Diomede: un artista solitario Cuando enfrentamos la obra de Diomede, de inmediato surge cierta curiosidad por el hombre. Sin embargo, más allá de los datos biográficos que citan la mayoría de las bibliografías generales y especiales dedicadas al artista, llama la atención la serenidad espiritual que trasunta la atmósfera poética de sus composiciones. Por tal razón, quizá sólo cabe consignar su origen humilde, la falta de formación artística y su incondicional dedicación al arte que lo convierte en uno de los más apasionados artistas de su tiempo. Pasión que cultiva diariamente, cuando en su modesto taller de La Boca, después de una ardua jornada de trabajo como albañil, se dedica a pintar flores, frutas y figuras, y sobre todo, los maravillosos autorretratos que hoy se conservan en museos y colecciones privadas. Espontánea y de fuertes empastes al principio, con reminiscencias de Sorolla para algunos, su pintura deviene reflexiva muy rápidamente, cuando empieza a valorar de igual modo cada milímetro de la tela, el cartón o la madera que utiliza como soporte, y aplica con pinceladas finas, una al lado de la otra, las diversas tonalidades de su paleta cromática. Al decir de su propia compañera y amiga Renzina Valle: “Diomede pintaba siempre con luz natural pues ésta es fluente y menos dura que la artificial que generalmente desvirtúa los colores” (Horizontes, Año II, Nº6, nov/dic 1979). Este rasgo de su personalidad artística lo lleva a trabajar en sus cuadros todos los días a la misma hora y, en ocasiones, a condicionar la finalización de sus telas al retorno de la estación en la cual fueron comenzadas. Cuando al abandonar toda otra actividad, se dedica exclusivamente al arte, alterna entre la pintura y el dibujo. Una férrea disciplina lo lleva a dibujar intensamente durante la semana y a pintar los fines de semana. El dibujo, como sustento de sus composiciones pictóricas, le confiere a su obra una estructura sólida que le permite resolver con acierto los problemas derivados de la representación en el plano. En su taller de la avenida Pedro de Mendoza y Coronel Salvadores, al lado del que por entonces ocupa Victorica, pasa gran parte del día. Allí, generalmente, recibe a sus amigos y también a algunos discípulos, a quienes enseña que la verdadera forma de estudiar pintura es observando a los maestros. Pero, ¿quiénes son los maestros para Diomede? Cézanne, Van Gogh y el gran Leonardo, al que considera “el pintor más joven y más moderno”, sobre todo, después del viaje que emprende a Italia en el año 1954. Pese a que sus primeras composiciones coinciden con una época de cambios en el país, tanto en lo político como en lo económico y social, Diomede no parece interesado por lo que sucede fuera de la intimidad de su estudio, y trabaja en un aislamiento casi místico, manteniéndose al margen de las nuevas tendencias que, provenientes de Europa, comienzan a dominar el panorama artístico local. Sin embargo, con el tiempo su obra adquiere visos de modernidad, especialmente en lo referente al manejo del espacio y en la aplicación del color como constructor de formas simples, apenas esbozadas. El carácter humilde y al mismo tiempo poético de sus naturalezas muertas, de sus paisajes y aún de sus retratos, responde más a una necesidad interior que a una visión del mundo. En ese sentido, Diomede se manifiesta como un artista original, poseedor de un estilo propio y con un dominio de la técnica que le permite establecer un equilibrado diálogo entre forma y fondo, evitando la preeminencia de uno sobre el otro e introduciendo una atmósfera evanescente característica de gran parte de su producción. Las distintas críticas que a lo largo de su carrera hablan de la recepción que tuvo su obra están relacionadas con la discreta presencia del artista en salones y galerías. En la década del 30 prácticamente se limita a exponer en el Ateneo Popular de La Boca, institución que desde su fundación apoya y estimula la labor de los artistas que viven en el barrio portuario. Expone junto a Quinquela Martín, Justo Lynch, Víctor Cúnsolo y Miguel Carlos Victorica, entre otros, y se lo considera “pintor de firme vocación, discípulo de una escuela más modernizada de Victorica. Sus cabezas poseen cierta vitalidad interior. Sus dibujos ligeramente constructivos, pero modelados con cariño.” (Vida del Ateneo, Año I, Nº 2, septiembre 1937, p.ll) A partir de 1941, y pese a lo reservado de su carácter, sin dejar de exponer en el Ateneo participa del Salón Nacional y de Salones Provinciales como el de Artes Plásticas de La Plata y el Salón Anual de Santa Fe, donde obtiene en 1948 el Premio Raúl Castellví con Amparo, un retrato que “revalida los méritos de su autor y la exquisita sensibilidad y maestría con que comunica la emotividad de su obra a través de suaves y estudiados matices”. (Anuario Plástica 1948, p.142) Dos Premios Estímulo en el Salón Nacional, una Figura (1944) y una Naturaleza muerta (1948), sellan una época de afianzamiento de la técnica y la estética de Diomede. La década del 50 se presenta con dos muestras individuales en Galería Bonino, con invitaciones para integrar el Premio Palanza y con la primera retrospectiva que le dedica el Museo Nacional de Bellas Artes, a cargo en ese momento de Jorge Romero Brest. Este hecho es muy significativo, por cuanto Romero Brest, acérrimo defensor de las manifestaciones avanzadas y crítico de arte entre los años 1939. y 1943, considerando la obra de Diomede como una alternativa válida de la plástica de su tiempo, organiza en 1958 una muestra individual en el museo que preside. En el prólogo del catálogo aclara algunos conceptos cuando alude a la dificultad de encasillar a Diomede “porque no está sujeto al mundo externo,[...], sino a su mundo interno” y cuando refiriéndose a la obra dice: “alejada de la vorágine polémica, amenaza perderse en el anonimato, por lo menos para el público en general”. Años después, acepta “escribir sobre el arte de Diomede porque sus obras lo sitúan como pintor sobresaliente en nuestro país y en nuestro siglo, y porque saldo una deuda conmigo mismo al no haberlo citado en mi libro El arte en la Argentina, últimas décadas”. (Revista Horizontes, Año II, Nº 6, Nov/Dic 1979) Por sus características, la pintura de Diomede no responde en general a los ideales de las tendencias que en ese momento proceden de Europa, por lo tanto se mantiene al margen del interés de la crítica contemporánea que se debate entre la aceptación y el rechazo de las nuevas propuestas de los artistas locales. Sin embargo, Diomede, incansable en sus búsquedas solitarias, continúa descubriendo para sí y para los que lo frecuentan y admiran su alto potencial creativo, y es esa capacidad que desarrolla a lo largo de toda su vida la que hoy nos permite recuperar a un artista. Ana Canakis