La lectura estética de cuentos

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Proyecto “Puente”
Línea 1. Lectura estética de cuentos y poesías
Lectura “estética”: el adulto les lee a los niños para compartir, no para enseñarles
nada y mucho menos para evaluarlos.
La lectura “estética” es la puerta de acceso al mundo de lo escrito, al ser la única capz
de promover la imaginación y la abstracción, y enriquecer el pensamiento.
Cuando un lector aborda cualquier material escrito, ya sean las instrucciones de un
manual, un ensayo filosófico, una reseña periodística, un articulo científico, un texto de
química o de física, una poesía o una carta de amor, un cuento o una novela, puede adoptar
una de dos posturas radicalmente diferentes, que pueden ubicarse en los dos extremos de
un continuum: la postura “estética” y la postura “eferente”.
Cuando un lector aborda el texto con una disposición de espíritu totalmente abierta,
yendo al encuentro de lo que pudiera satisfacerle o interesarle, sin intención alguna de
aprender nada en particular, y mucho menos obligado por la necesidad de recordar
determinadas cosas para repetirlas más tarde, como es el caso de la lectura que se hace
para rendir un examen, podemos decir, de acuerdo con Louise Rosenblatt, que adopta una
postura “estética”. Por el contrario, cuando lee con el propósito definido de obtener una
información, decimos que el lector adopta una postura “eferente”. Tanto el producto como las
implicaciones de una u otra postura son totalmente diferentes.
En el caso de la postura “eferente”, el lector sólo aprovecha la lectura en su
dimensión informativa, porque su propósito es obtener ciertos datos. En estas condiciones,
tratará de dejar de lado todo lo que pueda entorpecer esa tarea. No habrá de interesarle otra
cosa que no le sea de utilidad inmediata. Esta postura es muy válida cuando de lo que se
trata es de saber dónde queda la calle Cabildo en un mapa de Buenos Aires, cuántos
gramos de mantequilla lleva una torta, o el teléfono de la Srta. Irma González, residente de
Chachopo en el estado Mérida. En tales casos, sería superfluo y hasta inconveniente, perder
el tiempo interesándose en el origen del nombre de la calle Cabildo, proveniente tal vez de la
época de la Colonia, o en las formas de industrialización de la mantequilla y de otros
derivados lácteos o las razones históricas que llevaron a la familia González a radicarse en
la región andina…
Por eso, como cuando se estudia para rendir un examen, con la postura “eferente”
se trata de leer lo menos posible, procurando no irse por las ramas, descartando todo lo que
no esté directamente relacionado con la información que se quiere extraer. Por eso se le dice
“eferente”, término que etimológicamente significa llevar, sacar algo. Esto está bien, porque
el propósito de esa lectura es extraer el mayor monto de información con el menor esfuerzo.
Y es así, porque este tipo de lectura exige un esfuerzo, sobre todo cuando lo que se
pretende aprender no nos despierta un interés intrínseco, no satisface una inquietud, una
expectativa personal, sino que se hace por conveniencia o por obligación, por una
motivación extrínseca. En estas circunstancias, lo que queremos es salir en el menos tiempo
posible de la actividad lectora, cerrar el libro cuanto antes… ¿No es acaso eso lo que sienten
los graduandos que festejan la culminación de su carrera botando los libros y apuntes que
tanto los hicieron sufrir durante años, años de estudio que se les hicieron interminables?
Sin embargo no siempre es así. Cuando el tema de estudio coincide con nuestros
intereses y expectativas personales, la motivación por la lectura ya no es exterior a nosotros,
sino que viene de nosotros mismos, es intrínseca, y nos lleva a profundizar, indagar,
reflexionar sobre un texto que se torna atractivo. De modo que a una postura “eferente”, que
es propia de toda preparación para un examen, se superpone una postura “estética”, que
añade factores afectivos, emocionales, que enriquece el conocimiento y por ende el
aprendizaje. Indudablemente que esta lectura, que combina ambas posturas, es mucho más
provechosa desde todo punto de vista que una lectura meramente eferente.
Una postura “estética” es la que adopta el lector cuando, movido por una motivación
intrínseca, aborda el texto sin la obligación de extraer información. Esa libertad, esa
autonomía lectora permite que sea él quien guíe el proceso, que sea protagonista del acto de
leer. En el curso de esta lectura, el lector establece un juego de transacciones, en las que
lector y autor intercambian conocimientos y vivencias. Jean Foucambert denomina “lectura
reflexiva” a este tipo de lectura, porque al tiempo que el lector recibe determinada
información, la procesa, la cuestiona y accede a la dimensión estructural de los temas, más
allá de lo superficial. Por su parte, Jorge Larrosa habla de una lectura que es capaz de
transformar al lector, en oposición a una lectura que cumple exclusivamente con la función
de informar. Así, define el contraste entre una lectura informativa y una lectura formativa.
