a los primeros
ataques musulmanes y dé tiempo a organizar la defensa en León o la haga innecesaria, pero ambos reinos
mantienen su independencia y no puede hablarse de una sumisión o del reconocimiento de la superioridad
jurídica de León por parte de los navarros.
Pero no obstante todos sus esfuerzos, su reinado acabaría de forma un tanto dramática y oscura. El aumento
indudable de la fuerza y posición de la nobleza a consecuencia de la expansión territorial y señorialización
creciente −sobre todo en las zonas galaico−portuguesas y leonesas−, favorecía las ya existentes tendencias
centrífugas en el seno de su reino. Tendencias centrífugas que se veían, además, favorecidas por la diferente
estructura socioeconómica de los varios componentes territoriales de su reino. Resulta sintomática a este
respecto la supuesta repartición del reino en zonas diferenciadas de gobierno por Alfonso III entre sus tres
hijos varones −Galicia, Asturias y León−Castilla−, que al menos se haría efectiva con la desaparición del
viejo rey. Lo cierto es que, en el 910, Alfonso III sería preso de una no bien conocida rebelión, o más bien
golpe de fuerza, nobiliaria que, conducida por su hijo mayor, García, contaría con el apoyo de su cuñado, el
conde castellano Munio Núñez.
• LA MARCA HISPÁNICA Y LOS CONDADOS CATALANES.
II.l. La intervención carolingia.
El surgimiento de los primeros núcleos de resistencia cristianos al emirato cordobés en la zona pirenaica
−reino vasco de Pamplona, condados del Pirineo central (Aragón, Sobrarbe y Ribagorza) y catalán− ofrece
graves problemas para su análisis. En ellos aparece del todo imposible la fijación de una línea de evolución
unitaria. A grandes rasgos podemos decir que su nacimiento es bastante más tardío que el cántabro−astur; en
todo caso, nunca anterior a los últimos decenios del siglo VIII. Los estudios de ABADAL y LACARRA,
fundamentalmente, han puesto de manifiesto que, para un correcto análisis de esta amplia problemática, se
necesita tener muy en cuenta tres factores o series de hechos: 1, la modalidad de la ocupación musulmana de
las varias zonas pirenaicas; 2, la estructura sociopolítica y económica de los valles pirenaicos y su relación
con la de las tierras llanas del Ebro, y 3, las relaciones de los gobernadores islámicos del valle del Ebro y
Cataluña con los emires cordobeses y con la aristocracia local de los altos valles pirenaicos, y de ambos con la
corte carolingia, esta última en un claro proceso de expansión meridional.
La conquista musulmana, tras algunos años de forcejeo, debió de lograr un cierto dominio de las zonas
pirenaicas, salvo posiblemente la región navarra situada al norte de Pamplona. Ahora bien, en estos territorios
los musulmanes debieron de contentarse con lograr la sumisión de los principales miembros de la aristocracia
local −algunos de los cuales, como el conde visigodo Casio de Borja, llegarían incluso a abrazar la nueva
religión− y situar guarniciones militares en las principales ciudades, como Pamplona, Zaragoza, Huesca,
Lérida, Barcelona, Gerona, y en las numerosas fortalezas situadas en los pasos de los Pirineos orientales. Es
decir, la conquista musulmana no habría significado ni el trasvase de masas de población foránea ni la
destrucción de la aristocracia fundiaria allí preexistente. Con relación a los altos valles pirenaicos, donde no
existían núcleos urbanos, los gobernadores islámicos se contentaron con ocupar algunos lugares de particular
interés estratégico y obtener la entrega anual de tributos; cosa que se canalizaría, a ciencia cierta, a través de la
aristocracia indígena. Por otro lado, la estructura socioeconómica y cultural debía de variar bastante entre la
propia de los altos valles y la de la zona llana pirenaica, e incluso entre las más particulares y distintas de los
primeros. En las zonas más llanas, junto con la vida urbana se había desarrollado también la gran propiedad
agraria trabajada por campesinos dependientes; además, la romanización cultural y cristianización era
prácticamente total. Incluso en las zonas media y baja de la actual navarra, CARO BAROJA ha podido
distinguir en base a la toponimia lo muy extendido de la mediana y gran propiedad fundiaria de tipo romano.
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La situación en los valles pirenaicos debía ser muy distinta. Aquí, la propia geografía había facilitado la
existencia de una pequeña y mediana propiedad libre preponderante, lo que no evitaba que en valles
relativamente abiertos, situados al sur del Sobrarbe y Ribagorza, existiesen ya en el siglo VI muestras de la
gran propiedad trabajada por campesinos dependientes. En las zonas más agrestes podían aún conservarse
restos gentilicios en lo relativo a la organización social y política; la existencia de la familia extensa o linaje
con lazos vinculativos especialmente relacionados con la propiedad fundiaria. Incluso podían subsistir
resistencias a la romanización lingüística y a la cristianización, aún muy fuertes. Estos hechos habría que
situarlos principalmente en las zonas occidentales en la alta Navarra actual y en Guipúzcoa, zonas que ya
vimos que habían llevado una vida al margen, e incluso de oposición, al Estado visigodo de Toledo. Al
realizarse la conquista musulmana era, pues, natural que la tradicional oposición socioeconómica y cultural
entre el llano y la montaña se tradujese de inmediato en una diversa postura a adoptar frente al Estado
cordobés; máxime si se piensa en la tradicional y secular autonomía y rebeldía de las poblaciones vasconas.
Así, con anterioridad a la expedición de Carlomagno tenemos noticias de algunos focos de resistencia armada
al gobierno cordobés en la zona pirenaica.
Pero el panorama antes descrito iba a sufrir un giro decisivo a partir de la gran expedición de Carlomagno a la
península Ibérica. Los reinados de Carlos Martel y Pipino el Breve se habían caracterizado por el avance del
dominio franco en la zona del mediodía de la Galia, cosa que aparecía como de todo punto necesaria para
asegurar en el futuro al corazón del reino de posibles penetraciones del Islam. Pipino el Breve había
encontrado dificultades en su expansión por el reino de Aquitania y en Provenza, que sólo fueron ocupadas en
los años 759 (Provenza) y 760−768 (Aquitania). Las poblaciones de una y otra comarca no aceptaron de buen
grado el dominio franco, y su proximidad a los dominios musulmanes y a las tribus independientes de los
Pirineos supuso siempre un peligro que Carlomagno se apresuró a conjurar llevando su acción más hacia el
sur. Las campañas del 778, terminadas con la derrota de Roncesvalles cantada en la Chanson de Roland, son
un claro intento de someter a los vascones de Pamplona, y serán éstos los que ataquen la retaguardia franca y
consigan alejar a los carolingios de los Pirineos orientales durante 30 años. Unidos a los Banu Qasi del Ebro,
los pamploneses mantienen su independencia frente a Córdoba y Aquisgrán, frente a musulmanes y
carolingios, hasta que Amrús, valí de Huesca, pone fin a la revuelta muladí en el 806. Pamplona, aislada,
acepta la presencia franca para protegerse de los ataques cordobeses, pero sólo hasta que sus aliados naturales,
los banu Qasi, logran sacudirse la tutela omeya y ayudan a los pamploneses a expulsar a los condes francos en
el año 824.
La desastrosa campaña del 778 tuvo una compensación en los movimientos anticordobeses iniciados en
Gerona y Urgel−Cerdaña, cuyos habitantes buscaron la alianza con los francos contra los musulmanes y
aceptaron la autoridad carolingia en el 785. Si Abd al−Rahman I, ocupado en pacificar sus dominios, no pudo
intervenir, su hijo Hisham I recuperó las comarcas sublevadas y saqueó los territorios francos entre Narbona y
Toulouse. El peligro musulmán era demasiado grave y Carlomagno presionó militarmente sobre Urgel, donde
la presencia militar carolingia fue acompañada de la renovación eclesiástica tras la deposición y condena del
adopcionista Félix de Urgel en el año 798.
Simultáneamente a los avances sobre Urgel, los carolingios ocupan Aragón, Pallars−Ribagorza, Vic, Cardona
y Pamplona, y, controlada la barrera pirenaica, Carlomagno intenta dominar las ciudades de Huesca, Lérida,
Barcelona y Tortosa como medio de mantener sus conquistas, pero fracasó en todas las expediciones excepto
en la dirigida contra Barcelona, ciudad que fue ocupada en el 801. El gobierno de los nuevos dominios
carolingios fue confiado a personajes francos o a hispanovisigodos refugiados en las tierras carolingias: el
gascón Velasco en Navarra, los francos Aureolo en Aragón y Guillermo en Pallars−Ribagorza, los hispanos
Borrell en Urgel−Cerdaña y Bera en Barcelona..., que no tardarán en sublevarse contra los carolingios,
aceptados para liberarse de los musulmanes.
II.2. La Marca Hispánica.
El uso de la expresión marca hispánica por los textos del siglo IX y la posterior unión política de los
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condados de la zona catalana ha llevado a los historiadores a creer que las tierras catalanas controladas por los
carolingios habían sido agrupadas en una entidad administrativa y militar con mando único, que sería el
precedente de Cataluña. Esta marca (frontera) en sus orígenes habría incluido las regiones de Toulouse,
Septimania y la actual Cataluña; se habría fragmentado en dos hacia el 817 con motivo de la división del
Imperio realizada por Luis el Piadoso: al oeste habría quedado la marca tolosana (Toulouse, Carcasona y
Pallars−Ribagorza) y al este la marca Gótico−Hispánica que comprendería Urgel−Cerdaña, Gerona,
Barcelona, Narbona, Rosellón y Ampurias. Esta marca habría sobrevivido hasta el año 865, fecha en la que
los condados de Narbona y Rosellón formarían la marca Gótica y los demás, los condados situados al sur de
los Pirineos, integrarían la Marca Hispánica propiamente dicha con lo que, de alguna forma, podría decirse
que las tierras catalanas estuvieron unidas, tendrían unidad desde el siglo IX.
