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CUENTOS
INFANTINTILES
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presentación
Dedicada a
Hilen y Yader
A los niños siempre les encantan los cuentos. Los cautivan de manera que los insta a explorar su imaginacion como ninguna otra lectura puede hacerlo
este ejemplar es una compilacion de cuentos del autor
Hans Christian Andersen.
pensando en los niños, especificamente en dos, quiero
dedicar esta obra a estos pequeños.
Desde el momento en que nacieron han formado parte
importante en mi vida, razón suficiente para dedicarles esta compilación de cCuentos, Aunque son muy
pequeños, me gustaría que tengan en sus manos este
libro. Con el tiempo todo se acaba, sin embargo unos
textos como estos jamás se olvidaran. Y aunque llegue
el momento de ser adultos, siempre seguirán teniendo
alma de niño.
Con mucho cariño para mis pequeños sobrinos.
Adriana Solis
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El niño travieso
Érase una vez un anciano poeta, muy bueno y
muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa,
el tiempo se puso muy malo; afuera llovía a cántaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto
en su cuarto, sentado junto a la estufa en la que
ardía un buen fuego y se asaban manzanas.
Ni un pelo de la ropa les quedará seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de
casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.
-¡Ábrame! ¡Tengo frío y estoy empapado! -gritó
un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caía furiosa y el viento
hacía temblar todas las ventanas.
-¡Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta.
Estaba ante ella un rapazuelo completamente
desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos
rubios.
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Tiritaba de frío; de no hallar refugio, seguramente habría sucumbido, víctima de la inclemencia del tiempo.
-¡Pobre pequeño! -exclamó el compasivo poeta, cogiéndolo de la mano-. ¡Ven conmigo, que
te calentaré! Voy a darte vino y una manzana,
porque eres tan precioso.
Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles
eran como de oro puro, aun estando empapados.
Era un verdadero angelito, pero estaba pálido de
frío y tiritaba con todo su cuerpo. Sostenía en la
mano un arco magnifico, pero estropeado por la
lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas
se habían borrado y mezclado unos con otros.
El poeta se sentó junto a la estufa, puso al
chiquillo en su regazo, le escurrió el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce.
El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió
a sus mejillas y, saltando al suelo, se puso a bailar
alrededor del anciano poeta.
-¡Eres un chico alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo te
llamas?
-Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No
me conoces? Ahí está mi arco, con el que disparo; puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen
tiempo, y la luna brilla.
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-Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano.
-¡Mala cosa sería! -exclamó el chiquillo, y, recogiéndolo del suelo, lo examinó con atención-.
¡Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la
cuerda está bien tensa. ¡Voy a probarlo!
Tensó el arco, le puso una flecha y, apuntando,
disparó certero, atravesando el corazón del buen
poeta.
-¡Ya ves que mi arco no está estropeado! -dijo, y
con una carcajada se marchó. ¿Se había visto un
chiquillo más malo? ¡Disparar así contra el viejo
poeta, que lo había acogido en la caliente habitación, se había mostrado tan bueno con él y le
había dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas!
El buen señor yacía en el suelo, llorando; realmente lo habían herido en el corazón.
-¡Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo
contaré a todos los chiquillos buenos, para que
estén precavidos y no jueguen con él, pues procurará causarles algún daño.
Todos los niños y niñas buenos a quienes contó
lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las
suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado con un libro debajo del brazo,9
y vestido con levita negra.
No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo
que es también un estudiante, y entonces él les
clava una flecha en el pecho.
Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las
sigue también. Sí, siempre va detrás de la gente.
En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lámpara, pero ¡quizá! demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a
las murallas.
Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu
madre. Pregúntaselo, verás lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo.
Piensa que un día disparó una flecha hasta a tu
anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo.
Ya pasó, pero ella no lo olvida.
¡Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora
ya lo conoces y sabes lo malo que es.
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Es la pura verdad
-¡Es un caso espantoso! -exclamó una gallina del
extremo opuesto del pueblo, donde el hecho no
había sucedido-. ¡Ha pasado algo espantoso en el
gallinero de allá! Lo que es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas.
Y les contó el caso, y a las demás gallinas se les
erizaron las plumas, y al gallo se le cayó la cresta.
¡Es la pura verdad!
