Rotker, Susana: Nosotros somos los otros.

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NOSOTROS SOMOS LOS OTROS
SUSANA ROTKER
Estaba en Buenos Aires cuando una noche de febrero de 1989 recibí la noticia
de que 40 personas habían muerto en Caracas como resultado de protestas por el alza
en los precios en el transporte colectivo. Estaba con otro caraqueño viendo las noticias
por televisión y recuerdo con toda claridad su comentario: «40 muertos son una
guerra civil». A las pocas horas, la cifra se había duplicado; siguió escalando hasta
cubrir los miles de heridos y una indeterminada -o más bien nunca confesadacantidad de muertos. Esas cifras no dicen nada. La realidad de lo que la población
sintió durante esos días la empecé a conocer mucho después, gracias a El día que
bajaron de los cerros -antología de crónicas escritas por un grupo de periodistas
durante la pueblada del 27 de febrero y los turbulentos días que la siguieron-,
publicada en 1989 por el Ateneo de Caracas.
Leyendo las crónicas de Fabricio Ojeda, Roberto Giusti, Elizabeth Araujo y
Régulo Párraga, se ve surgir con fascinación y desconcierto una manifestación tan
popular como espontánea. Sin líderes ni organizadores, la gente comenzó a tomar las
calles en las avenidas Lecuna, Bolívar, Francisco Fajardo; la turba apareció también en
la avenida Rómulo Gallegos, en La Urbina, en Catia y El Silencio, en sectores donde
vive la «gente bien» como Las Palmas, quemando camiones y cauchos, invadiendo
panaderías y supermercados, robando comida. Esa noche del 27 de febrero de 1989
los ruidos de los disparos se oyeron por primera vez en toda la ciudad, y los hospitales
y las morgues no daban abasto.
Se había hecho realidad o, más bien, se había comenzado a hacer realidad, el
temor latente que las clases acomodadas siempre han tenido en Caracas: el temor al
día en que baje la gente de los cerros pobres que rodean la capital y tomen la ciudad,
hartos de su propia miseria. La confusión comenzada el 27 de febrero reinó durante
varios días; días inolvidables por la desmedida intensidad de la represión militar, por
las imágenes de jóvenes sonrientes cargando inmensos pedazos de carne, televisores
o muñecos de peluche robados, de mujeres asaltando supermercados, a veces con la
ayuda de algún policía solidario. El 27 de febrero de 1989 el tenue hilo que mantenía
unido el tejido social -el contrato social rousseauniano con ciudadanos conscientes de
sus derechos y sobre todo de sus deberes hacia la comunidad- comenzó a despegarse.
Aunque los países no cambian de un día para otro, es indudable que ese día marcó un
antes y un después para toda la sociedad. José Ignacio Cabrujas explicó que:
El 27 de febrero Venezuela vivió un colapso ético, que dejó estupefactas a
muchas personas, fue [...] una explosión que se traduce en un saqueo, pero no es un
saqueo revolucionario, no hay una consigna, es un saqueo dramático, las personas
asaltaron locales en medio de una delirante alegría, no hay tragedia, al iniciarse el
1
proceso. A mí me quedó la imagen de un caraqueño alegre cargando media res en su
hombro, pero no era un tipo famélico buscando el pan, era un «jodedor» venezolano,
aquella cara sonriente llevando media res se corresponde con una ética muy
particular; si el presidente es un ladrón, yo también; si el Estado miente, yo también;
si el poder en Venezuela es una cúpula de pendencieros, ¿qué ley me impide que yo
entre en la carnicería y me lleve media res? ¿Es viveza? No, es drama, es un gran
conflicto humano, es una gran ceremonia. Ese día de juego que termina en un
desenlace monstruoso, cruel, la carcajada termina en sangre, es el día más venezolano
que he vivido [...] (Cabrujas, 12 de enero de 1995) (1).
Se sabe ya que en Venezuela, principal exportador de petróleo a Estados Unidos,
sólo 20% de la población percibe los ingresos mensuales suficientes como para cubrir
la canasta mínima de alimentos y la canasta básica (servicios), es decir, que hoy
mismo, en las vísperas del milenio, de cada 100 venezolanos 80 no tienen suficiente
para comer ni disfruta de los servicios mínimos de agua y luz2. Entonces, ¿dónde
empieza la violencia? Según se puede inferir por el orden que los editores le dieron al
libro El día que bajaron de los cerros -que se inicia con una crónica sobre la faraónica
toma de posesión presidencial de Carlos Andrés Pérez-, la violencia comienza con la
injusticia social, el abuso y la corrupción política. En aquel entonces empieza a
asentarse la estrategia adoptada por el neoliberalismo en la representación social:
neutralizar al pobre y su protesta, criminalizando la pobreza3, en aras de una lógica de
mercado que no encuentra ya uso para los que no consumen.
