Atenas o el arte de lo político

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Atenas o el arte de lo político
Ana Iriarte
Universidad del País Vasco
El propósito del recorrido por la antigua Atenas que propongo aquí es atender a la
relación entre el desarrollo del fenómeno político que esta ciudad fomentó y la
plasmación de dicho fenómeno en su espacio urbano. Tucídides, Pausanias y Plutarco
serán nuestros guías antiguos de excepción. En cuanto a interpretaciones modernas del
«milagro ateniense», evocaré como especialmente orientadoras la del filósofo Cornelius
Castoriadis, la del especialista en Arqueología clásica Roland Étienne y la del maestro
de Historia del pensamiento científico Oddone Longo.
La ciudad griega o polis: elementos diferenciales
Tres son, en principio, los aspectos que diferencian radicalmente la Polis de
nuestra idea de Ciudad:
I. Desde el punto de vista territorial, la polis incluye tanto el espacio urbano como
el territorio rural con sus aldeas. En el caso que nos ocupa, se trata de la ciudad del
Ática, no sólo de Atenas como centro urbano. Lo que en nuestro caso, equivaldría a
hablar, por ejemplo, de la ciudad de Guipuzcoa o de la ciudad de Navarra.
La autosuficiencia económica es uno de los grandes ideales de estas comunidades.
Es decir, contrariamente a la economía que practicamos y que nos sitúa en posición de
extrema dependencia con respecto a otros países, cada ciudad griega se consideraba una
unidad que debía bastarse por sí sola.
II. Como segundo aspecto diferencial, es de señalar que, además del territorio
propiamente dicho, la noción griega de pólis incluye a los ciudadanos que lo habitan y a
los dioses protectores del conjunto. Así, para referirse a Atenas, los antiguos dicen «los
atenienses». Y el conjunto de la población se piensa como una comunidad indisociable
de los dioses que la protegen. En el caso que nos ocupa, Atenea, desde la cima de la
Acrópolis, destaca como protectora entre las divinidades del panteón.
Privilegiando la función política, Aristóteles llega a definir la polis como «una
comunidad de ciudadanos con una Constitución»; y opina que para que esta
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organización pueda existir, el número de habitantes no debe ser inferior a 1000 ni
superar el millón. Por el censo del 431 a.C. —año en el que se inició la Guerra del
Peloponeso— sabemos que Atenas contaba con cerca de 44.000 ciudadanos, es decir,
varones, adultos y libres. Y se calcula que el número total de habitantes podía ascender
a unos 300.000.
III. Las póleis griegas fueron unidades políticas autónomas. «Autonomías» en
sentido literal, es decir, que cada una de ellas obedecía a su propio Código legal, emitía
su propia moneda, elegía a sus gobernantes, tenía su propia política exterior y su ejército
particular.
Tras el gran movimiento expansivo protagonizado por los griegos entre los siglos
VIII y VI, en torno al Mediterráneo y el Mar Negro, estas póleis se cuentan por cientos.
En la medida en que todas ellas utilizan la misma lengua, tienen tradiciones y prácticas
religiosas comunes y comparten un sentimiento de solidaridad con respecto a lo nogriego (conceptualización que, a partir del siglo V, será traducida por el término
«bárbaro»), podría decirse que conforman una Nación, pero se trataría de una Nación
compuesta por cientos de unidades políticas independientes. En otras palabras, los
griegos nunca crearon un Estado, sino múltiples comunidades independientes,
extremadamente celosas de su capacidad de autogobernarse. Es más, cada una de estas
póleis tampoco puede entenderse como una ciudad-Estado, puesto que nunca se
conformó un aparato que concentrara los poderes, sino que son los propios ciudadanos
quienes los ejercen, directamente en la Asamblea y rotativamente en los altos cargos.
La polis es una comunidad de ciudadanos libres que elaboran sus leyes, juzgan y
gobiernan directamente. Estos son los tres aspectos del Poder privilegiados por los
griegos. Gobernar es tomar decisiones, determinar si va a haber una guerra, se va a
construir un nuevo templo o firmar un tratado de paz. Por el contrario, los griegos no
valoran especialmente el control de los gastos y los medios promovidos por las
decisiones de la Asamblea. La ejecución de lo decidido no es para ellos parte del Poder.