Frente a estas teorías, desarrolladas durante la revuelta catalana de 1640, los estudios de RAMON DE
ABADAL han probado que marca hispánica sirve a los cronistas para designar una parte de los dominios
carolingios, tiene un valor geográfico y no responde a una división administrativo−militar del imperio dirigida
por un jefe único; la marca o el regnum hispanicum está dividida en condados no vinculados entre sí; cuando
una misma persona se halla al frente de varios condados recibe el título de duque o de marqués, que realzan su
poder, pero estos condados pueden ser divididos por el monarca y de hecho se disgregan y reagrupan
continuamente de acuerdo con la voluntad del rey. Como norma general, cada condado tiene su conde y cada
conde ejerce su autoridad sobre un solo condado, pero de esta norma se exceptúan pronto los condados sitos
en zonas de peligro, donde para lograr una mayor coordinación en la defensa del territorio se acumulan, como
sucederá en Castilla, los condados en una misma persona: en el 812, Bera es conde de Barcelona, y Gerona
está regida por Odilón, y tres años más tarde, como consecuencia de un ataque musulmán, Barcelona y
Gerona se unen en manos de Bera....
La historia política de los condados catalanes durante el siglo IX resulta ininteligible si se ignora la historia
del Imperio carolingio y si no se tiene en cuenta que dentro del Imperio cada conde, tanto hispano como
franco, aspira a convertir en hereditario su cargo y las posesiones recibidas en él. Teóricamente, el emperador
encarna toda la autoridad y todo el poder, gobierna por medio de asambleas anuales, a través de los
administradores locales −los condes− y por mediación de los missi o delegados del rey con funciones de
inspección. El centro de esta organización es el conde, al que se confía la administración, la justicia, la política
interior y, en caso necesario, la defensa militar del territorio; su autoridad es prácticamente absoluta, pero es
delegada, depende de la voluntad del monarca y en última instancia del poder que éste tenga.
Las guerras civiles provocadas al dividir Luis el Piadoso el reino entre sus hijos obligan a los condes a tomar
partido y, de acuerdo con las alternativas de la guerra, consolidan o pierden sus cargos. Al mismo tiempo,
cada candidato al trono se ve forzado a hacer concesiones a sus partidarios con lo que la monarquía, sea quien
sea el triunfador, sale debilitada de la lucha y no puede evitar la formación de clanes y partidos cuya fuerza
puede ser superior a la de los condes oficialmente nombrados por el vencedor. En este contexto cabe
interpretar la sustitución, el año 820, del hispanogodo Bera por el franco Rampón y el nombramiento posterior
de Bernardo de Septimania (826−844); los condes francos, altos personajes de la corte carolingia, tienen una
misión política muy concreta: poner fin a los afanes independentistas del conde de Barcelona−Gerona y de sus
seguidores, que llegan a aliarse a los musulmanes contra los carolingios, sin que por ello pueda hablarse de
independencia catalana sino de independencia del conde. Sometidos los rebeldes, Bernardo de Septimania
recibe, en pago de sus servicios o para facilitar la defensa del territorio, el condado de Narbona y desde sus
condados tomará partido contra el emperador al producirse la división del Imperio por Luis el Piadoso entre
sus hijos Pipino, Luis el Joven y Carlos el Calvo. Vencidos, Bernardo y su hermano Gaucelmo, conde de
Rosellón y Ampurias, perdieron sus condados a favor de Berenguer, conde de Pallars−Ribagorza y Toulouse.
El nuevo conde no pudo mantener tan extensos dominios; el emperador premiaba a otro de sus fieles, Suñer,
con el nombramiento de conde de Rosellón y Ampurias, y Bernardo de Septimania recuperaba los condados
cedidos a Berenguer y unía a ellos el de Carcasona.
Muerto Luis el Piadoso (840), Bernardo de Septimania apoyó a Luis el Joven contra sus hermanos Lotario y
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Carlos y con su apoyo perdió el condado al firmarse el Tratado de Verdún (843), por el que las tierras
catalanas eran concedidas a Carlos el Calvo y, por delegación, a uno de sus fieles, a Sunifredo, conde de
Urgel−Cerdaña y hermano de Suñer de Ampurias y Rosellón, que mantendrán su fuerza aunque los avatares
políticos les hagan perder los condados. En la segunda mitad del siglo sus descendientes Vifredo, Mirón y
Suñer II serán condes de Urgel−Barcelona−Gerona y Besalú, Rosellón y Ampurias. Con ellos se inicia la
dinastía catalana que perdura hasta 1410.
La tendencia a la hereditariedad de los cargos, visible en los intentos de los hijos de Bera y de Bernardo de
Septimania de recuperar las funciones paternas, se observa igualmente en la política de los monarcas
carolingios, que nombran condes a los hijos de Sunifredo y Suñer treinta años después de la muerte de éstos,
quizá porque la función condal lleva consigo una serie de privilegios que no se extinguen con la deposición de
los titulares, elegidos entre los grandes propietarios cuya riqueza y poder heredan sus descendientes. Para
combatir a los rebeldes, el rey está forzado a basarse en las grandes familias, en las dinastías condales con lo
que, indirectamente, contribuye a acentuar el carácter hereditario del cargo condal, tendencia que cristaliza a
la muerte de Carlos el Calvo (877), al sucederse al frente del reino en un período de once años tres monarcas,
ninguno de los cuales es capaz de hacer frente al peligro normando ni a los ataques musulmanes y, en
consecuencia, los condes se ven obligados a actuar por su cuenta, a defender el territorio sin contar con el
poder central. Uno de estos condes, Eudes, será elegido rey el año 888, y la ruptura de la continuidad dinástica
proporcionará a los condes carolingios, a los catalanes entre ellos, el pretexto necesario para afianzar la
independencia. El Imperio carolingio ha desaparecido, es sólo un recuerdo al que se refieren los antiguos
súbditos fechando los documentos por los años del reinado del monarca franco al que, por lo demás, ignoran.
La independencia se manifiesta en el reparto y distribución de los condados entre los hijos del conde; los
condados no son ya bienes públicos sino propiedad del conde que, del mismo modo que distribuye sus tierras
personales, reparte los condados entre sus hijos y llega, si es preciso, a crear nuevos condados o a confiar el
gobierno a varios de sus hijos conjuntamente: Vifredo, el primer conde catalán independiente muerto el año
897, dejará a su hijo Sunifredo el condado de Urgel, a Miró II los de Cerdaña y Besalú, a Vifredo Borrell y
Suñer, conjuntamente, los de Barcelona−Gerona−Vic, que se mantendrán unidos y serán el núcleo de la futura
Cataluña.
Como hemos podido observar, paralelamente a esta confusa evolución de los acontecimientos políticos se iría
también desarrollando una ordenación del territorio en condados con límites bastante precisos que, a su vez,
tenderían a agruparse en tres grandes núcleos en base a criterios de orden fundamentalmente geográficos: 1,
zona pirenaica con los condados de Pallars−Ribagorza y Urgel−Cerdaña; 2, zona marítima centrada en torno a
los condados de Ampurias y Rosellón, y 3, zona fronteriza centrada en torno al condado de Barcelona. En esta
organización, en la que la unidad básica es el condado −susceptible en teoría de uniones personales
diferentes−, no se puede en absoluto hablar, como ya ha sido indicado, de una única entidad
administrativo−militar con un jefe único, pero, por otro lado, también es cierto que el carácter más fronterizo
y necesitado de defensas mayores de tipo artificial y humano del condado de Barcelona, hacía a su titular
ocupar con frecuencia una posición de preeminencia sobre el resto de los condados carolingios de la región.
La independencia política es insuficiente si no va acompañada del control de los eclesiásticos, y los reyes
carolingios dieron el ejemplo al sustituir al clero adopcionista por el franco e imponer en los monasterios de
obediencia visigoda la regla benedictina; los condes catalanes intentarán, a su vez, tener el control de los
eclesiásticos de su territorio sustrayéndolos a la autoridad eclesiástica franca y procurando evitar que obispos
dependientes de otro conde tengan autoridad en sus dominios. El primer intento de independizarse
eclesiásticamente tiene lugar el año 888 con la creación de un arzobispado en Urgel, del que dependerían las
diócesis de Barcelona, Gerona, Vic y Pallars. Esta primera tentativa fracasa debido a la rivalidad entre los
condes; aunque situada en los dominios de Vifredo, la nueva sede metropolitana beneficia sobre todo a
Ramón de Pallars y a Suñer de Ampurias, el primero de los cuales logra la creación de un obispado propio
para no depender ni de la iglesia carolingia ni de los demás condes catalanes, y el segundo logra que el nuevo
arzobispo deponga al obispo de Gerona −del que depende Ampurias− y nombre para el cargo a uno de sus
93
fieles. La negativa de Vifredo a aceptar esta sustitución lleva al arzobispo y a los obispos nombrados por él a
reconocer como rey al monarca franco Eudes, e, inseguro en sus dominios y ante el temor a un ataque franco,
Vifredo reconoce a su vez al monarca y, con la ayuda del arzobispo de Narbona, logra la supresión del
arzobispo urgelitano y la destitución del obispo de Gerona, aunque no pudo conseguir que desapareciera el
obispado de Pallars.
La vinculación de los condados catalanes al Imperio no debe hacer olvidar la importancia del mundo islámico:
por un lado, las aceifas musulmanas −que sólo se producen en los momentos más agudos de conflictividad
interior y casi siempre en respuesta a la petición de ayuda de algunas de las facciones aristocráticas en lucha,
como las de 826 y 827, coincidiendo con los violentos enfrentamientos entre Bernardo de Septimania y el
depuesto conde Bera, o las de la mitad del siglo− hacen que la población apoye a los condes, sus jefes
naturales por encima del rey, cuya lejanía e impotencia le resta importancia ante sus súbditos, especialmente
cuando se producen ataques musulmanes que sólo el conde rechaza. Por otra parte, las disensiones
musulmanas permiten la consolidación de los condados; gracias a ellas pudo Vifredo ocupar sin grandes
dificultades la comarca de Vic, extensa tierra de nadie entre carolingios y musulmanes, y crear en ella el
obispado de Osona y los monasterios de Ripoll y San Juan de las Abadesas, centros religiosos y de importante
labor repobladora de las tierras ocupadas −mediante el sistema de la aprisio, similar a la presura asturiana−
controladas por los hijos de Vifredo: en el primero ingresa como monje Adulfo, que aporta a Ripoll la parte
que le corresponde en la herencia paterna, y la primera abadesa del segundo es Emma, hija del conde.