La mirada de los cronistas de 1989, aunque desconcertada, habla desde la posición
de un «nosotros» intermedio: los que escriben no se cuentan entre los sublevados,
pero su mirada, aunque en el fondo les teme, les encuentra una cierta justificación
política. Los relatos parten de una mirada plural y fragmentada que acaso inaugure el
modo de contar una década. En estas crónicas, los nombres individuales no importan;
los cronistas hacen travesías por una ciudad tomada primero por el pueblo, luego por
los militares, haciendo pequeños relatos que se dan casi simultáneamente en varios
puntos de la ciudad. Voz plural, desorganizada, asustada y ciertamente no épica; las
referencias urbanas son nombres de barrios y de autopistas -el afuera ya no es espacio
de encuentro civil, sino de desprotección y peligro-, sin las referencias usuales al
paisaje de la ciudad moderna -los avisos publicitarios, las luces, los materiales de
construcción (metales, concreto, vidrio, alambre), antenas satelitales. Ese espacio de
afuera es el de «el descontento [que] bullía por las calles, bajaba de los cerros y
penetraba en centros comerciales y supermercados» (Ojeda: 33), el de los hombres
uniformados dedicados al pillaje, los disparos que «matan de verdad» (Párraga: 61), el
miedo, las carcajadas de la gente repartiéndose alimentos y bebidas como botín de
guerra, ancianas de pinta honorable introduciéndose sigilosamente en una frutería
(Giusti: 37), las mentiras del sector oficial, la desproporción de las armas militares, los
muertos en las calles. Como flanneurs, los cronistas deambulan por la ciudad tomada,
contando pequeñas historias humanas sin ánimo de totalidad y, más de una vez,
haciendo las veces de servidores civiles (se les pide transporte, información), puesto
que la policía y el ejército son percibidos como EL enemigo, debido a su arbitrario y
desmedido modo de reprimir.
2
Cuando digo que la escritura de estas crónicas inaugura una década, lo digo no
sólo por la escritura, sino por lo representado: los síntomas alarmantes de una
sociedad en descomposición4. Quedará para el imaginario urbano la lección de que
cuando los marginales de la sociedad de consumo pierden el control, salen a quemar
automóviles, tiendas, televisores (marcas del consumismo desparramadas en un
territorio hostil e inconquistable: la capital). No todo es atribuible al 27 de febrero de
1989 -puesto que muchos otros países comparten, lamentablemente, este tipo de
imágenes y de lógica-, sino que más bien se trata de un hito donde se empieza a
tomar conciencia de una situación en estado volcánico. La sociedad estaba demasiado
acostumbrada a que los sectores subalternos vivan «su subordinación con
"normalidad", predominando una visión naturalizadora de las jerarquías sociales, y la
relación con el Estado [...] expresada más a menudo en términos de clientelismo o
paternalismo que en términos de ciudadanía, derechos y obligaciones» (Jelin: 120).
Pero las acciones tomadas por los pobres ya no se entienden más como el deseo de un
punto final a un estado de cosas ya intolerable, sino como motines o pobladas
bárbaras -es la «prueba» de que el problema del pobre tiene que ser resuelto a través
del recrudecimiento de la ley y el orden (Bauman: 61). El problema, claro, es que el
ciudadano común, independientemente de su clase social, confía poco o nada en los
representantes de la ley y el orden, percibidos como parte activa de la violencia
generalizada.
Me preocupa, por las implicaciones que eso tiene hoy, que en estos textos la
solidaridad entre la gente es totalmente casual y pasajera (no se arman comunas de
vecinos ni pequeñas militancias, no hay líderes visibles: sólo gente que se pregunta
una a la otra al pasar qué está pasando, como los periodistas, como el lector, en un
«nosotros» compartido). Me preocupa la repetición de la palabra revancha o desquite,
acaso una de las más repetidas también en las últimas contiendas electorales por la
presidencia. El día que bajaron de los cerros responde a una percepción apocalíptica,
sin esperanza de futuro y la sensación de que si alguna vez funcionó la sociedad civil,
de ésta no queda más que una entelequia política. Y cuando no hay solidaridad, ni
sociedad civil, ni fe en las instituciones o en los partidos políticos, cuando no hay fe en
un proyecto de futuro: ¿qué queda más que un grupo de gente compartiendo un
mismo espacio geográfico, desconfiando la una de la otra y a la espera de su hora de
revancha o de su hora de autodefensa?