Pero empecemos por el principio, pues la cosa
sucedió en un gallinero del otro extremo del
pueblo. Se ponía el sol, y las gallinas se subían a
su percha; una de ellas, blanca y paticorta, ponía
sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo más respetable. Una vez en su percha,
se dedicó a asearse con el pico, y en la operación
perdió una pluma.
-¡Ya voló una! -dijo-. Cuanto más me desplumo,
más guapa estoy -.
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Lo dijo en broma, pues de todas las gallinas era
la de carácter más alegre; por lo demás, como ya
dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir.
El gallinero estaba a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la
nuestra permanecía despierta. Aquellas palabras
las había oído y no las había oído, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere
vivir en paz y tranquilidad. Con todo, no pudo
contenerse y dijo a la vecina del otro lado:
-¿No has oído? No quiero citar nombres, pero lo
cierto es que hay aquí una gallina que se despluma para parecer más hermosa. Si yo fuese gallo,
la despreciaría.
Pero he aquí que más arriba de las gallinas vivía
la lechuza, con su marido y su prole; todos los
miembros de la familia tenían un oído finísimo
y oyeron las palabras de la gallina, y, oyéndolas,
revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a
abanicarse con las alas.
-¡No escuchéis esas cosas! Pero habéis oído lo
que acaban de decir, ¿verdad?. Yo lo he oído con
mis propias orejas; ¡lo que oirán aún, las pobres,
antes de que se me caigan! Hay una gallina que
hasta tal punto ha perdido toda noción de decencia, que se está arrancando todas las plumas a
la vista del gallo. -Prenez garde aux enfants! -exclamó el padre lechuza-. Estas cosas no son para
que las oigan los niños.
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-Pero voy a contárselo a la lechuza de enfrente.
Es la más respetable de estos alrededores, y se
echó a volar.
-¡Jujú, ujú! -y las dos se estuvieron así comadreando sobre el palomar del vecino, y luego contaron la historia a las palomas: - ¿Han oído, han
oído? ¡Ujú! Hay una gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. ¡Y se morirá
helada, si no lo ha hecho ya! ¡Ujú!
-¿Dónde, dónde? -arrullaron las palomas.
-En el corral de enfrente. Es como si lo hubiese
visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso,
que una casi no se atreve a contarlo, pero es la
pura verdad.
-¡La pura, la pura verdad! -corearon las palomas
Y, dirigiéndose al gallinero de abajo:
-Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que
son dos, que se han arrancado todas las plumas
para distinguirse de las demás y llamar la atención del gallo. Es el colmo... y peligroso, además,
pues se puede pescar un resfriado y morirse de
una calentura... Y parece que ya han muerto, ¡las
dos!
-¡Despertad, despertad! -gritó el gallo subiéndose
a la valla con los ojos soñolientos, pero vociferando a todo pulmón, ¡Tres gallinas han muerto
víctimas de su desgraciado amor por un gallo!.
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Se arrancaron todas las plumas. Es una historia
horrible, y no quiero guardármela en el buche.
¡Pasadla, que corra!
-¡Que corra! -silbaron los murciélagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron-: ¡Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue
pasando de gallinero en gallinero, hasta llegar,
finalmente, a aquel del cual había salido.
-Son cinco gallinas -decían- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera
cómo habían adelgazado por su amor, y luego se
picotearon mutuamente hasta matarse, con gran
bochorno y vergüenza de su familia y gran perjuicio para el dueño.
Como es natural, la gallina a la que se la había
soltado la plumita no se reconoció como la protagonista del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo:
-Este tipo de gallinas merecen el desprecio general. ¡Desgraciadamente, abundan mucho! Éstas
cosas no deben ocultarse, y haré cuanto pueda
para que el hecho se publique en el periódico;
que lo sepa todo el país. Se lo tienen bien merecido las gallinas, y también su familia.
Y la cosa apareció en el periódico, en letras de
molde, y es la pura verdad: “Una plumilla puede
muy bien convertirse en cinco gallinas.
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la mariposa
La mariposa iba en busca de novia, y, naturalmente, pensaba en una linda florecilla. Las estuvo examinando. Todas permanecían calladas y
discretas en su tallo, como es propio de las doncellas no prometidas.
Pero había tantas, que la elección resultaba
difícil, y no sabiendo la mariposa qué partido tomar, voló hacia la margarita.