Lectura estética, lectura reflexiva y lectura formativa pueden asimilarse en un solo
concepto: se trata de una lectura mediante la cual el lector se desarrolla, obteniendo los
beneficios que sólo la lengua escrita puede aportar. Es esta lectura, estética, reflexiva o
formativa, la que hará del niño un usuario competente de la lengua escrita, un lector y un
escritor eficiente, un ciudadano crítico y comprometido con su tiempo. Esta lectura es la
única que le abrirá al niño las puertas del mundo de lo escrito, porque a diferencia de la
lectura eferente, informativa, esta lectura no produce cansancio, sino que por el contrario,
incita a leer más, a no dejar el texto que nos tiene aprisionados. Es esta lectura, y sólo ella,
la que establece entre el texto y el lector un vínculo cognitivo y afectivo, entre el lector y el
autor un intercambio fecundo, pero sobre todo, establece un diálogo sincero y enriquecedor
del lector consigo mismo, favoreciendo su desarrollo individual y social. Y finalmente, tal vez
lo más importante: es sólo adoptando una postura estética que se desarrolla la creatividad, la
imaginación y el pensamiento abstracto.
Cuando el adulto le lee al niño es como si éste leyera, con la ventaja de que al
“escuchar” la lengua escrita se encuentra eximido del esfuerzo que debería hacer no siendo
aún un lector avezado, y que obviamente comprometería su comprensión. Así, desde
preescolar hasta sexto grado, el maestro tiene la tarea fundamental e ineludible de leerles
cuentos y poesías a sus alumnos, para que éstos aprendan a leer en forma estética. Es que
¿cómo podría gustarle la lectura a alguien que sólo sabe leer en forma eferente? Para quien
no está en capacidad de leer en forma estética, leer será siempre una actividad engorrosa,
una actividad que cansa, que sólo se hace si se tiene necesidad de obtener una información,
pero no para satisfacer una necesidad intelectual. Por eso no leen los que no leen, porque
no saben abordar un texto desde una postura estética.
Pero ¿cómo podrá estar seguro el adulto que lee de que el niño, al leer” por su
intermedio, adoptará una postura estética y no eferente? Simplemente, leyendo para
compartir un texto que le ha gustado, un texto que el adulto ha leído y apreciado en forma
estética, y jamás para enseñarle nada y mucho menos para evaluarlo. Es ésta una regla de
oro cuyo cumplimiento está en la base del desarrollo lector de cualquier aprendiz.
En un entorno de lectura, los adultos (padres u otros familiares o allegados) les leen a
los niños cosas que suponen – por lo general acertadamente – que son de interés para ellos,
que nos los aburrirán y que por el contrario, despertarán nuevas inquietudes y propiciarán
intercambios verbales sobre el texto. Los adultos lectores no les leen a los niños para que
aprendan determinadas cosas ni para evaluar su comprensión. Cuando un adulto lector
termina de leer un cuento, sólo le interesa saber si al niño le gustó o no, y nunca lo somete a
interrogatorio alguno. Con esto, sin darse cuenta, el adulto lector facilita la adopción de una
postura estética, porque el niño no siente la obligación de contestar en forma correcta a las
indagatorias del adulto. Al sentirse libre, podrá apreciar lo que verdaderamente es de su
interés, lo que satisface sus expectativas, profundizar en sus reflexiones, dejar volar su
imaginación, dar rienda suelta a su creatividad y desarrollar por esta vía la dimensión
abstracta del pensamiento.
Muy diferente es la situación cuando el maestro al leer un cuento en la escuela, lo
hace para que el niño aprenda algo del texto o con el propósito de evaluar su comprensión.
En este caso, las preguntas que hace el maestro probablemente sean “¿Qué entendiste?
¿De qué trata el cuento?” Con esto, sin darse cuenta, el maestro propicia la adopción de una
postura eferente, porque el niño siente la obligación de contestar de acuerdo con lo que el
maestro espero que conteste. Constreñido por la amenaza del interrogatorio que sigue a la
lectura, el niño estará más preocupado por recordar lo que supone que el maestro quiere
que recuerde, que por centrarse en lo que realmente al él le importa y que lo motivaría a
seguir leyendo. El niño, impedido de apreciar el contenido y el valor del texto por las
anteojeras que se le imponen, sacrificará la comprensión y por ende el interés por leer, y
terminará por rechazar la lengua escrita como algo impuesto que le es ajeno.