La administración (o sea, lo que nosotros entendemos por Poder Ejecutivo: tesorería,
policía, archivos…) se compone de tareas subalternas que se confían a subalternos y, a
menudo, a los esclavos.
El proceso democrático: orígenes y cronología
En la extraña «Nación» compuesta por ciudades absolutamente independientes
que fue la antigua Grecia, el Poder decisorio se repartía anualmente entre el grupo de
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ciudadanos atendiendo a la importancia de su patrimonio. Sólo los más ricos podían
participar en el sorteo que daba acceso a las magistraturas, mientras los pequeños
campesinos o los ciudadanos desposeídos de tierra, decidían exclusivamente emitiendo
su voto en la Asamblea.
Este panorama básico fue común a todas las ciudades griegas. Todas ellas
manifestaron un rechazo imperturbable a las tiranías y a las monarquías, desde que
tenemos noticia de su existencia por los poemas homéricos hasta que, a mediados del
siglo IV, ya en plena decadencia económica, sometieron su poder decisorio al Consejo
presidido por Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro. Me refiero al Consejo de
los helenos fundado en el 337 a.C. Un año antes de que llegara al trono el fundador de
un nuevo tipo de Monarquía que fue Alejandro Magno, soberano integrador de culturas
extremadamente diferentes.
Sobre la base de este principio común, de este rechazo a los absolutismos, algunas
ciudades mantuvieron durante siglos un régimen de tipo oligárquico, o sea un sistema
que dividía el Poder entre unas pocas familias privilegiadas. Mañana César Fornis les
expondrá el atractivo caso de Esparta, representante por excelencia de este modelo
oligárquico. Pero Atenas y, sobre todo, las ciudades de Asia Menor y las islas del Egeo
desarrollan regímenes democráticos; es decir, se decantan por ir ampliando
paulatinamente el número de ciudadanos con poder de tomar decisiones.
Desde el punto de vista cronológico, este proceso es rápido. Así lo ilustra la
información proporcionada por las abundantes fuentes atenienses. En los inicios del
siglo VI a.C., año 594, la reforma de Solón, dividiendo al pueblo según clases
censatarias, permite el acceso a los altos cargos políticos a ciudadanos que no pertenecía
a la aristocracia; aunque, eso sí, debían disponer de cierta fortuna. Además, Solón
instaura un tribunal del pueblo, el Tribunal de los Heliastas, compuesto por 6000
jurados; es decir, 6000 ciudadanos que van rotándose por sorteo.
A este Tribunal le viene el nombre de la costumbre de reunirse a pleno sol, en el
Ágora, el espacio público y común, el espacio dedicado al intercambio de mercancías y
de ideas, que los griegos situaron física y simbólicamente en el centro de la polis. A
finales de este mismo siglo, en el año 508 a.C., Clístenes propone una reforma radical
de la participación política del pueblo. Dicha reforma se erige sobre la base,
revolucionaria para la época, de la creación de distritos políticos con el fin de que los
habitantes de las tres zonas del Ática —la costa, la montaña y el centro urbano—
participaran de forma equitativa en el Poder. Todavía no ha nacido la palabra
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Demokratía, pero la intervención de los ciudadanos en las instituciones ya no depende
de los antiguos parámetros tribales.
Estas reformas se plasman inmediatamente en el territorio cívico con la
ampliación del Ágora. A este espacio, física y simbólicamente central en la polis, se le
devuelve el sector que los antiguos tiranos, los Pisistrátidas, habían privatizado para
construirse un impresionante palacio y un cementerio familiar, mientras desplazaban la
necrópolis de la ciudad, el Cerámico, al exterior de la muralla. Además, un edificio
mayor que el palacio de los Pisistrátidas fue construido para alojar una de las
instituciones creadas por Clístenes: el Consejo de los 500. Y por esa misma época se
habilitó un pequeño pórtico en la entrada noroeste del ágora, utilizado para exponer ante
la ciudadanía las leyes de Solón. Pero especialmente evocador del perfil de «nuevo
régimen» es el lugar de honor que vino a ocupar el grupo escultórico de los tiranicidas,
Harmodio y Aristogitón, objeto de culto en plena ágora, como si de héroes fundadores
se tratara.