Los franceses han descubierto que esta flor posee el don de profecía; por eso la consultan los
novios, arrancándole hoja tras hoja y dirigiéndole cada vez una pregunta relativa a la persona
amada: “¿De corazón?”, “¿Por encima de todo?”,
“¿Un poquito?”, “¿Nada en absoluto?”, etc. Cada
cual pregunta en su lengua, y la mariposa acudió
a interrogar a su vez, pero en vez de arrancar las
hojas, las besaba, creyendo que como se llega
más lejos es con el empleo de buenos modales.
-¡Dulce Margarita! -dijo15
Es usted la señora más inteligente de todas las
flores, y puede predecirme lo por venir. Dígame,
por favor, ¿cuál será mi novia? ¿Cuál me querrá?
Cuando lo sepa, podré volar directamente a ella
y solicitarla.
Pero Margarita no respondió. Se había molestado al oírse tratar de “señora”, cuando era una joven doncella, y entonces no se es señora.
La mariposa repitió su pregunta por segunda
y tercera vez, pero viendo que obtenía la callada por respuesta, emprendió el vuelo, resuelta a
buscar novia por su cuenta.
La primavera se hallaba en sus comienzos; en
gran profusión florecían las campanillas blancas
y los azafranes. “Son muy lindas -dijo la mariposa-, unas pequeñas preciosas, pero demasiado pollitas”. Se había fijado en que los mozos las
preferían mayores.
Voló entonces a las anémonas, pero las encontró
un tanto secas, y luego a las violetas, que le resultaron demasiado románticas.
Los tulipanes eran orgullosos; los narcisos, plebeyos; las flores del tilo, demasiado pequeñas y
con excesiva parentela.
Las del manzano, si bien es cierto que parecían
rosas, florecían hoy y se caían mañana, según soplara el viento; sería un matrimonio muy breve,
pensó.
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La flor del guisante fue la que estimó más apropiada; era roja y blanca, fina y delicada, y
pertenecía a la clase de las doncellas caseras, que
son guapetonas y, al mismo tiempo, saben desenvolverse en la cocina. Iba ya a declarársele, cuando de pronto vio a su lado una vaina con una flor
marchita en la punta.
-¿Quién es esa? -preguntó.
-Es mi hermana -respondió la flor de guisante.
-¡Caramba, así es como será usted más tarde!
La mariposa se asustó y siguió volando.
La madreselva florida colgaba sobre la valla.
Eran muchas señoritas de caras largas y piel amarilla; no le gustó la especie. ¿Qué le gustaba,
pues? Pregúntaselo a ella.
Pasó la primavera, pasó el verano y vino el otoño,
y la mariposa seguía sin decidirse.
Las flores llevaban entonces magníficos ropajes;
pero, ¿qué se sacaba con eso? Les faltaba el espíritu juvenil, fresco y fragante. El corazón, cuando envejece, quiere aroma, y ésta no se encuentra precisamente en las dalias y las alteas. Por eso
la mariposa se dirigió a la menta crespa. Verdad
es que no tiene flores, pero en realidad toda ella
es una flor, huele de pies a cabeza, hay fragancia
en cada una de sus hojas. ¡Me quedaré con ella,.
Y, finalmente, la solicitó.
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Pero la menta permanecía tiesa y callada, hasta
que, al fin, dijo: - Amigos, bueno, pero nada más.
Yo soy vieja, y usted también; podemos perfectamente vivir el uno para el otro, pero casarnos, de
ningún modo. No cometamos sandeces a nuestra edad.
Y así fue cómo la mariposa se quedó sin mujer.
Se había pasado demasiado tiempo buscando,
y esto no debe hacerse. Acabó siendo lo que se
dice un solterón.
Otoño estaba muy avanzado, con lluvias y tiempo turbio. Un viento frío soplaba sobre los viejos sauces, cuyo interior crujía. No daba ya gusto salir de paseo en traje de verano; pronto se
le quitaban a uno las ganas. Pero la mariposa
no revoloteaba ya por el campo; por casualidad
había encontrado un refugio, con estufa encendida. Reinaba allí una temperatura veraniega, y
se podía vivir muy bien. “Pero no basta con vivir -decía-. ¡Hacen falta el sol, la libertad y una
florecilla”. Y de un vuelo se fue al cristal de la
ventana. La vieron, la admiraron y, traspasándola con una aguja, la depositaron en el cajón de
las cosas raras. Más no habrían podido hacer por
ella.