Vayamos a lo práctico. ¿Podrá un maestro que no es lector propiciar la adopción de
una postura estética cuando él mismo ha sido formado para leer predominantemente en
forma eferente? La respuesta es sí, siempre y cuando el maestro se haya tornado capaz de
percibir lo que hace la diferencia en la lectura y poner de sí el deseo de desaprender lo
aprendido, reaprender, emprender un camino nuevo y radicalmente diferente. El maestro
deberá aprender a adoptar una postura estética, para lo cual se hace necesario actuar en
varios sentidos:
a.- En primer lugar, aprender a leer para sí mismo y no para otros, leer procurando una
satisfacción personal, para dar respuesta a sus interrogantes, no para dar clases o para
enseñar a sus alumnos, aprender a buscar y encontrar aquellos textos con los cuales
establecer interacciones fructíferas. Erradicar la motivación extrínseca, la intención utilitaria
con que se abordan muchos libros para el “crecimiento personal”, hacerse rico o simpático
en pocas páginas, o tantos textos que hacen creer que son inefables recetas para superar
problemas de toda índole.
b.- En segundo lugar, escoger textos que induzcan una lectura estética, textos literarios,
cuentos y poesías, y leer estos textos, tanto para él como para sus alumnos, desestimando
otros que imponen la adopción de una postura eferente, como pueden ser los manuales de
instrucciones o los textos explicativos. No debe entenderse con esto que deben prohibirse
los textos de este tipo, ni que la postura eferente es inevitablemente negativa. No, pero de lo
que se trata es de propiciar el aprendizaje de una postura estética, imprescindible en las
edades tempranas de la vida.
c.- En tercer lugar, evitar que la lengua escrita sea percibida como materia de enseñanza,
que las actividades de lectura y escritura sean sentidas como tareas”. Por el contrario, hacer
que la lectura forme parte de una práctica social, como una ocasión de satisfacer
expectativas personales, una oportunidad para entrar en una dimensión cultural original. Se
trata de no “escolarizar” la lectura. Pero para “desescolarizar” la lectura es preciso, al mismo
tiempo, “lecturizar” la escuela”, vale decir, hacer del aula un entorno de lectura donde se lee
y se escribe con sentido, donde se realizan actividades significativas propias de la práctica
social de la lectura y la escritura, erradicando las situaciones en que se utiliza la lengua
escrita para “ejercitar” supuestas habilidades.
Estas indicaciones, con las que aparentemente pueden estar de acuerdo muchos
maestros, corren el peligro ser olvidadas o distorsionadas a la hora de ponerlas en práctica.
No hay nada más difícil que romper con un paradigma que ha sido impuesto como verdad
absoluta a lo largo de tantos años y que a su vez impone prácticas rutinarias cuya validez
parece incuestionable. Por ejemplo: la lectura en voz alta. Casi sin excepciones, en la
escuela los alumnos deben leer en voz alta cuando el maestro lo indica. ¿Para qué? ¿Con
qué propósito el maestro manda a un alumno a leer en voz alta? Con el propósito de evaluar,
se nos dice. Pero ¿qué es lo que se evalúa? Examinemos atentamente la situación.
La lectura en voz alta es muy distinta a la lectura silente, en la que el lector no
vocaliza, ni siquiera mueve los labios. Cuando se lee en voz alta se ponen en juego circuitos
neuronales mucho más complicados que cuando se lee sin vocalizar. El esfuerzo por “decir”
correctamente compromete la comprensión, de modo que leer bien en voz alta no garantiza
que el lector entienda lo que está leyendo, y mucho menos que pueda interactuar
activamente con el texto, reflexionando sobre su contenido. Siendo así, el maestro no evalúa
al alumno como lector, sino como locutor, que es otra cosa. Y la función de la escuela no
debería ser formar locutores sino lectores.
Pero si se quisiera formar locutores o declamadores, o algo más sencillo y pertinente,
si se está preparando una representación teatral, actividad para la cual sí tiene sentido la
lectura en voz alta, el procedimiento debería ser totalmente diferente. Se le daría al alumno
un texto para que lo leyese varias veces antes de vocalizarlo en público, se indicaría la
importancia de respetar los signos de puntuación, se lo prepararía para que declamase con
la entonación y el énfasis apropiado, entre otras cosas…
Sin embargo, es preciso saber que el maestro sepa que una pésima declamación del
texto no necesariamente indica falta de comprensión. No son pocos los buenos lectores que
tienen enormes dificultades para leer en voz alta, pero que no obstante tienen una excelente
comprensión del texto. Si el maestro quiere evaluar lectura - y lo esencial de la lectura es la
comprensión - haría mejor dándole el texto al alumno para que lo lea en silencio y una vez
terminada la lectura silente preguntarle qué entendió o qué dejó de entender. Esta forma de
evaluar es mucho más acertada y confiable.
Finalmente, el alumno que lee en voz alta ante los demás compañeros se ve
expuesto, sobre todo cuando no lo hace correctamente, al juicio implacable de sus pares. La
tensión a que se ve sometido no trae consigo nada bueno; por el contrario, contribuye a que
el niño rechace la lectura, o que eche manos a estrategias absolutamente inconvenientes,
como podría ser memorizar el texto o guiarse por las ilustraciones que lo acompañan para
intentar “leer” forzado por las circunstancias.