A la muerte de Vifredo (897) y tras ser restaurada la dinastía carolingia en la persona de Carlos el Simple, los
condes catalanes reconocieron de nuevo la autoridad monárquica pero ésta ya no fue efectiva. Vifredo Borrell,
hijo del primer conde independiente, fue el último de los condes de Barcelona que prestó homenaje de
fidelidad a los reyes francos: para conseguir el reconocimiento oficial de los derechos heredados y,
posiblemente, para buscar ayuda frente a los musulmanes del valle del Ebro, que habían dado muerte a
Vifredo I y habían obligado, incluso, a la evacuación de Barcelona. Después de su muerte, en el 912, la
independencia de facto de los condes catalanes será prácticamente completa; con los soberanos ultrapirenaicos
tan sólo les une hilo tan débil para aquellos tiempos como era la relación de soberano−súbdito.
• CAROLINGIOS Y MULADÍES EN ARAGÓN Y PAMPLONA.
El valle del Ebro se sometió a los musulmanes, del mismo modo que el resto de la Península, sin oponer
prácticamente resistencia; las escasas ciudades y los puntos estratégicos (Pamplona, Zaragoza, Huesca)
recibieron guarniciones árabes o beréberes y se islamizaron rápidamente al convertirse a la religión de los
vencedores los jefes visigodos; las zonas montañosas, aunque sometidas al Islam, no fueron ocupadas y sus
habitantes se limitaron a pagar, cuando eran obligados, los tributos reclamados por los cordobeses. Las
diferencias entre la montaña y el llano se agudizan tras la conquista musulmana: en la primera, sin una
influencia directa musulmana, no hay islamización, y ésta es intensa en las ciudades y comarcas del llano por
las ventajas de todo tipo que reporta el Islam. Los valles pirenaicos representan la libertad política dentro de
una economía pastoril−agrícola basada en la propiedad individual; en el llano, de tierras más fértiles, abunda
la gran propiedad heredada de la época romano−visigoda. Los intereses de uno y otro grupo humano son
distintos, pero ambos tienen enemigos comunes en los carolingios y en los omeyas y se unirán en numerosas
ocasiones contra unos y otros sin que por ello desaparezcan las diferencias que les separan y que irán
acentuándose a medida que la población montañesa va haciéndose cristiana.
Parece ser que hacia 753 los vascos de Pamplona se liberaron del dominio islámico, aunque poco después (en
756) volvieron a caer bajo él, si bien de forma precaria. Es posible que en 778 Pamplona estuviera gobernada
de nuevo por los propios vascones, y serán éstos quienes ataquen la retaguardia franca y consigan alejar a los
carolingios de los Pirineos orientales durante treinta años. Mientras tanto, los descendientes de un Casius y un
Fortún de estirpe goda, convertidos al islamismo y conocidos por Banu Qasi, tomaban posiciones en el valle
del Ebro y en los de sus afluentes Gállego, Aragón y Ara, erigiendo un principado musulmán caracterizado
por sus ansias autonomistas frente a Córdoba. Frente a los carolingios y frente a Córdoba, frente a los dos
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poderes del llano, tendrán los montañeses de Pamplona la ayuda de los Banu Qasi del Ebro hasta que el valí
de Huesca ponga fin a la revuelta muladí el año 806.
III.1. Aragón.
El primer conde aragonés del que tenemos noticia es un franco, Oriol o Aureolo, que pronto fue sustituido
(810) por un indígena, Aznar Galindo, quizás para lograr la adhesión de los aragoneses, o, simplemente,
dentro del juego habitual de nombramiento y sustitución de los condes por el emperador. Coincidiendo con
los primeros enfrentamientos entre Luis el Piadoso y sus hijos, García −yerno de Aznar− expulsó del condado
a su suegro (818) y con él, seguramente, a los partidarios de la vinculación con el Imperio carolingio, pues a
diferncia de lo que ocurre en los condados catalanes, donde el dominio franco sustituye al musulmán, en
Aragón −y también en Navarra− los carolingios son rechazados una vez que han liberado al territorio de la
presencia islámica.
Expulsado de Aragón, Aznar Galindo recibió del emperador el condado de Urgel−Cerdaña, al que su hijo
Galindo uniría el de Pallars−Ribagorza; durante las guerras civiles carolingias de mediados del siglo, y por
razones poco conocidas, Galindo I perdió el control de Urgel y Pallars y recuperó Aragón, donde, para hacer
frente a la presión musulmana y carolingia, se vio obligado a buscar la alianza con el monarca navarro García
Iñiguez.
Debilitado el Imperio y fragmentados los dominios musulmanes por las sublevaciones muladíes de la segunda
mitad del siglo IX, el mayor peligro provenía ahora del reino pamplonés, cuya expansión hacia el sur y hacia
el este amenazaba con aislar a Aragón. Aznar II y su sucesor Galindo II conjuraron el peligro mediante el
establecimiento de alianzas con los musulmanes de Huesca y con los condes de Gascuña. A pesar de ello, no
pudieron evitar que Sancho Garcés I de Navarra (905−925), con la ayuda de los asturleoneses, ocupara las
zonas situadas al sur de Aragón y sometiera al condado a una discreta tutela, que se reflejaría en el
matrimonio de la aragonesa Andregoto Galíndez con el navarro García Sánchez (925−970), cuyo hijo Sancho
Abarca unirá en su persona Aragón y Navarra.
La unión político−dinástica de aragoneses y navarros no equivale a la integración o absorción de los primeros
por los segundos. Políticamente, y aunque bajo la suprema autoridad del monarca pamplonés, el condado será
dirigido por los barones aragoneses, que gozan de gran autonomía y que mantienen su unidad. Aragón
mantiene sus características e incluso refuerza su independencia con la creación de un obispado propio que
rompe la vinculación eclesiástica con el mundo carolingio. El influjo carolingio perdió fuerza al producirse
una importante migración de clérigos mozárabes que, a mediados del siglo IX, sustituyeron la organización y
cultura carolingias por las hisponogodas y crearon monasterios como el de San Juan de la Peña al que las
crónicas atribuyen orígenes legendarios parecidos a los de Covadonga.
III.2. El reino de Pamplona.
Navarros y aragoneses se independizan al mismo tiempo de los carolingios, pero mientras los segundos,
quizás por influencia visigoda −pudo haber allí un conde en siglos anteriores− o carolingia, se mantienen en
un cierto estado de subordinación que se refleja en el título condal utilizado por sus dirigentes, los primeros
forman una monarquía: sus jefes adoptan el título de reyes, con el que destacan su independencia frente a los
carolingios y a los emires cordobeses. El carácter de esta monarquía durante el siglo IX nos es prácticamente
desconocido, pero la escasa cristianización−visigotización del territorio y el rechazo de la influencia
carolingia parecen indicar que los reyes no tenían otras características que las derivadas de su papel de señores
naturales del país, que se oponen a toda injerencia extraña y lo consiguen mediante una estrecha alianza con la
poderosa familia muladía de los Banu Qasi del Ebro, aunque si las circunstancias lo aconsejan no dudarán en
oponerse a ellos.
A fines del siglo VIII gobernaba Pamplona, en nombre del emir cordobés, un miembro de esta familia de
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conversos, Mutarrif, contra el que se sublevaron los pamploneses el año 798. Aliados a la familia pamplonesa
de los Arista, los Banu Qasi recuperaron pamplona el año 803 y extendieron su influencia hasta Zaragoza,
pero su excesivo poder y las tendencias independentistas observadas obligaron a intervenir al emir, que confió
el gobierno de esta zona al valí de Huesca, Amrús, quien pocos años antes había puesto fin a la sublevación de
los muladíes toledanos.
Tras la muerte de Amrús, Carlomagno logró ocupar Pamplona, pero su dominio fue de corta duración; aliados
nuevamente los Arista, dirigidos por Iñigo Iñiguez, y los Banu Qasi, bajo la dirección de Musa ibn Musa,
expulsaron a los carolingios (816) y derrotaron a un nuevo ejército enviado por los francos ocho años más
tarde. Debilitado el Imperio carolingio y defendido en el sur por los muladíes, el reino de Pamplona se afianza
aunque sin gozar de total libertad; es en cierto modo un protectorado de Musa ibn Musa, quien alterna sus
manifestaciones de independencia con la colaboración y sumisión a los emires cordobeses y arrastra en su
política a los reyes de Pamplona.
La ruptura entre navarros y muladíes se produce hacia el año 858, cuando una flota vikinga penetra por el
Ebro hasta los dominios navarros y se apodera del rey García Iñíguez sin que Musa interviniera a favor de su
aliado; libre éste tras pagar un cuantioso rescate, se une a los leoneses de Ordoño I y juntos vencen a Musa en
la batalla de Albelda (859). Un año más tarde, los Banu Qasi vengaban su derrota permitiendo el paso por sus
dominios de un ejército cordobés que hizo prisionero al hijo de García Iñiguez, Fortún, quien permanecería en
Córdoba durante más de 20 años.
La fragmentación del territorio muladí a la muerte de Musa (862) fue catastrófica para el reino astur, ya que el
foco muladí representaba una defensa indirecta frente a Córdoba; los ejércitos musulmanes en sus campañas
de primavera y verano contra el reino astur vivían sobre el terreno y evitaban siempre que era posible el valle
del Duero, prácticamente desierto, en el que los soldados no podían encontrar alimentos suficientes;
normalmente se dirigían al valle del Ebro para desde allí tomar la dirección oeste y penetrar en la frontera
castellana de León. Pero estas campañas exigían la colaboración o la sumisión de los Banu Qasi y mientras
éstos mantuvieron su fuerza y su oposición al emir, las campañas cordobesas fueron limitadas. Al desaparecer
el escudo muladí, el reino astur queda expuesto a los ataques cordobeses y se hace preciso recrear una fuerza,
un reino que impida o al menos debilite esta amenaza: tanto Ordoño I como su hijo y sucesor Alfonso III
hicieron frente a los emires mediante una estrecha alianza con los hijos y nietos de Musa y cuando éstos
fueron derrotados y sustituidos por los tuchibíes, dedicaron especial atención a reforzar los lazos de amistad
con Pamplona, donde la ausencia de Fortún Garcés −prisionero en Córdoba− permitió el ascenso de una nueva
familia, la de los Jimeno, cuyo jefe, Sancho Garcés I (905−925), subió al trono con la ayuda asturleonesa.