-Ahora estoy en un tallo, como una flor -dijo la
mariposa aunque, bien mirado, no resulta muy
agradable. Viene a ser como el matrimonio, uno
está bien asentado.
Y con esto se consoló.
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La princesa y el frijol
Había una vez un príncipe que quería casarse con
una princesa, pero que no se contentaba sino con
una princesa de verdad. De modo que se dedicó
a buscarla por el mundo entero, aunque inútilmente, ya que a todas las que le presentaban les
hallaba algún defecto.
Princesas había muchas, pero nunca podía estar
seguro de que lo fuesen de veras: siempre había
en ellas algo que no acababa de estar bien. Así
que regresó a casa lleno de sentimiento, pues ¡deseaba tanto una verdadera princesa!
Cierta noche se desató una tormenta terrible.
Menudeaban los rayos y los truenos y la lluvia
caía a cántaros ¡aquello era espantoso! De pronto
tocaron a la puerta de la ciudad, y el viejo rey fue
a abrir en persona. En el umbral había una princesa. Pero, ¡santo cielo, cómo se había puesto con
el mal tiempo y la lluvia!
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El agua le chorreaba por el pelo y las ropas, se
le colaba en los zapatos y le volvía a salir por los
talones. A pesar de esto, ella insistía en que era
una princesa real y verdadera.
-Bueno, eso lo sabremos muy pronto -pensó la
vieja reina.
Y, sin decir una palabra, se fue a su cuarto, quitó
toda la ropa de la cama y puso un frijol sobre
el bastidor; luego colocó veinte colchones sobre
el frijol, y encima de ellos, veinte almohadones
hechos con las plumas más suaves que uno pueda imaginarse. Allí tendría que dormir toda la
noche la princesa.
A la mañana siguiente le preguntaron cómo
había dormido.
-¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-, apenas pude cerrar los ojos en toda la noche, ¡vaya
usted a saber lo que había en esa cama! Me acosté
sobre algo tan duro que amanecí llena de cardenales por todas partes. ¡Fue sencillamente horrible! Oyendo esto, todos comprendieron enseguida que se trataba de una verdadera princesa,
ya que había sentido el frijol nada menos que a
través de los veinte colchones y los veinte almohadones. Sólo una princesa podía tener una piel
tan delicada. Y así el príncipe se casó con ella,
seguro de que la suya era toda una princesa. Y el
frijol fue enviado a un museo, donde se le puede
ver todavía, a no ser que alguien se lo haya robado.
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La última perla
Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores,
criados e incluso los amigos eran dichosos y
alegres, pues acababa de nacer un heredero, un
hijo, y tanto la madre como el niño, estaban perfectamente.
Se había velado la luz de la lámpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas
colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas.
La alfombra era gruesa y mullida como musgo;
todo invitaba al sueño, al reposo, y a esta tentación cedió también la enfermera, y se quedó
dormida; bien podía hacerlo, pues todo andaba
bien y felizmente.
El espíritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama; se diría que sobre el niño, reclinado en el pecho de la madre, se extendía una
red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales
era una perla de la felicidad.
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Todas las hadas buenas de la vida habían aportado sus dones al recién nacido; brillaban allí la
salud, la riqueza, la dicha y el amor; en suma,
todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra.
-Todo lo han traído -dijo el espíritu protector.
-¡No! –se oyó una voz cercana, la del ángel custodio del niño-. Hay un hada que no ha traído aún
su don, pero vendrá, lo traerá algún día, aunque
sea de aquí a muchos años. Falta aún la última
perla.
-¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese así
hay que ir en busca del hada poderosa. ¡Vamos a
buscarla!
-¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para completar la corona.
-¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada? Dímelo,
iré a buscar la perla.
-Tú lo quieres -dijo el ángel bueno del niño-, yo
te guiaré dondequiera que sea. No tiene residencia fija, lo mismo va al palacio del Emperador
como a la cabaña del más pobre campesino; no
pasa junto a nadie sin dejar huella; a todos les
aporta su dádiva, a unos un mundo, a otros un
juguete. Habrá de venir también para este niño.
¿Piensas tú que no todos los momentos son
iguales? Pues bien, iremos a buscar la perla, la
última de este tesoro.
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Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia
el lugar donde a la sazón residía el hada.