La línea de acción que proponemos está claramente definida: se trata de leer para los
niños y con los niños sin otra motivación que compartir. Se trata de que el adulto lea como
leen los buenos lectores en sus hogares a sus hijos, y que para ello recurran al sentido
común. En el aula, es el maestro quien debe leer a los alumnos, y debe leerles para
compartir un texto que él considera apropiado, un texto que le ha gustado y que quiere
darles a conocer. Repetimos: de ninguna manera el maestro debe escoger el cuento o la
poesía con la motivación explícita o implícita de enseñar algo y mucho menos para evaluar
aspecto alguno. Sobre estas base, podemos ahora adelantar una serie de indicaciones para
dar cumplimiento eficaz a esta primera línea de acción de nuestro proyecto.
1.- Un cuento todos los días. El maestro lee a sus alumnos, por lo menos un cuento cada
día, en el momento de la jornada que considere más oportuno. Un cuento corto no es más
apropiado que un cuento largo. Es posible que la longitud del cuento sea un obstáculo para
un maestro que no es un buen lector, un maestro a quien le cuesta leer, y tal vez por eso es
que algunos recomiendan la lectura de cuentos cortos. Eventualmente, un cuento largo
podría ser más interesante que un cuento corto, porque el niño puede llegar a sentir que
cuanto más largo el cuento más dura la emoción que éste produce… En caso de que, por su
longitud, no pueda leerse el cuento en una sola sesión, ya sea por razones de tiempo o
sobre todo, porque por su edad el niño no puede mantener la atención, la lectura puede
hacerse por partes, en dos o más sesiones consecutivas.
2.- El maestro elige el cuento. La elección del cuento debe hacerse sobre la base de un
único criterio: que le haya gustado al maestro cuando lo leyó para él, antes de leerlo a sus
alumnos, y que la impresión que le produjo lo impulse a compartirlo con los niños. Jamás
debe elegirse un cuento pensando en lo que los niños podrán aprender o qué conclusión o
moraleja podrán extraer. Esto induciría necesariamente en ellos la adopción de una postura
eferente, al sentirse evaluados, ya que el maestro espera que los alumnos lleguen a las
mismas conclusiones a las que él llegó.
3.- El cuento se justifica y se defiende por sí mismo. No hace falta que el maestro trate de
“propagandear” de antemano las supuestas bondades del texto, lo que equivaldría casi a
obligar a sus alumnos a que les guste el cuento. Tampoco hace falta que el maestro
suministre ninguna otra referencia más que el nombre del autor y el título, antes de empezar
la lectura, salvo que fuese conveniente una determinada explicación para facilitar la
comprensión del contexto histórico, geográfico, social o cultural en que se desarrolla la
trama. De todos modos, estas explicaciones también pueden darse oportunamente a medida
que avanza la lectura, cuando el maestro perciba que ello es necesario.
En este sentido, no parece apropiado que el maestro se detenga en la observación de la
portada, práctica corriente en el nivel de preescolar. La portada puede ser más o menos
llamativa, y seguramente influye en la elección de un cuento por parte de niños que aún no
están alfabetizados. Los niños ven la ilustración de la portada y con toda seguridad se hacen
conjeturas acerca de lo que podría ser el contenido, pudiendo la portada ser un factor de
motivación. Pero nada más. Al finalizar el cuento, los niños volverán a mirar la portada, y
cotejarán los elementos que ella contiene con los personajes o eventos del cuento. Y de ello
podrán extraer una enseñanza importante para futuras lecturas, y es que no siempre una
portada atractiva garantiza un cuento interesante. Los niños deben aprender que “no es oro
todo lo que reluce” y que más allá de las ilustraciones, lo que realmente importa es ir al
encuentro del contenido.
4.- La lectura empieza por el título. El título, inevitablemente, sugiere un contenido, moviliza
la imaginación. Pero es una sugerencia nada más. El título de un cuento pocas veces
permite anticipar acertadamente el contenido del mismo. En ocasiones hace referencia
directa a personajes o situaciones claves de su trama, con lo cual la anticipación es literal,
cosa que de poco le sirve al lector: “El gato con botas” obviamente anuncia la participación
de un gato que calza botas… “El lobo y los siete cabritos” permite suponer que algo habrá
de suceder con un lobo y con siete cabritos… “El gigante egoísta” o “La ratoncita presumida”
nos advierten de la carencia carece de ciertas virtudes… y nada más. Preguntarle al niño de
qué podría tratar el cuento en estos casos tiene poco sentido, porque lo obligaríamos a
inventar lo que se le ocurra y eso ¿para qué?... Algunos niños se mostrarán más
imaginativos o más desenvueltos que otros, y cada uno de ellos pondrá en juego algo o
mucho de su historia personal. Pero cuidado: nada de esto tiene que ver específicamente
con la lectura.
Más a menudo el título guarda una relación indirecta con el contenido, una relación cuya
pertinencia se descubre cuando ya ha finalizado la lectura. “El patito feo” es un título
engañoso, porque no se trata de un pato y menos de un pato feo, sino que se trata de un
cisne de gran belleza, pero recién al develarse este equívoco es que cobra validez el título.
Uno de los cuentos más famosos de Julio Cortázar lleva por título “La noche boca arriba”.