Durante las décadas posteriores a las reformas de Clístenes, esta nueva Atenas,
entusiasmada con la capacidad de deliberación política, es la que deberá enfrentarse, a
menudo en su propio territorio, con el Imperio persa; con ejército del Gran Rey, figura
altamente denostada por los helenos en la medida en que acapara al tiempo la autoridad
religiosa, jurídica y militar. En el año 480 a.C., mientras la población del Ática vive
refugiada en la isla de Salamina, los persas arrasan su territorio y destruyen
sistemáticamente sus edificios públicos y monumentos, necrópolis incluidas, antes de
sucumbir ante la flota ateniense. Se trata de uno de los momentos culminantes de las
Guerras Médicas, el enfrentamiento que trazó la frontera entre Oriente y Occidente que
permanece todavía hoy. Esta inesperada victoria sobre el Rey persa, condujo a la
inmensa mayoría de las ciudades griegas a unirse en la Liga panhelénica de Delos, cuya
dirección confían a la carismática ciudad de Atenas.
Con la amenaza perenne del absolutismo persa como referente a evitar, la
asamblea de los atenienses aclama a un nuevo partidario de ampliar las competencias
del pueblo en el gobierno. Así, en el año 462 a.C., triunfa la reforma propuesta por
Efialtes. Una reforma que potencia el poder decisorio de los tribunales populares y de
las Asamblea en detrimento del que detentaba el aristocrático Tribunal del Areópago —
institución comparable en sus inicios al Senado romano—, cuyas intervenciones se
limitarán, en adelante, a juzgar los crímenes de sangre.
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Efialtes es asesinado ese mismo año, dejando como líder de los partidarios del
Gobierno del pueblo a Pericles, militar, intelectual y hábil orador que será reelegido
Estratego Máximo de Atenas prácticamente hasta su muerte, en el 429 a.C., cuando, con
la Guerra del Peloponeso, ya se ha desencadenado la decadencia imparable de las
póleis.
La duradera permanencia en el poder de Pericles estuvo presidida por dos
ambiciosos objetivos. El primero de ellos consistió en impulsar más y más la
participación popular en el gobierno de la ciudad. Con tal finalidad, consiguió que se
votara la ley del 461 a.C., según la cual los ciudadanos debían percibir un salario por el
tiempo que dedicaban a desempeñar funciones públicas. El segundo gran «sueño»
perseguido por el estratego consistió en reconstruir la Atenas devastada por los persas.
Y, en efecto, como recordaremos más adelante, Pericles supo plasmar en la
organización urbanística de la ciudad el mismo esplendor que procuró a las instituciones
democráticas.
Aunque suspendido durante breves periodos de gobiernos oligárquicos, el sistema
democrático subsiste en Atenas hasta que, con la entronización de Alejandro Magno, la
totalidad de las ciudades griegas, antes tan celosas de su autonomía, deben someterse al
criterio político de Macedonia. En lo que al mundo antiguo se refiere, la Demokratía
nació y desapareció en poco más de siglo y medio. Pero desapareció sin que nada
indicara que su proceso de reformas había llegado a una plenitud preconcebida.
En Atenas existieron diversos códigos legales, pero nunca existió una
Constitución cerrada e inamovible. Los antiguos atenienses nunca sintieron, por
ejemplo, el apego que inspira la moderna Constitución de 1978 y la resistencia a
modificarla aún en aspectos tan banales como la ley Sálica. De hecho, el debate
constante sobre las aspiraciones y logros democráticos, constituye la esencia misma de
la versión griega de este sistema: de «la idea democrática» cuyos rasgos esenciales
evocaré a continuación.
La idea democrática
En principio, la idea democrática griega es la misma que la actual: supone la
participación de todos por igual en los asuntos comunes. En palabras de Castoriadis,
supone «que todos los ciudadanos son capaces de dar una opinión (doxa) correcta, y que
ninguno de ellos posee una ciencia (episteme) de la cosa pública».