TEMA XIII. TAIFAS Y PARIAS.
• LAS PRIMERAS TAIFAS.
Al−Mansur murió en 1002 y sus dos hijos y sucesores en detentar el poder de al−Andalus, manteniendo en la
sombra al califa omeya Hisham II, no supieron como él paliar esta situación con éxitos; el segundo,
Sanchuelo, aún agravó aún más la reacción de los legitimistas omeyas, pues arrancó al califa su designación
como próximo heredero al califato, y estalló un golpe de Estado, en el que Sanchuelo fue asesinado, y
destronado Hisham II, proclamándose en su lugar otro omeya, al−Mahdí, en febrero de 1009.
Al−Mahdí persiguió a los partidarios del régimen anterior amirí, es decir, de Almanzor y sus hijos,
ostentosamente apoyados en los eslavos y en los beréberes nuevos, recién llegados a al−Andalus; ambos
grupos salieron de Córdoba y empezaron a buscar un territorio donde y del cual vivir, iniciando así sus
autonomías en taifas. Mientras, la guerra civil (fitna) ardía más o menos por todo el país, y sobre todo en
Córdoba, donde hasta la abolición del califato, en 1031, se sucedieron trece proclamaciones califales de seis
omeyas, alguno de ellos depuesto y tornado al trono en más de una ocasión, y de tres hammudíes, príncipes
magrebíes que lograron también, a río revuelto, el cada vez menos ilustre califato de Córdoba, donde ellos
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también eran quitados y repuestos por segunda vez.
El desmembramiento, a partir del 1009, de la unidad andalusí, dio lugar a la creación de una multitud de
pequeños Estados de existencia efimera, los llamados reinos de taifas (de la palabra árabe taifa, partido,
bandería), basados en afinidades de origen. En 1031, Córdoba, así como las ciudades fortificadas, pasaron a
ser las capitales de gobernadores provinciales o aventureros. La España musulmana pasó a manos de una
veintena de reyezuelos, los muluf al−tawaif (reyes de taifas), de origen arábigo−andaluz, beréber o eslavo. La
vida política interna de las taifas fue confusa y poco brillante: presenta, según las crónicas, un conflicto
perpetuo; intereses opuestos, rivalidades, enfrentamientos constantes entre andaluces y beréberes, eslavos
contra los primeros o los segundos.
Desaparecido el califato cordobés en 1031 y separados los dominios de Sancho el Mayor cuatro años más
tarde, la Península se halla durante el siglo XI dividida en numerosos reinos enfrentados entre sí sin que, en
muchos casos, la religión impida los enfrentamientos: en el lado musulmán cada reyezuelo lucha por la
supervivencia o para ampliar sus dominios a costa de los vecinos y correligionarios, y para someterlos no
duda en recurrir a la ayuda de los cristianos; por encima de estas guerras subsiste el enfrentamiento
étnico−social entre los árabes−andalusíes y los recién llegados beréberes y eslavos. Determinados personajes
de cada uno de estos grupos fueron proclamándose autónomos en distintos territorios, bien por llenar un vacío
de autoridad en sus tierras y evitar ajenas intromisiones, como ocurrió sobre todo en el grupo andalusí, bien
por salvarse y mantenerse en algún lugar, como hicieron los advenedizos eslavos y beréberes nuevos. En la
zona cristiana se combate para rectificar y fijar fronteras, y reyes y condes se enfrentan entre sí por el control
de los reinos musulmanes, cuyos dirigentes actúan y son en muchos casos vasallos de los cristianos, pagan sus
servicios militares y les apoyan frente a otros monarcas cristianos.
Divididos y en guerra constante, los musulmanes carecen de fuerza para hacer frente a los ataques de los
cristianos, quienes, divididos a su vez, no disponen ni de hombres ni de recursos para proceder a una
ocupación efectiva del territorio andalusí. Por ello, se limitan a realizar campañas de castigo, que
proporcionan importantes beneficios económicos en forma de botín o de tributos pagados por los musulmanes
para lograr el cese de las hostilidades y la protección cristiana frente a otros musulmanes y contra los demás
cristianos interesados en lograr una parte de estas contribuciones o parias.
La división en ambos campos y las guerras continuas que enfrentan a unos y otros indiscriminadamente no
afectan por igual a cristianos y musulmanes. La población cristiana no sufre directamente los efectos de la
guerra, que se desarrolla casi siempre en zonas fronterizas o en territorio islámico, mientras que los
musulmanes se ven afectados por los ataques militares, por el saqueo y por el aumento de las contribuciones
que los reyes exigen para pagar las parias. En líneas generales puede afirmarse que mientras al−Andalus se
debilita económica y militarmente, los reinos cristianos salen fortalecidos de ese enfrentamiento, que se halla
en la base de importantes revueltas de carácter social y religioso en al−Andalus que explican la facilidad con
que fueron aceptados almorávides y almohades.
Desde mediados de siglo, los reyes musulmanes se mueven en un círculo vicioso: incapaces de unirse frente a
los cristianos, para evitar sus ataques necesitan pagar protección; ello se traduce en un aumento de la presión
fiscal y da origen a un fuerte descontento popular, descontento que sólo podrá ser reprimido con la ayuda de
tropas cristianas, es decir, con el pago de nuevas parias, que provocan a su vez nuevos levantamientos y que
sirven a los cristianos para organizar sus dominios y preparar campañas de conquista.
Entre ruptura y continuación, las taifas fueron un ensayo ilusorio de reproducir, a escala local, los esquemas
políticos y administrativos del califato omeya, aunque sin atreverse a adoptar el título califal, grave problema
legitimador que paliaron los soberanos taifas en algunos tiempos reconociendo a unos u otros califas o
pretendientes, recurriendo a referencias simbólicas a un genérico califa Abd Allah, o incluso resucitando,
como hizo la potente taifa de Sevilla, al califa omeya Hisham II, y esgrimiéndolo como emblema de su afán,
no logrado, por recuperar bajo su cetro todo al−Andalus.
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Del desmembramiento de la España califal surgieron algunas grandes unidades territoriales: MARIA JESUS
VIGUERA habla a lo largo del siglo de al menos 26 reinos. En el sur de la Península surgieron principados
controlados por los beréberes, mientras que en la zona oriental de al−Andalus, desde Almería a Tortosa, la
supremacía correspondió a los eslavos. En las ciudades del interior, se impusieron familias nobles andalusíes,
de origen árabe o muladí. Muy pronto, la expansión de los más poderosos provocó una reagrupación de las
taifas. En la segunda mitad del siglo XI sólo subsistían los reinos andalusíes de Sevilla, Córdoba (que se
uniría a Sevilla en 1070), Zaragoza, Badajoz y Toledo; la beréber de Granada, y las eslavas de Valencia y
Denia−Baleares, que han ido absorbiendo a las demás.
En el partido árabe o andaluz se hallaban integradas algunas familias nobles descendientes de los
conquistadores árabes del siglo VIII que consiguieron crear importantes principados. Entre ellos destacan
Sevilla, que en la segunda mitad del siglo había crecido notablemente con la anexión de las taifas de Córdoba
y del noroeste peninsular, convirtiéndose así en el más poderoso de los reinos de taifas, lo que no le impidió
tener que pagar parias al rey de Castilla; al−Mutadid y su hijo al−Mutamid fueron grandes políticos, pero
también mecenas de las artes, y se preocuparon especialmente por la poesía. En la Marca Superior, la taifa
hudí abarcaba la mayor parte del valle del Ebro, además de Zaragoza y Huesca al este, Lérida, Tudela y
Calatayud al oeste, así como el territorio que se extendía al sur en dirección a Valencia. El soberano hudí más
conspicuo fue Ahmad I, que tomó el sobrenombre de al−Muqtadir bi−llah, quien fue famoso por sus
construcciones y edificios públicos. Otros reinos menos importantes regidos por gobernantes árabes fueron los
de Almería y el pequeño principado de Alpuente, conquistado por El Cid en 1087.
La taifa beréber consiguió hacerse con importantes territorios, que abarcaron desde la Marca Media hasta la
parte occidental y el sur de la Península. Toledo estuvo dominado hasta el 1085 por los Dhu−l−Nuníes; su
pérdida en esa fecha a manos de Alfonso VI de Castilla fue el mayor golpe que recibió el poder musulmán en
al−Andalus, y abrió la puerta a los futuros éxitos cristianos de la Reconquista (CHEJNE). El reino de Badajoz
permaneció en lucha constante con los abbadíes de Sevilla, por lo que tuvo que acudir a la ayuda castellana a
cambio del pago de un pesado tributo; a pesar de las continuas guerras, el reinado de Muhammad
(1045−1068), llamado al−Muzaffar, excelente soldado, administrador y erudito, fue testigo de prosperidad y
esplendor, y su corte fue visitada con frecuencia por científicos y estudiosos, siendo él mismo un amante de la
buena poesía. La vida de los ziríes de Granada ha podido reconstruirse fácilmente gracias a las Memorias que
dejó el cuarto y último soberano de dicha dinastía, Abd Allah (publicadas en castellano en la edición de E.
GARCIA GOMEZ con el título de El siglo XI en primera persona): aun cuando el emir zirí de Granada
consiguió imponer su autoridad a su hermano Tamin que actuaba en Málaga como soberano independiente,
sería pronto barrido, junto con el resto de los reyezuelos de taifas, por la oleada almorávide de finales del siglo
XI. En la taifa beréber se hallaban también incluidos los pequeños principados de Albarracín y Carmona.
La taifa esclava constituyó el tercer gran partido de los conjuntos políticos que se formaron al producirse el
desmembramiento del califato de Córdoba. Los clientes de los amiríes se establecieron en los bordes
orientales de al−Andalus y en las Baleares. Al igual que otras dinastías, su misma existencia fue precaria, a
menudo luchando entre ellos y con sus vecinos. Aparte de Almería, que pasó a ser una taifa árabe en 1041, y
de Valencia, que cambió de dueño muchas veces, el reino más importante de la taifa eslava fue el de Denia y
las islas Baleares. La fuerza marítima era una necesidad vital para este reino insular y esta fuerza le permitió
llevar a cabo fructuosas incursiones en las costas de Italia, Francia y Cataluña. A pesar de que Denia fue
anexionada en 1076 al reino de Zaragoza, las Baleares permanecieron independientes.