¿Cómo sospechar a partir de este título, que la acción se desarrolla simultáneamente en dos
planos, en escenarios separados por cientos de años en el tiempo y en el espacio. Que el
protagonista es a la vez un motorizado que sufre un accidente y un prisionero de los aztecas
que irremediablemente será la víctima de un sacrificio ritual… Los ejemplos podrían
multiplicarse hasta el infinito…
El buen lector podría - y tal vez debería - sentirse atraído por un título para adentrarse
en la lectura de un cuento o de cualquier otro texto, pero las inevitables inferencias que
pudiera hacer a partir de ese título se mantendrán en paralelo con la lectura hasta llegar a
cierto punto del relato. Recién al terminar el cuento es que el lector vuelve a pensar en el
título, para corroborar lo adecuado o no del mismo, para recordarlo para toda la vida o
simplemente para olvidarlo minutos más tarde. A un buen lector jamás se le ocurriría pensar
qué otro título le pondría al cuento. No hace falta. ¿Con qué derecho pretenderíamos
cambiar el título que el autor le puso, probablemente tras prolongadas y laberínticas
cavilaciones? Anticipar el contenido de un cuento a partir del título o discutir qué otro título se
le podría poner, constituyen ejercicios artificiales que sólo hacen perder tiempo y correr el
riesgo de distorsionar la lectura, haciéndole perder significación.
5.- El cuento es leído para que el niño lo escuche. Lo esencial es el lenguaje. Cuando el
adulto lee un cuento, está “hablando en lengua escrita”. El lenguaje que llega al niño no es el
lenguaje coloquial, es el lenguaje propio del registro escrito. De aquí la importancia
superlativa de “leer” el cuento y no simplemente de “echar” un cuento. De aquí la importancia
de leer el texto tal como es, con las palabras que son propias de la lengua escrita, porque
son estas palabras las que irán incrementando el archivo o diccionario mental cuya riqueza
es imprescindible para comprender la lectura. Debemos estar seguros de que el niño
comprende cada palabra nueva, no coloquial, propia de la lengua escrita, presente en el
texto, y el maestro debe estar alerta para explicar su significado cuando haga falta, o para
comprobar que el niño ha captado ese significado por el contexto, con lo que no hacen falta
explicaciones con las que se interrumpe innecesariamente el hilo narrativo.
Siendo así, debemos asegurarnos de que el lenguaje llegue al niño. El niño debe escuchar
a quien le “habla en lengua escrita” mientras se capacita para hablar y para escribir él mismo
en lengua escrita. Por eso, lo relevante es que el niño se vea atrapado por lo que el maestro
está diciendo y no por otras cosas que lo distraigan, que le hagan perder el hilo del relato. ¿A
qué otras cosas estamos haciendo referencia? En lo fundamental a dos: a la dramatización y
a las ilustraciones.
i.- La dramatización. El maestro, al leer un cuento, pone la palabra en acción. A diferencia
de los “cuentacuentos”, no debe dramatizar mientras lee, porque lo que le interesa es captar
la atención del niño a través del lenguaje, y de esta manera despertar en él el deseo de leer,
para encontrar o reencontrar lo que ha vivido o lo que ha sentido con la lectura. Al seguir la
trama en base a la dramatización, el niño que se está formando como lector no incorpora el
lenguaje propio del registro escrito, y olvidando el texto, se ve atrapado por el sonido y el
movimiento. Cuidado: no estamos prohibiendo la dramatización, que tiene sus virtudes en
relación con la estética, la creatividad y la afectividad, pero ésta debe hacerse como una
actividad independiente de la lectura, porque cumple funciones diferentes.
ii.- Las ilustraciones. Algo parecido ocurre con las ilustraciones. Las ilustraciones que
acompañan un texto pueden contribuir a despertar el interés del niño. Pero si las imágenes
sustituyen el lenguaje, si el niño puede comprender la trama a partir de las imágenes, con
toda seguridad dejará de lado la lectura, que en ese caso sería inútil o redundante. ¿Para
qué leer si se puede entender el cuento viendo las figuras? Las ilustraciones deben ser
apreciadas “en paralelo” y no deben interferir con la escucha del texto. Si el niño queda
atrapado por una imagen, con toda seguridad dejará de escuchar la narración, y se perderá
en caminos imaginarios que poco o nada tendrán que ver con el cuento, perdiendo así la
oportunidad de enriquecer su conocimiento de la lengua escrita. Al leer un cuento con
ilustraciones, el maestro puede detenerse unos instantes para mostrarlas al niño a medida
que va leyendo. Pero una vez hecho esto, debe seguir con la lectura y hacer que la
ilustración pase a un segundo plano, para evitar que el niño se distraiga con la misma.
Después de leer el cuento es el momento propicio para que el niño tome el libro en sus
manos y vuelva cuantas veces quiera a las ilustraciones, imaginando, preguntando,
indagando y relacionando las imágenes que lo impactan con el contenido del texto leído.