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La idea democrática otorga a todos los ciudadanos por igual la posibilidad de
participar efectivamente en la legislación, los tribunales y el gobierno de la ciudad. La
Igualdad es, por lo tanto, la base de la sociedad democrática y la base de la Libertad de
los individuos que componen dicha sociedad; pues la concepción griega de Libertad no
implica tanto un derecho individual como la conciencia de pertenecer a una comunidad
política y poder controlar directamente su funcionamiento.
Pero, como insignes helenistas han señalado, lo esencial en el proceso
democrático es el cuestionamiento por parte de los ciudadanos de las leyes heredadas. Y
el que esta transformación constante de la norma institucionalizada no se lleve a cabo
violentamente, sino mediante el despliegue del logos, mediante la discusión y las
opiniones discrepantes.
Podríamos mantener, junto a Castoriadis, que las limitaciones de la demokratía, a
saber, la condición femenina, la esclavitud, la relación de dominio con respecto a otras
ciudades, «son simplemente aspectos del hecho de que el cuestionamiento de lo
instituido no se realizó por completo. No alcanzó su plenitud». Pero, en esta línea de
pensamiento, no olvidaremos precisar que si consideramos la democracia ateniense
desde la perspectiva de carencias esenciales, como la exclusión política de las mujeres o
la violencia con la que, en ocasiones, se exportó el sistema político a otros marcos
geográficos, deberemos igualmente concluir que nuestras actuales democracias
occidentales distan de haber alcanzado la plenitud exigida por el propio mecanismo
democrático.
Pero retrocedamos al momento del auge de la Demokratía para observar, como
había prometido, la excepcional transformación de la topografía de Atenas impulsada
por el Señor de la democracia que fue Pericles. Se trata ya de la última etapa de nuestro
recorrido. Y la iniciaré considerando la siguiente observación de Jean-Pierre Vernant a
propósito de la relación entre el espacio de la ciudad y sus instituciones: «… las
instituciones de la Polis se proyectan y se encarnan en lo que podemos denominar un
espacio político. Al respecto, señalaremos que los primeros urbanistas, como Hipódamo
de Mileto, son en realidad teóricos políticos: la organización del espacio urbano es sólo
parte del esfuerzo global por ordenar y racionalizar el universo humano».
El arte de Pericles
Desde el punto de vista urbanístico, Pericles hereda una ciudad que había sido
bien estructurada en el último tercio del siglo VI a.C. O sea, durante el periodo
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intermedio entre el régimen oligárquico que decae y el gobierno del pueblo que está por
llegar, en el que gobiernan Pisístrato y sus hijos (560-527/510), tiranos cuya ambiciosa
política cultural incluye deslumbrantes construcciones.
Dar nuevo brillo a esta monumentalidad pulverizada por los persas se convirtió,
como antes recordaba, en objetivo prioritario para Pericles. En palabras de Plutarco, el
exitoso dirigente supo explicar a sus conciudadanos la importancia de realizar «obras
que una vez terminadas, darán forma eterna a la ciudad y que durante su ejecución
procurarían bienestar, pues gracias a estas obras, nacerían todo género de industrias y
una infinita variedad de empleos, que, despertando todas las artes y poniendo en
movimiento todos los brazos, procurarían salarios a casi toda la ciudad, la cual, con sus
propios recursos, se embellecería y al mismo tiempo se alimentaría».
Resultado de la actividad constructora promovida por el sueño de Pericles y
supervisada por su amigo Fidias, es la Atenas monumental que ahora visitamos. Una
ciudad en obras, que es, al fin y al cabo, la que los atenienses de época clásica
contemplaron a lo largo de su vida.
La grandeza del Imperio se reflejó, para empezar, en el puerto del Pireo, cuyo
enorme desarrollo responde al de la flota descomunal que sostiene al imperialismo
ateniense. Hipódamo de Mileto fue el encargado de diseñar la simétrica urbanización
del lugar para albergar a la numerosa población que lo habitaba y frecuentaba, así como
para disponer los edificios oficiales destinados al control fiscal y de pesas y medidas de
los productos que iban a venderse en la ciudad. Asimismo, el diseño del puerto más
importante del Mediterráneo en aquella época, destinaba un espacio significativo a
cultos considerados exóticos hasta entonces, como el dedicado al egipcio Amón, a
Afrodita Cipria, al fenicio Baal o a la Madre de los dioses originaria de Frigia. La
metrópolis panhelénica hacía gala de generosa apertura mental.