He hablado del «nosotros» cronistas de 1989: me refiero al que está ubicado en el
medio, no del lado de la clase corrupta y derrochadora a la que se responsabiliza en
última instancia de la violencia social (de su origen), ni del lado de las turbas que
queman cauchos en las calles. La simpatía acerca ese «nosotros» textual al pueblo;
pero las fotos cuentan otra historia: el pueblo son los otros. En efecto, las fotos5 dan
miedo: son el descontrol, la suciedad, el dolor, el odio, la pobreza. Ellas claman, acaso
sin quererlo, por ley y orden; sólo unas pocas, tomadas por Tom Grillo, logran captar
la desesperación de los pobres, vistos a través de su lente, como víctimas de una
violencia superior a ellos y no como victimarios de la paz ciudadana. En estos textos no
hay representación paternalista del pobre y de la injusticia social; a diferencia de lo
que ocurría con los cronistas costumbristas decimonónicos, estas crónicas de la
violencia no organizan ningún sistema de coherencia; aun dándole la voz a los que
3
normalmente no la tienen, no logran normalizarlos, apropiándoselos en el orden de la
escritura y en el orden del pensamiento.
Fernando Coronil y Julie Skurski explican que ese día el miedo a las masas llegó
para quedarse:
Los bordes dejaron de estar en los márgenes exteriores de la nación [la
frontera] para estar internalizados, convirtiéndose en las arterias que irrigan al país
con gente pobre. Caracas, una vez vitrina de exhibición de la modernidad, apareció
fragmentada por los ranchos que la rodean, así como por los que crecen como
yerba mala en los múltiples barrancos que atraviesan la ciudad. (Coronil y Skurski,
enero de 1991: 328; la traducción es mía)
Para la élite, incluyendo a las clases medias, el miedo llegó para quedarse6.
Luego de 10 años del día en que bajaron de los cerros, en la ciudad hay cada vez
más gente armada, la confianza hacia las instituciones legales y judiciales
prácticamente no existe, la seguridad personal es una obsesión: salir a la calle es
siempre un riesgo de vida. En Venezuela se cometen 200 atracos diarios (ocho por
hora) y son denunciadas ocho violaciones al día, cifra que puede ser hasta 80% mayor,
puesto que la mayoría de las violaciones no son nunca denunciadas. En el área
metropolitana hay 40 muertes todos los fines de semana. Luego de 10 años de aquel
27 de febrero, puede decirse, como aquel amigo al que encontré en Buenos Aires, que
la capital de Venezuela vive una sigilosa guerra civil cada fin de semana7.
NOSOTROS
Según Platón (en las Leyes), la violencia originaria, fundacional, es la violencia
como violación del derecho de disponer sobre la propiedad de uno. Para Rousseau, la
riqueza corroe tanto como la abyecta pobreza: ambos extremos amenazan la justicia;
lo dijo claro en su Contrato social: ningún ciudadano debe ser lo suficientemente rico
como para comprar a otro, ni nadie debe ser tan pobre como para ser forzado a
venderse. No hace falta ir a Platón ni a Rousseau. Lo dice mucho más claro José
Roberto Duque, el único cronista que, 10 años después del 27 de febrero, habla desde
aquel mismo «nosotros» harto de los desmanes de la autoridad:
Desde que se inventó el concepto de propiedad, ocurren hechos de sangre
por la posesión de bienes. Los conflictos territoriales suelen ser los más dramáticos,
y pueden producirse entre naciones y también entre gente del común, sin muchas
diferencias en lo que respecta a la crueldad 8.
Habla la sabiduría que da la experiencia. Duque, autor también del libro de relatos
Salsa y control, es probablemente el mejor vocero de la violencia urbana hoy desde el
lado de sus víctimas mayoritarias. Citarlo simplifica la necesidad de explicar la
situación hoy. En «Para subir al cielo basta toparse con la autoridad», dice:
Que el hecho de andar por las calles resulte riesgoso en ciertas ciudades,
4
por causa de hampones y malandros, es cosa sobradamente sabida y comentada.
Pero hay otros riesgos que temer: encontrarse con quienes imparten justicia, sobre
todo si se es un desconocido que, en el momento crucial, no tiene tiempo de
demostrar que está libre de culpas. (3/1/1998)
O también:
Un crimen horrendo puede no trascender ni dolerle a mucha gente. Eso
depende de cuánto tenga el agraviado en la cuenta: justicia para pobres no existe,
mucho menos para marginales y para familias perdidas en pueblos olvidados. («La
bulla de los inocentes», 2/5/1999)
Leyendo este tipo de afirmaciones, tan comunes y cotidianas, uno se pregunta qué
queda de la noción de ciudadanía. En sociedades donde se vive con esta sensación de
injusticia, tal vez haya que preguntarse sobre el efecto de los lazos de sociabilidad y
cómo funcionan los vínculos de grupo sobre los individuos. O acaso haya que
replantearse la noción de qué es un ciudadano: ya los parámetros diseñados o soñados
en las constituciones escritas luego de las guerras de independencia, no funcionan. La
realidad es muy distinta a la que formó a los pensadores de la emancipación
americana, de la Revolución francesa, de la Constitución norteamericana.