Así pues, a través de la disgregación política de al−Andalus las taifas más ricas y poderosas fueron
absorbiendo a los pequeños principados satélites, demasiado débiles para hacerles frente. El regreso al poder
de un príncipe de ascendencia omeya, lo único que según R. ARIE hubiera permitido la reinstauración de la
unidad andaluza, parecía algo quimérico a finales del primer tercio del siglo XI. El prestigio del Islam y sus
esplendores militares, que en otros tiempos deslumbraron a las cortes cristianas de Pamplona, de Burgos y de
León, se habían eclipsado. Desde 1055, un nuevo peligro había adquirido de repente grandes dimensiones: la
Reconquista. Entre los monarcas cristianos enérgicos y conscientes de la necesidad de restaurar la unidad
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nacional a expensas del Islam, el más célebre, Fernando I, rey de Castilla y de León, tras sus éxitos en el
campo de batalla frente a los príncipes musulmanes de Zaragoza, de Toledo y de Badajoz, se apoderó de
varias fortalezas y obligó a los reyes de taifas a pagar tributo. Alfonso VI prosiguió con más ahínco si cabe la
obra de su padre. Sus frecuentes incursiones contra territorio musulmán le proporcionó prestigio e importantes
botines; consiguió sacar partido de las querellas que enfrentaban a los reyes de taifas, no sólo a base de
exigirles parias sino también al conseguir arbitrar en las rivalidades que estallaban entre ellos.
La amenaza cristiana podía ser combatida con la ayuda de los almorávides, pero ésta no interesaba a los
reyezuelos islámicos, que veían en los nuevos auxiliares peligrosos competidores que les superaban en fuerza
militar y que, en cuanto celosos defensores de la ortodoxia, contaban con el apoyo de los alfaquíes y de los
creyentes, para quienes la actuación y el modo de vida de los soberanos de al−Andalus eran impropios de un
musulmán. Pero en 1085 Alfonso VI, que desde hacía tiempo era protector de la taifa toledana, entró, tras
cuatro años de asedio, pacíficamente en la ciudad del Tajo, anexionándose al mismo tiempo toda la provincia
musulmana. Este hecho, que por sí mismo ya evidenciaba el peligro para la supervivencia de los reinos de
taifas, las exigencias cada vez mayores del monarca castellano −que pedía la rendición de las fortalezas de la
región que separaba el reino de Toledo de la taifa de Sevilla, y que impuso nuevos tributos, llegando incluso a
nombrar fiscalizadores de las finanzas musulmanas− y la construcción de la fortaleza de Aledo, entre Lorca y
Murcia, constituyen según las Memorias de Abd Allah, el rey zirí de Granada, el pretexto para que
al−Mutamid de Sevilla, secundado por el propio Abd Allah y el soberano de Badajoz, llamen en su socorro a
los almorávides.
Los almorávides, nómadas saharianos, eran muy diferentes a los príncipes musulmanes andalusíes: llevaban el
velo como sus hermanos los tuaregs, y eran defensores intransigentes de la doctrina malikí. La toma de
Toledo había causado tan profunda impresión en el Magrib como en al−Andalus, de tal forma que el emir
almorávide, Yusuf ibn−Tashufin, no pudo resistirse más a las reiteradas llamadas de ayuda de sus
correligionarios españoles. De esta forma, Yusuf y sus aliados, los reyes de Sevilla, Badajoz y Granada,
derrotaron a Alfonso VI en Zalaca o Sagrajas (1086), volviendo seguidamente Yusuf a Marruecos. Pero esta
victoria no tuvo efectos graves por la falta de acuerdo entre los reyes hispanos y los almorávides, que sólo
unos años más tarde se asentaron en la Península llamados por los alfaquíes y los creyentes musulmanes, que
acusaban a los reyes de incumplir los preceptos coránicos y de cobrar impuestos ilegales.
La decadencia político−militar de al−Andalus durante este período va acompañada de una pérdida de la
importancia comercial alcanzada por el califato; aunque subsiste el comercio internacional con Oriente, el
norte de Africa y el norte de la Península, tanto este comercio como el interior se ven afectados por las
dificultades de transporte en épocas de inestabilidad y por la falta de una política comercial unificada. No
obstante, las principales ciudades conservan su importancia y en ellas se escriben tratados de hisba como el
escrito en Sevilla por Ibn Abdún que recuerda, por ejemplo, que el señor del zoco ha de ser andaluz (quizá se
trate de una manera indirecta de recordar la inferioridad cultural de los beréberes) y entre sus obligaciones
señala la vigilancia de artesanos y obreros de los que da una amplia relación que permite conocer las
actividades artesanales−comerciales: desde la fábrica de serones, sogas, ronzales y cedazos hasta la realizada
por los tintoreros de la seda.
La misión del zabazoque va más allá del ámbito comercial y, así, ha de velar para que no haya estorbos ni
edificios en los cementerios, para que los curtidores y pergamineros no extiendan sus pieles sobre las
tumbas...; se ocupa de la limpieza de la mezquita, de mantener separados a los musulmanes y a los infieles;
vela por el cumplimiento de las prescripciones religiosas hasta el punto de obligar a los gremios a tener un
pregonero que les recuerde el momento de la oración; prohíbe los juegos y el vino, se opone a la actividad de
prostitutas y putos..., según recuerda CHALMETA.
La decadencia no afecta al mundo literario, artístico o científico que, en muchos casos, llegan a cotas muy
superiores a las de épocas anteriores. La disgregación del califato no supone modificaciones substanciales en
el arte, pero sí pueden observarse algunos cambios derivados de la nueva realidad social. Los omeyas basaban
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su poder en la religión y las mezquitas fueron el símbolo de esta autoridad y de la importancia alcanzada; los
reyes de taifas deben su ascenso a razones militares y sus construcciones tenderán a reforzar militarmente las
ciudades que controlan; al mismo tiempo, la rivalidad entre los diversos reinos se manifiesta en el terreno
social: todos aspiran a superar a los demás reyes de taifas y a emular la corte califal para lo que necesitan
construir palacios a imitación de Abd al−Rahmán III o Almanzor, que les sirvan de residencia y de centros de
gobierno.
De esta época pueden recordarse los palacios toledanos, de los que sólo se conservan algunos capiteles que
dan idea de su riqueza decorativa; puede verse también una parte de las obras de fortificación emprendidas en
el siglo XI, la llamada puerta de Bisagra. El palacio real de los tuchibíes de Zaragoza, la Aljafería, construida
por al−Muqtadir (1047−1081) se conservó hasta el siglo XIX y en la actualidad sólo pervive un pequeño
oratorio. Málaga, Granada y Almería han conservado sus palacios−fortalezas, las alcazabas..., y el espíritu
abierto de las taifas se refleja, entre otros aspectos, en la aparición de representaciones humanas,
tradicionalmente prohibidas en el Islam, como las que pueden verse en el tablero hallado en Gádor, cerca de
Almería, en la pila de Játiva...
Si en el terreno político la aparición de los distintos reinos de taifas a lo largo de las tres primeras décadas del
siglo XI supone la caída del califato omeya, la desmembración de al−Andalus y el principio del fin del
dominio musulmán en la Península, en el campo de las bellas letras se puede hablar, sin embargo, de auténtica
eclosión literaria. La nueva configuración autonómica recogerá la herencia cultural del califato, la multiplicará
y descentralizará en sus diversos Estados, y cuando éstos vayan cayendo en la última década del siglo, la
prolongará todavía durante unos años en el nuevo al−Andalus almorávide.
El ambiente de cultura y refinamiento creado por el califato, la riqueza de sus bibliotecas, la brillantez de sus
maestros y el mecenazgo de sus gobernantes permitirán que, aun en sus últimos momentos, cuando ya los días
de la institución omeya estén contados, Córdoba produzca una pujante generación de poetas y literatos que,
hijos directos del califato, se verán, sin embargo, obligados a transplantarse, salvo algún caso aislado, a los
nuevos reinos de taifas ante la cambiante y peligrosa situación política de la capital.
• DOMINIO ALMORÁVIDE Y SEGUNDAS TAIFAS.
El Estado norteafricano hacia el que los musulmanes españoles dirigieron la mirada tras la caída de Toledo en
1085 había crecido hasta alcanzar grandes dimensiones en menos de medio siglo. Incluía no solamente la
totalidad de Marruecos y Mauritania, sino también la cuenca del río Senegal, al sur, y la parte occidental de
Argelia, en el norte. Dado que en el estado actual de nuestros conocimientos no es posible precisar con
exactitud las causas fundamentales de tan rápido éxito, haremos un esbozo de la situación en el noroeste de
Africa en este período.
El movimiento almorávide se inició en un pueblo de criadores de camellos: las tribus beréberes nómadas que
reciben la denominación genérica de Sinhaya. Su hogar fueron las estepas del Sáhara, pero luego algunas de
esas tribus se dirigieron hacia el sur, a las cuencas del Senegal y del alto Níger. La historia del movimiento
comienza con la peregrinación a La Meca de algunos notables de las tribus Sinhaya, dirigidos por su jefe
Yahya ibn Ibrahim. A su regreso pasaron algún tiempo en Qayrawan, por entonces centro intelectual del norte
de Africa (aparte de Egipto), donde quedaron muy impresionados por la doctrina malikí. El rigorismo de esta
doctrina no contó sin embargo en un principio con demasiados adeptos entre los miembros de la tribu de los
Sinhaya, por lo que los seguidores de la citada doctrina decidieron establecerse en un retiro o ribat, palabra de
la que se derivará al−Murabitun, que se transformó en castellano en almorávides.
Al principio, los almorávides llevaron una devota vida de reclusión, llena de dificultades y privaciones, pero
enseguida se pasó a una actitud militante que logró aunar a todas las tribus cercanas bajo la nueva fe.