Por otra parte, el ideal de igualdad promovido por las instituciones democráticas,
se plasma en la necrópolis del Cerámico, en donde resaltan las tumbas públicas pagadas
por el pueblo a los «caídos por la patria», mientras que las tumbas privadas se someten a
un severo control del siempre distintivo lujo.
También en las afueras de la muralla, preferentemente en lugares frondosos y
ajardinados, se situaban las escuelas de Filosofía y los gimnasios, espacios de encuentro
de los mejores maestros y de los más destacados jóvenes de la ciudad. Si en las primeras
se formaron los dirigentes, hombres de negocios y pensadores más refinados, en los
gimnasios, esos mismos atenienses se ejercitaban tanto para ser dignos del derecho a
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defender militarmente a su patria como para aportarle gloria triunfando en los
numerosos concursos atléticos que comportaba el culto heleno a los dioses.
En el ágora se construyeron nuevos edificios de reunión, como los pórticos que la
rodeaban: la Stoa poikilé, la de Zeus, la del Sur. Para los espectáculos y concursos
musicales, Pericles concibió el Odeón, edificio de magnífica acústica «con muchas filas
de asientos y muchas de columnas, cuyo tejado, redondeado y en pendiente, culmina en
un único punto —cuenta Plutarco». Y en el Santuario de Dioniso se habilitó un primer
teatro, con estructura de madera, para representar las tragedias áticas, auténtico género
literario de la Demokratía en el que los principios del nuevo régimen se confrontaban
con los de los héroes ancestrales del mito.
En todos los monumentos construidos en la época dorada de Atenas a la que nos
estamos refiriendo, se refleja un auténtico programa iconográfico destinado a proclamar
las victorias militares de la ciudad, a exaltar la superioridad de los helenos sobre los
bárbaros. En este sentido, destacan los edificios religiosos, como el Templo de Hefesto,
en el que las victorias panhelénicas sobre el persa se evocan a través del los triunfos
sobre la barbarie del héroe, ateniense por excelencia, Teseo. Y pieza clave de este
programa es la Acrópolis, la roca consagrada a una función religiosa que era también el
más impactante de los medios propagandísticos atenienses.
Pericles consiguió que los Propileos —literalmente, «ante-puertas»— se
construyeran en cinco años. Esta columnata, impresionante en sí misma, proporcionaba
una vista incomparable de la fachada Oeste del Partenón, o sea, de la puerta de atrás del
templo. En los frontones del mismo, las elegantes esculturas que luce en la actualidad el
Museo Británico, representaban el nacimiento de la diosa y su coronación como
divinidad protectora de Atenas. Imágenes selectas de la procesión de las Grandes
Panateneas, con la que la ciudad al completo honoraba a su patrona cada cuatro años,
componían el friso que rodeaba el conjunto del templo. Y, en las metopas que
adornaban el flanco occidental del mismo, el mítico combate entre Teseo y las
Amazonas conmemora la reciente victoria sobre la barbarie oriental.
Andróginas y guerreras, las Amazonas se integran también en la propia
imagen de la divinidad. Me refiero a la estatua crisoelefantina creada por Fidias para
habitar el Partenón. Siguiendo la descripción de Pausanias, la solemne Virgen se yergue
sobre una base en la que figura el nacimiento de Pandora. Vestida de largo, la diosa
porta sus atributos guerreros: el casco en el que destaca una Esfinge vigilante, la lanza,
la pequeña Nike alada en su mano derecha, la cabeza de la Medusa inserta a la altura de
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su pecho y un escudo en el que se representa, de nuevo, la lucha de Teseo contra las
Amazonas. Aunque en esta ocasión parece tratarse de un actualizado Teseo, pues, como
precisa Plutarco, al representar en el escudo el combate contra las Amazonas, Fidias
había incluido una muy bella imagen de Pericles luchando contra una de ellas.
Resumiendo, en el corazón de la Roca Sagrada, la anécdota del carismático
Pericles identificado con el mítico fundador del Ática indica, al tiempo en clave
religiosa y militar, lo mucho que la gloria de Atenas dependió, y depende, de la
exaltación artística de lo político.
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