Semana a semana, durante meses, Duque llevó adelante una cruzada única en
«Guerra nuestra» -publicada hasta hace pocos meses en El Nacional-, la única columna
escrita con conocimiento profundo de lo que pasa en los barrios pobres de Caracas, la
única con conocimiento profundo de una lógica que no es la de la clase media y la
élite9. En sus textos se denuncia la corrupción de las instituciones, especialmente de
los policías, los jueces, los abogados y los médicos, pero los abusos policiales han sido
su terna más frecuente. La crónica que publicó justo una década después de aquel 27
de febrero, se titula “Vidas no tan paralelas” y su encabezado deja mucho para pensar
sobre la base de la comunidad hoy: «Quizá no eran muchas las cosas que tenían en
común, pero algo tan definitivo corno la muerte es capaz de emparentar a los seres
más distintos», escribe, dejando al asesinato en manos de la policía como el único
nivelador social. «Guerra nuestra» ha contado historias terribles, corno la de los
familiares que recuperan el cuerpo de su hijo para encontrarlo con los genitales
mutilados y sin la córnea en uno de sus ojos:
Lo de la córnea se entiende; ya el doctor Jack Castro explicó que cuando
uno muere, sus familiares tienen tres horas para presentarse con una carta en la
que prohíben que le extraigan sus órganos. Está bien, a lo mejor esa córnea le
estaba haciendo falta a alguien. Pero por lo demás [...] no sé, no sé. Mucha gente
padece en el mundo por falta de bolas, pero, que se sepa, a nadie le han
trasplantado un testículo. A lo máximo que ha llegado la ciencia es a clonar una
oveja, así que será bien difícil explicar por qué ese ensañamiento. («La bulla de los
inocentes»)
5
En este mismo texto habla de las prisiones y, corno al pasar,
dice:
Ha estallado una huelga en la cárcel de El Dorado. Nada de particular:
medio centenar de reclusos se han declarado en huelga de sangre. ¿Y eso qué
es? Pues usted se provoca heridas en el cuerpo y, si no se le satisfacen sus
peticiones, muere desangrado. Ya antes los reclusos habían patentado lo de
coserse los labios para forzar una huelga de hambre; el problema era que,
además de incapacitados para comer, también lo quedaban para hablar.
Las crónicas de Duque son el humor, la no salida, la no solidaridad más que en el
llanto familiar (cuando ya es demasiado tarde), el cinismo, la mirada múltiple sobre las
historias múltiples en todo el país, la voz no conforme y enfrentada a la tendencia a
criminalizar al pobre. Uno se imagina a Duque a veces como aquel periodista que tuvo
que pasar toda la noche en el barrio del 23 de Enero, en la noche del 27 de febrero de
1989, sin poder entrar a su casa, porque no había nadie adentro, anotando
valientemente en su libreta todo lo que veía y a la espera de que los militares lo
confundieran con un francotirador o que los francotiradores lo confundieran con un
policía, desguarnecido, a la intemperie aunque dentro de un edificio, demasiado cerca
del horror sin haberlo buscado y el sentido del humor en pie de guerra. Acaso lo que
más me descorazona de estas crónicas es una de las últimas publicadas en El Nacional,
«El Súper agente 004», donde dice:
En esta página no se acostumbra adelantar el final de las historias, para
obligar al lector a seguir el hilo de la narración, pero esta vez vamos a romper con
esa maldita línea; el lector decide si quiere continuar leyendo hasta el final. De
todas formas, este relato es tan parecido a otros anteriores, que ya nada va a
causarles sorpresa. En tres palabras: un funcionario de la Policía Municipal de
Plaza, en Guarenas, mató a un niño de un disparo, en presencia de medio centenar
de personas, y al día siguiente quiso hacerle creer a la prensa que la cosa había
sido un enfrentamiento y que el muchacho era un delincuente.
«El Súper agente 004» es una reflexión sobre la costumbre: de cómo el ser
humano termina acostumbrándose a todo. El lector también: ya se sabe, cuando algo
se repite día a día, hasta los asesinatos masivos, se responde con el aburrimiento.
Cicerón advirtió que si nos vemos forzados a toda hora a mirar u oír eventos horribles,
este constante flujo de impresiones horribles nos quitará, aun a los más delicados de
entre nosotros, todo respeto hacia la humanidad; el problema no se refiere, claro, al
flujo de información, sino al exceso de nuestra cotidianeidad.