Comenzó entonces una fase de expansión por todo el Magrib: para 1075 había nacido un nuevo y vigoroso
imperio basado en el fervor religioso que llegó a tener un importante papel en el destino de al−Andalus,
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especialmente tras la conquista de Tánger, Ceuta y las áreas costeras del Magrib por el emir Yusuf ibn
Tashufin, quien desde la nueva capital de Marraquech (Marrakús), fundada por él en 1062, extendió el
dominio almorávide sobre las fértiles zonas de Marruecos y la mitad oriental de lo que hoy es Argelia.
Esta expansión de los almorávides y el crecimiento de su poder se explica en parte por el hecho de que las
regiones que conquistaron estaban en aquella época divididas en muchos pequeños y débiles Estados. Pero lo
que dio a los almorávides su poder fue probablemente la combinación de objetivos religiosos y políticos,
posibilitando así una cierta unidad entre las diversas subdivisiones de los Sinhaya. El rápido crecimiento de un
imperio a partir de comienzos insignificantes ha sido un rasgo no infrecuente en la vida nómada; el
paralelismo con el movimiento religioso y político de Mahoma en Arabia es evidente. Sin embargo, cabe
observar algunas diferencias entre uno y otro fenómenos, además de sus distintos desenlaces. Una de ellas es
que los almorávides encontraron un sistema jurídico ya elaborado y utilizaron en la medida de lo posible a los
juristas malikíes existentes; otra, que reconocieron ser parte de una unidad mayor al profesar, siquiera
nominalmente, obediencia al califa de Bagdad: Yusuf rehusó asumir el título de califa, alegando ser vasallo
del califa abbasí, pero adoptó el de Príncipe de los Musulmanes, que en realidad venía a ser lo mismo que
Príncipe de los Creyentes, reservado sólo al califa.
Precisamente por entonces los reyes de taifas se enfrentaban a serios peligros al norte de la Península, pero
pactaron con los reyes cristianos pagando tributos e incluso haciendo concesión de fortalezas y ciudades.
Parece según esto que temían a los almorávides más que a los cristianos, con los cuales tenían mucho en
común, y además debieron sentirse seguros mientras los cristianos estuvieron preocupados con sus propios
problemas internos. Los almorávides se presentaban ante los hispanomusulmanes como reformadores y
rigoristas, por lo que serán bien acogidos por los alfaquíes y por la mayoría de la población islámica sometida
a una presión fiscal exorbitante. Restauración de la ortodoxia y supresión de los impuestos no autorizados por
el Corán son las banderas almorávides; ello explica, por una parte, las dudas de los reyes de taifas en acudir a
estos auxiliares para liberarse de los cristianos y, por otra, la constante presión de los alfaquíes, primero para
que se pida su intervención, y más tarde para que procedan a unificar la Península expulsando del trono a los
reyes que se han alejado de la verdadera fe. La época almorávide es la época dorada de los alfaquíes
peninsulares, marcada por la intransigencia hacia los musulmanes tibios y hacia cristianos y judíos, que se ven
obligados a emigrar para salvar la vida.
Unicamente la desesperada situación creada por la caída de Toledo en 1085 pudo inducir a al−Mutamid de
Sevilla y a los soberanos de Badajoz y Granada a llamar a España al emir de los almorávides. Para llegar a un
acuerdo con Yusuf ibn Tashufin exigieron como condición el regreso de los almorávides a Africa tras el
triunfo sobre los cristianos. Aunque Yusuf aún mostraba ciertas reservas para intervenir militarmente en los
asuntos de al−Andalus, ante la presión de sus consejeros y de los eruditos religiosos de la Península consintió
en venir, con la condición de que Algeciras fuera puesta a su disposición. En 1086 el ejército almorávide
cruzó el estrecho y se reunió con las tropas andalusíes, al frente de las cuales se hallaba al−Mutamid de
Sevilla. Musulmanes y cristianos de Castilla se enfrentaron en Zalaca (Sagrajas), cerca de Badajoz, el 23 de
octubre del mismo año. Los musulmanes se apuntaron una completa victoria: los cristianos que no fueron
muertos huyeron en el más completo desorden. Seguidamente, Yusuf, cumpliendo fielmente lo pactado,
volvió a Marruecos.
Aunque la victoria de Zalaca constituyó un revés para Alfonso VI, no alteró en lo fundamental la situación en
España: es decir, la debilidad de los andalusíes y su incapacidad para rechazar los ataques de los cristianos a
causa de su división interna −y seguramente otras causas de orden estructural. Alfonso VI no tardó en formar
un nuevo ejército y en fortalecer su posición, y procedió a vengar la derrota de Zalaca y a hostigar de nuevo a
los musulmanes con asombroso éxito. Penetró profundamente en territorio musulmán y llegó a las puertas de
Sevilla ya en 1087, obligando a al−Mutamid a pedir de nuevo ayuda a Yusuf. Además, el castellano edificó la
recia fortaleza de Aledo entre Lorca y Murcia, amenazando de este modo todo el este de al−Andalus,
especialmente a las ciudades de Valencia, Lorca y Murcia, lo cual motivó también la llamada a Yusuf. El
almorávide no se mostró reacio a volver a al−Andalus: tanto él como sus hombres se habían sentido
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fascinados por el lujo y las comodidades de al−Andalus, y, por otro lado, creían que estaban impulsando la
causa del Islam mediante la lucha contra sus enemigos. Así pues, Yusuf volvió a la Península, desembarcando
de nuevo en Algeciras, y, junto con los contingentes de al−Andalus, puso cerco a la fortaleza de Aledo. El
sitio se prolongó durante varios meses, y se retiró cuando Alfonso VI acudió con un ejército de socorro. El
monarca castellano decidió, no obstante, demoler la fortaleza por su extrema vulnerabilidad.
Durante el sitio, Yusuf se había ido formando una idea de la situación política general de la Península. Así,
pudo comprobar que, en la mayoría de los minúsculos Estados musulmanes, el control de los asuntos públicos
estaba en manos de los miembros de la aristocracia arábigo−andaluza, los cuales, aun siendo musulmanes, no
estaban profundamente vinculados a la religión islámica, sino fundamentalmente interesados en la poesía, la
literatura y las artes en general. Por otra parte, Yusufa se dio cuenta de que tenía un apoyo muy considerable
en el pueblo llano y en los juristas malikíes. Las aristocracias dominantes de los minúsculos reinos y
principados se hallaban enfrentadas por demasiadas querellas como para poder resistir a Alfonso. El interés
general de los musulmanes exigía que Yusuf unificara al−Andalus bajo su mando, y es posible que también le
impulsaran en esta dirección sus propias ambiciones, unidas al carácter expansionista del sistema político
almorávide. Una empresa tal ofrecía enormes posibilidades estratégicas, políticas, religiosas y económicas, y,
en las circunstancias de confusión reinantes en al−Andalus, relativamente poco riesgo.
Así, Yusuf decidió desembarcar en la primavera de 1090 en la Península, aprovechando la circunstancia de
una nueva llamada, en esta ocasión de los alfaquíes andalusíes, indignados porque muchos reyes de taifas
habían cedido a las peticiones cristianas de tributos retroactivos e incluso adquisición de nuevos territorios, y
que por ello le habían autorizado a ocupar y administrar al−Andalus y a asumir el título de Príncipe de los
Creyentes.
Yusuf no perdió el tiempo en su decisión de destituir a los emires considerados traidores a la causa del Islam,
irreligiosos, corruptos e impíos y culpables de haber recaudado impuestos ilegales. A fines de 1090 ocupó sin
lucha Granada y en marzo de 1091 sometió Córdoba. Poco después puso sitio a Sevilla; en septiembre la
ciudad y el propio al−Mutamid cayeron en su poder. La caída de Sevilla fue seguida por la de Badajoz en
1094 y Valencia en 1102. Granada se convirtió en la capital de la España almorávide. La llegada de los
almorávides y la unificación de al−Andalus detuvieron el avance de los castellanos. En la batalla de Uclés
(1108) los almorávides infligieron una nueva derrota a Alfonso VI, y dos años después, en 1110, incorporaron
el reino taifa de Zaragoza, así como Lisboa y Santarem.
De esta forma, a principios del siglo XII la España musulmana se había convertido en una provincia
almorávide, gobernada desde Marrakús. Se nombraron jefes militares, con frecuencia familiares de ibn
Tashufin, para las principales ciudades, y éstos mantuvieron a raya a los cristianos y colaboraron con los
alfaquíes en la regeneración de la religión. Sin embargo, el poder de esta dinastía beréber no permaneció
mucho tiempo en su cénit. Sus generales y demás oficiales y soldados quedaron deslumbrados por la cultura y
el refinamiento material de al−Andalus, que sobrepasaba con mucho el de las ciudades del norte de Africa, y
aún más el de las tierras esteparias de las que originariamente procedían. Esta admiración abrió paso, si no a
una corrupción de las costumbres, sí al menos a un debilitamiento de la fibra moral. Cada uno de ellos
comenzó a anteponer sus propios intereses a los generales, y los oficiales perdieron el control de sus
subordinados. Se produjo una pérdida de cohesión en todo el sistema político. Las dificultades económicas se
superpusieron al arrogante comportamiento de la soldadesca beréber hasta crear en sectores del pueblo llano
una actitud de oposición; y esta actitud de oposición, evidenciada en el levantamiento de los cordobeses,
alzados contra el gobernador por sus numerosos desmanes en el 1121, fue suficiente para producir un cambio
en la suerte del régimen. El sucesor de Yusuf, Alí, tras el dictamen de los alfaquíes, en quienes mucho
confiaba, dio la razóna los cordobeses, apagándose el alzamiento.
En el exterior otros factores comenzaron a ser preocupantes. A la decadencia moral de los almorávides vino a
sumarse cierto declive en sus fuerzas militares: la presión cristiana, si bien desigual y discontinua, reaparecía a
medida que se relajaba el espíritu de yihad de los almorávides. De esta forma, los almorávides no pudieron
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reconquistar Toledo o ganarles nuevos territorios a los cristianos. Entre 1110 y 1120 los aragoneses se
apoderaron de la mayor parte de la cuenca del Ebro, incluidas las ciudades de Zaragoza −en 1118, de donde
Alfonso I el Batallador expulsó a muchos musulmanes y que se convirtió en su capital− y Tarragona. La
dificultad de mantener en al−Andalus tropas magrebíes, y la escasez de un ejército andalusí, seguramente no
fomentado por los almorávides para evitar conflictos, se puso de manifiesto cuando Alfonso el Batallador
recorrió fácilmente el sur de al−Andalus, en 1125, y aunque fracasa en la conquista de Granada, hizo regresar
a miles de mozárabes que habían tenido que sufrir el odio de los alfaquíes y del populacho, repoblando con
ellos los territorios de la orilla derecha del Ebro. Y todo ello sin que el ejército almorávide en ningún
momento fuese capaz de frenar su marcha; incapacidad que pone de manifiesto las deficiencias operativas de
la estructura militar almorávide.