Hoy en día asistimos a una situación sumamente preocupante. Los libros para niños
parecen estar siendo escritos por dibujantes y no por escritores, de modo que los cuentos se
presentan con ilustraciones de alta calidad, sumamente llamativas, que llaman la atención de
quienes los compran, padres y maestros. Pero cuando se lee el texto, se puede apreciar que
se trata de escritos muy pobres, de escaso o nulo valor literario, que no contribuyen con la
formación del niño como lector.
6.- Una buena lectura en voz alta es imprescindible para captar y fijar la atención del niño
durante el relato. El maestro debe capacitarse para leer sin titubeos ni repeticiones, con un
énfasis apropiado para cada situación, modulando y cambiando apropiadamente el tono y el
timbre de la voz. Es obvio que la voz del lobo no habrá de ser la misma que la de Caperucita,
y que el maestro tendrá que modificar su registro vocal en consecuencia. Pero eso no
implica que la maestra mujer deba forzar sus cuerdas vocales para lograr una voz tan grave
como sería la de un lobo, ni que el maestro hombre deba alcanzar un falsete ambiguo para
emitir la voz infantil y femenina de Caperucita. La imaginación del niño, “metido” en la trama
del cuento, suplirá con creces estas limitaciones vocales que, una vez más lo decimos, no
son los aspectos determinantes de la lectura, sino que lo que importa es el lenguaje en sus
dimensiones sintáctica y semántica. Más adelante, cuando el niño lea por sí solo, los sonidos
a los que el texto hace referencia deberán ser totalmente imaginados por él como lector. Y
esta apreciación vale para todo lo sensorial. Luces, sonidos, olores, sabores, texturas,
temperaturas, y tantas otras sensaciones deberán ser imaginadas por el lector y de nada
serviría apoyar la lectura con los más ingeniosos artificios. No sería más comprensiva la
lectura si en el aula quemásemos un trozo de cuero para “sensorializar” el episodio en que la
cola del lobo queda chamuscada al bajar por la chimenea en la casa de los tres cochinitos, ni
dejar el aula sumida en la más profunda oscuridad para dar idea de cómo se sentirían
Hansel y Gretel abandonados en el bosque…
La lectura debe ser fluida, evitando interrupciones disruptivas. El relato debe ser
interrumpido cuando aparece un término, una expresión o una situación que el maestro
percibe que han escapado a la comprensión de los niños y que tal vez no pueda ser
comprendida a punto de partida del contexto. La aclaración del punto debe ser lo más breve
posible, utilizando un lenguaje preciso y debe limitarse al punto en cuestión sin irse por las
ramas, de modo de retomar la narración antes de que se haya perdido el hilo. En ningún
caso el relato debe ser interrumpido para hacer preguntas dirigidas a evaluar la comprensión
o asegurar la atención de los niños durante la lectura. Este tipo de preguntas es obvio que
induce en los niños una postura eferente: estarán más pendientes de lo que el maestro
pueda preguntarles a posteriori que a la trama del texto, y por esa razón no se involucran en
la trama, no se comprometen ni cognitiva ni afectivamente con el cuento. Y esto se nota en
las respuestas, que reseñan datos puntuales o episodios aislados, que no se integran en un
argumento coherente.
La atención de los niños debe estar garantizada única y exclusivamente por el interés que
les despierta la trama del cuento. No es procedente intentar que los niños presten atención
mediante promesas, advertencias, admoniciones o amenazas, que interrumpen la secuencia
y distraen a los alumnos que sí están interesados en el tema. Todo lector tiene derecho a no
leer lo que no le gusta, siendo ésta una de las condiciones fundamentales de la autonomía
del lector, de modo que si el cuento que se está leyendo no motiva la atención de uno o
varios alumnos, lo más conveniente es encaminar a ese o a esos alumnos a otras
actividades que sí les interesen. Es probable que más tarde, cuando los demás comenten el
cuento leído y vuelvan al texto para revisar ilustraciones o para imaginar o dramatizar
escenas de la peripecia, los niños que no estuvieron presentes lamenten no haber estado y
decidan escuchar el cuento la próxima vez.
7.- El final del cuento es único. Una característica esencial del cuento es su desenlace, que
debe producir un sensible impacto en el lector. Un cuento es bueno porque termina como
termina, y no tiene sentido que se le cambie el final como si todos los finales fuesen posibles.
Un cuento con otro final sería otro cuento, que difícilmente tendrá el mismo valor. Lo que
interesa para el desarrollo como lector del niño es que aprenda a apreciar el valor literario
de un final. Una vez más, para salvaguardar la postura estética del niño a la hora de la
lectura, propiciar la reflexión y garantizar el efecto formador de la interacción con el texto,
con el autor y consigo mismo, es imprescindible que el niño sepa apreciar el valor literario del
cuento, y no ser inducido a cambiar un final en función de criterios moralizantes, ideológicos,
pedagógicos o que respondan simplemente a la idiosincrasia del maestro.