¿No hay un límite para el horror, no hay un momento en que la violencia diaria
provoque una necesidad de comunidad? Lechner, reflexionando sobre cómo se puede
llegar a estos niveles de tensión, afirma que se ha tolerado la marginación social,
porque se la cree como parte de una etapa transitoria hacia la modernización, asociada
a nociones de progreso y bienestar. «Ello implica […] que la exclusión social no sea
institucionalizada como una suerte de apartheid» (69). Pero, ¿no habría que comenzar
6
a hablar de apartheid cuando tratamos de entender la violencia urbana, un apartheid
que en el caso venezolano cubre al 80% de las personas? La dimensión cívica de la
ciudadanía, ¿no se define acaso a partir de los sentimientos que unen a una
colectividad que a su vez parte de una premisa: el «derecho a tener derechos», como
lo resumió Hannah Arendt? (Arendt, 1973).
LOS OTROS
Regreso a Lechner:
En cuanto se desvanece el horizonte de una comunidad integrada, queda al
desnudo la situación de desarraigo y desamparo y cualquier sacrificio pierde sentido. Las tendencias de fragmentación y exclusión se hacen insoportables. Resurge
entonces la búsqueda de un mecanismo alternativo de cohesión social […] Es la
experiencia de desintegración social la que determina la reivindicación de la democracia otorgándole su significado concreto. En este sentido, la revaloración de la
democracia en América Latina significa primordialmente el anhelo de una comunidad restituida. (Lechner: 70)
Acaso por no ser socióloga ni politóloga, repensar los términos de la democracia
me excede. Pero como lectora y como ciudadana trato de encontrar un sentido o una
forma a esa comunidad anhelada. Busco al leer respuestas que nadie tiene, tratando
de recomponer un espacio moral, un espacio ético para volver a pensar la escritura, la
cultura y, en realidad, mi relación con mis semejantes hoy. Trato de recomponer una
definición de responsabilidad ciudadana, de responsabilidad personal. Me quedo por
ahora con una premisa mínima, puesto que la de la solidaridad (hoy tan sustituida en
el debate intelectual por la idea de tolerancia) parece apenas una inocentada de
militantes de organizaciones de derechos humanos (no criminalizados como los pobres,
pero ciertamente no idealizados por los medios, sino más bien presentados como seres
un tanto demodé, sesentistas tal vez), me quedo entonces apenas con una premisa
tan inocente como imposible: no es el amaos los unos a los otros, sino que nadie sufra
ni sea lastimado. A partir de allí habría que pensar en una nueva filosofía del sujeto
(que yo llamo responsabilidad), como hizo Roland Barthes hace ya casi 20 años en una
entrevista sobre la violencia: «No dejarse intimidar por esta moral, difusa en nuestra
sociedad, que es la del superyó colectivo, con sus valores de responsabilidad y de
compromiso político. Es necesario aceptar el escándalo de posiciones individualistas
[...]» (Barthes: 214), es decir, el escándalo de que cada uno de nosotros deje de
acusar al status quo (los partidos políticos, el Gobierno, los empresarios, los órganos
de la represión, los medios de comunicación) y empiece a preguntarse sobre la ética
cotidiana.
Hay una crónica llamada «Pánico bajo techo», de Fabricio Ojeda, en El día que
bajaron de los cerros, donde se anuncia y se resume lo que será la década de los
noventa en la capital:
Un nuevo virus, el síndrome del saqueo, ataca los nervios del caraqueño de
clase media, ese que aún posee objetos valiosos dentro de sus viviendas. Ahora
7
todos temen que «la furia popular» se meta en quintas y apartamentos para
terminar con lo que falta. (Ojeda: 69)
En ese mismo texto cuenta el sueño de la ex directora de Prisiones y entonces
prefecta de Caracas, Dunia Farías:
[...] soñó con multitudes que atacaban su apartamento y decidió llamar a la
Guardia Nacional, al ministro de la Defensa, a la PTJ, a la Disip, a la Policía
Metropolitana y a cuanto amigo tuviera en el Gobierno, para que protegieran la
zona de las hipotéticas chusmas que -según su imaginación- preparaban el asalto a
la zona residencial [...]
Cuando, acompañada por una patrulla de militares, la prefecta se dio cuenta
de que todo era solo producto de su imaginación, «no le quedó más remedio que
bajar la cara y ofrecer disculpas por su lamentable error, cuando llegó a su
residencia y los vecinos la miraban con una mezcla de lástima y estupor». (Ojeda:
69)
Pero el virus del terror a las masas quedó sembrado para siempre, ese terror ya no
sólo a los atracones en las calles, sino a que delincuentes, secuestradores o
vengadores entren en las casas a saquear. Y es allí donde ese 80%, que sufre la
violencia como nadie, pasa a ser visto como criminal en potencia, como enemigo: la
clase media siempre cree que es la que más sufre. La voz ya no es la del «nosotros»
de José Roberto Duque, sino la que mira a los transeúntes como el otro a ser temido.