Esta audaz expedición, que duró más de un año, causó gran sorpresa a las autoridades almorávides y les
obligó a restaurar las fortificaciones de al−Andalus. Entonces los gobernadores tuvieron que ordenar más
impuestos, lo que provocó tumultos y reclamaciones. Estas alteraciones y el descontento iban creciendo día a
día, mientras los almorávides continúan a la defensiva contra el avance cristiano, sufriendo derrotas como la
de Cullera en 1129, que aumenta la indignación de amplios sectores de la población hispanomusulmana. Esta
actitud defensiva se exterioriza también en la expulsión de los mozárabes, que son desterrados hacia el
Magreb en 1126.
Contrasta con la debilidad almorávide la firmeza de la posición de Alfonso VII de León, que le permite
responder con golpes contundentes a los tímidos ataques con los que los almorávides pretendían aún crear
peligro en la frontera del Tajo. El año 1139 Alfonso VII ocupa la fortaleza de Oreja (Colmenar de Oreja), uno
de los enclaves estratégicos fundamentales del sector oriental de la frontera del Tajo, lo que va a facilitar la
recuperación de los territorios entre el Tajo y el Sistema Central, es decir, los valles del Henares y del Tajuña.
Diez años más tarde la conquista de la plaza de Uclés garantizará la estabilidad en este sector fronterizo. En
1142 caerá en poder del emperador leonés la plaza de Coria que constituía el puntal más importante del sector
occidental de la frontera. En 1146 las posiciones leonesas avanzan hasta Calatrava, amenazando directamente
a Andalucía. Al año siguiente es Alfonso Enríquez, ayudado por una escuadra de cruzados que se dirigía al
Mediterráneo oriental, quien expulsa a los almorávides de Lisboa, y por esos mismos años −1148 y 1149−
caen en poder de los catalano−aragoneses las plazas de Tortosa, Lérida, Fraga y Mequinenza.
Toda esta serie de conquistas pone de relieve la caída en picado a partir de la década de los cuarenta del
prestigio almorávide; hasta el punto de que entre los años 1145−1146 se llega a una completa fragmentación
de la unidad del imperio almorávide en la Península. Y es que la unidad implantada por los almorávides era
una unidad ficticia. En la raíz del fracaso almorávide está la total falta de integración entre conquistadores y
población andalusí. Aquéllos se reservaron los más altos cargos militares y los puestos claves del gobierno de
las provincias, dejando en manos de los andalusíes prácticamente todo el aparato político−administrativo,
religioso, e incluso determinadas funciones militares más especializadas o de menor rango. De esta forma, el
descontento social provocado por las grandes derrotas y por la ineficacia militar de los antiguos
conquistadores encontró vías altamente operativas para expresarse y para pasar a la acción.
Al descontento originado por los fracasos militares se sumaba la aparición de movimientos de contestación de
carácter ascético−místico tanto más peligrosos cuanto que, como ha observado PIERRE GUICHARD,
presentaban sensibles concomitancias con los planteamientos ideológicos de un nuevo movimiento, el
movimiento almohade, que había iniciado en Africa una espectacular expansión a costa del imperio
almorávide. Estos movimientos peninsulares alcanzan su mayor desarrollo en zonas rurales; hecho que,
también según la opinión de P. GUICHARD, se debería a que en estas zonas, particularmente en las más
apartadas de los grandes centros políticos y administrativos como el Algarve o algunas regiones de Almería,
el control ideológico de los alfaquíes almorávides no podía efectuarse con la misma eficacia que en las
ciudades.
Al reducirse los efectivos militares en al−Andalus, pues se necesitaban en la lucha contra los almohades en el
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Magreb, los andalusíes se levantaron contra las autoridades y soldados almorávides que aún quedaban en la
Península, expulsándolos y exterminándolos. Tal situación de rebeldía, latente casi desde el principio, se hizo
manifiesta desde los últimos años del reinado de Alí, y se generalizó en los finales de la dinastía, cuyo poder
fue sustituido por el de las autoridades locales andalusíes, que actúan, a falta otra vez de un Estado central,
con total independencia desde 1140 y crean lo que se han llamado las segundas taifas, de corta vida por
cuanto al−Andalus pasa casi en su totalidad en un plazo de diez años de manos de los almorávides al control
de los almohades. Entre los reinos que merecieron tal nombre figuran los de Mértola, en el Algarve; Córdoba;
Málaga; Valencia, donde se hizo con el poder ibn Mardanis −el rey Lope o Lobo de las crónicas cristianas−
que se mantuvo frente a los almohades hasta 1172, con el apoyo de Castilla, Aragón y Barcelona; las
Baleares, que se independizaron del imperio norteafricano en 1126 y resistieron a los almohades al menos
hasta 1203 bajo la dirección de los Banu Ganiya almorávides, ...
No existe unidad de criterio entre los autores sobre la valoración del período almorávide. Según DOZY, cuya
opinión ha prevalecido durante mucho tiempo, Yusuf ibn Tashufin y sus generales eran semibárbaros, y los
juristas malikíes, fanáticos de mente estrecha, siendo unos y otros responsables de que el brillo y el esplendor
de la cultura de al−Andalus se transformaran en tinieblas, y de que los poetas y demás escritores se vieran
privados de libertad de expresión. WATT considera que esta es una opinión demasiado unilateral, ya que se
basa en unas fuentes que sólo recogen el sentir de la que había sido la clase dominante en el período anterior,
la aristocracia arábigo−andaluza, que había perdido su poder en beneficio de la dinastía almorávide, apoyada
por los alfaquíes y el pueblo llano. Hoy se sabe que, aunque los poetas mundanos apenas pudieron encontrar
protectores, las artes decorativas tuvieron un período de florecimiento, así como las formas populares de
poesía y canción.
Por otra parte, parece que fue precisamente durante el período almorávide cuando los musulmanes andalusíes
tomaron conciencia por primera vez del carácter específico de su religión y de su comunidad religiosa. Hasta
aquel momento, el Islam había sido en al−Andalus muy a menudo, y quizá casi siempre, una religión formal y
oficial, aceptada como algo natural pero sin ardiente entusiasmo. Por aquel entonces, sin embargo, se
convirtió para muchos en una cuestión de profunda convicción interna. A esta acentuación del carácter
religioso del Islam se debió sin duda el que los juristas malikíes hicieran la vida difícil a los judíos y a los
cristianos. La oposición a la poesía y a la literatura pudo obedecer también al hecho de que fueran profanas y
españolas y no suficientemente islámicas. Las aristocracias cristianas y la arábigo−andaluza compartían un
ámbito cultural común muy extenso; prueba de ello es la gran facilidad con que los musulmanes aceptaron
seguir viviendo en las ciudades en las que habían vivido (con garantías legales) después de que cayeran en
poder de los cristianos.
• DE LA UNIÓN ALMOHADE A LAS TERCERAS TAIFAS.
De nuevo, un movimiento religioso del Magreb vino a salvar a al−Andalus de las dificultades internas y de los
cristianos. Los almohades tenían varias cosas en común con los almorávides: un origen beréber, una fuerte
base religiosa y un desarrollo similar −ambos nacieron en el NW de Africa y ambos incluyeron
posteriormente en sus imperios a al−Andalus−; además, los almohades tuvieron en al−Andalus un papel
parecido al de los almohades y un abrupto final similar, abandonando a al−Andalus a sus antiguos y graves
problemas, que contribuyeron al posterior declive y, finalmente, a la desaparición del poderío musulmán en la
Península ibérica. Era natural, desde luego, que los beréberes que apoyaron a los musulmanes almohades
fueran enemigos seculares de aquellos que apoyaron a los almorávides. Estos últimos eran nómadas del grupo
de tribus denominadas Sinhaya, mientras que los primeros eran montañeses del Atlas pertenecientes a los
Masmuda. Por otra parte, desde el punto de vista del investigador, son mucho más abundantes las fuentes que
se refieren a los comienzos de los almohades.
El fundador del movimiento almohade es conocido como Muhammad ibn Tumart, quien, nacido en un pueblo
del Atlas al sur de Marruecos, visitó Córdoba como estudiante y posteriormente, desilusionado por la rígida
ortodoxia malikí, marchó hacia el este pasando por Alejandría, La Meca y Bagdad. Allí entró en contacto con
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la teología ortodoxa de al−Gazali y con el mutazilismo, cobrando así un profundo celo reformador. La base de
sus reformas fue una reelaboración del dogma islámico, en la que daba prioridad al tawhid, unicidad −o más
bien, defensa de la unidad− de Dios, que es indivisible, ilimitado e indefinible; de esta doctrina básica procede
el término Muwahhidun, los defensores de la unicidad, del que se deriva el castellano almohade. A pesar de
que en sus comienzos los resultados de su predicación no fueron prometedores, rápidamente contó con
numerosos partidarios, que fueron organizados de modo jerárquico. En 1121 ibn Tumart formuló su
pretensión de convertirse en el Mahdi, el jefe guiado por la inspiración divina, cuyo linaje se extendía hasta el
Profeta. De entonces procederían sus primeros enfrentamientos con los almorávides; jefe militar además de
espiritual, encontró la muerte en una batalla en 1130.
A partir de entonces ocupó su lugar su amigo y lugarteniente Abd al−Mumin, quien en un principio tuvo que
limitarse a tácticas de guerrillas, pero que finalmente logró apoyo suficiente en las regiones montañosas y
pudo aventurarse a bajar a las llanuras para enfrentarse al grueso de los ejércitos almorávides. De esta forma,
Ceuta, Tánger y finalmente Marrakús (1147) cayeron en manos de los almohades. El éxito de Abd al−Mumin
se basaba en el hecho de que los almorávides habían perdido el apoyo del pueblo, y estaban divididos por
disidencias y revueltas tanto en el Magrib como en al−Andalus. Esta intranquilidad coincidió con las
incursiones cristianas en los territorios musulmanes, y es probable que los propagandistas almohades
estuviesen promoviendo más disturbios aprovechando la coyuntura.