Al respecto, las últimas décadas han sido testigo de la mutilación de muchos cuentos
clásicos, por considerar que su final es “demasiado triste” o “demasiado cruel”. Un exponente
paradigmático en este aspecto ha sido Walt Disney, cuyas películas han deformado los
personajes y la trama de los cuentos clásicos. Los niños contemporáneos, incluyendo a los
que fueron niños y que ahora son maestros, por lo general no leyeron los cuentos clásicos,
sino que los vieron en el cine o en la televisión. En estas versiones fílmicas, sumamente
atractivas, que seducen por la calidad de imágenes y sonido, se modificaron profundamente
su contenido y su sentido, se endulzaron sus aspectos “amargos” y se los despojaron de
todos los aspectos cuestionadores de unos protagonistas en los que nos proyectamos y de
una sociedad en la que seguimos reconociéndonos, a pesar de los siglos transcurridos
desde su creación.
8.- Los cuentos no deben ser “trabajados”. La lectura del cuento no busca enseñar gramática
ni contenidos, ni impulsar, ejercitar o consolidar “habilidades”. Por eso, los cuentos no
deberían tener nada que ver con los proyectos de aprendizaje ni con los contenidos
programáticos. Con la lectura “estética” del cuento el maestro no debe preocuparse por los
aprendizajes, porque inevitablemente el niño que escucha un cuento aprende muchísimas
cosas. Y las aprende sin ningún esfuerzo, a veces para toda la vida. Claro que no
necesariamente son las cosas que el maestro quisiera que aprendiese. Aprende cosas que
no se pueden enseñar, porque no dependen de metodología alguna, porque son parte
intrínseca del lenguaje. Aprende las cosas que va a necesitar para leer bien, para
comprender bien lo que lee, para apreciar la lectura, para reflexionar sobre los temas que
aborda y para formarse como lector y como persona, enriqueciendo su pensamiento, tanto
desde la dimensión cognoscitiva como afectiva, e impulsando su desarrollo intelectual.
El cuento termina cuando de manera explícita o implícita el lector llega a la fórmula ritual:
“…colorín, colorado, este cuento se ha acabado”. Ahora lo que viene es el compartir,
comentar lo que el cuento había dejado en el maestro y ahora en cada uno de sus alumnos.
Es el momento de aprender a apreciar lo leído, de rememorar, de sentir y de reflexionar, de
internalizar y de vivenciar, es el momento de entrar al mundo de los libros, de la mano del
maestro. Este es el gran aprendizaje, en gran medida inconsciente, que resulta de cada
cuento leído desde una postura estética. Aquí se pone de manifiesto en toda su importancia
el rol del maestro, ya que es él quien debe inducir este aprendizaje, y para ello debe elicitar
preguntas y sugerir propuestas adecuadas, evitando las preguntas y sugerencias que
inducen una postura eferente. Lamentablemente estas últimas son las que habitualmente
hacen los maestros en la escuela, y más lamentable aún, las hacen porque son
recomendadas por sedicentes especialistas en la materia.
En el hogar, cualquier adulto lector que le lee a un niño, al terminar el cuento, le pregunta
si le gustó o no le gustó. A diferencia de lo que sucede en el hogar, en la escuela el maestro
apenas terminado el cuento, pregunta a sus alumnos qué entendieron, o les pide que
vuelvan a narrar el cuento utilizando sus propias palabras. ¿Por qué en uno y otro escenario
las preguntas son radicalmente diferentes? Porque en el primer caso el adulto que lee para
compartir está seguro de que el niño entendió, porque durante la lectura estuvo pendiente de
que así fuese, y cada vez que sospechó que el niño no entendía algo, se lo aclaró de
inmediato. A ningún adulto lector se le ocurre seguir leyendo un cuento cuando quien o
quienes lo escuchan no entienden. No sucede así en la escuela. Al preguntarle a un niño qué
entendió, se pone en evidencia la intención de evaluar la comprensión del texto. Pero con
eso el maestro no evalúa la competencia del niño en lectura, sino la atención que el niño le
prestó al discurso del maestro. Y eso poco o nada tiene que ver con el proceso de
alfabetización si el niño no está alfabetizado ni con la formación del niño como lector en caso
de que ya lo esté.
En todo caso, las preguntas sobre comprensión nos permiten evaluar la calidad del
cuento, el desempeño del maestro, o las circunstancias en que éste fue leído. Porque si un
niño se perdió en el camino y no entendió el cuento, hay que buscar las causas, que pueden
ser las siguientes: el cuento no era apropiado para la edad de los alumnos o éstos carecían
del conocimiento previo que les permitiese entender el cuento; el cuento fue mal leído por el
maestro; la lectura se realizó en forma inoportuna, cuando otras actividades o
acontecimientos del entorno atraían más la atención de los niños. Muchas preguntas
supuestamente hechas para evaluar la comprensión resultan por lo menos irrisorias, porque
recaban una información explícita. ¿Cómo se llama el cuento? ¿Cuáles son los personajes?
¿De qué color era el caballo del príncipe? ¿Cuántos cabritos tenía la cabra? Si el niño no
contesta correctamente, dando por supuesto que es un hablante natural del español, fue
porque no prestó atención. No hay otra razón.