Como dijo Jesús Martín Barbero:
El orden de las ciudades está construido con la incertidumbre que nos
produce el otro, inoculando en nosotros cada día la desconfianza hacia el que pasa
a mi lado en la calle […] [M]e pregunto si ese otro, convertido cotidianamente en
amenaza, no tiene mucho que ver con lo que está pasando en nuestra cultura
política, con el crecimiento de la intolerancia, con la imposibilidad de ese pacto
social del que tanto se habla, esto es, con la dificultad de reconocerme en la
diferencia de lo que el otro piensa, en lo que al otro le gusta, en lo que el otro tiene
como horizonte vital, estético o político. (Barbero: 80)
Pocos casos tan extremos de esta desconfianza como de ese otro
periodista/escritor que, también desde las páginas de El Nacional se ubica en las
antípodas de José Roberto Duque. Me refiero a Marcos Tarre Briceño, autor de varias
novelas policiales, vendedor de lecciones de protección y seguridad, creador de un sitio
en internet llamado Condición Amarilla: un espacio para que Centro y Suramérica,
«actualmente la región más violenta del mundo», aprenda la definición «clara y
efectiva política frente al delito» y especialmente que el ciudadano, «la víctima por
excelencia», aprenda a «hacerle frente a esta situación» 10. Para Tarre, el ciudadano
vive en Santa Rosa de Lima y barrios similares, todos con recursos económicos. A
estos ciudadanos de privilegio -la castigada clase media- se dirige, para que «cualquier
persona» tenga «herramientas para actuar positiva y proactivamente frente al
8
problema y que le ayude a poder explicarle a sus hijos, pequeños o adolescentes,
tantos hechos desagradables y absurdos que viven, ven o escuchan a diario». Tarre no
está proponiendo aún la creación de la figura que en EE.UU. se llama el vigilante -el
habitante de los barrios que se arma espontáneamente para la autodefensa-, pero sí
dirige a los lectores a pedirle ayuda profesional a su propia compañía de seguridad. En
su columna semanal, llamada muy provocadoramente «No sea usted la próxima
víctima», va dando estadísticas de atracos, asaltos y violaciones, habla de secuestros
(en general atribuidos a colombianos) y, por supuesto, de niños bien dedicados a la
drogadicción. De Tarre obtengo las siguientes cifras descorazonadoras:
En 1996 se cometieron 13,5 homicidios diarios. En 1998 ese índice bajó a
8,9. Las cifras extraoficiales parecen indicar que en el primer semestre de 1999
estamos a niveles superiores a los del año pasado, llegando a 11 o 12 homicidios
diarios.
En cuanto a atracos, en 1996 se registraron 101 casos diarios. Descendieron
a 61 casos diarios en 1998. Ahora, en el primer semestre de 1999, los índices han
subido a cerca de las 80 denuncias diarias.
En cuanto al hurto, en 1996 se denunciaban 234,5 casos diarios, bajando a
136,5 casos diarios en 1998. En el primer semestre del año, los hurtos, el delito
más frecuente en el país, ha subido a unos 200 casos diarios.
De acuerdo con estas cifras, del año pasado a esta fecha, los homicidios se
han incrementado 22%, los atracos 31,14% y los hurtos 46,5%. Tomando en
cuenta estos tres indicadores podemos ver que la criminalidad se ha incrementado
un 33,2% en el primer semestre de 1999, en relación con 1998.
El fenómeno Tarre es muy curioso también, porque sus credenciales como
consultor son poco convencionales: es el autor de Colt Commando 5.56, Sentinel 44,
Operativo Victoria, BAR 30, En caso extremo, Manual de seguridad y prevención
comunitaria. Este escritor tiene el rango de comisario ad honorem de la Disip (la policía
secreta), es profesor de la materia Armamento y Tiro para la Policía, y asesor de
organismos y gobernaciones. Este personaje, tan distinto a Duque, brinda charlas y
seminarios en empresas e industrias; es un personaje extremo: entiendo su miedo, no
sólo porque yo también lo he vivido (no conozco a nadie que no haya sido atracado al
menos una vez), sino porque el miedo es el compañero diario de los habitantes de
Caracas. Pero muchas de sus columnas me ponen los pelos de punta. En
«Guardaespaldas, escoltas y espalderos (II)», por ejemplo, luego de contar el
secuestro de un empresario, pasa a dar un manual de conducta para los
guardaespaldas. Entre sus consejos, aprendidos en la empresa Top Gun, está el que le
advierte al empresario secuestrable que sus escoltas
no deben ser desviados o distraídos de su trabajo, haciendo pequeños
favores, tales como: «Por favor, vaya un momentito a cambiarme un cheque»,
llevando maletines, paquetes, celulares, abriendo puertas, etc. [...] Se supone que
[…] si tiene recursos para pagar un grupo de escoltas, también tendrá personal
9
administrativo o asistentes para resolverle esos aspectos.