Tras la caída de Marrakús, el poderío almorávide desapareció, dando paso a la dinastía almohade, y, cuando la
ciudad fue purgada y purificada de infieles, los almohades la hicieron su capital. Aunque Abd al−Mumin
había intervenido en los asuntos de al−Andalus ya en 1145, con posterioridad a 1147, fecha de la conquista de
Sevilla, no orientó sus principales esfuerzos militares a la recuperación de los dominios almorávides en la
Península Ibérica, sino que se contentó con una actividad diplomática. Había comprendido que existían
posibilidades de una expansión hacia el este de Africa mucho más allá de los límites alcanzados por los
almorávides. A pesar de la amenaza cristiana que Roger II de Sicilia representaba, una campaña
cuidadosamente preparada le permitió conquistar en 1151 la mitad de lo que hoy es Argelia; una campaña
posterior, en 1159−60, le valdría la conquista del territorio de Túnez, incluidas las ciudades de Túnez,
Qayrawan y Mahdiyya (la antigua capital fatimí) y de la costa norteafricana hacia el este, hasta la altura de
Trípoli.
Estas conquistas, y los problemas internos derivados de la consolidación de tan grande territorio, impidieron a
los almohades preocuparse más profundamente de los asuntos de al−Andalus hasta 1171. Con la conquista del
reino de Valencia y Murcia un año más tarde los almohades habían conseguido restaurar el imperio español de
los almorávides. Los almohades prosiguieron y desarrollaron la labor de sus predecesores en suelo andaluz.
Córdoba mantuvo su fama de ciudad consagrada al estudio. Sevilla alcanzó su máximo apogeo cuando los
almohades la convirtieron en su residencia española preferida y la dotaron de numerosos edificios religiosos y
civiles.
La guerra santa (yihad) se reanudó en tiempos de los almohades, que en 1195 lograron una importante victoria
sobre los castellanos con ayuda de los leoneses (entonces ambos reinos se hallaban separados), en Alarcos, no
lejos de Calatrava. Sin embargo, aunque los almohades explotaron parcialmente esa victoria durante los
últimos años del siglo XII y principios del XIII, carecieron al parecer de los recursos necesarios para realizar
un cambio fundamental en el equilibrio de fuerzas entre la España cristiana y al−Andalus. Los cristianos, por
otra parte, fueron espoleados a una mayor actividad por este revés, que se produjo precisamente en el
momento en el que pensaban que la Reconquista iba haciendo poco a poco progresos. Los obispos y
arzobispos jugaron un papel importante en la suavización de las diferencias entre los monarcas cristianos, en
el arreglo de las disputas y en la superación de las mutuas desconfianzas. Se predicó la cruzada por el Papa
Inocencio III (1211), lo cual permitió a los cristianos peninsulares contar con muchos refuerzos.
Mientras tanto, la situación interna del Imperio almohade no era estable. Como los almorávides, los
almohades carecían de un fuerte gobierno central, y distribuyeron la administración de las provincias entre
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familiares y jefes militares que a menudo se independizaron e incluso se rebelaron contra el gobierno central,
y esto ocurría en ese momento en el norte de Africa. La relajación moral y los excesos sobre la población
civil, que nunca había apoyado a los almohades en al−Andalus, y las propias deficiencias de la organización
militar almohade, sobre todo la falta de ductilidad de las grandes masas de combatientes para adaptarse a las
exigencias de una lucha mucho más ágil, hizo que cuando el gobernante almohade se dirigía a mantener a raya
e incluso a acabar con los avances cristianos en la Península, dado que no podía contar con la lealtad de su
propio ejército, y menos aún con la de los andaluces, fuera derrotado absolutamente en Las Navas de Tolosa
(1212) por las fuerzas aliadas de Castilla, Aragón y Navarra, engrosadas con elementos portugueses, leoneses
y franceses, inferiores numéricamente pero muy superiores tácticamente.
La jornada de Las Navas representó una etapa decisiva para la Reconquista cristiana de los territorios
musulmanes. Los almohades mantuvieron durante dos decenios más un poder cada vez más precario sobre las
partes de la Península que dependían del Islam. Una crisis de sucesión en Castilla y dificultades internas en
Aragón aplazaron hasta 1225 la continuación de la Reconquista. Por otra parte, empezaba a decaer el poderío
almohade, socavado por las luchas dinásticas que imperaban en Marrakús y que dislocaban la organización
gubernamental. Mientras al−Andalus se dividía una vez más en pequeños Estados independientes,
principalmente en el este y el sur de la Península, dos soberanos de gran valor, Fernando III el Santo de
Castilla y Jaime I el Conquistador de Aragón, organizaban la Reconquista. Si a las incursiones de leoneses y
castellanos en 1225, que diezmaron las poblaciones musulmanas de Sevilla y Murcia, unimos el inicio de la
conquista de Levante por los catalano−aragoneses, con la imposición de tributos anejos en un momento de
deterioro económico sin par −persistente sequía, carestía y hambrunas− nos daremos cuenta del caos de
al−Andalus en las fechas citadas.
Este cúmulo de factores adversos incitaron aún más a la población hispanomusulmana contra los almohades,
estallando una serie de sublevaciones en las regiones fronterizas de al−Andalus, cuyos habitantes eran el
blanco de las incursiones cristianas. Un descendiente de los hudíes de Zaragoza extendió momentáneamente
su dominio, al parecer con notable éxito, por el este y el sur de al−Andalus. Pero tras la unificación de León y
Castilla, en la persona de Fernando III, en 1230, los cristianos tomaron una vez más la iniciativa,
conquistando Córdoba en 1236 y Sevilla en 1248. Veinte años más tarde, coincidiendo con el final del
Imperio almohade en el norte de Africa, la dominación musulmana había desaparecido de la Península
Ibérica, con la única pero importante excepción del reino nasrí de Granada.
Tanto en Damasco como en Córdoba lo compartido fue el témenos; lo que Abd al−Rahman I compró fue el
resto del lugar, y los cronistas se encargaron de exagerar su precio.
V. página V textos Cuaderno nº 106 de Historia 16.
V. tema anterior.
M CRUZ HERNANDEZ cree que la tribu, como estructura humana autónoma y autosuficiente no existió
jamás en al−Andalus... Los que se asentaron en al−Andalus fueron inicialmente individuos de éstas o aquellas
tribus, árabes o beréberes. Posiblemente estos individuos arrastraron después a sus familias, tanto en sentido
estricto como lato; después de establecidos familiarmente se agruparon en clanes. Ello le lleva a decir que la
población árabe−beréber no poseyó nunca una estructura tribal estricta, sino del tipo del clan y que la
asabiyya se había traspasado al clan, sea de tipo etnológico o de carácter político.
Jarichíes (en árabe jarawriy, los que se van o abandonan), es la primera secta musulmana. En los tiempos en
los que se constituía figuraba entre los grupos que apoyaban a Alí, el cuarto califato del Islam. Sin embargo,
Alí cometió un atropello con los jarichíes cuando permitió que su proclamación para el califato fuera arbitrada
por sus seguidores y por los partidarios de Muawiyah I. Los jarichíes sostenían que Dios (Alá) había
decretado la creación del califato de Alí, por lo que el hecho de que lo arbitraran mortales suponía un
sacrilegio. Después de este hecho, los jarichíes comenzaron a repudiar no sólo a Alí y a Muawiyah, sino que
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actuaban de igual forma respecto a los musulmanes que no aceptaran su punto de vista.
De acuerdo con la doctrina jarichí, cualquier persona, desde los descendientes del profeta Mahoma, los
miembros de la aristocracia musulmana, hasta un esclavo, podía transformarse en un califa si su conducta era
pura desde la perspectiva moral y religiosa. Para que un califa fuera legitimado, de acuerdo con la voluntad de
Dios, debía ser elegido con total libertad por toda la comunidad musulmana. Un califa que no cumpliera con
sus deberes como marcara la ley religiosa, podía ser destituido o incluso asesinado. Los jarichíes que eran
piadosos en extremo y puritanos en cuanto a su teoría y práctica religiosa, aceptaban sólo la interpretación
literal del Corán. Desarrollaron sus propias leyes y colecciones de hadits, las tradiciones o la vida y obra de
Mahoma y sus palabras, autentificadas por sus compañeros y transmitida sólo por autoridades de confianza.
Para VALLVE este asentamiento se produjo en base al hospitium visigodo: los sirios, a cambio de la
prestación de servicio militar, recibieron dos terceras partes de las propiedades donde se establecieron y un
tercio de la producción de las tierras de los cristianos. Esta interpretación nos sigue hablando de la disparidad
de las fuentes.
M. CRUZ HERNANDEZ considera que Abd al−Rahman I continuó y fortaleció el principio de encomendar a
familiares, clientes y libertos las grandes jefaturas político−militares. Los privilegios de que gozaron no eran,
sin embargo, un estricto obsequio regio, sino una correspondencia a su especial confianza político−militar.
Contra la admisión, comúnmente aceptada hasta ahora por los tratadistas, de una clara influencia abbasí en
al−Andalus durante el reinado de Abd al−Rahman II, se ha pronunciado el historiador PEDRO CHALMETA.
En su opinión, no hubo tal: lo que hubo fue un renacimiento de las viejas tradiciones suntuarias de los omeyas
de Damasco, favorecidas por el sosiego interno y la prosperidad de que gozó al−Andalus en este período, que
permitieron al emir emular −que no imitar− al califa bagdadí. Este historiador reconoce tan sólo una cierta
influencia bagdadí en el terreno literario.
El término segundos reinos de taifas no es en absoluto adecuado en palabras de WATT. Se produjo
efectivamente una cierta ruptura en pequeños Estados gobernados por régulos, pero éstos no eran iguales a los
partidos o banderías unidos por afinidades étnicas surgidos tras el desmembramiento del califato omeya:
después de 1145, algunos de los gobernantes de los principados reconocieron la soberanía de los almohades, y
otros la de diversos reyes cristianos, como ya comentamos en el caso de Valencia.
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