Otras preguntas, supuestamente dirigidas a promover ciertas inferencias, no son menos
irrelevantes. Por ejemplo: ¿se trata de una historia real o imaginaria? ¿cuál es el ambiente
en que se desarrolla la acción del cuento, rural o urbano? ¿cuáles son los elementos
naturales que se describen en el cuento? ¿cuál es el personaje principal, cuáles son los
personajes secundarios?. Un buen lector jamás se haría estas preguntas, que por decir lo
menos, son disruptivas, que distraen la atención de lo esencial para perderse en aspectos
secundarios, cuyo única función es evaluar si el niño estuvo atento o si es capaz de decir,
como si no lo supiera desde la más tierna edad, la diferencia entre el campo y la ciudad, o la
realidad y la fantasía. Es como si le preguntásemos algo así como: “¿Cuándo juegas a
ladrones y policías, y el policía mata al ladrón, es de verdad o es de mentira que el ladrón se
muere?...
En la escuela, al igual que en el hogar, la primera y a veces la única pregunta que debe
hacer el adulto lector, en este caso el maestro, sería: ¿Te gustó? ¿Qué te gustó? ¿Por qué
te gustó tal o cual cosa? o ¿por qué no te gustó? Y a partir de esa pregunta, dialogar,
comentar el carácter de los personajes, las emociones y las reflexiones que pudieron
suscitar tales o cuales episodios, los problemas que pudieron plantearse, las interrogantes
que pudieron formularse… En los grados superiores, todas estas consideraciones en torno al
cuento pueden ser llevadas al papel, escritas para ser discutidas posteriormente, y al término
de esa discusión pueden ser publicadas, incluyendo diferentes argumentaciones. De ninguna
manera las preguntas pueden tener el propósito de evaluar, sino de motivar el intercambio
de ideas en torno a un texto. Cada lector tiene derecho a opinar sobre lo que lee, y en la
escuela, el alumno tiene derecho a tener su propia interpretación del texto, que puede diferir
de la del maestro, sobre la base de una adecuada comprensión del contenido. Una vez más,
se destaca la labor del maestro para orientar al niño, guiándolo en la apreciación del cuento.
9.- Tiempo y espacio para la privacidad. El buen lector ha sabido sentirse sacudido por el
impacto de un cuento. Este impacto depende de la fibra que ha tocado el cuento en la
personalidad de cada quien, de la sintonía que se ha establecido entre el autor y el lector, y
más aún, el cuestionamiento que ha provocado el texto en el lector, que ha tenido la
oportunidad de verse y de conversar consigo mismo. Este impacto es el que hace que un
texto pueda, como señala Jorge Larrosa, informarnos, deformarnos, transformarnos y en
todo caso, formarnos.
Por esto, al terminar el cuento, el maestro debe darle al niño la oportunidad de recogerse
sobre sí mismo, tener un tiempo y un espacio en que se respete su privacidad. Un tiempo y
un espacio en el que el niño pueda identificarse con un personaje, proyectarse en la trama,
reconocer figuras queridas u odiadas de su vida personal. Pero es preciso que el maestro
sepa que todo esto es intransferible, que pertenece a la intimidad del lector, intimidad que ha
sido desnudad por el relato, pero que no puede ser exhibida más que para uno mismo. En
esto radica la motivación profunda para la lectura, motivación irremplazable, que hará del
aprendiz un lector competente y apasionado. Démosle al niño unos minutos para que se
aparte de las preguntas y de las discusiones, para que se encuentre consigo mismo y con
los demás significativos para él.
10.- Después del cuento, otro cuento. Es frecuente que después de leer un cuento el
maestro quiera “aprovechar” lo leído para cumplir con objetivos programáticos. A este
respecto, reiteramos que los cuentos no deben ser “trabajados”. Los personajes o los temas
del cuento no debe ser relacionados con nada que no pertenezca al mundo de los libros.
Todos los cuentos son imaginarios, si no fuese así, no serían cuentos. Es un grave error
preguntarles a los niños qué aspectos del cuento se relacionan con su vida real, o qué
enseñanzas deja el cuento que podrían ser de utilidad en la realidad.
En el mismo sentido, no es aconsejable utilizar trozos del texto del cuento para enseñar
gramática. Si se quieren enseñar reglas ortográficas o nociones como sujeto, verbo y
predicado, adjetivos, pronombres, artículos o adverbios, lo más recomendable es tomar
trozos de otros textos, para no interferir con la postura estética que el niño adoptó al
escuchar el cuento.
Finalmente, después de un cuento, lo que cabe es leer otro cuento. Los niños que en sus
hogares cuentan con la presencia de adultos lectores, aún sin saber leer, “leen” por sí solos
o por interpósita persona, cientos de textos al año, y los resultados son notables, tanto en lo
que tiene que ver con la alfabetización inicial como con la competencia lectora. Así lo
muestra nuestra experiencia de ya una década con el proyecto “Puente”.
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