Otros consejos: que los escoltas deben darle un trato formal a familiares y
acompañantes, deben «usar ropa que no desentone en los círculos en los que se
mueven» la personalidad a la que protegen y fijarse en las manos de los que se le
acercan (no en las caras), no exhibir armas, estar dispuesto a soportar provocaciones
y ofensas sin perder el control, evitar conversaciones con el público. Si no fuera porque
se exige conocimiento de distintas «clases de armas de fuego, revólveres, pistolas,
subametralladoras, escopetas, fusiles de asalto, etc.», además de gases lacrimógenos
y similares, el manual se parecería demasiado a uno de los más grandes best sellers
de los últimos años, Nueva guía de comportamiento, etiqueta y urbanidad, de Marisela
Guevara, donde se dan consejos desde cómo comportarse con los empleados
domésticos hasta usar pañuelo porque soplarse la nariz con la mano es de mal gusto
(Guevara, 1998) (11).
Claro que las crónicas de Tarre no tienen el tono frívolo e hilarante que uno le
puede encontrar a este Manual, aunque el éxito que esta versión renovada de los
consejos de Carreño en esta época y ante estas condiciones sociales, merece un
trabajo por sí solo. Si los comparo, es porque tanto Guevara como Tarre tienen su
modo de replantear al sujeto urbano, a la definición de ese ciudadano nuevo por la que
me estoy preguntando. En «Niños pequeños y riesgos escolares» Marcos Tarre cuenta
sus experiencias durante uno de los talleres de seguridad para niños que dicta a los
pequeños que pueden pagarlos; su intención no es la de crear ciudadanos elegantes,
pero sí mantenerlos con vida -cosa ante la cual no me opongo. Dice:
[...] A la Directiva del Club le entusiasmó la idea de dar nociones de
seguridad personal a los hijos de sus socios, y los talleres se programaron dentro
de las actividades de vacaciones [...] preguntamos si alguno había sido víctima de
delincuentes. De inmediato se levantaron muchos bracitos de niños y niñas
ansiosos por intervenir.
Mi mamá iba por la calle y un ladrón le arrancó la cadena de oro que
llevaba...
A cada comentario le dábamos una explicación: -Eso se llama un arrebatón, sucede
con mucha frecuencia en las calles, y por eso es preferible no enseñar prendas, collares, cadenas.
Me impresiona esta lección de civilidad en los colegios: al ABC ha de agregarse hoy
la enseñanza para aprender a discernir, por ejemplo, la diferencia entre «delincuentes,
antisociales, rateros, vagos, pandillas o perturbados», términos que cito de la misma
crónica. En «El síndrome del estrés postraumático en los niños» cuenta:
Como todas las mañanas, el señor Andrés Paredes bajó con sus dos niños
pequeños, a las 6:30 a.m., para dejarlos en el colegio antes de seguir hacia su
trabajo. Salió al área de estacionamiento descubierto del edificio, en El Paraíso. La
reja había dejado de funcionar unos meses antes. Al acercarse a su puesto, el
10
corazón de Andrés Paredes saltó dentro de su pecho. Sólo pudo constatar que su
Toyota Sky blanco no estaba. Rápidamente reflexionó. Sí, él mismo lo había
estacionado en ese sitio la noche anterior. No había duda. ¡Se lo habían hurtado!
Golpeado por esa cruda realidad, por lo que significaba que la familia se quedara
sin vehículo, sabiendo que no estaba asegurado y que no dispondría del dinero para
reponerlo, Andrés Paredes se sentó en un brocal del estacionamiento y lloró en
silencio. Su hija de cinco años, consternada, asustada, repetía: -No llores, papá,
por favor, no llores […]
El varoncito, más pequeño, sin entender qué sucedía, también lloraba.
Este es el relato cotidiano de la clase media. No es menos amargo el de José
Roberto Duque cuando en «Un tiro en la nuca por ofender a la autoridad» cuenta que
un muchacho llamado Boris Alberto, metido en una pelea por amores, recibe un tiro de
un policía. La familia lo llevó de hospital en hospital hasta que por fin consigue que lo
atiendan y lo operen. El médico que hizo la intervención llamó a la madre de Boris
«para darle una palabra de estímulo» en los siguientes términos:
-¿Cuántos hijos tiene usted, señora?
-Ocho.
-Bueno, acostúmbrese a que sean nada más que siete, porque este ya no cuenta.
Concluye Duque: «Palabras de médico; imagínense qué diría un sicario».