Era una casa muy grande, con oscuros corredores, cuartos vacíos y singularmente silenciosos; una serie de ventanas abiertas dejaban entrar
el aire frío, cuya corriente hacía ondear las largas
cortinas blancas.
En el centro de la habitación se veía un ataúd abierto, con el cadáver de una mujer joven aún, lo
rodeaban gran cantidad de preciosas y frescas rosas, de tal modo que sólo quedaban visibles las
finas manos enlazadas y el rostro transfigurado
por la muerte, en el que se expresaba la noble y
sublime gravedad de la entrega a Dios.
Junto al féretro estaban, de pie, el marido y los
niños, en gran número; el más pequeño, en brazos del padre.
Era el último adiós a la madre; el esposo le besó
la mano, seca ahora como hoja caída, aquella
mano que hasta poco antes había estado laborando con diligencia y amor.
Gruesas y amargas lágrimas caían al suelo, pero
nadie pronunciaba una palabra; el silencio encerraba allí todo un mundo de dolor. Callados y
sollozando, salieron de la habitación.
Ardía un cirio, la llama vacilaba al viento, envolviendo el rojo y alto pabilo. entraron hombres
extraños, que colocaron la tapa del féretro y23
la sujetaron con clavos; los martillazos resonaron por las habitaciones y pasillos de la casa, y
más fuertemente aún en los corazones sangrantes.
-¿Adónde me llevas? -preguntó el espíritu protector-. Aquí no mora ningún hada cuyas perlas
formen parte de los dones mejores de la vida.
-Pues aquí es donde está, ahora, en este momento solemne -replicó el ángel custodio, señalando
un rincón del aposento;
Y allí, en el lugar donde en vida la madre se sentara entre flores y estampas, desde el cual, como
hada bienhechora del hogar había acogido amorosa al marido, a los hijos y a los amigos, y desde donde, cual un rayo de sol, había esparcido la
alegría por toda la casa, como el eje y el corazón
de la familia,
En aquel rincón había ahora una mujer extraña, vestida con un largo y amplio ropaje: era la
aflicción, señora y madre ahora en el puesto de la
muerta.
Una lágrima ardiente rodó por su seno y se transformó en una perla, que brillaba con todos los
colores del arco iris.
La recogió el ángel, y entonces, adquirió el brillo
de una estrella de siete matices.
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-La perla de la aflicción, la última, que no puede
faltar.
Realza el brillo y el poder de las otras. ¿Ves el
resplandor del arco iris, que une la tierra con el
cielo?, con cada una de las personas queridas que
nos preceden en la muerte, tenemos en el cielo
un amigo más con quien deseamos reunirnos. A
través de la noche terrena miramos las estrellas,
la última perfección.
Contémplala, la perla de la aflicción; en ella están
las alas de Psique, que nos levantarán de aquí.
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Las habichuelas mágicas
Periquín vivía con su madre, que era viuda, en
una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue
empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que
allí intentase vender la única vaca que poseían.
El niño se puso en camino, llevando atado con
una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.
-Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te
gustan, te las daré a cambio de la vaca.
Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su
casa.
Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del
muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la
calle. Después se puso a llorar.
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Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue
grande su sorpresa al ver que las habichuelas
habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista.
Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube
que sube, llegó a un país desconocido.
Entró en un castillo y vio a un malvado gigante
que tenía una gallina que ponía un huevo de oro
cada vez que él se lo mandaba.
Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el
suelo y entró en la cabaña.
–La madre se puso muy contenta–.
Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con
su producto vivieron tranquilos mucho tiempo,
hasta que la gallina se murió.
Y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez,
dirigiéndose al castillo del gigante.
Se escondió tras una cortina y pudo observar
cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.
En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y,
recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia
la planta gigantesca y bajó a su casa.
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Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo.
Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.
Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas
de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la
cima, entonces vio al ogro guardar en un cajón
una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa,
dejaba caer una moneda de oro.
Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el
niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su
escondite, vio Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, ¡oh maravilla!, tocaba
sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas,
una delicada música, el gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño
poco a poco.
Apenas le vio así Periquín, cogió el arpa y echó a
correr.
Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada
por Periquín, empezó a gritar:
-¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!
Se despertó sobresaltado el gigante y empezaron
a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores:
-¡Señor amo, que me roban!
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Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín.
Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante,
cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar.
Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia
él.
–No había tiempo que perder–, y así que gritó
Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida
-¡Madre, tráigame el hacha en seguida, que me
persigue el gigante!
Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un
certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela.
Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus
fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices
con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba
caer una moneda de oro.
29
Los campeones de salto
La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarín
apostaron una vez a quién saltaba más alto, e
invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel
campeonato.
Hay que convenir que se trataba de tres grandes
saltadores.
-¡Daré mi hija al que salte más alto! -dijo el Rey, pues sería muy triste que las personas tuviesen
que saltar de balde.
Se presentó primero la pulga. Era bien educada
y empezó saludando a diestro y a siniestro, pues
por sus venas corría sangre de señorita, y estaba
acostumbrada a no alternar más que con personas, y esto siempre se conoce.
Vino en segundo término el saltamontes. Sin
duda era bastante más pesadote que la pulga,
pero sus maneras, eran tambien irreprochables;
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vestía el uniforme verde con el que había nacido.
Afirmó, además, que tenía en Egipto una familia
de abolengo, y que era muy estimado en el país.
Lo habían cazado en el campo y metido en una
casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes
de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habían sido cortadas en el cuerpo
de la dama de corazones.
-Sé cantar tan bien -dijo-, que dieciséis grillos indígenas que vienen cantando desde su infancia
-a pesar de lo cual no han logrado aún tener una
casa de naipes-, se han pasmado tanto al oírme,
que se han vuelto aún más delgados de lo que
eran antes.
Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta
de quiénes eran, y manifestando que esperaban
casarse con la princesa.
El huesecillo saltarín no dijo esta boca es mía;
pero se rumoreaba que era de tanto pensar, y el
perro de la Corte sólo tuvo que husmearlo, para
atestiguar que venía de buena familia.
El viejo consejero, que había recibido tres condecoraciones por su mutismo, aseguró que el
huesecillo poseía el don de profecía; por su dorso
podía vaticinarse si el invierno sería suave o riguroso, cosa que no puede leerse en la espalda del
que escribe el calendario.
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-De momento, yo no digo nada -manifestó el
viejo Rey-. Me quedo a ver venir y guardo mi
opinión para el instante oportuno.
Había llegado la hora de saltar. La pulga saltó tan
alto, que nadie pudo verla, y los demás sostuvieron que no había saltado, lo cual estuvo muy mal.
El saltamontes llegó a la mitad de la altura alcanzada por la pulga, pero como casi dio en la
cara del Rey, éste dijo que era un asco.
El huesecillo permaneció largo rato callado, reflexionando; al fin ya pensaban los espectadores
que no sabía saltar.
-¡Mientras no se haya mareado! -dijo el perro,
volviendo a husmearlo. ¡Rutch!, el hueso pegó un
brinco de lado y fue a parar al regazo de la princesa, que estaba sentada en un escabel de oro.
Entonces dijo el Rey:
-El salto más alto es el que alcanza a mi hija,
pues ahí está la finura; más para ello hay que tener cabeza, y el huesecillo ha demostrado que la
tiene. A eso llamo yo talento. Y le fue otorgada la
mano de la princesa.
-¡Pero si fui yo quien saltó más alto! -protestó la
pulga-. ¡Bah, qué importa! ¡Que se quede con el
hueso! Yo salté más alto que los otros, pero en
este mundo hay que ser corpulento, además, para
que nos vean.
32
Y se marchó a alistarse en el ejército de un país
extranjero, donde perdió la vida, según dicen.
El saltamontes se instaló en el ribazo y se puso
a reflexionar sobre las cosas del mundo; y dijo a
su vez:
-¡Hay que ser corpulento, hay que ser corpulento!
Luego entonó su triste canción, por la cual conocemos la historia.
Sin embargo, yo no la tengo por segura del todo,
aunque la hayan puesto en letras de molde.
33
34
Indice
presentacion
El niño travieso...........................................................7
Es la pura verdad.......................................................9
La mariposa................................................................14
La princesa y el frijol..............................................19
La ultima perla..........................................................23
Las habichuelas magicas........................................27
Los campeones de salto.........................................29
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Este libro se terminó de imprimir el
13 de mayo del 2014
Impreso en Montemorelos N.L Mexico por:
Proyectos y formas impresas Kitov S.A.
Beatriz Editorial
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