La identidad social se constituye en buena medida gracias a las memorias, los
mitos, el orden simbólico. Y lo que se cuenta de ella: la narrativa da una coherencia
que la realidad no suele tener. Cuando leo estas crónicas, no puedo dejar de
preguntarme qué es lo que se elige representar y si ello refuerza el miedo, ayuda a
combatir la injusticia o a restablecer el mínimo pacto social que parece haberse
perdido; ninguna de ellas legitima la violencia. Me pregunto también cómo funciona la
empatía, un elemento sin el cual no veo cómo nuestras sociedades podrán salir de
estos abismos.
La falta de lazos de solidaridad, de empatía, de conciencia cívica y, muy sobre
todo, de un sentimiento claro de responsabilidad personal hacia los demás. Propongo
que se reinserte la discusión sobre la ética y la responsabilidad en los estudios
culturales y literarios. Ante tanta violencia, apelo a la conciencia individual,
preguntándome cuánto estamos dispuestos a hacer como personas privadas para
cambiar los términos y si, como privilegiados, desde la Academia pensamos o no
hacemos responsables de los otros12.
NOTAS
1. Había habido algunas pobladas en República Dominicana y en Brasil; Caracas misma
tenía el recuerdo de la violencia popular que derrotó al dictador Pérez Jiménez a fines de la
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década del cincuenta y de la violencia subversiva y represiva de los sesenta
2. "Sólo 20% de los hogares gana más de Bs. 500.000” de Emilce Chacón, en El
Universal (17/10/ 1999). El artículo cita las estadísticas de la Oficina Central de Estadística e
Información (OCEI) para el primer semestre de 1999.
3. Según Bauman, al pobre se lo brutaliza y se lo aísla; a diferencia del pobre de hace
unos años -transformable en mano de obra barata-, la actual cultura del libre mercado lo ve
como un no consumidor y, por lo tanto, redundante (Bauman: 61).
4. Ver un análisis de los antecedentes en Rotker, Susana (1993) «Crónica y cultura
urbana. Caracas: la última década». En Estudios (Universidad Simón Bolívar), Caracas, 1(1):
122-130.
5. Publicadas originalmente en el periódico El Nacional, las fotos fueron tomadas por
Sandra Bracho, Tom y José Grillo, Oswaldo Tejada, Jacobo Lezama, Dimas Ibarra y Frasso.
6. En «Insolencias de lo prohibido», una charla dictada en Wellesley College en abril de
1999, dentro del contexto del coloquio El Caribe a fin del milenio, analicé el surgimiento del
nuevo sujeto urbano: la víctima -en-potencia.
7. La imagen de una guerra civil cada fin de semana no es sino una imagen del
discurso creada por los medios: obviamente los asesinatos y la violencia se dan indistintamente, todo el tiempo, pero los periódicos reportan los lunes las estadísticas de los fines
de semana. Esta práctica, no contrabalanceada de forma eficaz por las páginas rojas
cotidianas, crea un efecto de distorsión del modo en que se percibe la realidad.
8. "Una de invasores» (21/3/1999); esta crónica, como todas las que siguen, formó
parte de la serie «Guerra nuestra», Siete Días, en El Nacional de Caracas. Las citas se harán en
adelante sólo dando la fecha de publicación entre paréntesis dentro del texto.
9. José Roberto Duque se ha ido con su «Guerra nuestra» a un periódico de tradición
más popular que El Nacional: El Mundo, de Caracas, convertido por unos meses en el diario de
mayor oposición contra el Gobierno y, por lo tanto, mucho más buscado por la clase media que
antes; por presión del Gobierno su director, Teodoro Petkoff, fue alejado de la empresa. Duque
trabaja actualmente en Tal Cual, vespertino también dirigido por Petkoff.
10. Véase http://www.a-venezuela.comlseguridad.
11. Como dice la propaganda de este libro que ocupa la posición n° 3 dentro de los 10
libros más vendidos, a 10 años del 27 de febrero de 1989:
«Pocas cosas provocan tanto pánico como someterse a la mirada escrutadora de los
demás. Si usted no sabe qué hacer ante una mesa servida con varios juegos de cubiertos,
tartamudea cada vez que va a darle el pésame a los dolientes en un funeral, le inquieta qué
deben decir las invitaciones de boda o cómo comportarse en una reunión de condominio, sólo
deberá echarle un vistazo a este libro para que sus dudas se aclaren y, sobre todo, se convierta
en un ciudadano más educado, elegante y satisfecho consigo mismo».
12. Bien lo vio Bauman: no sabemos qué es la justicia, pero sí sabemos cuándo se
comete una injusticia (62). No sé si asumir nuestra responsabilidad es el nuevo imperativo
categórico («preservar la vida humana», como agrega Bauman), pero sé que sentarse a
esperar que el Estado paternalista o el libre mercado solucionen el problema, mientras
aprendemos la diferencia entre un atraco y un arrebatón o vemos morir a nuestros amigos, no
soluciona mucho. Ni la resignación ni la comodidad de la indiferencia ayudan.
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